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lunes, 8 de febrero de 2016

La estupidez norteamericana

Pero de lo que se trata aquí no es del progreso espiritual, sino del progreso material, y en esto no hay con qué darles a nuestros compañeros de continente.
En la Edad Media la gente se dividía en seglares y clericales. Los seglares eran las personas que vivían de acuerdo al mundo, a sus preceptos y a su actualidad; los clérigos, en cambio, vivían para Dios, es decir, para lo que está fuera del tiempo y del espacio, para lo que no es el mundo y sus preocupaciones. Pues bien; así vistas las cosas, el pueblo de los Estados Unidos es el pueblo seglar por antonomasia, el pueblo en el que las cosas del mundo operan directamente sobre el espíritu de la gente, sin mayores impedimentos, casi sin impedimento metafísico ninguno, y esto sin importar que la religión sea en esas tierras tan próspera como en otras menos desarrolladas, porque la religiosidad no es siempre sinónimo de espiritualidad. Es el país del aquí y del ahora. Del aquí, porque solo les interesa lo que fronteras adentro sucede, y del ahora, porque lo que reina es la novedad y porque todo lo nuevo, todo lo de última generación, nace aquí y aquí se desenvuelve... hasta que algo más nuevo lo remplace. Todos los que no vivimos en los Estados Unidos nos sentimos algo así como trogloditas, viviendo en un tiempo pretérito y no en el presente, porque el presente se desarrolla pura y exclusivamente en los Estados Unidos. A todos nos atrae vivir en nuestro propio tiempo y no en un tiempo ajeno, y por eso nos interesa conocer, hablar de, o pasear por los Estados Unidos. Y a julio Camba también, pese a la impresión agridulce que le producían estos conocimientos y estos paseos:

Al llegar aquí, la primera sensación no es la de haber dejado atrás otros países, sino otras épocas, épocas probablemente muy superiores a ésta, pero en todas las cuales nuestra vida constituía una ficción porque ninguna de ellas era realmente nuestra época (La ciudad automática, p. 15).

Nuestra época, admitámoslo sin envidia, encarnó desde hace más de un siglo en los Estados Unidos, y esta es probablemente la causa de que este país

nos atraiga y nos rechace a la vez de un modo tan poderoso. Nos atrae porque uno no puede vivir al margen del tiempo, y nos rechaza por la estupidez enorme del tiempo en que le ha tocado vivir a uno.


¿Será por eso que (siempre que mis ocupaciones me lo permitan) trato de leer lo más que pueda, para evadirme de ese modo de este aciago tiempo al que miro de reojo como diciendo "a mí no me culpen, yo no tengo nada que ver con esto"? Seguramente. Porque este tiempo presente encarnado por aquel país es otro de los tantos productos que nos ha vendido y que ya llegó a nuestras puertas. "Los Estados Unidos --dice Camba-- tienen un poder de expansión enorme, y poco a poco, no solo Hispanoamérica, el mundo entero caerá bajo su influencia" (ibíd., p. 109). Y cayó. Redondamente cayó el mundo a sus pies, con nosotros los argentinos incluidos, y entonces ya no es necesario, para conocer el presente, tomarse un barco o un avión y dirigirse a Nueva York. El presente ya está en nuestras propias calles, en nuestras propias vidrieras y en nuestros propios comportamientos. Y sigue siendo un presente tan estúpido, o más, que el presente que vivió hace un siglo Julio Camba en los Estados Unidos de Norteamérica.

domingo, 7 de febrero de 2016

Las ejecuciones norteamericanas

Además de por mascar chicle, se los conoce a los norteamericanos por otras aficiones, como por ejemplo la de ajusticiar a los delincuentes. Al principio fue la ley de Lynch (nunca tuvo categoría de auténtica ley, aclaremos), que permitía ahorcar al sospechoso cuando las condiciones no estaban dadas para que se produjese un juicio, aunque fuese sumario; sospechoso que por lo general era un negro, en los estados del sur, o un amerindio en los estados del oeste. Pasaron los años y con el ingreso al siglo XX los norteamericanos se volvieron tecnófilos. Llegó el momento en que las ejecuciones a través de la soga se les antojaron arcaicas. Y como ya el negocio de la electricidad, pese a que recién empezaba, quería diversificar sus productos, alguien propuso la creación de una silla que, en vez utilizarse para descansar como el resto de las sillas, se utilizara para electrocutar al desgraciado que osara sentarse en ella. El éxito fue total, porque se suponía que a través de este medio el condenado sufría menos que cuando se le quitaba la respiración ahorcándolo, y esto era un signo de progreso carcelario y de compasión. Pero si algún procedimiento es éticamente incorrecto, como muchos creemos que lo es este del asesinato en nombre del bien común, ¿conviene suavizarlo? ¿No es mejor que se presente sin maquillaje, con toda su brutalidad a flor de piel, para que los contribuyentes no se engañen y sepan perfectamente de lo que se trata? Algo así opinaba julio Camba:

Hay partidarios de la pena de muerte que se interesan, indudablemente, por los últimos adelantos científicos, y quizá el reaccionario sea yo; pero yo opino que si somos todavía lo suficientemente bárbaros para seguir matando a los hombres en nombre de la Justicia, debemos matarlos del modo más bárbaro posible. Con el garrote. Con el hacha. Con la rueda. A las doce del día, en la plaza mayor de la ciudad, y no de noche, en el patio de una prisión. Así, la modernidad del procedimiento no haría resaltar de un modo tan ofensivo el medievalismo del acto. Aplicada de ese modo, o bien resultaría que la pena de muerte era incompatible con nuestra sensibilidad, imponiéndose, por tanto, su abolición inmediata, o bien no lo resultaría, demostrándose, en este último caso, que desde el siglo XIII acá la Humanidad no había adelantado nada (Sobre casi nada, pp. 76-7).


Interesante prueba sería para la sociedad norteamericana el que le cortaran el gañote a sus condenados en pleno Central Park y con un serrucho de carnicero. ¿Marcharían a sus casas horrorizados los espectadores o se regocijarían como se regocijaban los franceses del siglo XVIII presenciando el funcionamiento de su guillotina? Porque como la evolución de una camada de personas está dada por el grado de compasión que es capaz de sentir frente a sus congéneres en desgracia, sería este cruel espectáculo un termómetro de lo que acontece en el corazón de los yanquis. Pero no. Se mata utilizando la silla o, mejor aún, un par de inyecciones, y se prohíbe el ingreso del público general a presenciar el evento. Se prohíbe, creo, por eso mismo, porque las autoridades sospechan que, pese a lo indoloro del procedimiento, el populacho se va a regocijar, quedando así demostrado que los yanquis, por mucho que hayan adelantado en ciencia, en tecnología y en armamentos, en ética no han progresado nada.

sábado, 6 de febrero de 2016

La chiclosidad norteamericana

Leo una noticia aparecida en el portal de Clarín.com el día 8/5/15: "Una chica de 19 años murió por mascar mucho chicle". Era una chica inglesa, pero bien podría haber sido norteamericana, pues son los norteamericanos, sin disputa, los campeones mundiales de este deporte.

Mascar goma: he aquí el gran vicio nacional de los Estados Unidos de Norteamérica. Los americanos mascan goma así como los chinos fuman opio. La goma de mascar es el paraíso artificial de este pueblo. En el tranvía o en el ferrocarril, yo he visto a veces frente a mí 15 o 20 personas en fila abriendo y cerrando la boca, como si fueran peces, y con una expresión beatífica en los ojos. Esta expresión respondía al gusto que experimentaban mascando goma. [...]
La goma de mascar es una goma perfumada y sumamente blanda, que se vende en forma de pastillas. Las familias pobres, sin embargo, yo creo que comprar neumáticos viejos y que los mascan en común; esto es, que el padre y la madre y los hijos y las muchachas se sientan todos alrededor del neumático y que le meten el diente simultáneamente. Un neumático de automóviles, utilizado en esta forma, puede durarle a una familia todo el año. [...]
Todo el mundo masca goma en América, los ricos y los pobres, los negros y los blancos y los amarillos [...]. Y aquí es donde aparecen la utilidad y la trascendencia social y política de la goma de mascar. No tan solo el hábito de mascar goma constituye algo común para las diferentes razas que pueblan los Estados Unidos, algo que iguala entre sí a los americanos de procedencias más diversas [...], sino que, poco a poco, la masticación va creando unos rasgos fisonómicos típicamente americanos, entre los que predomina la mandíbula [...]. Si, en el porvenir, llega a existir un tipo americano tan característico como lo son hoy el tipo inglés, o el francés, o el español, los americanos podrán decir que, para formarlo, se han gastado en goma millones y millones de dólares. Este país va adquiriendo cohesión a fuerza de goma (Julio Camba, Un año en el otro mundo pp. 46-7-8).

De mandíbulas grandes
de tanto mascar chicles
es muy común el verlos
a los americanos...


cantaba Alberto Cortez. Pero volvamos a la chica inglesa que murió por masticar tanto chicle --catorce por día, según su madre--. Parece que lo que la mató no fue la masticación en sí, sino el edulcorante que los chicles contenían. Eran chicles sin azúcar, y le quedaron las células sanguíneas tan saturadas de aspartamo que no había lugar en ellas para ningún mineral, ni calcio, ni magnesio ni nada de nada. Continúen entonces los norteamericanos mascando chicle y afianzando así su identidad nacional, pero que no sean chicles dietéticos por favor. Y yo, que desde que dejé de consumir azúcar consumo aspartamo a lo pavote, tendré que realizar un nuevo esfuerzo ascético y eliminar de mi heladera las gaseosas y las aguas saborizadas hasta tanto las empresas que las elaboran se dignen a endulzarlas con azúcar natural de caña. Fue tal vez por esto del aspartamo, por su efecto lixiviador, que volví a padecer una caries a pesar de que hace ya doce años que apenas pruebo el azúcar refinado.

viernes, 5 de febrero de 2016

El arte norteamericano

Si lo que se pretende es la espiritualización de un pueblo, es decir, que el pueblo vea más allá de la materia y del placer y apunte con su acción y su pensamiento al universo de los valores, hay otras estrategias mucho más recomendables y mucho menos tortuosas que la de la guerra. Una de las más efectivas, sin duda, es la promoción del arte. Que todos estén en condiciones de contemplar obras de arte de calidad y que muchos estén también en condiciones de plasmarlas. Pero hay un problema, porque el arte pide ocio, tanto sea para crearlo como para contemplarlo, y el pueblo norteamericano, como ya hemos visto, trabaja demasiado y no tiene tiempo para invertir en algo que no sirva para ganar dinero. A las únicas que les sobra el tiempo, dice Camba, es a las mujeres, por lo que ellas terminan siendo las destinatarias exclusivas de cualquier inquietud artística:

El ocio, que en Europa es un privilegio de clases, aquí es un privilegio de sexos. Solo las mujeres disponen de ocio en los Estados Unidos. Rockefeller y los demás millonarios trabajan, por viejos que estén, un mínimo de diez horas al día. Y así como en Europa los hombres y las mujeres han contribuido por igual a la dignificación artística del ocio, aquí son las mujeres las únicas encargadas de dirigirlo.
Se escribe para las mujeres, se pinta para las mujeres, se representan comedias y se dan conciertos para las mujeres. El arte va pasando, automáticamente, al dominio exclusivo de la mujer y poco a poco se va afeminando. Y no hay esperanza ninguna, porque cuanto más se afemina el arte, más lo considera el hombre indigno de sí. A la larga, el hombre se desentenderá en absoluto del arte en América, así como hoy se desentiende de las puntillas y de las modas, y el caso es que tendrá razón. [...]
Nada de santos barbudos y realistas; nada de mendigos harapientos. Personajes alegres, limpios, bien vestidos y bien nutridos. Lo bonito en vez de lo bello. [...] Un arte, en fin, de cuyas obras se pueda hablar como de un producto de repostería. [...]
Es posible que la mujer tenga tantas cualidades artísticas como el hombre; pero es indudable que el hombre tiene tantas cualidades artísticas como la mujer, y un arte que prescinda de la influencia masculina, un arte para mujeres solas, será, forzosamente, un arte inferior (Un año en el otro mundo, pp. 38-9).


Cien años exactos han pasado desde la redacción de este artículo y hoy día, tanto en el gran país del norte como en cualquier otro lado, la mujer trabaja a la par del hombre e incluso, en muchas ocasiones, es la que provee el sustento a la familia. El ama de casa ociosa es ahora la excepción y no la regla y por eso el arte ya no apunta solo a las mujeres; pero como estuvo tantos años apuntando solamente a ellas, sigue siendo un arte afeminado, por más que muchos hombres lo consuman, y pasará un largo tiempo hasta que en los países en donde se ha producido este fenómeno comiencen a surgir nuevamente obras de arte de calidad como en los siglos anteriores.

jueves, 4 de febrero de 2016

La belicosidad norteamericana

Y ¿cuál era la receta de Camba para devolverle la espiritualidad al pueblo estadounidense de principios del siglo XX?
Se debatía, en 1916, el ingreso de los Estados Unidos a la Primera Guerra Mundial. Camba abogaba por este ingreso, aunque no por razones geopolíticas sino por una cuestión axiológica:

Yo creo que cualquier guerra --siempre que fuese una guerra justa, en la que el interés nacional coincidiese con principios de un orden general-- le convendría actualmente a este pueblo, tal vez demasiado metalizado, y en donde los valores materiales iban adquiriendo sobre los valores morales una supremacía tan grande. La guerra con Alemania sería una salvación espiritual (Un año en el otro mundo, pp. 136-7).


Pero visto está que, aunque efectivamente ingresaron, y no solo a esa guerra sino a la siguiente también, no salieron de aquellos trances menos metalizados y más espiritualizados que antes, sino todo lo contrario. La experiencia nos ha confirmado algo que yo presentía, aunque Camba no, y es el hecho de que la guerra, como proceso integral, más allá de algunas excepciones puntuales completamente menores, no es deseable en sentido ético, y si puede llegar a presentarse como una especie de remedio contra ciertos males sociales, cabe decir que este remedio será siempre peor que la enfermedad que pretende curar.

miércoles, 3 de febrero de 2016

La laboriosidad norteamericana

Cuando se vive de forma mecánica se rechaza el ocio y se lo estigmatiza. Las máquinas no descansan. Luego la vagancia, lejos de ser una opción de vida, configura un delito:

Aquí se ha supuesto que no debe haber vagos, que no debe haber poetas, que no debe haber enfermos y que no debe haber personas de edad. Se ha supuesto, en fin, que no se debe perder el tiempo. Las mismas diversiones [...] exigen una energía prodigiosa y son una forma más de la actividad nacional. [...] no hay medio de quedarse sin hacer nada. Es preciso bailar unos bailes gimnásticos, concentrar la atención en el espectáculo, jugar, oír una música estridente y violenta... es preciso hacer algo constantemente... Y esto es terrible, aunque no lo parezca, porque yo creo que toda la civilización se ha hecho a ratos perdidos y que su labor será interrumpida en cuanto la humanidad se niegue sistemáticamente a perder el tiempo. Yo creo que la civilización es precisamente obra de los vagos, de los enfermos, de los poetas y las personas de edad (Julio Camba, Un año en el otro mundo, p. 67-8).


Ya he dicho en otra ocasión que aquellos países que idolatran el trabajo tienden a ser los más infilosóficos, y los Estados Unidos y el Japón son una muestra de ello. Tampoco es cosa de irse al otro extremo, como nos vamos los argentinos, que somos especialistas en no trabajar y en exigir que el Estado nos mantenga, es decir, que nos mantengan los que trabajan. Ni una cosa ni la otra. Ser vago, sí, pero vago creativo, creativo en el sentido de búsqueda intelectual y creativo en el sentido de búsqueda de su propio sustento. Esa es la vagancia que crea cultura; la otra es gravosa y es preciso eliminarla, porque contamina y deja mal parada a la primera ante los ojos de las personas "respetables". Lo que tanto el vago creativo como el vago parasitario tienen muy en claro es que el trabajo, en el sentido de la búsqueda del sustento, es algo desagradable y hay que ponerle coto lo más que se pueda, y este aserto es el que los yanquis, con su viejo y mal digerido puritanismo a cuestas, no alcanzan a ver o a entender y por eso trabajan como trabajan, lo que explica su formidable fortaleza económica y su endeblez artística y social. Ya lo dijo Camba: "A medida que este pueblo se llena de dinero se despoja de contenido espiritual" (Un año en el otro mundo, p. 118).

martes, 2 de febrero de 2016

La manía telefónica norteamericana

Y si existe una máquina completamente innecesaria y que ha creado, sin embargo, un sinfín de necesidades luego de haber sido concebida, esa máquina es el teléfono celular. En épocas de Camba desde luego no existía, pero existía el teléfono fijo y por tanto es este quien recibe las diatribas:

Estamos en el país del teléfono. El teléfono aquí no es un medio, sino un fin. No es que aquí se hable por teléfono cuando es imposible hablar de otro modo; es que nunca se habla mientras se puede telefonear. La cuestión está en hacer las cosas con mucha mecánica. Un americano cree que una frase dicha por teléfono tiene más importancia que si se dice directamente, y que un hombre que telefonea es superior a un hombre que habla. De los chicos, yo me imagino que dan sus primeros vagidos por teléfono, y que no rompen realmente a hablar, sino que rompen a telefonear (Un año en el otro mundo, p. 51-2).


¿Quién no ha experimentado la sensación desagradable de estar hablando con una persona equis cara a cara sin que equis le preste la más mínima atención por estar concentrada en lo que dice su teléfono móvil? Y es que, como decía Camba, para los maquinófilos es más importante una persona cuando está detrás de un artefacto que cuando se presenta sin artefacto ninguno, de suerte que si fuese a la inversa, si fuese yo quien le estuviese mandando un mensaje de texto y quien le manda el mensaje de texto fuese quien le habla cara a cara, la persona equis leería más bien mi mensaje en vez escuchar lo que cara a cara le dicen. En el primer caso era la otra persona la importante y yo el desechable y en el segundo caso al revés, pero en realidad no sucede nada de esto: el único importante es el teléfono celular, y quien envía un mensaje a través de él es solo un medio conducente a la finalidad última, que es mirar el celular. No se mira el celular para entablar una conversación, se entabla una conversación, que por regla general no tiene mayor importancia, para poder utilizar el celular y regodearse con sus tecnológicas virtudes. El mundo al revés, y Julio Camba, con esto de la adicción a la telefonía, profeta entre los profetas.

lunes, 1 de febrero de 2016

La risa norteamericana

Lo que le molesta a Julio Camba no es la mecanización de la industria norteamericana sino la mecanización de la vida norteamericana. No detesta las máquinas, no es un ludita, pero se indigna (¡cuándo no!) desde el momento en que la máquina deja de ser un mero instrumento y pasa a dirigir los destinos del hombre:

Siempre ha habido máquinas en el mundo, y si míster Ford se imagina haber determinado por sí mismo una revolución industrial con su automóvil, permítame decirle que está muy equivocado. Esa revolución la inició hace miles de años un hombre mucho más grande que él: el inventor de la rueda. ¡La rueda, la quilla, la vela, el timón...! Siempre ha habido máquinas en el mundo, pero jamás como un fin, sino como un medio, y así como antes lo primero era un propósito a realizar y luego la máquina para realizarlo, ahora se comienza por inventar la máquina, luego se ve a qué propósito puede responder, y después se realiza este supuesto propósito como si, efectivamente, fuese un propósito de alguien. Y este es el hecho monstruoso de la civilización moderna (La ciudad automática, p. 151).

Todo depende ahora de las máquinas, o mejor dicho, todos dependemos de las máquinas, y si ya tenemos bastantes necesidades nuevas que satisfacer, necesidades que las nuevas máquinas van creando por sí solas, no por eso no se siguen inventando nuevas máquinas que crearán, a su vez, otros nuevos nichos de necesidades, necesidades futuras que ahora no nos molestan porque ni las imaginamos siquiera y que las nuevas máquinas, y solo ellas, satisfarán. ¿Se entiende cuál es la diferencia? La rueda se inventó porque el hombre primitivo tenía ya la necesidad de trasladar objetos y la rueda vino a suplir esa necesidad; pero ¿quién tenía necesidad de estarse dos, tres o catorce horas diarias frente a una caja emisora de imágenes? Nadie; pero se inventó el televisor y ahora no podemos pasarnos sin él. Una multiplicación sin sentido de necesidades: a eso apunta, y no a otra cosa, la tecnología de hoy en día.
Y lo más cómico es que se inventan máquinas para cualquier cosa, excepto para las cosas más interesantes. ¿Existe, por ejemplo, una máquina que produzca no digamos felicidad, pero al menos contento o alegría? No, nadie ha patentado aún ese invento. Claro que los estadounidenses, ni cortos ni perezosos, no pudiendo inventar la máquina de la alegría, inventaron la máquina de hacer reír: el parque de diversiones. Y ellos piensan que subiendo a la montaña rusa y riendo a carcajadas, se ponen alegres, y tal vez tengan razón, pero no es lo tradicional. Lo tradicional es reírse a la europea:

En Europa, primero se pone usted alegre y luego se ríe usted. Aquí ocurre todo lo contrario. Nadie ha conseguido aún inventar una máquina de alegrar a las gentes, sino tan solo máquinas de hacerlas reír; pero los americanos cuando se ríen mucho creen que están muy alegres, y el resultado es el mismo. [...] Todo lo cual viene a cuento de la inauguración [del parque de diversiones] de Coney Island. La gran orgía va a comenzar. ¡Adelante, señoras y señores! Va a comenzar la gran orgía mecánica. Va a dar principio la fabulosa juerga automática (ibíd., p. 149-50).


Por desgracia para los norteamericanos --y para el mundo todo, que ya es un poco norteamericano--, el vaivén de la cola de un perro es la consecuencia y no la causa de su alegría, y ya puedo estarme horas zarandeándole el rabo manualmente al pobre animal que no conseguiré alegrarlo en lo más mínimo. Y así las cosas, podré yo reírme hasta que se me desencaje la mandíbula subido a un autito chocador, pero si soy un infeliz, seguiré siéndolo ni bien baje del autito y hasta tanto no corrija los disvalores que existen en mi persona y que me tornan desdichado. Hay ciertas necesidades que ni las máquinas, ni el dinero, ni el automatismo de la vida cotidiana ni nada que venga de los Estados Unidos pueden satisfacer.