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domingo, 23 de septiembre de 2018

Hacer el bien a escondidas


¿Cuántos soy?
Bernardo Soares, Libro del desasosiego

Jorge Borges, El Hacedor

Lo contrario de no ser nada ni nadie no es ser alguien, hacer de sí mismo el más irreemplazable de los seres, sino ser muchos, mucho, todo el mundo.
Robert Bréchon, Extraño extranjero

Jorge Borges, nuestro mayor escritor, le escribe, un año antes de morir (2/1/1985), una carta simbólica al mayor escritor portugués:

La sangre de los Borges de Moncorvo y de los Acevedo (o Azevedo) sin geografía puede ayudarme a comprenderte, Pessoa. Nada te costó renunciar a las escuelas y sus dogmas, a las vanidosas figuras de la retórica y al trabajoso empeño de representar a un país, a una clase o a un tiempo. Acaso no pensaste nunca en tu sitio en la historia de la literatura. Tengo la certidumbre de que te asombran estos homenajes sonoros, de que te asombran y de que los agradeces, sonriente. Eres ahora el poeta de Portugal. Alguien, inevitablemente, pronunciará el nombre de Camões. No faltarán las fechas, caras a toda celebración. Escribiste para ti, no para la fama. Juntos, hemos compartido tus versos; déjame ser tu amigo (citado en POT, pos. 7730).

Creo que Borges se equivoca: Pessoa no escribía para él mismo sino para la fama. Para la fama póstuma.
Treinta años antes de escribir esta carta, su amigo Bioy Casares le preguntó: “¿Quiénes son los escritores que morirían si no escribieran sus libros?”. Borges desestimó a varios pesos pesados: a Wilde (“escribía para el show off”), a Wells y a Chesterton (“no diría que obedecían a una necesidad, sí que escribían divirtiéndose”). Bioy le propone a Conrad y a Cervantes, pero no les permite el ingreso a ese selecto grupo. El único escritor que cumple este requisito a los ojos de Borges, es Kafka (cf. Adolfo Bioy Casares, Borges, p. 1040). Buen ejemplo, pero se olvidó de uno que habría muerto, si le retiraran la pluma, mucho antes que el checo, y con mayores muestras de infortunio. Se olvidó de Fernando Pessoa[1].

7:13 P.M.
Escribe Pessoa en 1915:

Se dice que los herméticos de la Rosa-Cruz, secta esotérica y mágica, descubrieron, desde el inicio de los tiempos, el secreto de la vida eterna, el elixir de la vida; que, nunca muriendo, pasan de época en época, a través de los ciclos y de las civilizaciones, desapercibidos, ningunos y, con todo, por la grandeza de la cosa trascendental que crearon, mayores que todos los genios de la evidencia humana. De su secta es el precepto, que cumplen, de no darse nunca a conocer. Su presencia eterna, que vive al margen de nuestra trascendencia, vive también fuera de nuestra pequeñez.
Se me van los ojos del alma en esas figuras supuestas— ¿y quién sabe hasta qué punto reales?— que, verdaderamente, realizan el supremo destino del hombre: el máximo poder en lo mínimo de la exhibición; el mínimo de exhibición por cierto, por tener el máximo del poder. El sentido de sus vidas es divino y lejano. Me place creer que ellos existan para que pueda pensar noblemente de la humanidad (AP 2026).

Cualquiera que posea el máximo de poder procurará, necesitará, implorará un mínimo de exhibición. Hace poco cité a Alberto Caeiro:

No creo en Dios porque nunca lo vi.
Si Él quisiera que yo creyera en Él,
Sin duda que vendría a hablar conmigo
Y entraría adentro por mi puerta
Diciéndome, ¡Aquí estoy!

Dios nunca se le presentaría porque, poseyendo el máximo poder, necesita el mínimo de exhibición. Si Dios se presentase ante todo el mundo a cada momento sería un dios exhibicionista, es decir, no sería Dios. Pessoa contradice a Caeiro. ¿Quién lleva la razón? En este caso, creo que Pessoa.
Esto vale también para los humanos, para los humanos que quieren acercarse a Dios, que quieren imitarlo. Los rosacruces, haciendo gala de una gran sabiduría, mantenían su identidad en la total penumbra. Intentemos también nosotros hacer el bien a escondidas, sin que nadie nos descubra. Y en lo que concierne a los escritores, escribamos, sí, porque si no escribimos no somos escritores, y procuremos que nuestro mensaje se difunda, pero siempre agazapados, encogidos, escondidos detrás de algo, de una pared o de un seudónimo. Exhibamos nuestro mensaje y ocultemos nuestro espíritu. Tiremos la piedra y escondamos la mano. Seamos un poco rosacruces y un poco dioses.


[1] Octavio Paz coincide conmigo: “Como todos los grandes perezosos se pasa la vida haciendo catálogos de obras que nunca escribirá; y según les ocurre también a los abúlicos, cuando son apasionados e imaginativos, para no estallar, para no volverse loco, casi a hurtadillas, al margen de sus grandes proyectos, todos los días escribe un poema, un artículo, una reflexión. Dispersión y tensión. Todo marcado por una misma señal: esos textos fueron escritos por necesidad. Y esto, la fatalidad, es lo que distingue a un escritor auténtico de uno que simplemente tiene talento” (“Fernando Pessoa: el desconocido de sí mismo”, artículo disponible en internet). Y en relación a Borges y su no inclusión de Pessoa en la lista que le propone Bioy Casares, digamos que el mayor escritor argentino desconocía casi toda la obra del portugués en aquel entonces. Borges descubre a Pessoa recién en 1960, en ocasión de un artículo que redacta junto a su amiga Alicia Jurado sobre la literatura portuguesa del siglo XX.


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