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lunes, 5 de febrero de 2018

Historia del pampsiquismo


El pampsiquismo, también llamado hilozoísmo (porque las diferencias entre estos términos son de orden técnico y las voy a despreciar por el momento), constituye una hipótesis metafísica que incluye básicamente dos proposiciones: 1) que todo ente material tiene deseos, y 2) que todo ente material tiene voluntad, es decir, que tiene la capacidad de moverse por sí mismo, sin ayuda de empujes externos, para ir en busca de la consecución de sus deseos. El más antiguo anunciador de esta doctrina fue Tales de Mileto. “Algunos afirman que el alma se halla entreverada en el todo. Posiblemente es este el motivo por el que Tales pensó que todo está lleno de dioses”, dice Aristóteles desde su tratado Acerca del alma. El imán, según Tales, posee alma puesto que mueve al hierro. Continuó con esta tendencia Heráclito, para quien el universo es un “fuego vivo” que se enciende y se apaga con arreglo a leyes. Para Heráclito todo tiene movimiento propio, la característica principal de todas las partículas materiales es el dinamismo. También los estoicos defendieron estas teorías, lo mismo que Platón y su alma del mundo: “Debemos afirmar que este universo llegó a ser verdaderamente un viviente provisto de alma y razón por la providencia divina” (Timeo, 30-b). Aristóteles se opuso, aunque atribuyó deseos y voluntad a los vegetales. Los pensadores neoplatónicos reivindicaron en general estas ideas, en especial Plotino, que no concebía ninguna materia puramente extensa y muerta, pero en la Edad Media el pampsiquismo se desdibujó por influencia de la doctrina patrística y de la escolástica, que tendieron a negar el atributo del deseo no solo a la materia inorgánica sino incluso a los animales, de quienes se decía que eran como máquinas carentes de sensación y de emociones, meros artefactos al servicio del hombre. Por suerte apareció, en medio de tan grande ofuscamiento, Nicolás Copérnico, quien escribió en su obra cumbre lo siguiente: “Estimo que la gravedad no es otra cosa que una apetencia natural, infundida en las partes por la divina providencia del creador de todas las cosas” (Las revoluciones de las esferas celestes, libro I, cap. IX). Se alineó junto a él Francis Bacon; el fundador de la ciencia moderna veía en todas partes fuerzas vivas, repugnancias y apetitos. “Al modo de los poetas —comenta Hipólito Taine—, puebla la naturaleza de instintos y de inclinaciones; atribuye a los cuerpos una verdadera voracidad; al aire una especie de sed por la luz [...]; a los metales una especie de precipitación por incorporarse a las aguas fuertes” (Historia de la literatura inglesa, tomo I, libro segundo, cap. 1, § 3, secc. VI, pp. 357-8). Otro pensador filosófico muy renombrado en aquel entonces, Lucilio Vanini, creía, igual que Bacon, que la materia inorgánica posee apetitos. Algo parecido manifestó Giordano Bruno, agregando que toda la materia se mueve a la vez por causas eficientes y por causas finales. La necesidad interior de cada ser —decía— lo lleva a la conservación de sí mismo; todo ser o agente tiende a un efecto determinado, que es su fin, pues si no tendiera a él, todos los efectos le serían indiferentes y no produciría ninguno. La teleología y la mecánica aparecen así reunidas, y la razón misma de la causa eficiente está comprendida en la causa final. Dentro de esta camada de intelectuales italianos resaltan también Bernardino Telesio y Tomás Campanella. Telesio decía que todo en el universo es producido por el calor y el frío actuando sobre la materia: toda masa corpórea “siente” el calor y el frío. Lo secundó en estas ideas Tomás Campanella, quien se convirtió en el gran sistematizador de la filosofía pampsiquista del Renacimiento. Según Campanella todos los seres, orgánicos o no, viven en Dios, lo desean y lo aman. Del ser de toda cosa es constitutiva una sabiduría innata por la cual las cosas “gustan”; a las cosas “les place” el ser y “les desplace” el no ser.
No primó sin embargo este punto de vista luego de que irrumpiera en escena la filosofía cartesiana con su mecanicismo a cuestas. Entre Descartes, Hobbes y Spinoza relegaron a un segundo plano cualquier hipótesis teleológica[1], y por este carril se deslizó la filosofía occidental desde el siglo XVII hasta el presente, pese a los esfuerzos de algunos pocos notables pensadores que se le opusieron, como el grupo de los llamados platónicos de Cambridge, además de Alfred Russell Wallace y Alfred Whitehead, en Inglaterra; Diderot, Cabanis, Robinet y Teilhard de Chardin en Francia; Leibniz, Goethe, Schopenhauer, Lotze, Eduard von Hartmann y el ya citado Fechner en Alemania[2].
Hoy en día los pensadores “académicos” toman al pampsiquismo como una hipótesis filosófica hija de los tiempos del animismo prehistórico, hipótesis muerta y sepultada debido a los avances de la ciencia. Son pocos los pensadores de renombre que se atreven a defenderlo, la mayoría porque no lo considera viable y una minoría que sí cree en él pero se guarda sus comentarios por temor a la burla. Contra todos ellos se levanta, casi solitariamente, el australiano David Chalmers: "Deberíamos tomar en serio la posibilidad de algún tipo de pampsiquismo: no parece existir ningún argumento concluyente en contra de este enfoque y existen varias razones positivas para adoptarlo" (La mente consciente, cap. 8, secc. 4). No es de ningún modo el pampsiquismo-hilozoísmo un concepto presocrático pasado de moda que ningún pensador serio y prestigioso podría sostener hoy en día. La Verdad nunca pasa de moda, nunca se oxida. No estoy diciendo que tenga yo pruebas de que el pampsiquismo es verdadero; ni me jacto de tenerlas ni las necesito. Yo intuyo que la hipótesis pampsiquista es verdadera, nada más que eso. Y que sean escasos los pensadores que me acompañan en este asunto no es algo que me moleste. En filosofía la democracia no funciona, raramente son las mayorías las que dan en la tecla.


[1] Descartes no rechazó la existencia de las causas finales, pero negó que pudiésemos conocer los designios de Dios, de manera que la investigación teleológica, en la práctica, se le antojaba inútil.
[2] El hecho de que se adoptara en Occidente, a partir de Descartes, una concepción puramente mecánica de la naturaleza, trajo, según Carolyn Merchant, nefastas consecuencias políticas y ecológicas: “Antes de la revolución científica, la mayoría de la gente común asumía que [...] la tierra era una madre afectuosa, y que el cosmos estaba vivo, no muerto. [...] La eliminación del animismo, de los supuestos orgánicos sobre el cosmos constituyó la muerte de la naturaleza [...]. Debido a que la naturaleza es ahora considerada como un sistema de partículas muertas, inertes, movidas por fuerzas externas en lugar de inherentes, el marco mecánico en sí podría legitimar la manipulación de la naturaleza. Por otra parte, como marco conceptual, el orden mecánico había asociado un marco de valores basados en el poder, totalmente compatible con las direcciones tomadas por el capitalismo comercial” (Carolyn Merchant, Ecología Radical: La búsqueda de un mundo habitable, artículo disponible en internet).

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