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sábado, 3 de septiembre de 2016

Rudolf Carnap y la filosofía-excrecencia

“Lo más que se ha demostrado —Dice Alfred Ayer— es que los enunciados metafísicos no caen dentro de la misma categoría de las leyes de la lógica, o de las hipótesis científicas”, pero de aquí no se infiere que los enunciados metafísicos no sean ni verdaderos ni falsos ni que no tengan sentido (El positivismo lógico, introducción). ¡Por fin un lógico lógico! Y también dice, respecto de la demoledora objeción que afirma que el principio de verificación no es él mismo verificable, que “el Círculo de Viena tendió a ignorar este problema”. Tomaron este principio como una especie de convención, “como algo convencional”. Pero ¿qué diferencia puede haber entre una convención así y otra que pudiéramos adoptar respecto de cualquier problema metafísico? Por la metodología empleada en la elección de sus premisas, los grandes metafísicos y los empiristas lógicos no difieren en nada.


El anhelo de simplificación es higiénico, siempre y cuando no se aplique sobre lo irreductible. El positivismo lógico quiere "pulir" a la filosofía, quitarle sus excrecencias, y en eso (¡Hegel, Heidegger!) podemos estar de acuerdo. El problema es que para estos pensadores casi todo tema filosófico es una excrecencia. La metafísica es una excrecencia, la ética es una excrecencia[1] y también la estética; nos queda tan solo la lógica o, de manera más estricta, el análisis lógico del lenguaje --porque decir que la investigación científica es parte de la filosofía se me antoja una exageración—. Pero quitarse los problemas del camino al modo del avestruz, metiendo la cabeza bajo la tierra y decretando que no existen, no es un modo sensato de proceder ni en la vida misma ni en la filosofía, y mucho menos sensato si se trata que los más grandes y graves problemas que la humanidad viene cargando desde hace siglos. Ya lo dijo Julián Marías:

Si la filosofía decide volverse de espaldas a un problema, no por eso deja de estar ahí. Lo que pasa es que la filosofía pierde su condición fundamental: la ra­dicalidad. No es que la filosofía "deba" ser radical, sino que consiste en serlo, en ir a las raíces, y sin ello desapa­rece su carácter filosófico: es el precio que cuesta la sim­plificación de la realidad (Sobre el cristianismo, “La filosofía actual y el ateísmo”).



[1] Moritz Schlick, uno de los fundadores del Círculo de Viena, era el único integrante del grupo que excluía de esta lista de parias a la ética. Decía que la ética se ocupa de cuestiones de hecho y que por tanto debe tratarse como una ciencia.

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