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sábado, 11 de marzo de 2017

Yo, vegetariano

A veinte años del comienzo de mi vegetarianismo, comparto algunos datos que apoyan la hipótesis de que el hombre no es carnívoro por naturaleza:


Los dientes de un animal carnívoro son largos, afilados y agudos... Nosotros tenemos molares para triturar.
La mandíbula de un carnívoro se mueve solamente de arriba a abajo, para desgarrar y morder. La nuestra tiene un movimiento lateral para triturar.
La saliva de los carnívoros es ácida, en función de la digestión de proteínas animales, y carece de ptialina una sustancia química que digiere los almidones; la nuestra es alcalina y contiene ptialina para digerir los almidones.
El estómago de un carnívoro es un simple saco redondo que segrega diez veces más ácido clorhídrico que el de un no carnívoro. Nuestro estómago es de forma oblonga, (más largo que ancho) de estructura complicada y se continúa en un duodeno.
Los intestinos de un carnívoro tienen tres veces la longitud del tronco, y están preparados para una rápida expulsión de los alimentos que se pudren rápidamente. Los nuestros miden doce veces la longitud del tronco, y están preparados para conservar dentro los alimentos hasta que de ellos hayan sido extraídos todos los principios nutritivos.
El hígado de un carnívoro es capaz de eliminar entre diez y quince veces más ácido úrico que el de un animal que no lo sea. El hígado del hombre tiene la capacidad de eliminar solo una reducida cantidad de ácido úrico. Este es una sustancia tóxica sumamente peligrosa, capaz de causar grandes perturbaciones en el cuerpo, y que se libera en grandes cantidades como consecuencia del consumo de carne.
A diferencia de los carnívoros, y de la mayor parte de los omnívoros, los seres humanos no tenemos uricasa, la enzima capaz de descomponer el ácido úrico.
Un carnívoro no suda por la piel, y no tiene poros; nosotros sí.
La orina de los carnívoros es ácida, la nuestra alcalina. Ellos tienen la lengua áspera, nosotros no.
Nuestras manos están perfectamente adaptadas para coger fruta de los árboles, no para desgarrar las entrañas de un animal como las garras de un carnívoro.
No hay ni una sola característica anatómica del ser humano que indique que estemos equipados para desgarrar y arrancar la carne para alimentarnos. Y finalmente, en cuanto seres humanos no estamos ni siquiera psicológicamente preparados para comer carne.
Los niños son la verdadera prueba. Poned un niño pequeño en un parque de juegos, con una manzana y un conejito. Si el niño se come el conejo y se pone a jugar con la manzana, pedidme lo que queráis (Harvey Diamond, La anti-dieta).

 

Cito también a otro gran pensador que ya en el siglo XVIII había notado una singular diferencia entre los animales carnívoros y los vegetarianos:

 


Creo ver entre los animales carniceros y frugívoros una diferencia [...] que se extiende hasta los pájaros. Consiste en el número de hijos, que no excede nunca de dos en cada parto en las especies que solo viven de vegetales y que ordinariamente pasa de ese número en los animales voraces. Fácil es a este respecto conocer la voluntad de la naturaleza por el número de las mamas, que solo son dos en cada hembra de la primer especie, como la yegua, la vaca, la cabra, la cierva, la oveja, etc., y siempre seis u ocho en las otras hembras, como la perra, la gata, la loba, el tigre hembra, etcétera. La gallina, la pata, la oca, aves voraces; el águila y las hembras del gavilán y del mochuelo ponen también y empollan gran número de huevos, lo que no sucede nunca con la paloma, la tórtola y otras aves que sólo se alimentan con granos, las cuales no ponen ni empollan más de dos huevos cada vez (Jean-Jacques Rousseau, Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, nota 8). 

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