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miércoles, 25 de septiembre de 2019

El pensador-escritor y pensador-catedrático


…En aquella época todavía creíamos inocentemente que quien tenga en una universidad el cargo y la dignidad de filósofo debe ser también un filósofo: precisamente carecíamos de experiencia y estábamos mal informados.
Friedrich Nietzsche, Sobre el porvenir de nuestras instituciones educativas


En 1947, Wittgenstein abandonó su cátedra en el Trinity College para dedicarse a finalizar y tornear su último libro, el que hoy conocemos como Investigaciones filosóficas[1]. Buscando la tranquilidad necesaria para escribir, marchó a Irlanda, porque no se sentía a gusto en “la desintegradora y putrefacta civilización inglesa”. Y a él, a quien siempre le había costado demasiado el acto de la escritura, y que se consideraba demasiado viejo como para que su mente pudiese volar como en la época del Tractatus, se le dibuja en la cara una expresión de sorpresa cuando pone manos a la obra:

A veces las ideas me llegan tan rápidamente que siento como si mi pluma fuera guiada por alguien. Ahora me doy cuenta de que lo más adecuado para mí era abandonar la enseñanza. Nunca habría podido escribir esta obra estando en Cambridge (citado en RM, p. 471).

Ya frisando los sesenta, y a pocos años de su muerte, comprende que lo peor que existe para un pensador-escritor es la convivencia en el mismo cuerpo con un pensador-catedrático. La cátedra le robaba el precioso tiempo que habría debido dedicar a plasmar por escrito sus pensamientos —o no pensamientos, puesto que, si hacemos caso a Russell, Wittgenstein no era un filósofo sino un místico que veía la filosofía como una evasión de lo racional—. El problema era que, al haber regalado su fortuna, debía ganarse el sustento con alguna actividad, pero habría sido más sano para su faceta de escritor, teniendo en cuenta que era excesivamente puntilloso y nunca le parecían sus textos lo suficientemente acabados[2], que se dedicase a una labor profesional que no le insumiera tanto tiempo como la de profesor. Fernando Pessoa resolvió este problema dedicándose a traducir cartas comerciales durante dos o tres días a la semana, y el resto de la semana escribía; Wittgenstein, si odiaba tanto a la civilización inglesa y a Cambridge en particular[3], con más razón podría haber resuelto su situación financiera de parecida manera. Pero no, porque él necesitaba su coro de aduladores y sus reuniones en el Club de Ciencias Morales para levantar su autoestima, y por eso tardó tanto en tomar la decisión de jubilarse.
Bien dice el refrán que quien no es filósofo enseña filosofía. Pero en este caso no podemos aplicarlo, porque Wittgenstein no enseñaba en Cambridge filosofía, sino gramática.


[1] Dicho sea de paso, en opinión de Bertrand Russell, este libro no tiene nada que lo haga filosóficamente valioso: “Yo admiraba el Tractatus de Wittgenstein pero no su obra posterior, la cual me parecía que entrañaba una renuncia a su mejor talento [...]. Sus doctrinas positivas me parecen triviales y sus doctrinas negativas infundadas. No he encontrado en las Investigaciones filosóficas nada que me pareciera interesante y no acabo de entender por qué toda una escuela encuentra en sus páginas importante sabiduría” (La evolución de mi pensamiento filosófico, p. 140). Lo contrario opinaba del Tractatus: a pesar de que considerara ininteligibles alguno de sus pasajes y contradictorios otros, este libro le hizo revisar radicalmente su propia doctrina esbozada en los Principia Mathematica, y vaticinaba, en aquel entonces, que el próximo gran paso adelante de la filosofía vendría de la mano de su exalumno.
[2] Demoraba tanto en finalizar un escrito, lo retocaba tanto, que terminaba por perder vivacidad: "Hay que insistir en que Wittgenstein era [...] un deplorable escritor, de modo que sus anotaciones y los cuadernos que dictó a sus amigos tienen un frescor y una claridad que por desgracia las obras cuidadosamente pulidas por él mismo han perdido" (James G. Colbert Jr., “Aproximación a Wittgenstein”, artículo disponible en internet, p. 17).
[3] “La vida académica era [para Wittgenstein] detestable. Le dijo a Britton que cada vez que volvía de Londres y oía a un estudiante exclamar, «¡Oh, desde luego!» (Oh, really!), no le cabía la menor duda de que estaba de nuevo en Cambridge. El chismorreo de la persona que le hacía la cama en sus habitaciones de Cambridge era preferible a la engañosa inteligencia de profesores y catedráticos” (RM, p. 302). A Georg von Wright, un amigo que el mismo Wittgenstein había recomendado como su sucesor en Cambridge, y cuya solicitud fue aceptada, le dijo: “Cambridge es un lugar peligroso. ¿Te volverás superficial? ¿Zalamero? Si no lo haces sufrirás terriblemente” (citado en RM, p. 472).

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