Ya no sirve vivir para sufrir. /
Te das cuenta, sacate el mocasín.
Charly García, No me dejan salir
Una
característica insoslayable de la santidad es el ascetismo. Según la Real
Academia Española, el asceta es aquella persona que, “en busca de la perfección espiritual, vive en la renuncia de lo mundano y enla disciplina de las exigencias del cuerpo”.
También dice, en su segunda acepción, que un asceta es una persona que vive
voluntariamente de forma austera. Acepto y apruebo estas dos definiciones y las
tomo como parámetro para sugerir que ciertas conductas que describe William
James en su libro, si son ascéticas, son deformaciones y exageraciones de lo
que la ascesis religiosa en realidad prescribe.
Hablemos,
por ejemplo, del ascetismo tal como lo entendía el teólogo y místico alemán Enrique
Suso. Suso, nos cuenta James,
poseía un temperamento lleno de fuego y
vida, y cuando comenzó a darse cuenta fue muy penoso para él y buscó mediante
todo lo que pudo sujetar su cuerpo. Durante mucho tiempo llevó una camisa de
piel rugosa y una cadena de hierro hasta que sangró y tuvo que quitársela; en
secreto se hizo confeccionar ropa interior donde había tiras de piel con ciento
cincuenta agujas de latón, puntiagudas y afiladas, dirigidas hacia la carne.
[...] después todavía inventó algo nuevo: dos guantes de piel donde hacía
adaptar un dedal lleno de tachuelas de latón muy afiladas. Se los ponía por la
noche de forma que si intentaba quitarse la ropa interior durmiendo [...], las
tachuelas se le clavaban en el cuerpo. Y así vivía. [...] Cuando las heridas se
le curaban, al cabo de algunas semanas, se desgarraba de nuevo haciéndose
nuevas heridas. Siguió con este ejercicio terrible durante siete años. [...] Suso
[en su biografía] explica cómo, para emular las penas del Señor crucificado, se
hizo una cruz con treinta agujas y clavos de hierro puntiagudos, la llevó sobre
la espalda desnuda día y noche: La primera vez que se puso la cruz en la
espalda su cuerpo se estremeció de terror y despuntó los afilados clavos contra
una piedra. Pero en cuanto se arrepintió de su cobardía femenina, los afiló de
nuevo con una lima y se volvió a poner sobre la espalda la cruz, haciendo que
ésta le sangrara y supurara. Cuando se sentaba o agachaba parecía que tuviese
una piel de erizo encima y apenas alguien le tocaba sin querer o palpaba sus
ropas se desgarraba. [...] Durante el mismo tiempo, el Servidor se procuró una
puerta vieja, inservible, y por la noche se acostaba sin ropa de cama que la
hiciese confortable; se quitaba los zapatos y se envolvía en un abrigo recio.
Tenía una almohada miserable, ya que se ponía tallos de guisantes bajo la
cabeza; la cruz con los clavos enganchada a la espalda, los brazos vendados, la
ropa interior de pelo de caballo encima, el abrigo demasiado pesado y la puerta
demasiado dura. Así dormía [...]. En el invierno sufría mucho con las heladas,
si estiraba los pies tocaban el suelo desnudo y se helaban; si los encogía, la
sangre se le encendía en las piernas y le hacía sufrir grandemente. Tenía los
pies completamente llagados, las piernas hidrópicas, las rodillas sangraban y
supuraban, la espalda cubierta de las cicatrices de la ropa interior, su cuerpo
devastado, la boca reseca por la sed y sus manos temblorosas por la fiebre.
Pasaba días y noches en medio de estos tormentos [...]. Al cabo de un tiempo
abandonó la penitencia de la puerta y en su lugar ocupó una celda muy pequeña
usando el banco, demasiado estrecho y corto, para acostarse como si fuera una
cama. Así durmió, en este agujero o en la puerta descrita durante ocho años.
[...] Nunca, durante estos años, se bañó; ni siquiera un solo baño de agua o de
vapor, y lo hacía para mortificar el cuerpo, que buscaba comodidades. [...] Durante
un tiempo considerable intentó conseguir un grado de pureza tan elevado que no
se rascaba ni tocaba parte alguna de su cuerpo excepto las manos y los pies. Les
ahorro el relato de las torturas que se autoinflingía el pobre Suso con la sed.
Bueno es saber que después de mortificarse cuarenta años, el Señor le dio a
entender, mediante una serie de visiones, que ya había estropeado bastante al
hombre natural y que debía abandonar los ejercicios (William James, Las variedades de la experiencia religiosa,
tomo II, cap. XI, pp. 345-348).
Tenemos también el caso de San Pedro
de Alcántara, quien
había
pasado casi cuarenta años sin dormir más de una hora y media al día. De todas
sus mortificaciones, esta era la que más le costaba. Para conseguirlo, siempre
permanecía arrodillado o de pie. El poco sueño que se permitía lo tomaba
sentado, con la cabeza reclinada en un trozo de madera clavada en la pared. Si
hubiese querido tumbarse le habría sido imposible, ya que su habitación medía
cuatro pies y medio de largo. Durante todos estos años nunca se puso la
capucha, sin importarle ni el ardor del sol ni la fuerza de la lluvia. Nunca se
puso un zapato. Llevaba un vestido de basta arpillera, sin nada más sobre la
piel. [...] Era frecuente que solo comiese una vez cada tres días [...]. Su
pobreza era extrema y su mortificación, incluso de joven, era tal [...] que
había pasado tres años en una de las casas de su orden sin conocer a ninguno de
los otros monjes; solo los conocía por el sonido de sus voces, ya que nunca
levantó los ojos, y encontraba su camino siguiendo a los otros (ibíd., cap.XIV,
pp. 399-400).
Es evidente que estos santos especímenes tenían por único
Dios no a Jesucristo, sino al sufrimiento. Con santa
Margarita María de Alacoque, la fundadora de la orden del Sagrado Corazón,
finalizo esta muestra y confirmo mi conclusión:
Su
amor por el dolor y el sufrimiento era insaciable [...]. Decía que podía vivir
alegremente hasta el día del juicio, siempre que tuviese materia para sufrir
por Dios, pero que vivir un solo día sin sufrimiento sería intolerable. Decía
también que se sentía devorada por dos fiebres que no se podían mitigar, una
por la santa comunión y otra por el sufrimiento, la humillación y la
aniquilación. “Nada, excepto el dolor —repetía siempre en sus cartas— hace mi
vida soportable” (ibíd. cap. XI, p. 348).
Me parece incontestable la idea de que
morigerando los placeres del cuerpo, el espíritu se aviva y purifica, pero una
cosa es disminuir los placeres sensitivos hasta el mínimo posible y otra muy
distinta es procurarse los más agudos y variados dolores con el fin de alcanzar
la pureza o la unión con la divinidad. El ascetismo bien entendido, pues,
procura la austeridad extrema en cuanto a placeres carnales, pero nunca busca
el dolor. La renuncia de lo mundano, si es renuncia real y no fingida, no puede
aprobar esas prácticas de mortificación, justamente porque el dolor corporal es
cosa de lo más mundana, de modo que quien lo busca, busca lo mundano, sépalo el
mortificado o no lo sepa. Quien renuncia a lo mundano en favor de lo espiritual
renuncia, desde luego, al placer mundano, pero también renuncia al dolor. Y si
vive en la pobreza debido a esta renuncia, y esa pobreza le provoca
sufrimientos y privaciones, los acepta con alegría, pero nunca busca estos
sufrimientos y estas privaciones por sí mismos, porque esa búsqueda es señal
inequívoca de mundanidad.
Hoy en día, dice James, “un beato Suso
o un san Pedro de Alcántara, se nos presentan más bien como trágicos
saltimbanquis que como hombres sensatos que nos inspiren respeto”. Suponían
estos individuos que sus dolores eran bien vistos por la divinidad, pero “la
noción de que Dios se deleita en el espectáculo de los sufrimientos
autoinflingidos en su honor es abominable”. Así como ya no tiramos gente dentro
de los volcanes para apaciguar a los dioses, tampoco nos autoflagelamos para
complacerlos. Y esto es un avance, me parece, respecto de los pretéritos
ascetismos. Pero el ascetismo, lo repito una y otra vez, no es esto. Esto es
una exacerbación del espíritu ascético. Debido a esta exacerbación que se dio
en siglos anteriores, “probablemente estarán ustedes dispuestos [...] a tratar
la tendencia general del ascetismo como patológica” (pp. 399 a 401). Sería este
un grave yerro. Si hay algo que necesita el mundo actual, y el mundo religioso
en particular, es comportarse de modo ascético. El ascetismo ha quedado mal
parado por causa de aquellos desbordes y es preciso reivindicarlo. Esa
disciplina de las exigencias del cuerpo, tan necesaria para llegar a Dios y tan
despreciada por los bien alimentados clérigos modernos, muy poco propensos a la
renuncia y a la pobreza, esa disciplina está escondida bajo el barniz de la
búsqueda desesperada del placer momentáneo que es el signo de estos tiempos. De
un extremo espantoso como lo era esa apología del sufrimiento, hemos caído en
el otro extremo, y el uno es tan pernicioso como el otro. Entre la ropa
interior de Enrique Suso y el Livin’ la
vida loca de Ricky Martin existe un espacio intermedio en el que la persona
que anhela religiosidad debe situarse. Si se bandea demasiado hacia uno u otro
extremo, su espiritualidad se verá seriamente contaminada.
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