Páginas

sábado, 26 de abril de 2014

Algún cuestionamiento sobre el amor a Dios

"Amarás a Dios por sobre todas las cosas", se nos prescribe como el deber primero e insoslayable del buen cristiano. Pero ¿qué es amar a Dios, qué significa? Tolstoi tiene dudas:

En las palabras de Cristo: amar a Dios y al prójimo, el amor a Dios me parece superfluo, incompatible con el amor al prójimo; incompatible porque el amor al prójimo es muy claro, más claro que cualquier cosa, mientras que el amor a Dios, por el contrario, es muy poco claro. Reconocer que Dios existe, Dios en sí mismo, sí, pero... ¿amarlo? (ibíd., 23/11/1909).

Para los que creemos que Dios es el amor, el amor a Dios sale sobrando. Es como decir "yo amo el amor", no tiene mucho sentido. Se aman cosas concretas, palpables, vivas, personalizables, y Dios no es, en principio, nada de eso. Podemos representarnos a Dios como un ser personal y entonces amarlo o intentar hacerlo; pero suele suceder, desgraciadamente, que quienes ponen todo su amor en este Ser personal tienden a odiar, o por lo menos a no amar con la suficiente fuerza, a su prójimo y a su no tan prójimo, y entonces ese amor a Dios queda como encapsulado y sin distribuirse. Habrá, lógicamente, personas excepcionales que puedan amar por igual a Dios y a sus criaturas; pero nosotros, que sabemos que no hemos de llegar jamás a esas alturas, conformémonos con amar al prójimo --cosa bastante difícil de lograr en estos turbulentos tiempos--, que ya con eso disfrutaremos de la presencia de Dios en nuestro espíritu.

¿Existe Dios en Sí mismo? Debo responder y responderé: sí, probablemente, pero de Él, de ese Dios en Sí mismo, no entiendo nada. Sin embargo, no me sucede lo mismo con el Dios-Amor. A Él lo conozco con certeza. Él lo es todo para mí, la explicación y el objeto de mi vida.


Solo estamos lo suficientemente seguros de que Dios existe cuando el que existe, dentro de nosotros, es el amor.

miércoles, 23 de abril de 2014

La filosofía contemporánea y su anemia perniciosa

En esto de ir al grano, sin vueltas y sin mayores contemplaciones (y con menoscabo, se entiende y se contempla, de algún rigorismo metodológico), en esto me parezco yo a los pensadores del siglo XVIII y XIX y me alejo rotundamente de los de los siglos XX y XXI. ¡Aquellos eran auténticos pensadores! Porque iban de frente hacia el problema, chocaban con él, lo detallaban y efectuaban su pronóstico. Se jugaban. Escribían su verdad sin medias tintas y sin que esto significara, ni mucho menos, que estuvieran dogmáticamente seguros de lo que decían. Nuestros actuales pensadores tildan a sus predecesores de ingenuos por estas osadías, los reconvienen, los llaman al orden. ¡Y yo los llamo al orden a ellos por ser tan vuelteros y timoratos! Y en este mi llamamiento me acompaña Ferrater Mora, que no es un diccionario sino un pensador español que supo entrever las causas que han llevado a la filosofía de nuestro tiempo a ese cuadro desolador de anemia perniciosa que padece:

Nuestra época que [...] dispara desde la altura de su enorme petulancia los más despectivos requiebros sobre el siglo XIX, al cual, por lo menos, suele calificar de estúpido, y sobre el siglo XVIII, al que, a lo sumo, y haciendo grandes concesiones, acostumbra a llamar, con notable olvido de las propias miserias, ridículo e incomprensivo, nuestra época tiene bastante que aprender de aquellos bienintencionados filósofos, que tal vez filosofaban mal, que acaso eran, es cierto, un poco vanidosos, que iban sin muchas contemplaciones a lo suyo, pero que en ningún momento dejaron de ser lo que nuestros intelectuales son cada día menos: verdaderos hombres. Y claro está que por ser hombre no ha de entenderse ahora lanzarse todos los minutos a la calle para acuchillar al prójimo; ser hombre, hombre verdadero, es para el intelectual tener el valor de decir clara y distintamente lo que él cree ser verdad. Solo esta enorme e ingenua confianza en la verdad de lo que se dice, prescindiendo de que esta verdad sea superficial o profunda, utópica o plenamente realizable, exige que el propósito de "leer la historia en filósofo", en filósofo que cree en la razón y tiene la buena ventura de proclamarlo, merezca algo más que la despectiva suficiencia de nuestros complicados y quizá un tanto resentidos historicistas (José Ferrater Mora, Cuatro visiones de la historia universal pp. 126-7).


Hay excepciones por supuesto (Max Scheler, Bertrand Russell, por nombrar a los primeros que me vienen a la mente), pero en general el siglo XX y lo poco que va del XXI han conformado la era de la pusilanimidad en filosofía. Porque si vamos a esperar a estar seguros de lo que creemos, completamente seguros, para gritarlo a los cuatro vientos, entonces no diremos nunca nada relevante y nos mantendremos en la periferia de los grandes problemas, abocándonos entonces a otros temas menores (la política, la economía, la lingüística) en los cuales la razón no derrapa con tanta facilidad y se puede llegar a una que otra conclusión valedera. Yo prefiero escalar el Aconcagua pese a tener claro que, por no ser un trepador experimentado y no contar con las herramientas adecuadas, me será imposible llegar a la cima, prefiero esto a escalar el cerro Uritorco hasta su altura máxima y desde allí burlarme de los andinistas que se han extraviado o han desfallecido antes de clavar la bandera.

martes, 22 de abril de 2014

La ventaja de los diarios íntimos por sobre los artículos y los tratados

"Pensé en lo dañino que es escribir artículos, estructurar los artículos en vez de exponer las ideas y los sentimientos tal como van llegando", dice Tolstoi desde sus anotaciones del día 7/6/1907. De ahí que algunos prefiramos, para desarrollar nuestros pensamientos, la escritura en forma de diario, sin elección de temas preconcebida, tomando las ideas de volea, como pelotas de fútbol que quedan picando frente a nosotros y nos tientan el zapatazo. Después se comprobará si el derechazo o el zurdazo se clavó en un ángulo, fue atajado por el guardameta o salió desviado; pero el espíritu del juego es ese: disparar desde cualquier distancia con la intención de marcar un gol. Los pensadores filosóficos de hoy, por evitar el silbido si es que pifian y el balón termina en la tribuna, se abstienen prolijamente de patear al arco incluso cuando la pelota queda boyando a pocos metros del área y no hay rivales que obstaculicen la trayectoria. En vez de eso, en vez de rematar la jugada, se distraen con gambetas y pasecitos y el peligro de gol se diluye --es decir, escriben artículos formales y emocionalmente asépticos para alguna revista de filosofía.

miércoles, 16 de abril de 2014

La vanidad de la gloria

La gente parece ocuparse mucho de mí estos últimos tiempos y eso me hace mucho daño. Busco mi nombre en los periódicos. Esto eclipsa mucho, oscurece mucho la vida. Debo luchar.
León Tolstoi, Diario íntimo, 20/7/1907

No hay que confundir --aclara Tolstoi-- la vanidad con el amor por la gloria:

La primera es el deseo de distinguirse de los otros por medio de acciones insignificantes, a veces, incluso malas; el segundo es el deseo de ser elogiado por acciones útiles y buenas [...]. La primera es una cosa mala; el segundo es mejor (ibíd., 15/5/1895).

Ciertamente que, si vamos a desear que nos elogien, es preferible desear que nos elogien por lo bueno que hacemos que no por lo malo o insignificante; pero hay que dejar en claro que en cualesquiera de los casos la actitud es reprobable. La vanidad es un disvalor ético[1], y el deseo de gloria está incluido dentro de lo que yo entiendo por vanidad, es un caso particular de esta[2]. El único deseo de gloria que mi ética permite y da por meritorio es el deseo de gloria posmorten. Y el propio Tolstoi, luego de meditarlo durante largos años, termina coincidiendo conmigo:

He estado pensando en la gloria humana. Hay, en la necesidad de que los otros tengan una buena opinión de uno, de que lo quieran, algo irresistible y legítimo. Y ahora se me acaba de ocurrir que así como el deseo de ser alabado y querido por los hombres mientras uno está vivo es algo falso y criminal, es bueno, legítimo y positivo el deseo de prolongar la propia vida en el alma de otros hombres después de la muerte. En este deseo no hay nada que complazca a la personalidad, nada exclusivo; simplemente hay el deseo de participar en una vida común, universal, espiritual, de participar en la obra de Dios, desinteresada, impersonal. Creo que es correcto (ibíd., 16/8/1909).

Que se enteren de nuestra grandeza, pero que se enteren después, cuando nuestros oídos ya no estén en este mundo y así no tengan que soportar las vacuas adulaciones.



[1] Ver anotaciones del 16/9/8.
[2] Según la Real Academia Española, la vanidad implica presunción y arrogancia por cosas insignificantes, de modo que el deseo de gloria no estaría emparentado con ella. Yo discrepo con esa definición: para mí la vanidad implica desear que nos estimen sin importar el motivo por el cual nos estimen. Quien desea ser estimado por su aspecto físico, es vanidoso; quien desea ser estimado por ser un gran asesino, es vanidoso; quien desea ser estimado por ayudar a los enfermos y menesterosos, es vanidoso.

domingo, 13 de abril de 2014

Eyaculador muy precoz

Morir significa volver al lugar de donde uno ha venido. ¿Qué hay allá? Seguramente algo bueno a juzgar por esos seres maravillosos, los niños, que vienen de allí.
León Tolstoi, Diario íntimo, 6/5/1908

Como solo los ancianos y los niños viven la vida libres del deseo sexual, por eso "resulta tan repugnante el libertinaje en los ancianos y en los niños" (17/3/1907). Si me hubiera visto Tolstoi en mi primera edad, cuando antes casi de caminar ya montaba la baranda de la cuna, realizando el clásico "caballito" con el que desesperaba a mis pobres padres, hastiados de tan inconveniente y repetitivo espectáculo, si me hubiera visto el conde Tolstoi se habría horrorizado.
La educación y la cultura quedan exoneradas: vine mal de fábrica.


sábado, 12 de abril de 2014

Y un niño (y un anciano) los pastoreará

Dijo Jesús: "De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos" (Mateo 18:3). Pero Tolstoi agrega a los niños, los ancianos:

Solo los ancianos y los niños, libres del deseo sexual, viven una vida verdadera. Los demás no son sino una fábrica para la perpetuación de los animales (ibíd., 17/3/1907).

Anhelaba llegar a ser un anciano patriarca, tal como lo expuso en su entrada del 14 de abril de 1895: "¿He dejado atrás una etapa de mi vida y he entrado en la edad senil, pura, que tan largamente he deseado?". Y lo anhelaba un poco para frenar su lascivia, pero más que nada porque suponía que a medida que uno envejece, se torna mejor persona:

El progreso moral de la humanidad proviene únicamente de que hay ancianos. Los ancianos se vuelven más bondadosos, más inteligentes, y transmiten a las generaciones que les siguen lo que han vivido. Si no existiera esto, la humanidad no avanzaría (ibíd., 14/11/1898).


Yo también lo anhelo, anhelo ser viejo, pero no tanto para poder curarme de mi lubricia inveterada o por suponer que con el paso de los años, inexorablemente, me haré más bueno, sino para poder disponer a discreción de mi tiempo. Es decir, no anhelo la vejez sino la hipotética jubilación que mi vejez me traería. Si pudiera jubilarme ahora lo haría sin dudarlo pese a no ser viejo todavía. ¿Lo peor de todo? Llegar a viejo con la necesidad de seguir trabajando para ganarme el sustento.

jueves, 10 de abril de 2014

La tragedia de Tolstoi: no haber nacido para la santidad

Me pesa mucho esta vida mala, vacía, urbana, lujosa.
León Tolstoi, Diarios, 6/4/1895

Lo que más le une a cada uno consigo mismo, lo que hace la unidad íntima de nuestra vida, son nuestras discordias íntimas, las contradicciones interiores de nuestras discordias. Sólo se pone uno en paz consigo mismo, como Don Quijote, para morir.
Miguel de Unamuno, La agonía del cristianismo [p. 18]


Tolstoi admiraba a Schopenhauer. A tal punto lo admiraba que en su antedespacho, a la derecha del retrato de Dickens, aparecía el del gran pesimista alemán. ¿Y por qué lo admiraría tanto? No lo sé a ciencia cierta. Tal vez por su estilo, imposible de no admirar; tal vez por situar a la compasión en el más alto de los rangos dentro de su sistema ético. O tal vez --y aquí se engancha mi asunto-- por tratar temas relacionados con la vida práctica y exponerlos en una tan elevada idealidad que a posteriori, cuando uno tiene que mostrar consecuencia con esos postulados para evitar la hipocresía, la cuesta arriba se hace tan empinada que resulta imposible llegar a esa cima intelectual, en donde llegó la cabeza, con los propios pies y con la propia carne. En el caso de Tolstoi, esa cima intelectual estaba dada por sus pensamientos acerca de la irresistencia al mal; en el caso de Schopenhauer, por su ideal del anonadamiento de la voluntad. Ambas ideas son harto difíciles de practicar, y ambos pensadores fracasaron rotundamente al querer trasladarlas al terreno de la propia casuística. Pero se diferenciaron en una cosa: mientras que Tolstoi vivió profundamente amargado por esta inconsecuencia entre sus áureos ideales éticos y su vulgar comportamiento, Schopenhauer, sabiendo perfectamente que su vida no se correspondía con estos ideales, no se hizo mayor problema por eso. Ahora bien; ¿quién fue más astuto en este sentido? ¿Lo fue más quién luchó toda su vida por ser un santo sin tener "pasta" para serlo, arruinando su salud y su bonhomía en este desigual combate que de todos modos perdería, ganándose así la animadversión de casi todos sus seres queridos, o fue más astuto aquel que, comprendiendo sus limitaciones prácticas, pero perfectamente consciente de su potencial teorético, no pretendió ir más allá de sus fueros y se conformó con señalar el camino en lugar de, además de señalarlo, recorrerlo?
Leo a Tolstoi desde su diario, entrada del 28/5/1896:

Hace ya varios días que lucho con mi trabajo y no avanzo. Duermo. Quería terminarlo aunque fuera en borrador, pero sencillamente no puedo [se refiere al tratado La doctrina cristiana]. Mala disposición de ánimo, agravada por la ociosidad, la miseria, la arrogancia y la fría vaciedad de la vida que me rodea.

A Tolstoi se le complica escribir. ¿Y por qué se le complica? Porque la conciencia de su hipocresía no lo deja en paz, no lo deja realizar su trabajo, no lo deja progresar en el ámbito que mejor maneja y por el cual es y será conocido y reconocido durante siglos y siglos. Mucho escribió sobre la doctrina cristiana, pero seguramente habría escrito mucho más, y con mayor profundidad, gracia y sensatez, de haber estado un poco más en paz consigo mismo al momento de escribir sobre estos magnos temas. Y digo "un poco más" y no en paz completa consigo mismo porque concuerdo con lo que nos dice Unamuno desde el epígrafe previo a este ensayo; pero una cosa es una lucha pareja, cuerpo a cuerpo, contra un adversario de similares características a las nuestras, y otra muy distinta es la lucha contra un Goliat insuperable --y sabiendo de antemano que no somos David ni tenemos su coraje. ¿Luchar por ser una persona mejor? Totalmente de acuerdo, pero esa lucha tiene que ser natural, alegre y decidida, no forzada artificiosamente. No inducida desde afuera por nuestros pensamientos acerca de lo que se debe hacer, sino excitada desde nuestros mismos deseos de hacer el bien, deseos que no se presentan como arrastrando por la fuerza a la voluntad, sino arrebatándola e integrándola, no dando lugar a indecisiones, con un impulso que, lo repito, es de alegría y no de trabada contienda[1].
Rüdiger Safranski, sobre el final de su monumental ensayo sobre Schopenhauer, nos cuenta lo que todos ya sabemos, que el mayor sueño de este pensador, su más alto ideal, fue la negación de la voluntad de vivir:

Lo soñó a base de asociar la tradición occidental de la mística con las doctrinas de la sabiduría de Oriente. Y lo hizo de un modo como nadie lo había hecho antes de él. En su vida, hubo instantes de desvanecimiento del yo, lo que él llamaba su "conscien­cia mejor", instantes que le permitieron vivir aquello de lo que, por lo demás, sólo podía hablar y escribir (Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía, p. 471).

Ese fue su sueño mayor, su ideal teorético. Pero era un hombre y no un ente incorpóreo, y un hombre --como la mayoría de los escritores-- mucho más vanidoso que el promedio del común de las gentes. De ahí que cuando, ya sobre el final de su vida, pudo ser reconocido como el genial pensador y estilista que en realidad era, en lugar de entristecerse por esta potenciación de su voluntad, la disfrutó al máximo, sin interesarse por esta inconsecuencia.

Pretendía romper el "velo de Maya" con su obra y al mismo tiempo --ironía máxima-- quedó atrapado por medio de esa obra en el principio de individuación. Él, que había penetrado en ámbitos en los que todo debe quedar sin decir y sin oír, pretendía a toda costa ser escuchado.

He ahí la gran diferencia: mientras que Tolstoi quiso imitar a su héroe, a Jesús, a como dé lugar (sin lograrlo, por supuesto), Schopenhauer nunca quiso imitar a Buda, a pesar de su admiración por él. "Soporta con dificultad --comenta Safranski-- el muro de silencio que le rodea. Exige respuesta y acecha los sig­nos de aplauso: cuando éstos se convierten en estruendo, puede morir ya". Y muere a pesar suyo; si por él fuera, habría vivido muchos años más en esas condiciones, arropado por la gloria, acariciado por la fama. Se murió en el momento en que más deseoso estaba de vivir. Muy pocas veces le pasó por la cabeza, en esos últimos tiempos menos pero en el resto de su vida no fue tan distinto, pocas veces le pasó por la cabeza seriamente la idea de anonadar su voluntad de vivir. Como dijo Ramón de Campoamor en una de sus humoradas:

Vive con la manía
de maldecir de su feliz estrella,
y cual buen pesimista en teoría,
le va en la vida bien y habla mal de ella.

Y le fue muy bien, cada vez mejor, lo cual contradecía su doctrina. Es decir, no refutaba su comportamiento su doctrina, la cual afirmaba que al ser la compasión dolorosa, y al ser los individuos compasivos los seres más elevados moralmente que puedan existir en este mundo, la calidad moral de una persona y el dolor espiritual experimentado correrían necesariamente parejos. Pero Schopenhauer no experimentaba grandes dolores espirituales; muy por el contrario. Esto indicaba no que su doctrina era falsa, sino que él no estaba a su altura, a la altura de su doctrina, que era una persona de mediocres miras morales en el sentido práctico del término. Esto era precisamente lo que le costaba admitir a Tolstoi y lo que lo llevó a la gran tragedia que fue su vida, sobre todo en sus últimos años; pero a Schopenhauer esta constatación nunca le produjo gran zozobra. Tenía bien claro cuál era su papel en el mundo, y gracias a eso pudo explotar al máximo su potencial como escritor y pensador. Pudo plasmar con continuidad y máxima dedicación lo que ahora nosotros, sus admiradores, disfrutamos y agradecemos.
Schopenhauer, se despacha Safranski,

no fue un Buda, y por suerte para él, no se forzó a querer serlo. Rehuyó juiciosamente la tragedia que consiste en tratar de vivir de acuerdo con las propias inspiraciones e intuicio­nes. Schopenhauer no se confundió consigo mismo. Intuiciones o inspiraciones de evidencia y fuerza determinadas son algo vivo que pasa a través de nosotros. Se trata de un acontecimiento anónimo que no puede ser apresado en el yo. Y cuando se pretende hacer esto, sólo sale de allí una escenificación, algo forzado; lo vivo se enmohece y uno, aunque no se dé cuenta, se hunde en el abismo. No, las cosas no salen bien cuando uno intenta a toda costa seguir la propia palabra inspirada, "realizarla", "establecerla", "apropiársela". Al propio yo hay que dejarlo ser. El secreto de la creatividad está en dejarlo suelto y no en apropiárselo.
[...]Él no se torturó tratando de hacer coincidir las dos vidas. Con ello, hizo probablemente un favor a ambas, a su "productividad" y a la "vida ordinaria".

Tolstoi quiso aplicar sus pensamientos a su propia vida, pero al ser estos pensamientos tan ajenos a su yo individual, el fracaso era inevitable. Ya lo dijo el propio Tolstoi: "A través de mí ha hablado la fuerza divina [...]. Tuve momentos en los que sentí que me convertía en el transmisor de la voluntad divina" (27/3/1895). La voluntad divina hablaba por él, y hablaba, como corresponde, divinamente. El problema era que la voluntad divina solo hablaba a través de él, pero se negaba a operar a través de él, tal como opera, y no puede dejar de operar, a través de los santos. Y así como sería necio exigirles a los santos que, además de hacer el bien, se dediquen a desarrollar un tratado acerca de lo que el bien significa, también parece necio exigirles a los pensadores que hayan llegado a las alturas a las que llegaron Tolstoi y Schopenhauer, exigirles que se comporten santamente; eso es a todas luces un exceso. Podrá exigírseles, en todo caso, una cierta correspondencia entre sus pensamientos y sus acciones, pero nunca una correspondencia total, porque entonces sucederá lo que casi siempre sucede con los eticistas de baja estopa: si el pensador no puede subir con sus acciones hasta su ideal teorético, y se le exige consecuencia absoluta, necesariamente bajará su ideal teorético hasta una altura conveniente, hasta donde sus manos puedan asirlo, y el ideal se desvanece como tal. Tolstoi fue demasiado grande como para cometer este delito de lesa conceptualidad, pero no fue a la vez lo suficientemente realista como para comprender que no estaba destinado a la santidad ni mucho menos. Porque es así: cada cual está destinado a ser algo en la vida, predestinado mejor dicho, y es inútil luchar contra esta predestinación. Seguramente Tolstoi suponía que con un poco de esfuerzo, o mejor aún, con un tremendo esfuerzo, cualquier hijo de vecino podría convertirse en santo. Craso error. Pintar el cuadro de la santidad, describirla pormenorizadamente, diferenciarla de otras falsas santidades, confirmar su existencia desde luego (puesto que hay gente que niega que la santidad exista o pueda perseguirse), son todos éstos méritos indiscutidos y de un valor inconmensurable que nos ha obsequiado este formidable león ruso a través de su pluma. Agregarle a eso, como si fuera poco, el obsequio de la santidad hecha y derecha, habría sido demasiado, y me parece ya ver un si es no es de soberbia en esa pretensión de serlo todo, de ser el hombre ideal, el escritor ideal, el padre ideal, el esposo ideal. Ni siquiera llegó a ser el pensador ideal. Estuvo, si a mí me lo preguntan, muy cerca de serlo, y de cierto os digo que no encuentro a nadie que haya interpretado a la ética perenne de un modo más acabado que como él la entendió; pero algo le faltó para ser el eticista ideal. Le faltó, tal vez, estar un poco más en paz consigo mismo. Es lo que a mí también me falta, y lo que trataré de solucionar de aquí en adelante para no caer en las garras de la desesperación tal como caía tan frecuentemente mi admirado y querido conde Tolstoi.





[1] En todo caso, la lucha interior entre lo que sentimos y lo que pensamos que debemos hacer difícilmente desaparece de la escena, pero los roles se invierten: la opción correcta sería la que nuestra voluntad nos muestra, lo que deseamos hacer, y no la que nuestra razón nos indica como "el deber" a cumplimentar, sintiendo nuestro espíritu desgano y repulsión ante tal idea que parece pura en la teoría (ver a este respecto la entrada del 8/6/7).

martes, 8 de abril de 2014

Tolstoi y la superación de la vida meramente agradable

"Una de las transiciones más difíciles --escribía Tolstoi el 6 de abril de 1895-- es la transición de una vida agradable a una vida buena". Esa sería la transición, diría Hildebrand, desde la esfera de lo subjetivamente satisfactorio hacia la esfera de los valores. El mundo de hoy día, como nunca en toda la historia de la humanidad, se debate por superar el escollo de lo subjetivamente satisfactorio para trascender hacia la espiritualidad, sin poder lograrlo en la gran mayoría de los casos. ¿A quién culpar por este despropósito? Me viene alguien a la mente: Joan Manuel Serrat. Desde una de sus canciones más conocidas, nos regala estas "iluminadas" estrofas:

Saca de paseo a tus instintos 
y ventílalos al sol, 
y no dosifiques los placeres; 
si puedes, derróchalos. 

Que todo cuanto te rodea 
lo han puesto para ti. 
No lo mires desde la ventana 
y siéntate al festín. 


Esta es la filosofía del 99% de los comunicadores sociales de la actualidad: la vida es para gozarla, y nada más. Livin' la vida loca, confirmará Ricky Martin. Y así estamos: por abrazar desesperadamente al goce, por habernos convencido de que todo lo han puesto para nosotros, que tenemos derecho a consumirlo todo, y por pretender escapar desesperadamente de los sufrimientos, inevitablemente terminamos sufriendo más de lo que gozamos. ¿Hoy puede ser un gran día? Difícilmente lo sea si es que lo dedicaremos a sacar de paseo a nuestros instintos en lugar de sacar a pasear a nuestros valores.

lunes, 7 de abril de 2014

Tolstoi, ¿cristiano o anarquista?

"Me consideran anarquista --protesta Tolstoi--, pero no soy anarquista, soy cristiano (Diarios, 24/8/1906). Mejor, León, habría sido si hubieses dicho "soy cristiano y anarquista", porque la quintaesencia de la doctrina cristiana no es otra cosa que el más fino y acendrado anarquismo. Anarquismo consecuente, que no pretende tomar el poder, en oposición a ese otro diz que anarquismo político, que afirma estar en contra de todo gobierno pero que actúa siempre seducido por la posibilidad de dominar a quienes queden debajo, es decir, gobernar.

domingo, 6 de abril de 2014

¿Para qué (o para quién) se escriben los diarios íntimos?

Tolstoi contesta:

Llevo un diario no para mí, sino para la gente, sobre todo para quienes vivirán cuando yo, físicamente, ya no exista [...]. No sé si estos diarios le serán necesarios a los otros, pero para mí son necesarios, ellos son yo mismo. A mí me hacen feliz (Diario íntimo, 19/3/1906).

Primero dice que no escribe el diario para él sino para la gente, pero a lo último termina admitiendo que es él mismo quien lo necesita, independientemente del valor que pudiese tener para el resto de las personas. Lo correcto, me parece, es admitir las dos cosas, admitir que llevamos un diario por nosotros mismos, porque lo necesitamos por una cuestión psicológica interna, pero también porque tenemos la esperanza de que otros muchos lo leerán con fruición y con provecho. Muy pobre, muy falto de sustancia se alzaría el diario íntimo de un escritor que diese órdenes estrictas de quemarlo tras su muerte o de ser enterrado con él; la enjundia de nuestras frases va en proporción directa con el grado de masificación que, al escribirlas, suponemos que alcanzarán en tal o cual momento de la historia.
Lo que no comparto en absoluto es el último aserto: dice Tolstoi que sus diarios lo hacen feliz. A mí no me producen (ni la escritura de mis diarios ni la lectura de los suyos) tan magnífico efecto, ni creo, basándome en los propios diarios de Tolstoi, que se lo produjeran a él. La escritura de un diario podrá producir contento, serenidad de ánimo, exaltación quizá, pero difícilmente felicidad o beatitud. Solo a un santo la escritura de su diario íntimo le produciría felicidad, pero ha de saberse que a los santos, por definición, les está vedado hablar de sí mismos, de modo que no existen ni existirán los diarios íntimos escritos por santos, ni los escritores de diarios íntimos que hayan rozado la santidad y, consecuencia de la santidad, la beatitud y la felicidad. Tolstoi no ha sido feliz, ni yo lo seré --al menos en esta vida.

¡Cuánta razón tenía el otro gran León, León Bloy, cuando decía: "Hay una sola tristeza: la de no ser santos"!

jueves, 3 de abril de 2014

A LOS CULTORES DE DIARIOS ÍNTIMOS (cultores porque les fascina leerlos o porque les fascina escribirlos)

Siendo consciente de la crudeza de algunos pasajes de sus diarios, y en especial los de su vida previa al abrazo al cristianismo, Tolstoi se acobarda y redacta una solicitud a los futuros editores: "Pido que los diarios de mi antigua vida de soltero sean destruidos una vez que se haya seleccionado de ellos lo que vale la pena" (Diarios, 27/3/1895). Es decir, publiquen los pasajes decorosos y supriman los indecorosos. Inmediatamente después continúa la solicitud de censura, esta vez para los pasajes que perjudican a su esposa: "Lo mismo pido que se haga con los diarios de mi vida conyugal: que se destruya todo lo que, en caso de ser publicados, pudiera resultar desagradable para alguien". ¡Pero no, mi querido León, así no, así no funcionan las cosas! Lo escrito escrito está, y por más que algún pasaje se haya escrito en un estado de emoción violenta, así debe quedar. Suprimir equivale a mentir. En este caso, equivale a decir: "Yo soy un escritor que siempre se mantiene calmado cuando toma la pluma, que nunca escribe arrebatado, encolerizado y rabioso". No, esos furibundos pasajes deben quedar inalterados; el buen lector sabrá que han sido escritos bajo presión emocional y no les dará tanta importancia como a esos otros pasajes que han sido escritos calmadamente, con la cabeza fría.

Pero León comprende rápidamente que tales peticiones no son propias de un escritor de diarios íntimos y, a párrafo seguido, se rectifica: "Aunque no, que mis diarios se queden como están". Y un coro formado por San Agustín, Montaigne, Rousseau, Amiel, Bloy, Renard y quien esto escribe, exclama: ¡Aleluya!