La práctica de lo que es éticamente mejor —lo que llamamos
bondad o virtud— consiste en una línea de conducta que, en todos los aspectos,
se opone a lo que conduce al éxito en la lucha cósmica por la existencia.
Thomas
Huxley, Evolución y ética
Muchas sociedades animales, al caer
enfermo alguno de sus integrantes, lo abandonan a su suerte. No se ocupan de
sus necesidades y lo marginan para que no estorbe al resto. A esto algunos
llaman evolución, porque descartando a los débiles, la especie, la raza o lo
que sea se purifica y fortalece. Es esta la idea central de lo que se ha
llamado darwinismo social, a la cabeza del cual se encontraba el pensador
inglés Herbert Spencer, quien en 1884 escribía cosas como esta:
El mandamiento: comerás
el pan con el sudor de tu frente es sencillamente una enunciación
cristiana de una ley universal de la Naturaleza, y a la que debe la vida su
progreso. Por esta ley, una criatura incapaz de bastarse a sí misma debe
perecer (El hombre contra el Estado,
capítulo intitulado “La esclavitud futura”).
Thomas
Huxley --apodado el bulldog de Darwin-- decía que esta táctica puede funcionar
en el reino puramente animal, pero en el reino humano es contraproducente.
Nuestra ética no solo no se rige por este patrón, sino que debe funcionar
exactamente al revés: darwinismo social invertido. Y para quienes descrean de
la conveniencia de adoptar esta estrategia evolutiva, tenemos el ejemplo de los
hermanos James, William y Henry. Henry quedó prematuramente incapacitado por
una lesión en la espalda, y debido a esa incapacidad no se alistó como
combatiente en la guerra civil norteamericana. William tampoco se alistó, pero
su incapacidad era de orden psicológico: padecía recurrentes crisis nerviosas.
El uno, semiinválido; el otro, semiloco. En una sociedad en donde imperara el
darwinismo social, estos dos hermanos habrían sido descartados o suprimidos. No
ocurrió eso, sin embargo. Fueron aceptados entre los suyos con amor y
solidaridad, y sus dolencias fueron en parte reparadas. Si Norteamérica los
hubiese desechado como enfermos e inservibles, se habría privado ese país de
uno de sus mejores novelistas y de su más insigne pensador. Adelantaron Henry y
William la evolución de su sociedad de manera notable. Thomas Huxley tenía
razón: no conviene desechar a los enfermos y a los tullidos.
Como corolario agrego el dato de que
los otros dos hermanos James, Garth Wilkinson y Robertson, que sí se alistaron
del lado de la Unión en la guerra civil norteamericana, “volvieron gravemente
afectados” de su experiencia bélica, y “el resto de sus días fueron hombres
tristes e incapaces” (Jacques Barzun, Un
paseo con William James, p. 18), con lo que podemos colegir que si Henry y
William no hubiesen padecido estos trastornos y hubiesen combatido, habrían
regresado —si es que regresaban— posiblemente en un estado tal que les habría
impedido concretar sus potencialidades literarias tal como en efecto lo
hicieron. Las moralejas, pues, son dos: por el bien de nuestra cultura debemos
ser compasivos con los enfermos y los lisiados, y también debemos evitar que
los jóvenes potencialmente valiosos tomen la iniciativa de alistarse en el
ejército[1].
[1] Otro de los pensadores que, junto con Thomas
Huxley, se percató rápidamente de la inconveniencia de propagar el darwinismo
social como norma para el progreso de la especie humana, fue el ruso Kropotkin.
Su hipótesis, avalada con innumerables ejemplos tomados de la zoología, es la
siguiente: “Aun reconociendo enteramente que la
fuerza, la velocidad, la coloración protectora, la astucia y la resistencia al
frío y hambre, mencionadas por Darwin y Wallace, realmente constituyen
cualidades que hacen al individuo o a las especies más aptos en algunas circunstancias,
nosotros, junto con esto, afirmamos que la sociabilidad es la ventaja más
grande en la lucha por la existencia en todas las circunstancias naturales,
sean cuales fueran. […] Aquellas comunidades que encierran la mayor
cantidad de miembros que simpatizan entre sí, florecerán mejor y dejarán mayor
cantidad de descendientes” (El apoyo mutuo,
cap. II).
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