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miércoles, 25 de julio de 2018

El alcoholismo de Pessoa


El mal se había implantado hondo en su naturaleza corroída. Algunos amigos ya lo habían encontrado, a deshoras, ebrio y sucio. Bebía, bebía, bebía para asfixiarse.
João Gaspar Simões, Vida y obra de Fernando Pessoa

Preguntadle al viento, a la ola, a la estrella, al pájaro, al reloj,
a todo lo que huye, a todo lo que rueda,
a todo lo que murmura, a todo lo que habla,
preguntadle qué hora es,
y el viento y la ola y la estrella y el pájaro y el reloj os dirán:
¡¡La hora de embriagarse!!
Para no ser los martirizados esclavos del tiempo
embriagaos sin cesar.
Con vino, con poesía o con virtud,
como gustéis.
Charles Baudelaire,Enivrez-vous!”

Pessoa, habiendo sido un alcohólico implacable[1], no era un borracho. Alcohólico es el que no puede dejar de beber; borracho es el que, después de beber, sale de la taberna caminando en zigzag y vociferando incoherencias.

Pessoa bebía [...] pero siempre mantenía la compostura. Recojamos […] las palabras de la medio hermana: «Nunca lo vimos bebido, ni alterado o excitado por la bebida; pero que le gustaba beber, eso es otra cosa» […]. «Aguantaba muy bien la bebida. Pero eso nunca constituyó un problema, excepto para su salud». Freitas da Costa vuelve sobre el mismo argumento: «Quienes más de cerca y más frecuentemente trataban con él nunca vieron a Fernando Pessoa borracho», no sin mencionar a continuación la resistencia a los efectos del alcohol que el poeta era capaz de mostrar (CT, p. 95).

Sin embargo aquel poeta que era todo compostura, todo recato, y que daba cualquier cosa por pasar desapercibido, terminó su vida, si hemos de creerle a su primer biógrafo, bastante desalineado:

En su rostro, en el que la piel se entumecía, la nariz, gruesa, ganaba tonos entre el rojo y el violeta, color dudoso de la nariz de los alcohólicos. El labio, debajo del bigote a la americana, con hilos entrecanos, caía grueso y fláccido. Se había hecho un punto vulgar, reflejando la atmósfera de las tabernas en las que entraba para cargar el estómago con su bebida predilecta: el aguardiente. Después, los trajes arrugados, los pantalones cortos, los brazos huyendo de las mangas y el sombrero aplastado sobre una cabeza que siempre caía sobre la derecha deshacían la antigua dignidad y le daban un aire de ‘vagabundo y mendigo’ (João Gaspar Simões, Vida y obra de Fernando Pessoa[2], p. 493).

Si una hipotética máquina del tiempo me trasladara a la Lisboa de Pessoa, hacia mediados de 1935, y me lo cruzara a este en esas condiciones tan pintorescas, no me molestaría yo en absoluto con el poeta. Pero no es ese el problema: el problema es que él mismo, de percibir que alguien lo percibía en ese estado, se hubiese sentido pésimo. El alcohol, lo mismo que en general cualquier vicio, cuando lo llevamos al extremo nos vuelve irreconocibles, y no tanto irreconocibles para los otros sino para el propio vicioso. Aun tambaleándose yo lo hubiese reconocido; pero Pessoa mismo, el rey del bajo perfil, el rey de la pulcritud en la vestimenta, en ese estado y con ese grado de exposición, habría jurado algo que por otra parte no le resultaba difícil de imaginar: ser otra persona.


[1] Consumía, en promedio, una botella de vino en el almuerzo y otra en la cena, seis copas de aguardiente a lo largo del día y una pequeña botella (garrafa) de esa misma bebida durante la noche (cf. CF, p. 740).
[2] De aquí en adelante, este libro será citado como JGS.

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