El pampsiquismo,
también llamado hilozoísmo (porque las diferencias entre estos términos son de
orden técnico y las voy a despreciar por el momento), constituye una hipótesis
metafísica que incluye básicamente dos proposiciones: 1) que todo ente material
tiene deseos, y 2) que todo ente material tiene voluntad, es decir, que tiene
la capacidad de moverse por sí mismo, sin ayuda de empujes externos, para ir en
busca de la consecución de sus deseos. El más antiguo anunciador de esta
doctrina fue Tales de Mileto. “Algunos afirman que el alma se halla entreverada
en el todo. Posiblemente es este el motivo por el que Tales pensó que todo está
lleno de dioses”, dice Aristóteles desde su tratado Acerca del alma. El
imán, según Tales, posee alma puesto que mueve al hierro. Continuó con esta tendencia Heráclito, para quien el
universo es un “fuego vivo” que se enciende y se apaga con arreglo a leyes.
Para Heráclito todo tiene movimiento propio, la característica principal de
todas las partículas materiales es el dinamismo. También los estoicos
defendieron estas teorías, lo mismo que Platón y su alma del mundo: “Debemos afirmar que este universo llegó a ser verdaderamente un
viviente provisto de alma y razón por la providencia divina” (Timeo,
30-b). Aristóteles se opuso, aunque atribuyó deseos y voluntad a los vegetales.
Los pensadores neoplatónicos reivindicaron en general estas ideas, en especial
Plotino, que no concebía ninguna materia puramente extensa y muerta, pero en la
Edad Media el pampsiquismo se desdibujó por influencia de la doctrina
patrística y de la escolástica, que tendieron a negar el atributo del deseo no
solo a la materia inorgánica sino incluso a los animales, de quienes se decía
que eran como máquinas carentes de sensación y de emociones, meros artefactos
al servicio del hombre. Por suerte apareció, en medio de tan grande
ofuscamiento, Nicolás Copérnico, quien escribió en su obra cumbre lo siguiente:
“Estimo que la gravedad no es otra cosa que una apetencia natural, infundida en
las partes por la divina providencia del creador de todas las cosas” (Las revoluciones de las esferas celestes,
libro I, cap. IX). Se alineó junto a él Francis Bacon; el fundador de la
ciencia moderna veía en todas partes fuerzas vivas, repugnancias y apetitos. “Al modo de los poetas —comenta
Hipólito Taine—, puebla la naturaleza de instintos y de inclinaciones; atribuye
a los cuerpos una verdadera voracidad; al aire una especie de sed por la luz
[...]; a los metales una especie de precipitación por incorporarse a las aguas
fuertes” (Historia de la literatura
inglesa, tomo I, libro segundo, cap. 1, § 3, secc. VI, pp. 357-8). Otro pensador filosófico muy renombrado en aquel
entonces, Lucilio Vanini,
creía, igual que Bacon, que la materia inorgánica posee apetitos. Algo parecido
manifestó Giordano Bruno, agregando que toda la materia se mueve a la vez por
causas eficientes y por causas finales. La necesidad interior de cada ser
—decía— lo lleva a la conservación de sí mismo; todo ser o agente tiende a un
efecto determinado, que es su fin, pues si no tendiera a él, todos los efectos
le serían indiferentes y no produciría ninguno. La teleología y la mecánica
aparecen así reunidas, y la razón misma de la causa eficiente está comprendida
en la causa final. Dentro de esta camada de intelectuales italianos resaltan también Bernardino
Telesio y Tomás Campanella. Telesio decía que todo en el universo es producido
por el calor y el frío actuando sobre la materia: toda masa corpórea “siente”
el calor y el frío. Lo secundó en estas ideas Tomás Campanella, quien se
convirtió en el gran sistematizador de la filosofía pampsiquista del
Renacimiento. Según Campanella todos los seres, orgánicos o no, viven en Dios,
lo desean y lo aman. Del ser de toda cosa es constitutiva una sabiduría innata
por la cual las cosas “gustan”; a las cosas “les place” el ser y “les desplace”
el no ser.
No primó sin embargo este
punto de vista luego de que irrumpiera en escena la filosofía cartesiana con su
mecanicismo a cuestas. Entre Descartes, Hobbes y Spinoza relegaron a un segundo
plano cualquier hipótesis teleológica[1], y por este carril se
deslizó la filosofía occidental desde el siglo XVII hasta el presente, pese a
los esfuerzos de algunos pocos notables pensadores que se le opusieron, como el
grupo de los llamados platónicos de Cambridge, además de Alfred Russell Wallace y
Alfred Whitehead, en Inglaterra; Diderot, Cabanis, Robinet y Teilhard de Chardin en Francia;
Leibniz, Goethe, Schopenhauer, Lotze, Eduard von Hartmann y el ya citado
Fechner en Alemania[2].
Hoy en día los
pensadores “académicos” toman al pampsiquismo como una hipótesis filosófica
hija de los tiempos del animismo prehistórico, hipótesis muerta y sepultada
debido a los avances de la ciencia. Son pocos los pensadores de renombre que se
atreven a defenderlo, la mayoría porque no lo considera viable y una minoría
que sí cree en él pero se guarda sus comentarios por temor a la burla. Contra
todos ellos se levanta, casi solitariamente, el australiano David Chalmers:
"Deberíamos tomar en serio la posibilidad de algún tipo de pampsiquismo:
no parece existir ningún argumento concluyente en contra de este enfoque y
existen varias razones positivas para adoptarlo" (La mente consciente,
cap. 8, secc. 4). No es de ningún modo el pampsiquismo-hilozoísmo un concepto
presocrático pasado de moda que ningún pensador serio y prestigioso podría
sostener hoy en día. La Verdad nunca pasa de moda, nunca se oxida. No estoy
diciendo que tenga yo pruebas de que el pampsiquismo es verdadero; ni me jacto
de tenerlas ni las necesito. Yo intuyo
que la hipótesis pampsiquista es verdadera, nada más que eso. Y que sean
escasos los pensadores que me acompañan en este asunto no es algo que me
moleste. En filosofía la democracia no funciona, raramente son las mayorías las
que dan en la tecla.
[1] Descartes no rechazó la existencia de las causas finales, pero negó
que pudiésemos conocer los designios de Dios, de manera que la investigación
teleológica, en la práctica, se le antojaba inútil.
[2] El hecho de que se adoptara en Occidente, a partir
de Descartes, una concepción puramente mecánica de la naturaleza, trajo, según
Carolyn Merchant, nefastas consecuencias políticas y ecológicas: “Antes de la
revolución científica, la mayoría de la gente común asumía que [...] la tierra
era una madre afectuosa, y que el cosmos estaba vivo, no muerto. [...] La
eliminación del animismo, de los supuestos orgánicos sobre el cosmos constituyó
la muerte de la naturaleza [...]. Debido a que la naturaleza es ahora considerada
como un sistema de partículas muertas, inertes, movidas por fuerzas externas en
lugar de inherentes, el marco mecánico en sí podría legitimar la manipulación
de la naturaleza. Por otra parte, como marco conceptual, el orden mecánico
había asociado un marco de valores basados en el poder, totalmente compatible
con las direcciones tomadas por el capitalismo comercial” (Carolyn Merchant, Ecología Radical: La búsqueda de un mundo habitable, artículo disponible en internet).
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