Muchos creyentes afirman
que el misticismo es la piedra de toque de la religiosidad. William James es
uno de ellos: “Pienso
que puede afirmarse que la religión personal tiene la raíz y el centro en los
estados de conciencia místicos” (Las
variedades de la experiencia religiosa, tomo II, cap. XVI, p. 419). Pero
¿cómo distinguir un estado de conciencia místico de un estado de conciencia
ordinario? Según James, existen cuatro características que, cuando se presentan
unidas, conforman un indicio fiable de que estamos ante una experiencia
mística. La primera es la inefabilidad.
Concluida la experiencia,
no
puede darse en palabras ninguna información adecuada que explique su contenido.
[...] No puede comunicarse ni transferirse a los demás. Por esta peculiaridad
los estados místicos se parecen más a los estados afectivos que a los estados
intelectuales (ibíd., p. 420).
La segunda característica es la cualidad de conocimiento:
Son
estados de penetración en la verdad insondables para el intelecto discursivo.
Son iluminaciones, revelaciones repletas de sentido e importancia, todas
inarticuladas pero que permanecen y como norma general comportan una curiosa
sensación de autoridad duradera (pp. 420-1).
La tercera es la transitoriedad:
Los
estados místicos no pueden mantenerse durante mucho tiempo. Salvo en caso de
excepción, media hora o como máximo una hora o dos parece ser el límite más
allá del cual desaparecen (p. 421).
La cuarta y última es la pasividad:
Cuando
el estado característico de conciencia se ha establecido, el místico siente
como si su propia voluntad estuviese sometida y, a menudo, como si un poder
superior lo arrastrase y dominase (p. 421).
Creo que es imprescindible hacer aquí
un distingo entre lo que yo llamaría estados
de conciencia extáticos y los estados místicos propiamente dichos. Los
estados de conciencia extáticos son todo lo que dice James. Son inefables,
porque no se pueden comunicar a otros de manera fiel; son portadores de
conocimiento, porque nos abren una puerta perceptiva diferente de las
ordinarias, lo que implica conocer algo nuevo, o al menos ayudan a contemplar
lo viejo desde otras perspectivas; son transitorios, porque la emoción fuerte
es incompatible con la duración prolongada, y son inmovilizantes,
porque el espectáculo es tan grandioso que el sujeto ni atina ni quiere atinar
a hacer nada excepto presenciarlo por temor de que con su acción se desvanezca.
Ahora bien; estos estados extáticos podrán ser patológicos en algunos casos o
señales de bienaventuranza en otros, pero no son, bajo ningún concepto,
visiones místicas.
Tomemos como ejemplo de visión
extática esta que nos describe Amiel en su diario íntimo:
¿Nunca
volveré a tener alguno de aquellos prodigiosos ensueños que tenía antaño? Un día,
en mi juventud, al salir el sol, sentado en las ruinas del castillo de
Faucigny; otro día en las montañas, bajo el sol de mediodía, sobre Lavey, al
pie de un árbol y con la compañía de tres mariposas; de nuevo, por la noche,
sobre la costa pedregosa del mar del Norte, mi espalda sobre la arena y mi
vista vagando por la Vía Láctea; ¡ensueños grandiosos y dilatados, inmortales y
cosmogónicos, cuando se alcanzan las estrellas, cuando se posee el infinito!
Momentos divinos, horas extáticas en las que nuestro pensamiento vuela de mundo
en mundo, penetra el gran enigma, respira con un aliento tranquilo y profundo
como el del océano, sereno y sin límites como el firmamento azul... Instantes
de intuición irresistible en los que uno siente su yo inmenso como el universo
y tranquilo como Dios... ¡Qué horas, qué recuerdos! Los vestigios que dejan son
suficientes para llenarnos de confianza y entusiasmo, como si fuesen visitas
del Espíritu Santo (citado por James en ibíd, pp. 435-6).
O esta de Jacob Boehme, de características más teológicas
que la visión de Amiel:
En
un cuarto de hora vi y conocí más que si hubiese pasado muchos años en la
Universidad. A través de la sabiduría divina vi y conocí el ser de todas las
cosas, el Abismo y la eterna generación de la Santísima Trinidad, la
descendencia y el origen del mundo y de todas las criaturas. Vi y conocí en mí
mismo los tres mundos, el mundo externo y visible que es una procreación o
nacimiento de los mundos interno y espiritual, y vi y conocí toda la esencia
creadora en el bien y en el mal [...]. De manera que no solo quedé maravillado,
sino que también disfruté mucho, aunque difícilmente podía aprehenderlo con mi
exterioridad humana y explicarlo con la pluma. Tuve una visión clara del
universo como un caos donde todas las cosas permanecían yacientes y envueltas,
pero me era imposible explicarlo (citado en ibíd, pp. 453).
Estos dos ejemplos de visión extática, el último más
intelectual, el primero más emocional, tienen en común el hecho de que se han
presentado de manera consciente, bien
que no a través de los sentidos externos, pero sí a través de la imaginería
interna, de la cavilación y la pasión. Por eso no son visiones místicas.
El capítulo 11 del libro segundo de la
Subida del monte Carmelo está
dedicado a resaltar lo nocivo de las aprehensiones sensitivas a los efectos de
la fe y la unión con Dios. Dice San Juan de la Cruz que el creyente debe
luchar, para alcanzar la perfecta caridad, con la bestia del Apocalipsis, que
tiene siete cabezas. La primera cabeza que hay que cercenar está representada
por “las cosas sensuales del mundo” (§ 10), que es preciso negar y aborrecer.
La segunda cabeza la constituyen “las visiones del sentido”, como pueden ser
las apariciones por ejemplo, que también, al igual que los deleites sensitivos,
no pueden ser proporcionado medio para llegar a la unión con Dios. Y aparece
entonces la tercera cabeza de la bestia, la que más nos interesa, “que es
acerca de los sentidos sensitivos interiores”. Estos sentidos interiores, si se
activan, también nos impiden “entrar en lo puro del espíritu”. Al estado de
meditación, que es el paso previo al estado de contemplación en el que el
espíritu se une a Dios y absorbe su sabiduría, se accede, pues, sin echar mano
de ningún sentido externo, de ningún sentido interno y de ninguna imagen ni
sensación de ningún tipo que pudiese ingresar a nuestra conciencia. “Lo que se
les da a los sentidos, [...] es lo que más deroga a la fe. Luego claro está que
estas visiones y aprehensiones sensitivas no pueden ser medio para la unión,
pues que ninguna proporción tienen con Dios” (§ 11 y 12). Estos estados
“ninguna proporción tienen con Dios”. Dios es tan excelso que ninguna imagen,
externa o interna, ni ninguna emoción, puede proporcionarnos una idea fidedigna
de su grandeza ni auxiliarnos en la tarea de descubrir algunos de sus secretos.
La visión interior, la visión mística, está impedida de manifestársenos a
través de nuestro sensorio. Sería una contradicción: una visión interior que se
manifestase a través de nuestros órganos de percepción de lo exterior, ya no
sería una visión interior. ¿Puede presentársenos entonces en la mente a modo de
construcción intelectiva? Tampoco, ya que las construcciones intelectivas
pertenecen exclusivamente al terreno de la lógica. ¿Será entonces que se nos
hace real a través de la imaginación? Menos: la imaginación es auspiciada por
nuestras experiencias sensoriales archivadas en la memoria y moldeadas al
antojo de nuestras construcciones intelectivas. Cuando un "místico"
entra en trance y afirma ver o haber visto luces de colores, imágenes divinas,
melodías celestiales, voces de ultratumba, etc., yo creo que tal místico está
confundido en el mejor de los casos, o está mintiendo en el peor. Si el místico
se valió de sustancias alucinógenas para propiciar sus beatas percepciones,
como lo hacían los chinos con el opio, los indios con el hachís o los
amerindios con el peyote y el san pedro, parece correcto suponer que esas
suprapercepciones no nos muestran las cosas tal cual son en sí mismas, sino que
tergiversan las cosas aún más --y mucho más-- que lo que las tergiversan
nuestros sentidos en estado sobrio. Algo así sucedería también con el ermitaño
que, después de largos periodos de ayuno o de alimentación pobre, cree percibir
realidades últimas que vienen del más allá sin darse cuenta de que la mala
nutrición le ha hecho bajar su nivel de glucosa en la sangre a tal punto que ha
comenzado a mezclar sus deseos íntimos con el mundo exterior que percibe,
haciendo que surjan las alucinaciones, igual que lo que le sucede a quien,
vagando por el desierto y muerto de sed, cree ver un oasis en donde solo hay
arena. Y los gimnosofistas hindúes, que dominan el arte de retardar a voluntad
el ritmo cardíaco y respiratorio, o incluso detenerlos durante cierto tiempo,
andan en la misma que los ermitaños, solo que sus visiones beatíficas se les
producen por falta de oxígeno en el torrente sanguíneo en lugar de por falta de
glucosa, o una combinación de ambas carencias.
Según yo pienso, la verdadera visión
mística no puede de ningún modo hacerse notar en nuestra conciencia. La visión
mística es una visión interior, y por lo tanto se presenta en nuestro interior,
en nuestro inconsciente. Por eso sostengo que los procesos de captación mística
se dan mayormente mientras dormimos, y en cierta forma puede decirse que todos
los seres vivos necesitan dormir no tanto para que sus órganos se recuperen del
desgaste diario como para que sus espíritus puedan conectarse diariamente con
el Todo. Los sueños, que se arriman a nuestra conciencia esquivamente y tienden
a olvidarse con facilidad, serían, según esta teoría, parte de la visión
mística que por error o no sé por qué se nos presenta en la conciencia, pero
que, precisamente por ser consciente, ha perdido todo valor místico.
Pero si la visión mística no puede
nunca surgir a la conciencia, ¿de qué nos sirve? Pues nos sirve de alimento, de
alimento a la intuición, que es la fuerza que nos impele a creer en algo sin
saber por qué creemos, o la que nos sugiere hacer algo sin saber por qué lo
hacemos. Esta fuerza es absolutamente consciente, ya que sentimos su influencia
en nuestra voluntad y en nuestra mente, pero sus motivos se mantienen lejos de
nuestra conciencia: son motivos místicos. La intuición es la planta que vemos y
la visión mística es el alimento inorgánico que la nutre y que no vemos por ser
sus partículas demasiado pequeñas para nuestros órganos perceptivos. Sin
minerales que la nutran, la planta moriría, y sin visiones místicas que la
nutran, nuestra intuición también perecería.
Pretender que una visión mística es
susceptible de apreciarse con nuestros órganos sensitivos o con nuestro
intelecto consciente es como decir que nuestros estómagos están capacitados
para digerir la tierra. Aquel místico que deseare continuar tragándola, que lo
haga, pero sepa que así como la trague la cagará, sin provecho alguno ni para
su cuerpo ni para su espíritu --con excepción de los saludables efectos purgativos
que suelen acompañar a las ingestas telúricas y a los ascetismos extremos--[1].
[1] Según Vicente Fatone, en el pensamiento upanishádico, “si quiere
hablarse de estados de lo real –siempre como si lo real pudiese tener estados,
que no los tiene-- ha de decirse esto: los estados son cuatro: el de vigilia,
el de ensoñación, el de sueño profundo y el que está más allá del sueño
profundo; solo este último es el inexpresable, el inefable […]. Porque Brahman
es, por así decir, el misterio: misterio tremendo para nosotros en cuanto
estamos sumergidos en la ignorancia que cree ser conocimiento simplemente
porque es conciencia” (Obras completas,
tomo I, pp. 117-8). Según Fatone (p. 118), para los hindúes el conocimiento
puro tiene su imagen en el sueño profundo, “ese sueño que, según un canto, no
es «ni vivo ni muerto, sino un feto inmortal de los dioses»” (p. 134).
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