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domingo, 23 de abril de 2017

Mis éxtasis

Yo mismo he saboreado alguna vez el dulzor de estos arrebatos extáticos. Ocurrió el más prolongado y gozoso durante la noche del domingo 16 de junio de 1996, en Garuhapé y dentro de mi carpa. Afirma James que estos estados, salvo raras excepciones, no pueden prolongarse por más de dos horas, pero en aquella ocasión el éxtasis duplicó ese lapso. Luego de una jornada desgastante y sufrida de caminata con mi pesada mochila a cuestas, hice base en aquel pequeño pueblo, instalé mi carpa, encendí mi wocman y ¡voilà!: el arrobamiento musical en su máxima expresión se hizo presente. Algo parecido me sucedió, en ese mismo viaje, en Caaguazú, caminando por la ruta, con el sol a pleno bañando mi rostro y escuchando América en la versión de José Luis Perales. También el año siguiente, y en repetidas ocasiones, disfruté de estas experiencias. Ocurrían mayormente los sábados por la noche mientras caminaba por los diques de Puerto Madero, luego de salir de la biblioteca del Congreso, sobre todo después de haber escrito alguna entrada de mi diario que considerara trascendente o después de alguna lectura por demás edificante. En marzo del 2002 me asaltó un éxtasis musical breve pero poderoso escuchando Todo sigue igual del grupo Viejas Locas mientras cruzaba a pie, por vez primera, el puente Zárate-Brazo Largo. También en el 2002, en Cusco, se me promovió en el espíritu otro estado de conciencia de este tipo en el día de la celebración del Inti Raymi, caminando por hermosos y desolados senderos y al pie de magníficos restos arqueológicos y precipicios (ver anotaciones del 24/6/2). El común denominador de todas estas experiencias era la música de mi wocman (sintonizaba radios FM, no era música propia), y también la soledad. Hoy en día ya no se me producen estos arrebatos, al menos no con la intensidad de estos que acabo de citar. ¿Será porque ya no estoy casi nunca solo, o porque jubilé a mi viejo wocman y ahora escucho música grabada en mi iPhone?
No voy a compararme con Amiel, ni mucho menos con Boehme, pero creo que todos estos estados de conciencia no pasan de ser estados de beatitud, recompensas que, cada tanto, nos otorga a nosotros mismos nuestra propia conciencia cuando considera que hemos realizado una buena acción o que vamos por el buen camino. No es extraño, pues, que mis experiencias extáticas hayan mermado hasta casi desaparecer luego del año 2002: de ahí en adelante —sobre todo a partir del 2004— dejé de transitar por el buen camino. Mordí la banquina, desbarranqué y me fui al zanjón, y la golosina que la ética nos reserva no se me muestra ya. ¡Y vaya si mi paladar la extraña!
Pero no eran estas experiencias místicas. La visión mística se traduce en juicios, no en beatitudes[1].



[1] Recuerdo ahora un éxtasis muy profundo y duradero posterior al 2002, acaecido en plena etapa de desorden moral. Ocurrió en la ciudad de Salta en la noche del miércoles 3 de mayo del 2006. Estuve largo rato bailando en la enorme pileta (vacía) del camping municipal. La diferencia con los anteriores estados de conciencia extáticos radica en que aquí, además del wocman y de la soledad, eché mano del alcohol y de unas cuantas hojas de coca.

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