Es imposible para el que aspire dar al pueblo una cultura
más elevada, dejar de comprender que la religión le es indispensable como
principal resorte educador para desarrollar en él el sentido de lo ideal, que,
si el progreso pretende abandonar este factor, no hace más que favorecer
tendencias hostiles a la civilización, y que, en fin, a pesar de esto, las
confesiones tradicionales de la religión no pueden servir de sostén a una era
de desenvolvimiento intelectual, con la cual sus principios fundamentales la
colocan en abierta contradicción.
Eduard von Hartmann, La
religión del porvenir
La única cosa que puede unir a la
humanidad es la conciencia religiosa.
León Tolstoi, “Guerra y revolución”
En ese
mismo libro que alguien tituló Tres
filósofos de la vida y que recopila ensayos y artículos de Carlos Vaz
Ferreira relacionados con James, Nietzsche y Unamuno, se pueden leer las
anotaciones que Vaz Ferreira colocó en los márgenes de Las variedades de la experiencia religiosa mientras lo leía. Son
acotaciones ácidas por lo general, propias de un hombre que considera que la
religiosidad es más perjudicial que benéfica para el mundo en que vivimos.
William James creía todo lo contrario (al menos ese era su espíritu en el
tiempo en que dictó esas conferencias) y Vaz Ferreira, atento a esto, leyó el
ensayo con la clara intención de refutarlo en sus tesis principales. Existe,
por ejemplo, una acotación al margen de este significativo párrafo de James:
Las mentes de
los hombres, tal como frecuentemente se ha dicho, están construidas en
compartimentos herméticos. Vidas religiosas, hasta cierto punto, poseen muchas
otras cosas además de su religión e inevitablemente contienen embustes y
asociaciones impías. De las bajezas que comúnmente se atribuyen a la religión,
casi ninguna de ellas, por lo tanto, es atribuible en absoluto a la propia
religión, sino más bien al perverso compañero práctico de la religión, el
espíritu de dominio colectivo. Y los
fanatismos, a su vez, pueden atribuirse en buen número al perverso compañero
intelectual de la religión, el espíritu de dominio dogmático, la pasión de
promulgar la ley en forma de sistema teórico absolutamente cerrado. El espíritu
clerical es la suma de estos dos espíritus de dominio, y os suplico que nunca
confundáis el fenómeno de simple psicología colectiva o tribal que ofrece con
aquellas manifestaciones de la vida puramente interior que son el objeto
exclusivo de nuestro estudio. Las persecuciones de judíos, la caza de
albigenses y valdenses, el apedreamiento de cuáqueros, los chapuzones de
metodistas, el asesinato de mormones y la matanza de armenios expresan mucho
mejor la neofobia aborigen humana, aquella agresividad de la que todos
compartimos los vestigios y aquel odio innato hacia el extraño y hacia los
hombres excéntricos o no conformistas, que no la piedad positiva de los
diversos responsables. La piedad es la máscara, la fuerza interior es el
instinto tribal. Vosotros creéis tan poco como yo, a pesar de la unción
cristiana con que el emperador alemán dirigió sus tropas hacia China, que la
conducta que sugería y en la que otros ejércitos cristianos fueron más lejos
que ellos, tuviera nada que ver con la vida interior religiosa de aquellos que
participaban en la expedición (Las
variedades de la experiencia religiosa, tomo II, cap XIV, pp. 376-7).
Dice al respecto
Vaz Ferreira:
No habría derecho a razonar así llamándose
William James. Claro que los instintos agresivos, intolerantes, son humanos;
pero hay cosas que los excitan, fomentan, mantienen; la religión es medio de
cultivo para ellos; medio optimum, en
el sentido de la bacteriología (Tres
filósofos de la vida, p. 102).
Pero entonces, si
la religión excita, fomenta y mantiene los instintos agresivos del ser humano,
y por eso conviene desactivarla por completo, ¿por qué no desactivar también la
idea de gobernabilidad, la existencia de todo gobierno nacional, puesto que las
mayores matanzas de la historia universal, como por ejemplo las perpetradas en
la primera y segunda guerras mundiales, o las guerras de conquista griegas y
romanas, o las invasiones napoleónicas, o la revolución rusa, tuvieron como
transfondo y como excitante exclusivo la expansión o el mantenimiento de un
determinado tipo de gobierno político? Vaz Ferreira no era un anarquista, de
ningún modo abogaba por la eliminación de los gobiernos, pese a que los
gobiernos, en diferentes épocas y lugares, han masacrado poblaciones civiles en
una proporción de diez a uno comparado con las masacres perpetradas por motivos
religiosos. Es como si se indignara porque un criminal asesinó a una persona e
hiciera la vista gorda con otro que asesinó a una familia completa. En todo
caso, dirá Vaz Ferreira, las ventajas que reporta la existencia de los
gobiernos superan a los crímenes que se cometen en su nombre y por eso es
deseable que los gobiernos existan. Pues lo mismo diría James, y digo yo,
respecto de la existencia de las religiones y del sentimiento de religiosidad.
Y con mayor coherencia, porque los religiosos no han masacrado a tanta gente
como los políticos.
Explica
James, en el párrafo inmediatamente anterior al anteriormente citado, cómo la
religiosidad de algunos pocos iluminados que se adelantan a su época, cuando se
impone y se asume como dogma dentro de una corporación eclesiástica, degenera y
se vuelve tóxica:
Una genuina
experiencia religiosa de primera mano [...] parece destinada a constituir una
heterodoxia para sus testigos, y el profeta a aparecer como un simple y
solitario loco. Si su doctrina es bastante contagiosa para difundirse a otros,
se convierte en una herejía definida y clasificada. Pero si todavía entonces
resulta ser bastante contagiosa para triunfar sobre la persecución, se hace
ortodoxia, y cuando una religión se convierte en ortodoxia se ha terminado su
espiritualidad; la fuente se seca, los fieles viven exclusivamente de segunda
mano y lapidan a los profetas. La nueva Iglesia, a pesar de las bondades
humanas que pueda fomentar, debe contarse, de ahora en adelante, como un aliado
incondicional de cualquier intento de reprimir el espíritu religioso espontáneo
y de detener la tardía efervescencia de la fuente de la que en días más puros
extraía su reserva de inspiración. A no ser, claro está, que adoptando nuevos
impulsos del espíritu pueda hacer de ellos su capital y usarlos para sus designios
corporativos egoístas. De la acción de esta suerte de política, más pronto o
más tarde adoptada, los tratos de la Iglesia romana con muchos santos y
profetas nos proporcionan bastantes ejemplos para nuestra instrucción.
La réplica de Vaz
Ferreira es la siguiente:
Ya he dicho que el método pragmatista
[...] falsea y deteriora la inteligencia. ¡Cómo es posible ver eso, sentir eso
y escribir eso, y no entender que lo que se está haciendo con tanta altura
afectiva y tanto talento es la descripción del desarrollo de los frutos! (que son, así, malos) (Tres filósofos de la vida, p. 103).
Se indigna Vaz
Ferreira porque el método pragmatista, como ya hemos visto, prioriza las
consecuencias prácticas de las ideas por sobre la veracidad (en el sentido
clásico) de las mismas (como dice el Evangelio, “por sus frutos los
conoceréis”; San Mateo es el primer pragmatista). Entonces, si lo que le
interesa al pragmatismo son las consecuencias prácticas de una acción o de una
idea, y si las consecuencias prácticas de la religiosidad, a la postre y cuando
esta religiosidad se torna ortodoxia, devienen secas de espiritualidad y
egoístas, no es lícito, según Vaz Ferreira, que James se olvide de estas
consecuencias o las despache con el expediente de que lo que a él le interesa es
la religiosidad interior, individual, y no la ortodoxia religiosa comunitaria e
institucionalizada (“propongo que en estas conferencias ignoremos por entero la
vertiente institucional [...] y nos limitemos tanto como nos sea posible a la
pura y simple religión personal”; tomo I, p. 42)[1].
Yo puedo estar de acuerdo con Vaz Ferreira en que el método pragmatista, sobre
todo cuando trata la cuestión de lo que significa la verdad en el sentido
epistemológico de la palabra, “falsea y deteriora la inteligencia”; pero en
este caso en particular no se está falseando nada, porque lo que se está
investigando es si la religiosidad es una cualidad deseable o indeseable dentro
de la sicología de las personas, y para investigar eso es necesario, no hay
otro camino, que el de recurrir a la experiencia y averiguar si en los casos
conocidos el sentimiento religioso ha producido más cantidad de frutos
comestibles que de frutos venenosos o a la inversa. James no niega ni esconde
la venenosidad de estas consecuencias postreras de la
religiosidad interior, pero en el balance total entiende que los beneficios de
abrir el corazón a la religión son superiores a los costes, que un mundo sin
religión, en general, sería más triste que un mundo religioso. Y yo, sin ser
pragmatista, opino lo mismo, y por eso he catalogado a la religiosidad como una
virtud relativa y no absoluta, porque sus consecuencias no son siempre buenas,
pero son, en un sentido estadístico, generalmente
buenas (ver anotaciones del 23/9/8).
Habla
después James de lo nocivo que resulta para el espíritu religioso de la gente
el suponer que Dios es un ente susceptible de ofenderse:
Una consecuencia
inmediata de esta condición mental son los celos por el honor de la deidad.
¿Cómo puede el devoto demostrar mejor su lealtad sino por medio de la
susceptibilidad al respecto? La ofensa más pequeña le ha de molestar; los
enemigos de la deidad deben avergonzarse. En mentes demasiado estrechas pero de
voluntad activa, esta ansiedad puede llegar a ser una preocupación absorbente;
las cruzadas han sido siempre predicadas y las matanzas instigadas por la única
razón de reparar una supuesta ofensa a Dios. Las teologías que representan a
los dioses como conscientes de su gloria y las Iglesias con políticas
imperialistas han conspirado para atizar este temperamento hasta el paroxismo,
de manera que la intolerancia y la persecución han podido parecer a veces
inseparables de la santidad (Las variedades de la experiencia religiosa,
tomo II, cap XIV, pp. 381).
Ante esto, Vaz
Ferreira vuelve a la carga con parecidos argumentos:
“Han podido parecer…”. James, extraño en
esto a su temperamento, prescinde de la real naturaleza humana, y razona como
un lógico, no sobre lo que es psicológicamente, sino sobre lo que debería y
podría ser. Sean o no inseparables, de hecho, son inseparados, de modo que, por
el método de James, hay que condenar el árbol. El lector tiene que haber
comprendido bien, ya, que si es posible intentar con más o menos éxito la
justificación de las religiones por diversos métodos, hay un método, sin
embargo, por el cual la justificación de las religiones es completamente
imposible, y es justamente el de juzgarlas por sus frutos (Tres filósofos de la vida, p. 104).
Y como Vaz
Ferreira se repite, me repito también: Si la religión no es justificable por
este fruto (el fanatismo), y por eso merece desaparecer, que desaparezca
también el Estado en sus diferentes manifestaciones nacionales y que nadie nos
gobierne, pues ha sido mucho más deletéreo el fanatismo político que el religioso
(Bin Laden, o el mismísimo Mahoma, comparados con Hitler o con Stalin, han sido
unos miserables porotos). Pero Vaz Ferreira, como buen burgués, no desea esto,
no quiere prescindir del principio de autoridad, de un Estado que nos controle,
nos premie y nos castigue; he ahí la inconsecuencia. Y se puede ir más adelante
aún para demostrar la sinrazón del razonamiento del uruguayo: puesto que como
consecuencia del tránsito vehicular mueren cientos de personas al día, puesto
que los “frutos” del árbol-automotor son estos, lo sensato es volver a la
carreta y al pedestrismo, y lo mismo para los aviones y los buques. Vaz
Ferreira resultó, a la postre, un ludita, un partidario de regreso a la edad de
piedra.
Dice
James que “el fanatismo solo se encuentra allí donde el carácter personal es
dominante y agresivo” (ibíd., p. 382). Responde Vaz Ferreira que “no hay tipos
fijos: lo que hay es que la religión tiende a fanatizar, y unos hombres se
fanatizan más y otros menos, según su temperamento; pero la tendencia es esa”
(ibíd., p. 105). La religión tiende a fanatizar, dice; ¿y la política
partidaria no? Por mi parte, me he topado con decenas de personas
fervorosamente religiosas que, sin embargo, no han colocado bomba ninguna en
ningún edificio ni han apedreado a ninguna prostituta. Vaz Ferreira toma la
parte por el todo y supone que casi todos los devotos, o al menos la mayoría,
son fundamentalistas. (Tampoco yo supongo que casi todos los activistas
partidarios de algún régimen político son proviolentos y anhelan liquidar a sus
opositores.)
Por sus
frutos los conoceréis. La religiosidad, a lo largo y a lo ancho de la historia,
ha dado frutos buenos y malos.
Ahora bien: en los juicios de valor, no
hay demostraciones, ni apreciaciones cuantitativas posibles. No cabe, así,
demostración decisiva, al comparar los frutos buenos y los malos de la
religión, de que los unos exceden a los otros: eso se siente (Tres filósofos de la vida, p. 118).
Vaz Ferreira
“siente” incontestablemente que los frutos malos de la religiosidad superan a
los buenos en cantidad y calidad:
Los frutos… ¡Hay que representárselos
todos! Por un lado, es cierto, las consolaciones y “la ciega esperanza” [...].
Pero, por otro, el terror, las hogueras, las mutilaciones, el egoísmo, la
disolución de la familia y de los afectos, la maldición al amor y a la belleza,
la intolerancia, las guerras religiosas… En los frutos producidos de hecho, el mal excedió al bien [...]. Ni en el
Renacimiento ni mucho después todavía, uno solo de los grandes hombres
biografiados escapó a la persecución religiosa. [...] Este solo fruto inclina la balanza en contra, sin
remisión. Lo que hay es que, como la libertad de pensamiento ya está adquirida,
somos incapaces de apreciar aquel fruto en su espantoso horror (ibíd., pp.
118-9).
¿La libertad de
pensamiento ya está adquirida? Vaz Ferreira escribe esto en 1907; si lo hubiera
escrito después de la revolución rusa no habría pensado lo mismo. Los
bolcheviques y los nazis asesinaron a millones por pensar distinto y sin ningún
motivo religioso que los provoque. No por ello, insisto hasta el hartazgo, hay
que condenar a todos los sistemas
político-gubernamentales por los crímenes que los nazis y los bolcheviques
cometieron. Del mismo modo, nadie niega que la Iglesia Católica haya cometido crímenes
atroces; pero critiquémosla a ella por esos crímenes y no al resto de las
religiones o a la religiosidad en general. Torquemada no es la religión, lo mismo que el partido nazi no es la política. Vaz Ferreira no lo
entiende así, y se pone patético:
Pero es que no entendemos. Porque hay que
entender, entender, ENTENDER; y solo
en momentos excepcionales, por un gran esfuerzo o por un azar psicológico,
entendemos lo que es esto: quemar a un hombre porque no piensa de un modo…; quemar a un hombre porque no piensa de un
modo; QUEMAR A UN HOMBRE PORQUE NO PIENSA DE UN MODO… ¡Pueda el lector
sentirlo a fondo! (ibíd., p. 119).
Quemarlo o
gasearlo, esa es la cuestión. La Iglesia Católica quemaba gente; la Iglesia
Católica es una institución religiosa; luego, la religiosidad es un cáncer
social. Parece mentira, pero Vaz Ferreira razona así. Entonces yo podría
razonar: el nazismo gaseaba gente (y gaseó mucha más gente que la que la
Inquisición quemó); el nazismo fue un partido político; luego, la política partidaria
es un cáncer social. Y es que en realidad, si analizásemos bien las cosas,
comprenderíamos que no hay diferencia entre los gaseamientos nazis y las
hogueras inquisitoriales. Se dice que los inquisidores mataban por motivos
religiosos. Total patraña. Mataban por motivos políticos, porque la Iglesia,
amén de ser una institución religiosa, es además, y fundamentalmente, una
institución política, y más en aquella época en la que el poder terrenal era
manejado, en iguales proporciones, por el rey y por el Papa o el obispo que lo
representaba. Si alguien supone que Giordano Bruno murió quemado por causa del
dogma de la santísima Trinidad, errado está de pies a cabeza. Murió quemado
porque sus doctrinas minaban el poder político de la Iglesia, evidenciando la
insensatez de sus posturas y restándole así fieles prosélitos que le reportaban
pecuniarias ganancias. Para decirlo en modo seco, Giordano Bruno le restaba
dinero a la Iglesia, le hacía perder dinero, y con la pérdida de dinero le
hacía perder poder político, y por eso lo quemaron. Con la religiosidad a otra
parte. Vaz Ferreira supone que a los inquisidores los movía la fe cuando lo
cierto es que los movía el ansia de conservar sus posesiones, su espacio dentro
del tejido social, su influencia y su papel de consejeros del pueblo. Los
movía, en resumen, la política. Puede que algunos inquisidores actuaran por
celo religioso. Los que obedecían órdenes, los de bajo rango, posiblemente;
pero los que ordenaban, los que movían el tablero, no lo movían religiosa, sino
políticamente. Pertenecían a una institución religiosa, sin duda; pero echarle
la culpa de estos crímenes al celo religioso es como maldecir a la meteorología
y hacer campaña para que deje de pronosticarse el clima porque un asesino que
disparó sobre una multitud causando decenas de víctimas… era meteorólogo. El
caso de los criminales musulmanes que, bomba al pecho, entran en un restaurante
y hacen desastres, es bien distinto: aquí sí que hay celo religioso, no podemos
decir aquí que los móviles son políticos. Pero estos casos no son la norma sino
la excepción dentro de la experiencia religiosa, y a lo sumo lo que demandan
estas situaciones es la desaparición del islamismo como religión, no la
desaparición de todas las religiones en bloque, y lo mismo si se juzgan como
religiosos los crímenes del catolicismo. ¡Que desaparezca la Iglesia Católica
si llegamos a la conclusión de que ha traído más desdichas que
bienaventuranzas! A mí no me va nada en ello, y hasta quizá me alegraría[2].
Pero guarda el hilo, que no todo el que calza sotana es un religioso y actúa
religiosamente. Saber diferenciar cuándo un crimen que se comete en el marco de
una disputa religiosa es, en cuanto a su motivo intrínseco, un crimen religioso
y cuándo un crimen político, o incluso de otro orden, es la clave para
comprender qué hay de cierto en eso de que del árbol de la experiencia
religiosa penden frutos venenosos y casi nada de alimento, como supone Vaz
Ferreira.
[1] Esta constante apelación
a la religiosidad interior la heredó de la teología de su padre: "Henry
James destacaba la obligación de huir de las formas, de las instituciones
religiosas. [...] Consideraba que la religión era una revelación personal y
original, y que al institucionalizarla se volvía algo indeseable" (Izaskun
Martínez Martín, William James y Miguel
de Unamuno, p. 60).
[2] Al catolicismo debemos,
por ejemplo, esta prescripción de San Pablo en su primera carta a los
Corintios, 10.25: "De todo lo que se vende en la carnicería, comed, sin preguntar nada por
causa de la conciencia". Este tipo de pensamientos ha traído, si sumamos
las diversas ramificaciones de las cadenas causales, mucha más iniquidad al
mundo que la totalidad de los juicios inquisitoriales.
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