Yo mismo he saboreado alguna vez el
dulzor de estos arrebatos extáticos. Ocurrió el más prolongado y gozoso durante
la noche del domingo 16 de junio de 1996, en Garuhapé y dentro de mi carpa.
Afirma James que estos estados, salvo raras excepciones, no pueden prolongarse
por más de dos horas, pero en aquella ocasión el éxtasis duplicó ese lapso.
Luego de una jornada desgastante y sufrida de caminata con mi pesada mochila a
cuestas, hice base en aquel pequeño pueblo, instalé mi carpa, encendí mi wocman
y ¡voilà!: el arrobamiento musical en
su máxima expresión se hizo presente. Algo parecido me sucedió, en ese mismo
viaje, en Caaguazú, caminando por la ruta, con el sol a pleno bañando mi rostro
y escuchando América
en la versión de José Luis Perales. También el año siguiente, y en
repetidas ocasiones, disfruté de estas experiencias. Ocurrían mayormente los
sábados por la noche mientras caminaba por los diques de Puerto Madero, luego
de salir de la biblioteca del Congreso, sobre todo después de haber escrito
alguna entrada de mi diario que considerara trascendente o después de alguna
lectura por demás edificante. En marzo del 2002 me asaltó un éxtasis musical
breve pero poderoso escuchando Todo sigue
igual del grupo Viejas Locas mientras cruzaba a pie, por vez primera, el
puente Zárate-Brazo Largo. También en el 2002, en Cusco, se me promovió en el
espíritu otro estado de conciencia de este tipo en el día de la celebración del
Inti Raymi, caminando por hermosos y desolados senderos y al pie de magníficos
restos arqueológicos y precipicios (ver anotaciones del 24/6/2). El común
denominador de todas estas experiencias era la música de mi wocman (sintonizaba
radios FM, no era música propia), y también la soledad. Hoy en día ya no se me
producen estos arrebatos, al menos no con la intensidad de estos que acabo de
citar. ¿Será porque ya no estoy casi nunca solo, o porque jubilé a mi viejo
wocman y ahora escucho música grabada en mi iPhone?
No voy a compararme con Amiel, ni
mucho menos con Boehme, pero creo que todos estos estados de conciencia no
pasan de ser estados de beatitud, recompensas que, cada tanto, nos otorga a
nosotros mismos nuestra propia conciencia cuando considera que hemos realizado
una buena acción o que vamos por el buen camino. No es extraño, pues, que mis
experiencias extáticas hayan mermado hasta casi desaparecer luego del año 2002:
de ahí en adelante —sobre todo a partir del 2004— dejé de transitar por el buen
camino. Mordí la banquina, desbarranqué y me fui al zanjón, y la golosina que
la ética nos reserva no se me muestra ya. ¡Y vaya si mi paladar la extraña!
Pero no eran estas experiencias
místicas. La visión mística se traduce en juicios, no en beatitudes[1].
[1] Recuerdo ahora un éxtasis muy profundo y
duradero posterior al 2002, acaecido en plena etapa de desorden moral. Ocurrió
en la ciudad de Salta en la noche del miércoles 3 de mayo del 2006. Estuve
largo rato bailando en la enorme pileta (vacía) del camping municipal. La
diferencia con los anteriores estados de conciencia extáticos radica en que
aquí, además del wocman y de la soledad, eché mano del alcohol y de unas
cuantas hojas de coca.
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