Eso en cuanto a la mortificación del
cuerpo, pero también enseña el ascetismo la mortificación del alma. Si acallar
la concupiscencia de la carne no es ocupación sencilla, más complejo aún es
evitar la soberbia, que es la concupiscencia del espíritu y que es mucho más
dañina que la primera[1].
Para intentarlo tenemos la receta de San Juan de la Cruz:
Lo
primero, procurar obrar en su desprecio y desear que todos lo hagan. Lo
segundo, procurar hablar en su desprecio y desear que todos lo hagan. Lo
tercero, procurar pensar bajamente de sí en su desprecio y desear que todos lo
hagan (Subida del monte Carmelo
1.13.9).
Pero estas reglas no parecen del todo acertadas. Sí me
parece acertado desear que todos nos desprecien con sus acciones, sus palabras
y sus pensamientos, pero este deseo de ningún modo debe incluirnos a nosotros
mismos. La cosa es sencilla: si el objetivo es que nos creamos personas
despreciables, los más bajos seres humanos que existen sobre la tierra, el
camino perfecto para cumplimentar este anhelo, si somos
personas decentes, es el comportamiento indecente. Yo solamente me siento un
ser despreciable cuando actúo, hablo o pienso como un ser despreciable, de modo
que la fórmula de San Juan de la Cruz, tomada al pie de la letra por quienes
anhelan perfeccionarse espiritualmente, redundaría en un fenomenal
acrecentamiento de la hijoputez. Gran ejercicio de humildad es agachar la
cabeza y recibir el desprecio de los otros, de nuestra familia incluso, con
mansedumbre y alegría; pero si nosotros mismos, luego de realizar las más
abnegadas acciones, nos creemos indignos, es porque sospechamos que nuestras
acciones no fueron en absoluto abnegadas. Si lo fueron, tenemos que sentirnos
orgullosos de nosotros mismos, que este orgullo propio no es en absoluto
incompatible con la humildad que debemos manifestar ante el prójimo. Si yo
salvo una vida poniendo en riesgo la mía y, no obstante, al hacerlo me siento
un hombre mezquino, no soy un santo, soy un orate. Desde ya que no iré por ahí
narrando este suceso para que todos me feliciten, sino todo lo contrario; pero
felicitarme yo mismo por lo acaecido es espiritualmente enaltecedor. Para
llamarse uno mismo, como santa Teresa de Jesús, “el peor
de los pecadores”, hay que pecar, pecar y no cansarse de pecar. O si no hay
que ser un gran hipócrita. Ninguna de estas dos opciones me satisface[2].
[1] "Toda la filosofía y teología cristianas consideran que el
orgullo es la raíz más fundamental y profunda del mal moral" (Dietrich von
Hildebrand, Ética, cap. 35). “Si bien
todos los vicios nos alejan de Dios, solo la soberbia se opone a Él; (a ello se
debe) la resistencia que Dios ofrece a los soberbios” (Santo Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 162, a. 6).
[2] Para evitar el
ensoberbecimiento de creerse uno mismo bueno, o más bueno que el resto, lo
adecuado no es el autodesprecio sino la convicción de que nuestra virtud es
generada por la Providencia que actúa a través de nosotros. “La soberbia es el menosprecio de
Dios. Cuando alguno se atribuye las buenas acciones que ejecuta y no a Dios,
¿qué otra cosa hace más que negar a Dios?” (Teófilo, Catena Aurea). Es,
pues, la creencia en el libre albedrío muy perjudicial a la hora de mantener a
raya a la soberbia.
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