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jueves, 22 de agosto de 2019

Wittgenstein y Sócrates


Indudablemente no hay muchos filósofos para quienes la filosofía haya sido una cosa tan poco especulativa como lo fue para él.
Jacques Bouveresse, Wittgenstein

Se sentía Wittgenstein atraído por la postura gnoseológica de Sócrates que se describe en los primeros diálogos platónicos: “Cuando uno se acerca a los diálogos tempranos, por ejemplo, al que aborda la cuestión de en qué consiste el coraje, cabría leerlos y decir: “¿Lo ves, lo ves? ¡No se sabe nada!”. Esto sería, supongo, lo sensato” (Últimas conversaciones, p. 70)[1]. Sócrates no diría que no se sabe nada, sino que los que se jactan de conocer la verdad, en relación a la virtud, no la conocen de manera precisa. Él tampoco se jactaba de conocer la verdad última de lo que significan las virtudes, pero decir que Sócrates no sabía nada en relación a la ética es apresurado puesto que de la ética era de lo único que hablaba. Platón distinguía entre la opinión (doxa) y el conocimiento (episteme)[2]. La opinión se basa en el mundo sensible, que como es una pura sombra del verdadero mundo, es siempre provisoria, en cambio la episteme es la pura verdad, porque no proviene del mundo sensible sino de la razón, que se remonta a las alturas del mundo inteligible. Podríamos decir entonces que Sócrates —que nunca se ocupó demasiado de estas sutilezas de las teorías del conocimiento que sí preocupaban a Platón— afirmaba desconocer el coraje, la piedad y el resto de las grandes virtudes si nos remitimos a un conocimiento epistémico, pero los conocía lo bastante bien como para emitir opiniones relacionadas con el tema. No estaba seguro de nada, pero eso no le impedía conjeturar una y otra vez sobre la ética. El conocimiento de lo inteligible está reservado solo a los filósofos, diría Platón; yo digo que está reservado a los puros de corazón, a los buenos. Sócrates era las dos cosas, por eso estoy persuadido de que conocía las virtudes de manera epistémica, aunque se negara a admitirlo. Nosotros, sus discípulos, tenemos que conformarnos con la doxa, con un conocimiento improbable. ¿Y dejaremos de filosofar por eso? ¡Qué va, todo lo contrario! Si tuviéramos ya en nuestras cabezas un conocimiento acabado, ¿para qué indagar? Sócrates ya tenía este conocimiento y por lo tanto no indagaba: su misión era enrostrarles su tosquedad a quienes creían estar a su misma altura. Wittgenstein dirá que Sócrates no definía la virtud, sino que la mostraba. Si la mostraba, la mostraba con palabras, por más que la definición precisa y académica del vocablo nunca apareciera. Sócrates hablaba, articulaba discursos, para enseñar la ética, cosa que Wittgenstein siempre desaprobó. Y hablaba de la ética no para enseñar a los hombres a ser buenos, sino para enseñarles lo que es la bondad; el resto es cosa de ellos.
“¡No se sabe nada!”. Habla por ti, estimado Ludwig.


[1] Muchos años antes, en 1931, Sócrates y Platón no le caían tan simpáticos: “Cuando se leen los diálogos socráticos se tiene el sentimiento: “¡qué espantosa pérdida de tiempo! ¿Para qué estos argumentos que nada prueban y nada aclaran?” (Observaciones, p. 34).
[2] Cf. La República, capítulo XIV.

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