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lunes, 22 de mayo de 2017

La irreligión de Guyau

El ídolo de Vaz Ferreira en este combate contra la religión es el francés Guyau. Sin embargo, Guyau escribe que “solo es religioso, en el sentido filosófico de la palabra, el que busca, piensa y ama la verdad” (La irreligión del porvenir, p. 15). Pero entiende que el porvenir será irreligioso; luego, de aquí se deduce que la gente del mañana no buscará ni pensará ni amará la verdad, lo cual a mí no me hace ninguna gracia, y creo que a Guyau tampoco. La confusión se da porque cuando Guyau afirma que el porvenir será irreligioso, lo dice en la esperanza de que las que desaparecerán serán las religiones establecidas a nivel corporativo y no la religiosidad como fenómeno individual:

El día en que hayan desaparecido las religiones positivas, el espíritu de autoridad cosmológica y metafísica que se había fijado y adormecido en fórmulas pretendidas inmutables, será más vivaz que nunca. Habrá menos fe, pero más especulación libre; menos contemplación, pero más razonamiento, inducciones atrevidas, vuelos activos del pensamiento: el dogma religioso se habría extinguido, pero lo mejor de la vida religiosa se habrá propagado, habrá aumentado en intensidad y en extensión (ibíd., p. 15).

Lo que anhela Guyau no es entonces el fin de la religiosidad, sino el fin de las religiones “positivas”. Pero lo mejor de la vida religiosa, que es la religiosidad interior, eso quiere propagarlo. ¿Hay tanta diferencia entonces entre Guyau y James, puesto que este último, como ya lo hicimos notar, ignora “por entero la vertiente institucional” y se limita, cuando alude a la experiencia religiosa, a la “pura y simple religión personal”? No, no la hay. Evidentemente, Jean-Marie Guyau eligió un mal título para su ensayo[1].




[1] El propio Vaz Ferreira, que recomienda vivamente la lectura de ambos libros, reconoce que "en la práctica los dos autores suelen estar mucho más cerca de lo que cree uno de ellos" (Tres filósofos de la vida, p. 143).

domingo, 21 de mayo de 2017

Las refutaciones de Vaz Ferreira a la conciencia religiosa de William James

Es imposible para el que aspire dar al pueblo una cultura más elevada, dejar de comprender que la religión le es indispensable como principal resorte educador para desarrollar en él el sentido de lo ideal, que, si el progreso pretende abandonar este factor, no hace más que favorecer tendencias hostiles a la civilización, y que, en fin, a pesar de esto, las confesiones tradicionales de la religión no pueden servir de sostén a una era de desenvolvimiento intelectual, con la cual sus principios fundamentales la colocan en abierta contradicción.
Eduard von Hartmann, La religión del porvenir

La única cosa que puede unir a la humanidad es la conciencia religiosa.
León Tolstoi, “Guerra y revolución”

En ese mismo libro que alguien tituló Tres filósofos de la vida y que recopila ensayos y artículos de Carlos Vaz Ferreira relacionados con James, Nietzsche y Unamuno, se pueden leer las anotaciones que Vaz Ferreira colocó en los márgenes de Las variedades de la experiencia religiosa mientras lo leía. Son acotaciones ácidas por lo general, propias de un hombre que considera que la religiosidad es más perjudicial que benéfica para el mundo en que vivimos. William James creía todo lo contrario (al menos ese era su espíritu en el tiempo en que dictó esas conferencias) y Vaz Ferreira, atento a esto, leyó el ensayo con la clara intención de refutarlo en sus tesis principales. Existe, por ejemplo, una acotación al margen de este significativo párrafo de James:

Las mentes de los hombres, tal como frecuentemente se ha dicho, están construidas en compartimentos herméticos. Vidas religiosas, hasta cierto punto, poseen muchas otras cosas además de su religión e inevitablemente contienen embustes y asociaciones impías. De las bajezas que comúnmente se atribuyen a la religión, casi ninguna de ellas, por lo tanto, es atribuible en absoluto a la propia religión, sino más bien al perverso compañero práctico de la religión, el espíritu de  dominio colectivo. Y los fanatismos, a su vez, pueden atribuirse en buen número al perverso compañero intelectual de la religión, el espíritu de dominio dogmático, la pasión de promulgar la ley en forma de sistema teórico absolutamente cerrado. El espíritu clerical es la suma de estos dos espíritus de dominio, y os suplico que nunca confundáis el fenómeno de simple psicología colectiva o tribal que ofrece con aquellas manifestaciones de la vida puramente interior que son el objeto exclusivo de nuestro estudio. Las persecuciones de judíos, la caza de albigenses y valdenses, el apedreamiento de cuáqueros, los chapuzones de metodistas, el asesinato de mormones y la matanza de armenios expresan mucho mejor la neofobia aborigen humana, aquella agresividad de la que todos compartimos los vestigios y aquel odio innato hacia el extraño y hacia los hombres excéntricos o no conformistas, que no la piedad positiva de los diversos responsables. La piedad es la máscara, la fuerza interior es el instinto tribal. Vosotros creéis tan poco como yo, a pesar de la unción cristiana con que el emperador alemán dirigió sus tropas hacia China, que la conducta que sugería y en la que otros ejércitos cristianos fueron más lejos que ellos, tuviera nada que ver con la vida interior religiosa de aquellos que participaban en la expedición (Las variedades de la experiencia religiosa, tomo II, cap XIV, pp. 376-7).

Dice al respecto Vaz Ferreira:

No habría derecho a razonar así llamándose William James. Claro que los instintos agresivos, intolerantes, son humanos; pero hay cosas que los excitan, fomentan, mantienen; la religión es medio de cultivo para ellos; medio optimum, en el sentido de la bacteriología (Tres filósofos de la vida, p. 102).

Pero entonces, si la religión excita, fomenta y mantiene los instintos agresivos del ser humano, y por eso conviene desactivarla por completo, ¿por qué no desactivar también la idea de gobernabilidad, la existencia de todo gobierno nacional, puesto que las mayores matanzas de la historia universal, como por ejemplo las perpetradas en la primera y segunda guerras mundiales, o las guerras de conquista griegas y romanas, o las invasiones napoleónicas, o la revolución rusa, tuvieron como transfondo y como excitante exclusivo la expansión o el mantenimiento de un determinado tipo de gobierno político? Vaz Ferreira no era un anarquista, de ningún modo abogaba por la eliminación de los gobiernos, pese a que los gobiernos, en diferentes épocas y lugares, han masacrado poblaciones civiles en una proporción de diez a uno comparado con las masacres perpetradas por motivos religiosos. Es como si se indignara porque un criminal asesinó a una persona e hiciera la vista gorda con otro que asesinó a una familia completa. En todo caso, dirá Vaz Ferreira, las ventajas que reporta la existencia de los gobiernos superan a los crímenes que se cometen en su nombre y por eso es deseable que los gobiernos existan. Pues lo mismo diría James, y digo yo, respecto de la existencia de las religiones y del sentimiento de religiosidad. Y con mayor coherencia, porque los religiosos no han masacrado a tanta gente como los políticos.
Explica James, en el párrafo inmediatamente anterior al anteriormente citado, cómo la religiosidad de algunos pocos iluminados que se adelantan a su época, cuando se impone y se asume como dogma dentro de una corporación eclesiástica, degenera y se vuelve tóxica:

Una genuina experiencia religiosa de primera mano [...] parece destinada a constituir una heterodoxia para sus testigos, y el profeta a aparecer como un simple y solitario loco. Si su doctrina es bastante contagiosa para difundirse a otros, se convierte en una herejía definida y clasificada. Pero si todavía entonces resulta ser bastante contagiosa para triunfar sobre la persecución, se hace ortodoxia, y cuando una religión se convierte en ortodoxia se ha terminado su espiritualidad; la fuente se seca, los fieles viven exclusivamente de segunda mano y lapidan a los profetas. La nueva Iglesia, a pesar de las bondades humanas que pueda fomentar, debe contarse, de ahora en adelante, como un aliado incondicional de cualquier intento de reprimir el espíritu religioso espontáneo y de detener la tardía efervescencia de la fuente de la que en días más puros extraía su reserva de inspiración. A no ser, claro está, que adoptando nuevos impulsos del espíritu pueda hacer de ellos su capital y usarlos para sus designios corporativos egoístas. De la acción de esta suerte de política, más pronto o más tarde adoptada, los tratos de la Iglesia romana con muchos santos y profetas nos proporcionan bastantes ejemplos para nuestra instrucción.

La réplica de Vaz Ferreira es la siguiente:

Ya he dicho que el método pragmatista [...] falsea y deteriora la inteligencia. ¡Cómo es posible ver eso, sentir eso y escribir eso, y no entender que lo que se está haciendo con tanta altura afectiva y tanto talento es la descripción del desarrollo de los frutos! (que son, así, malos) (Tres filósofos de la vida, p. 103).

Se indigna Vaz Ferreira porque el método pragmatista, como ya hemos visto, prioriza las consecuencias prácticas de las ideas por sobre la veracidad (en el sentido clásico) de las mismas (como dice el Evangelio, “por sus frutos los conoceréis”; San Mateo es el primer pragmatista). Entonces, si lo que le interesa al pragmatismo son las consecuencias prácticas de una acción o de una idea, y si las consecuencias prácticas de la religiosidad, a la postre y cuando esta religiosidad se torna ortodoxia, devienen secas de espiritualidad y egoístas, no es lícito, según Vaz Ferreira, que James se olvide de estas consecuencias o las despache con el expediente de que lo que a él le interesa es la religiosidad interior, individual, y no la ortodoxia religiosa comunitaria e institucionalizada (“propongo que en estas conferencias ignoremos por entero la vertiente institucional [...] y nos limitemos tanto como nos sea posible a la pura y simple religión personal”; tomo I, p. 42)[1]. Yo puedo estar de acuerdo con Vaz Ferreira en que el método pragmatista, sobre todo cuando trata la cuestión de lo que significa la verdad en el sentido epistemológico de la palabra, “falsea y deteriora la inteligencia”; pero en este caso en particular no se está falseando nada, porque lo que se está investigando es si la religiosidad es una cualidad deseable o indeseable dentro de la sicología de las personas, y para investigar eso es necesario, no hay otro camino, que el de recurrir a la experiencia y averiguar si en los casos conocidos el sentimiento religioso ha producido más cantidad de frutos comestibles que de frutos venenosos o a la inversa. James no niega ni esconde la venenosidad de estas consecuencias postreras de la religiosidad interior, pero en el balance total entiende que los beneficios de abrir el corazón a la religión son superiores a los costes, que un mundo sin religión, en general, sería más triste que un mundo religioso. Y yo, sin ser pragmatista, opino lo mismo, y por eso he catalogado a la religiosidad como una virtud relativa y no absoluta, porque sus consecuencias no son siempre buenas, pero son, en un sentido estadístico, generalmente buenas (ver anotaciones del 23/9/8).
Habla después James de lo nocivo que resulta para el espíritu religioso de la gente el suponer que Dios es un ente susceptible de ofenderse:

Una consecuencia inmediata de esta condición mental son los celos por el honor de la deidad. ¿Cómo puede el devoto demostrar mejor su lealtad sino por medio de la susceptibilidad al respecto? La ofensa más pequeña le ha de molestar; los enemigos de la deidad deben avergonzarse. En mentes demasiado estrechas pero de voluntad activa, esta ansiedad puede llegar a ser una preocupación absorbente; las cruzadas han sido siempre predicadas y las matanzas instigadas por la única razón de reparar una supuesta ofensa a Dios. Las teologías que representan a los dioses como conscientes de su gloria y las Iglesias con políticas imperialistas han conspirado para atizar este temperamento hasta el paroxismo, de manera que la intolerancia y la persecución han podido parecer a veces inseparables de la santidad (Las variedades de la experiencia religiosa, tomo II, cap XIV, pp. 381).

Ante esto, Vaz Ferreira vuelve a la carga con parecidos argumentos:

“Han podido parecer…”. James, extraño en esto a su temperamento, prescinde de la real naturaleza humana, y razona como un lógico, no sobre lo que es psicológicamente, sino sobre lo que debería y podría ser. Sean o no inseparables, de hecho, son inseparados, de modo que, por el método de James, hay que condenar el árbol. El lector tiene que haber comprendido bien, ya, que si es posible intentar con más o menos éxito la justificación de las religiones por diversos métodos, hay un método, sin embargo, por el cual la justificación de las religiones es completamente imposible, y es justamente el de juzgarlas por sus frutos (Tres filósofos de la vida, p. 104).

Y como Vaz Ferreira se repite, me repito también: Si la religión no es justificable por este fruto (el fanatismo), y por eso merece desaparecer, que desaparezca también el Estado en sus diferentes manifestaciones nacionales y que nadie nos gobierne, pues ha sido mucho más deletéreo el fanatismo político que el religioso (Bin Laden, o el mismísimo Mahoma, comparados con Hitler o con Stalin, han sido unos miserables porotos). Pero Vaz Ferreira, como buen burgués, no desea esto, no quiere prescindir del principio de autoridad, de un Estado que nos controle, nos premie y nos castigue; he ahí la inconsecuencia. Y se puede ir más adelante aún para demostrar la sinrazón del razonamiento del uruguayo: puesto que como consecuencia del tránsito vehicular mueren cientos de personas al día, puesto que los “frutos” del árbol-automotor son estos, lo sensato es volver a la carreta y al pedestrismo, y lo mismo para los aviones y los buques. Vaz Ferreira resultó, a la postre, un ludita, un partidario de regreso a la edad de piedra.
Dice James que “el fanatismo solo se encuentra allí donde el carácter personal es dominante y agresivo” (ibíd., p. 382). Responde Vaz Ferreira que “no hay tipos fijos: lo que hay es que la religión tiende a fanatizar, y unos hombres se fanatizan más y otros menos, según su temperamento; pero la tendencia es esa” (ibíd., p. 105). La religión tiende a fanatizar, dice; ¿y la política partidaria no? Por mi parte, me he topado con decenas de personas fervorosamente religiosas que, sin embargo, no han colocado bomba ninguna en ningún edificio ni han apedreado a ninguna prostituta. Vaz Ferreira toma la parte por el todo y supone que casi todos los devotos, o al menos la mayoría, son fundamentalistas. (Tampoco yo supongo que casi todos los activistas partidarios de algún régimen político son proviolentos y anhelan liquidar a sus opositores.)
Por sus frutos los conoceréis. La religiosidad, a lo largo y a lo ancho de la historia, ha dado frutos buenos y malos.

Ahora bien: en los juicios de valor, no hay demostraciones, ni apreciaciones cuantitativas posibles. No cabe, así, demostración decisiva, al comparar los frutos buenos y los malos de la religión, de que los unos exceden a los otros: eso se siente (Tres filósofos de la vida, p. 118).

Vaz Ferreira “siente” incontestablemente que los frutos malos de la religiosidad superan a los buenos en cantidad y calidad:

Los frutos… ¡Hay que representárselos todos! Por un lado, es cierto, las consolaciones y “la ciega esperanza” [...]. Pero, por otro, el terror, las hogueras, las mutilaciones, el egoísmo, la disolución de la familia y de los afectos, la maldición al amor y a la belleza, la intolerancia, las guerras religiosas… En los frutos producidos de hecho, el mal excedió al bien [...]. Ni en el Renacimiento ni mucho después todavía, uno solo de los grandes hombres biografiados escapó a la persecución religiosa. [...] Este solo fruto inclina la balanza en contra, sin remisión. Lo que hay es que, como la libertad de pensamiento ya está adquirida, somos incapaces de apreciar aquel fruto en su espantoso horror (ibíd., pp. 118-9).

¿La libertad de pensamiento ya está adquirida? Vaz Ferreira escribe esto en 1907; si lo hubiera escrito después de la revolución rusa no habría pensado lo mismo. Los bolcheviques y los nazis asesinaron a millones por pensar distinto y sin ningún motivo religioso que los provoque. No por ello, insisto hasta el hartazgo, hay que condenar a todos los sistemas político-gubernamentales por los crímenes que los nazis y los bolcheviques cometieron. Del mismo modo, nadie niega que la Iglesia Católica haya cometido crímenes atroces; pero critiquémosla a ella por esos crímenes y no al resto de las religiones o a la religiosidad en general. Torquemada no es la religión, lo mismo que el partido nazi no es la política. Vaz Ferreira no lo entiende así, y se pone patético:

Pero es que no entendemos. Porque hay que entender, entender, ENTENDER; y solo en momentos excepcionales, por un gran esfuerzo o por un azar psicológico, entendemos lo que es esto: quemar a un hombre porque no piensa de un modo…; quemar a un hombre porque no piensa de un modo; QUEMAR A UN HOMBRE PORQUE NO PIENSA DE UN MODO… ¡Pueda el lector sentirlo a fondo! (ibíd., p. 119).

Quemarlo o gasearlo, esa es la cuestión. La Iglesia Católica quemaba gente; la Iglesia Católica es una institución religiosa; luego, la religiosidad es un cáncer social. Parece mentira, pero Vaz Ferreira razona así. Entonces yo podría razonar: el nazismo gaseaba gente (y gaseó mucha más gente que la que la Inquisición quemó); el nazismo fue un partido político; luego, la política partidaria es un cáncer social. Y es que en realidad, si analizásemos bien las cosas, comprenderíamos que no hay diferencia entre los gaseamientos nazis y las hogueras inquisitoriales. Se dice que los inquisidores mataban por motivos religiosos. Total patraña. Mataban por motivos políticos, porque la Iglesia, amén de ser una institución religiosa, es además, y fundamentalmente, una institución política, y más en aquella época en la que el poder terrenal era manejado, en iguales proporciones, por el rey y por el Papa o el obispo que lo representaba. Si alguien supone que Giordano Bruno murió quemado por causa del dogma de la santísima Trinidad, errado está de pies a cabeza. Murió quemado porque sus doctrinas minaban el poder político de la Iglesia, evidenciando la insensatez de sus posturas y restándole así fieles prosélitos que le reportaban pecuniarias ganancias. Para decirlo en modo seco, Giordano Bruno le restaba dinero a la Iglesia, le hacía perder dinero, y con la pérdida de dinero le hacía perder poder político, y por eso lo quemaron. Con la religiosidad a otra parte. Vaz Ferreira supone que a los inquisidores los movía la fe cuando lo cierto es que los movía el ansia de conservar sus posesiones, su espacio dentro del tejido social, su influencia y su papel de consejeros del pueblo. Los movía, en resumen, la política. Puede que algunos inquisidores actuaran por celo religioso. Los que obedecían órdenes, los de bajo rango, posiblemente; pero los que ordenaban, los que movían el tablero, no lo movían religiosa, sino políticamente. Pertenecían a una institución religiosa, sin duda; pero echarle la culpa de estos crímenes al celo religioso es como maldecir a la meteorología y hacer campaña para que deje de pronosticarse el clima porque un asesino que disparó sobre una multitud causando decenas de víctimas… era meteorólogo. El caso de los criminales musulmanes que, bomba al pecho, entran en un restaurante y hacen desastres, es bien distinto: aquí sí que hay celo religioso, no podemos decir aquí que los móviles son políticos. Pero estos casos no son la norma sino la excepción dentro de la experiencia religiosa, y a lo sumo lo que demandan estas situaciones es la desaparición del islamismo como religión, no la desaparición de todas las religiones en bloque, y lo mismo si se juzgan como religiosos los crímenes del catolicismo. ¡Que desaparezca la Iglesia Católica si llegamos a la conclusión de que ha traído más desdichas que bienaventuranzas! A mí no me va nada en ello, y hasta quizá me alegraría[2]. Pero guarda el hilo, que no todo el que calza sotana es un religioso y actúa religiosamente. Saber diferenciar cuándo un crimen que se comete en el marco de una disputa religiosa es, en cuanto a su motivo intrínseco, un crimen religioso y cuándo un crimen político, o incluso de otro orden, es la clave para comprender qué hay de cierto en eso de que del árbol de la experiencia religiosa penden frutos venenosos y casi nada de alimento, como supone Vaz Ferreira.



[1] Esta constante apelación a la religiosidad interior la heredó de la teología de su padre: "Henry James destacaba la obligación de huir de las formas, de las instituciones religiosas. [...] Consideraba que la religión era una revelación personal y original, y que al institucionalizarla se volvía algo indeseable" (Izaskun Martínez Martín, William James y Miguel de Unamuno, p. 60).
[2] Al catolicismo debemos, por ejemplo, esta prescripción de San Pablo en su primera carta a los Corintios, 10.25: "De todo lo que se vende en la carnicería, comed, sin preguntar nada por causa de la conciencia". Este tipo de pensamientos ha traído, si sumamos las diversas ramificaciones de las cadenas causales, mucha más iniquidad al mundo que la totalidad de los juicios inquisitoriales.

lunes, 8 de mayo de 2017

Escepticismo, determinismo y capacidad de acción

Desde su ensayo titulado “Conocimiento y acción” (dedicado William James), Carlos Vaz Ferreira intenta persuadirnos de que el escepticismo filosófico, excepto en los raros casos en que “infiltra todo el espíritu” (Pirrón), de ningún modo paraliza la acción, tan solo la suaviza:

Cuando se afirma que el dogmatismo es indispensable para la acción, y que el escepticismo fatalmente la paraliza, ¿no se hará una afirmación falsa o extremadamente exagerada, basada en lo que podría suceder, o en lo que parecería razonable que sucediera, más que en lo que sucede de hecho; más en el raciocinio que en la observación? Es precisamente lo que sostengo (Tres filósofos de la vida, p. 76).

Yo, como buen escéptico que soy, concuerdo con él, y extrapolo la explicación de Vaz Ferreira desde el escepticismo al determinismo, porque también se nos acusa a los deterministas de propiciar la inactividad (como el fatum mahometanum que describe Leibniz en el § 55 de su Teodicea), lo cual es cierto pero a medias, porque también el determinista, al igual que el escéptico, no deja de accionar sobre el mundo, solo que lo hace suavemente. A menos, claro está, que la idea del determinismo infiltre todo nuestro espíritu, en cuyo caso la inacción será total. Pero eso aún no me ha sucedido y es difícil que me suceda, porque las decisiones más encumbradas del preferir ético no provienen de la razón sino de la intuición, y por lo tanto la idea del determinismo, por muy arraigada que esté en mi cabeza, no las afecta en absoluto.

Cuando el escepticismo “no nos inhibe sino para hacernos más benévolos y piadosos en la acción, resulta una de las variedades más simpáticas y respetables de hombre que pueda encontrarse” (ibíd., p. 75). Y lo mismo sucede, digo yo, con el determinista que, merced a esta su creencia en la inimputabilidad de todo ser humano, comienza a sentir, y no solo a escribir o a vocalizar, la palabra tolerancia.

domingo, 7 de mayo de 2017

William James y un sucedáneo ético de los conflictos armados

El último trabajo de William James que glosaré por este año es un pequeño ensayo producto (¡cuando no!) de una conferencia dictada en la Universidad de Stanford en 1906. Se titula “El equivalente moral de la guerra”, y con él intenta persuadirnos de que hay en el espíritu del combatiente, además de unas cuantas miserias, un buen número de virtudes, y que si en el futuro la humanidad logra erradicar del planeta los conflictos armados, estas virtudes podrían perderse si no encontramos una actividad sustituta que las prohíje[1].
Comienza James su alegato con un sincericidio. Dice que en la antigüedad, en la época del hombre cazador, “perseguir a una tribu vecina, matar a los hombres, saquear la aldea y poseer a las mujeres era el modo de vida más provechoso y emocionante”. Lo mismo sucedía en la antigüedad: “aquellas guerras eran puramente de piratas. El orgullo, el oro, las mujeres, los esclavos, la emoción, eran sus únicos motivos”. Nadie se salva de esta caracterización, ni siquiera el mayor conquistador de todos los tiempos: “La trayectoria de Alejandro fue piratería pura y simple, una orgía de poder y saqueo, convertida en romántica por el personaje del héroe. No había un principio racional en ella”. En aquellos tiempos, para ser pirata era menester armarse de valor y degollar a quienes se pusieran enfrente. Pero las sociedades han cambiado y se han complejizado, y quienes pretenden hoy en día despojar de sus bienes a los pueblos vecinos no se valen de esos métodos rudimentarios: “La guerra moderna es tan costosa que sentimos que el comercio es un camino mejor para el saqueo”. ¡Si sabrán esto sus coterráneos, que cada vez comercian más y guerrean menos! (excepto por encargo). No son sádicos, no disfrutan con el dolor ajeno; solamente son avaros, quieren tenerlo todo y dejarle al resto solo las migajas. Y para esto, como dice James, el medio más adecuado ya no es la guerra. Por eso teme que la guerra desaparezca y con ella las virtudes marciales:

El militarismo es el gran guardián de nuestros ideales de dureza, y la vida humana sin dureza sería despreciable. Sin riesgos o premios para el valiente, la historia sería insípida, en efecto; y hay un tipo de carácter militar que todo el mundo siente que no debería nunca dejar de producirse, pues todo el mundo es sensible a su superioridad.

Los intelectuales promilitaristas

adoptan una postura altamente mística del asunto, y consideran la guerra como una necesidad biológica o sociológica [...]. Cuando el tiempo del desarrollo sea oportuno, la guerra ha de venir, haya o no razón, pues las justificaciones alegadas son invariablemente ficticias. La guerra, en resumen, es una obligación humana permanente.

Cita James a Homer Lea, quien afirmaba, y no sin razón, como luego la historia lo demostraría, que ciertas naciones, como el Japón por ejemplo, deben necesariamente expandirse si pretenden sobrevivir, y esto significa que deben anexarse nuevos territorios[2]. Y digo que tenía razón porque Hitler, en Mi lucha, levanta los mismos argumentos en favor de la expansión alemana. Lea escribía, a principios del siglo XX, que la amenaza militarista del Japón era tan patente y el remilgo norteamericano tan suicida, que si aquel país oriental se decidiese a invadir la costa oeste de los Estados Unidos, vastas regiones del país “caerían sin apenas resistencia [...] y en tres o cuatro meses la guerra terminaría”. Los norteamericanos, víctimas de “nuestra vanidad, nuestra ignorancia, nuestro comercialismo, nuestra corrupción, y nuestro feminismo”, no sabrían cómo enfrentar a tan poderoso enemigo. La medida suprema de la salud de los pueblos —decía Lea— consiste en la habilidad para guerrear. Por eso instaba este aventurero a incrementar no solo el presupuesto militar de aquella nación, sino por sobre todo a fomentar las virtudes marciales de los ciudadanos comunes, que parecían destinadas al anacronismo. William James, sin concordar del todo con estos argumentos, admite, primero, que ese supuesto “carácter militar” existe en buena dosis en la mayoría de los seres humanos y que por lo tanto la belicosidad no es cosa fácil de erradicar; y por otro lado, admite también que los pueblos de paz, no por el hecho de serlo, deben desarmarse, y que tienen que estar preparados para la guerra si es que algún pueblo vecino o no tan vecino los amenaza. Pero supongamos, y solo supongamos, que ya no existen los pueblos amenazadores, que las naciones han encontrado un equilibrio demográfico, sin sobrepoblaciones, y que por ende la principal causa “racional” de la guerra se ha desmantelado. ¿Qué pasaría entonces, desaparecida la guerra, con aquellas virtudes marciales tan encomiables? Es de temer que por atrofia, también desaparezcan. Aquí cita James una frase de Simón Patten: “La humanidad fue criada en el dolor y el miedo, y la transición a una economía placentera puede ser fatal para alguien que no esté preparado para defenderse contra sus influencias desintegradoras”. En una palabra, los seres humanos, en paz y sin un sustituto válido de la guerra, degenerarían. El deber, pues, del género humano, es el de “mantener los caracteres militares en la reserva [...], de modo que los niños mimados y débiles de Roosevelt no terminasen haciendo desaparecer todo lo demás de la faz de la tierra”. Esta “reserva” de virtudes marciales no tiene que permanecer latente; conviene acicatearla en todo momento para que no se atrofie. Pero ¿cómo lograrlo sin conflictos armados? Las competiciones pacíficas, como los deportes por ejemplo, son un pobre sustituto en este sentido. Las virtudes militares están por cierto presentes en gran parte de los enfrentamientos deportivos, pero la tensión psicológica a que dichas virtudes quedan sometidas es infinitamente más intensa en la guerra, de modo que la guerra es infinitamente más minuciosa como prueba y como escuela de este grupo de virtudes cuya cabeza visible es la valentía. Para los militaristas, los horrores que la beligerancia conlleva son el precio a pagar por mantener en alto estas cualidades en la naturaleza de los pueblos, y para algunos de ellos es un precio accesible considerando la adquisición. No para James: hablar de gasto, en tan terribles circunstancias, “suena ignominioso”. Si tiene que optar entre los militaristas y los pacifistas, se recuesta más hacia estos últimos:

Creo devotamente en el reinado último de la paz y en el advenimiento gradual de algún tipo de equilibrio socialista. La visión fatalista de la función de la guerra me resulta absurda [...]. Y cuando naciones enteras son ejércitos, y la ciencia de la destrucción rivaliza en refinamiento intelectual con las ciencias de la producción, veo que la guerra se vuelve absurda e imposible desde su propia monstruosidad. [...] No veo razón por la que todo esto no debiera aplicarse a las naciones tanto amarillas como blancas, y desear un futuro en el cual los actos de la guerra fueron formalmente proscritos entre las gentes civilizadas.

Y para evitar la blandura y el refinamiento que un mundo sin guerras podría ocasionar, propone lo siguiente:

Una economía de la paz que tuviera éxito permanentemente no puede ser una simple economía del placer. En el futuro más o menos socialista hacia el que la humanidad parece dirigirse, debemos someternos colectivamente a aquellas austeridades que responden a nuestra posición real en este mundo único parcialmente habitable. Hemos de hacer que nuevas energías y audacias continúen la masculinidad a la que la mente militar tanto se aferra. Las virtudes marciales han de ser el cemento endurecedor; la valentía, el desdén por lo débil, la cesión del interés privado, la obediencia a las órdenes, deben seguir siendo la roca sobre la que se construyan tales estados.

Esto se llevaría a la práctica sustituyendo el servicio militar por

un servicio de toda la población joven para formar durante cierto número de años a una parte del ejército alistado contra la naturaleza [...]. Los ideales militares de dureza y disciplina calarían en el carácter de la gente; nadie permanecería ciego, como ciegas son ahora las clases altas, a la relación real del hombre con el mundo en el que vive, y a las fundaciones duras y permanentemente sólidas de su vida más elevada. Al carbón y a las minas de hierro, a las flotas pesqueras en diciembre, al lavar los platos y las ropas y las ventanas, a la construcción de carreteras y de túneles, a las fundiciones y a los agujeros de carbón, y a los armazones de los rascacielos, que harían de nuestra dorada juventud un esbozo según su elección, para reclutar su puerilidad y para volver a la sociedad con compasiones más saludables y con ideas más sobrias. Habrían pagado el impuesto de la sangre, y hecho su propia parte en la guerra humana inmemorial en contra de la naturaleza, pisarían la tierra con más orgullo, las mujeres los valorarían más, serían mejores padres y maestros de la siguiente generación.

El enemigo ya no sería un país vecino sino la impersonal naturaleza, y este combate

preservaría en medio de una civilización pacífica las virtudes masculinas que el partido militarista tanto teme ver desaparecer en la paz. Deberíamos conseguir la dureza sin insensibilidad, la autoridad con la menor crueldad criminal posible, y deberíamos llevar a cabo alegremente el trabajo doloroso, porque el deber es temporal y no amenaza, como lo hace ahora [a las clases bajas], el resto de la vida de uno.

La ecología nos ha enseñado actualmente que a la naturaleza no conviene combatirla sino más bien encauzarla y preservarla dentro de lo posible; pero más allá de esta discrepancia meramente gramatical, este ejército de la paz que propone James me parece válido y bien encaminado para evitar que la juventud, desarmada, degenere al ritmo de la comodidad y los placeres y se torne irremisiblemente cobarde, en especial la juventud de las clases acomodadas. Es de desear que las clases altas, lo mismo que la guerra, tiendan a desaparecer; pero mientras existan, trocar su ocio y su molicie durante algunos años por trabajos de riesgo las inmunizaría contra el vicio del desinterés y la falta de compromiso. Agrego yo que habría que realizar algunos tests psicológicos para evitar que ciertos jóvenes no se vean conminados a realizar estos trabajos si es que su naturaleza temperamental resulta completamente contraria al espíritu de aventura. Un poeta, por ejemplo, prestará mejores servicios a su nación escribiendo sus poesías que no levantando rascacielos. Que no se cometa el error de propiciar un pueblo de espartanos: algún que otro cobarde no es carga pesada para una sociedad, sobre todo si ese cobarde crea cultura. Pero como el peligro actualmente es que el mundo en general y la juventud en particular se encadene al placer sensitivo y a la cobardía, saludo esta propuesta de William James con un caluroso aplauso e invito a los gobiernos a que vuelvan sus ojos a estas páginas que preconizan nada menos que un planeta pacífico y socialista, mas no por ello cobardón y melindroso. Es claramente una utopía, pero como toda utopía sana, puede servirnos para calibrar nuestra puntería y dejar de disparar al bulto[3].



[1] Citaré directamente de internet. No encontré este ensayo en ninguno de los libros de James que pude leer.

[2] Cf. Homer Lea, El valor de la ignorancia.
[3] Encuentro similitudes entre la propuesta de James y mis escritos de hace veinte años que hablan de la existencia de un instinto de riesgo utilitario que sería deseable incentivar en reemplazo de los instintos aventureros necrofílicos (ver la entrada del 5/9/97).

sábado, 6 de mayo de 2017

William James contra el agnosticismo

Lo que proclamó mi padre fue en esencia que la religión es real. La cosa consiste entonces en “expresarlo” de modo que lo oigan otros oídos, tarea no fácil pero digna que intentaré realizar de alguna manera.
Carta de William James a su hermano Henry, 9 de enero de1883

Cinco años antes de preparar las conferencias sobre Las variedades de la experiencia religiosa, William James dictó una conferencia mucho más modesta, pero igual de contundente. La llamó La voluntad de creer, y fue el primer intento de James de ponerle un freno al creciente agnosticismo de finales del siglo XIX. Por aquel tiempo, en pleno apogeo positivista, la gente culta casi que se avergonzaba de sus creencias religiosas; el statu quo filosófico había llegado a la conclusión de que la religiosidad era un atavismo nocivo que había que eliminar, que solo la canalla podía aún sentirse animada por ideas de este tipo. Se planta entonces James ante su auditorio y le dice que no, que la religiosidad no es un atavismo pernicioso ni mucho menos, y que ante los misterios insondables que alberga alma humana, lo más recomendable no es de ningún modo suspender el juicio, sino creer.
Los juicios que la metafísica utiliza como axiomas no pueden ser extraídos de la experiencia ni de la razón. Ante esta situación, el agnóstico prefiere renunciar a la metafísica por no tener “elementos” que le ayuden a decidirse entre una u otra opción. Pero elementos tiene, solo que son de otra índole distinta a los utilizados por la ciencia:

Nuestra naturaleza pasional no solo puede legítimamente sino que debe optar entre proposiciones siempre que se dé una opción genuina que, por su propia naturaleza, no pueda ser decidida sobre bases intelectuales (La voluntad de creer, p. 25).

Totalmente de acuerdo, solo que no es nuestra naturaleza pasional la que decide, sino nuestro deseo intuitivo, que viene, desde luego, coloreado por nuestras pasiones, pero esto mismo les sucede también a nuestras decisiones estrictamente racionales. Esta opción no intelectual iba en contra del apotegma del pensador inglés William Clifford, cuya filosofía campeaba en aquel entonces: “Es incorrecto siempre, en todo tiempo y lugar, y para cualquier persona, creer cualquier cosa sin tener evidencias suficientes”. Esto es algo similar a lo que decía Descartes, pisar sobre seguro; pero en filosofía, evitar el riesgo para evitar el error es equiparable a no avanzar:

No crean nada, nos dice [Clifford], dejen su mente en suspenso para siempre antes que clausurarla con una evidencia insuficiente, incurriendo en el espantoso riesgo de creer mentiras. Ustedes, por el contrario, pueden pensar que este riesgo es de poca importancia en comparación con los beneficios de un conocimiento real y que es preferible estar preparados para ser engañados en muchos momentos de su investigación antes que posponer indefinidamente la posibilidad de acertar respecto a la verdad. Personalmente encuentro imposible seguir a Clifford. Debemos recordar que esos sentimientos de deber respecto a la verdad y al error son, en cualquier caso, solo expresiones de nuestra vida pasional. Biológicamente considerado, nuestras mentes están tan preparadas para producir lo falso como lo verdadero, y aquel que diga: «mejor es irse sin llegar a creer nunca que creer una mentira», muestra simplemente su propio y privado horror a llegar a ser víctima de un engaño. Podrá ser crítico con muchos de sus miedos y deseos, pero está a su vez obedeciendo servilmente a ese temor. No puede imaginar a nadie cuestionando su propia dependencia. Por mi parte, reconozco que también tengo horror a ser engañado; pero creo que hay atrocidades peores que esta de las que puede ser víctima el hombre de hoy: la exhortación de Clifford, por ello, resuena en mi oído como algo fantasmagórico. Sería como si un general informara a sus soldados de que es mejor siempre guardarse de la batalla, antes que arriesgarse a tener una sola herida. Así, ciertamente, no se obtiene la victoria, ni sobre los enemigos ni sobre la naturaleza (ibíd., pp. 38-9).

O también, cambiando la alegoría, podríamos decir que quien elige no creer por no tener evidencias suficientes de su creencia, es como aquel que elige no amar por no estar completamente seguro de no ser traicionado jamás por su amante. La posibilidad de ser engañados estará siempre, pero aceptamos este riesgo y amamos… Y creemos… Y conjeturamos.
Hace poco (ver anotaciones del 12/2/17) hablé de los peligros de la excesiva matematización del pensamiento. Uno de los peligros era ese, el de sostener que la realidad palpable es tan sencilla como la realidad matemática, y el creer que en el mundo real las cosas pueden probarse y evidenciarse al modo matemático. No es casual que Clifford, lo mismo que Descartes, fuesen, además de promotores de la evidencia indiscutida en el campo de la filosofía, sendos matemáticos. Yo estoy aquí, decididamente, del lado de James:

La necesidad de decidirse es, en oportunidades, tan urgente, que es preferible admitir una creencia falsa, que pasarse sin ninguna (p. 42).

Y esto es verdadero no solo en metafísica, sino en ciencia también. ¿Acaso no era falsa la teoría gravitatoria de Newton? Y sin embargo la utilizamos, y de mucho nos ha servido. Si la ciencia se hubiese apegado al postulado de Clifford-Descartes, estaríamos, tecnológicamente hablando, en la época de las cavernas. Pero no: los científicos se arriesgan y trabajan sobre teorías y postulados que no son ciento por ciento confiables. ¿Por qué entonces no nos arriesgaremos nosotros al sostener tal o cual creencia metafísica sin evidencias intelectuales que la sustenten? Se me dirá que los científicos tienen algunas evidencias racionales de la teoría que aplican y con eso se tienen por satisfechos, mientras que los metafísicos no tenemos evidencia racional ninguna, lo cual es hasta cierto punto verdadero; no tenemos evidencias racionales, pero podría ser que existiesen otro tipo de evidencias.

¿Cómo concebiré yo las normas del agnosticismo en la averiguación de la verdad, y cómo que se deje sin función definida en tal materia a nuestra naturaleza voluntaria? No es posible, por la simple razón de que creo irracional toda norma de procedimiento mental que ponga cortapisas al conocimiento de la verdad en cualquier forma que se adquiera. Tal es mi juicio resumido respecto de esta materia, y, sinceramente, no se me alcanza más (p. 58).

Lo que denomina James “naturaleza voluntaria” yo lo llamo deseo intuitivo: el deseo, por ejemplo, de que la religiosidad no sea una pura superchería. Yo puedo elegir vivir mi vida religiosamente, maldecir la religión o simplemente ignorarla, y ninguna de las tres opciones es más o menos lógica que la otra. Por eso se indigna James cuando los positivistas pretenden persuadir a la gente respecto de la falta de sentido de las creencias sobrenaturales:

Si la religión es luz cuya claridad incierta vislumbramos con esfuerzo, ¿por qué permitir que coloquéis ante mis ojos, deseosos de esa luz eterna, pantallas que me impiden poseerla en la única ocasión oportuna, allegada por mi voluntariedad de arriesgarme a proceder por necesidad pasional, de considerar religiosamente el mundo, necesidad que yo estimo como justa y hasta profética? (p. 56).

No entiende por qué la melindrosidad, la indecisión, aparecen como disvalores en la vida cotidiana, mientras que la cobardía intelectual de no querer creer por no contar con evidencia suficiente es una especie de virtud a los ojos del agnosticismo:

Cuando observo cómo la cuestión religiosa realmente se presenta a sí misma ante cada hombre en concreto, y cuando pienso en todas las posibilidades prácticas y teóricas que envuelve dicha cuestión, entonces el mandato de que pongamos una barrera a nuestro corazón, instintos y valentía, y de que esperemos —actuando entre tanto, por supuesto, más o menos como si la religión no fuera verdadera— hasta el día del Juicio o hasta el momento en el que nuestro intelecto y nuestros sentidos, trabajando juntos, hayan recogido evidencia suficiente; ese mandato, digo, me parece el más extraño ídolo que se haya fabricado nunca en la caverna de la filosofía (pp. 59-60).

Cuando James vuela hasta estas alturas, y lo digo tanto por el vuelo de su pensamiento como por el de su estilo, uno no puede sino lamentar el hecho de que semejante promesa filosófica se haya malgastado y desgastado en dudosos pragmatismos y dudosas teorías de la verdad. Si James no hubiese nacido en los Estados Unidos, sino en Europa, o incluso en Sudamérica, su genio filosófico y literario, puesto al servicio de otras ideas menos pedestres, lo habría llevado a ser uno de los pensadores más leídos de todos los tiempos.
Pero un error, finalmente, se hace presente en esta conferencia, y es el de tratar a la ética en su conjunto igual que como se trata a la religión o a cualquier idea metafísica:

Las cuestiones morales se nos presentan inmediatamente como cuestiones cuya solución no puede esperarse de una prueba sensible. Una cuestión moral es una cuestión, no sobre lo que existe sensiblemente, sino sobre lo que es bueno o lo sería si existiera. La ciencia habla sobre lo que existe, pero para sopesar el carácter valioso tanto de lo que existe como de lo que no existe no podemos consultar a la ciencia, sino a lo que Pascal llama nuestro corazón (p. 47).

No estoy de acuerdo. Para sopesar el carácter valioso de una acción podemos, y no solo podemos, sino que debemos, consultar a la razón y a la experiencia, porque son —y présteseme atención aquí, porque ahora soy yo quien se pone pragmático—, porque son las consecuencias de las acciones las que dictaminan el carácter ético o inético de las mismas. Si yo asesino a una persona, esa acción es mala porque las consecuencias de ese asesinato (todas sus consecuencias, las inmediatas y las remotas) serán más desgraciadas que bienhechoras para la humanidad en general. Ergo, yo puedo dilucidar racionalmente (aunque no exactamente ni con total seguridad) el carácter ético de una acción, y por eso sostengo que el estudio de la ética y del comportamiento ético tiene derecho a ingresar dentro del ámbito de la ciencia. Lo que no es científico, la parte de la ética que a la ciencia no le incumbe, es la decisión, el momento en que uno se decide por tal o cual opción. Aquí la ciencia tambalea, porque los resortes desiderativos, cuando se actúa motivado por valores y no por egoísmo, no son racionales sino intuitivos, y cuando aparece la intuición aparece la metafísica. El estudio del comportamiento ético es científico al modo como también entendemos a la sociología como una ciencia, pero las decisiones éticas más encumbradas, que son siempre personales y no sociológicas, son misteriosas e irracionales, y por ende se salen de toda consideración científica. Pero no es cierto que la afirmación “Hitler fue una mala persona” no tenga validez científica y sea tan solo una opinión emotiva. La tiene, y estamos casi seguros de que tal afirmación es verdadera por la sencilla razón de que sospechamos que las acciones de Hitler han traído (y traerán) más desgracias que placeres a este mundo.
Luego aparece, en este mismo libro intitulado La voluntad de creer, otro pequeño ensayo (producto de una conferencia dictada en Harvard) que se titula “La inmortalidad humana”. En él intenta James refutar la idea que se tiene por “científica” respecto de la inviabilidad de las vivencias posmorten. Pero antes que nada, confiesa que la cuestión lo tiene poco menos que sin cuidado:

Jamás [...] entre los problemas que solicitaron mi atención ocupó el de la inmortalidad lugar preeminente [...]. Sé que existen seres humanos para quienes la existencia del más allá es punzante anhelo, y la meditación sobre ella casi una obsesión (ibíd., p. 70).

¿Es esta una alusión a Unamuno? Puede ser; pero recuérdese que esto fue dicho en 1897, y que Unamuno no era tan conocido en los Estados Unidos en aquel entonces.
La objeción “científica” a la vida de ultratumba es la que todos conocemos, la del cerebro que, desconectado, desconecta las vivencias. Ante esto responde James que

no es totalmente imposible, sino muy posible, que la existencia pueda seguir muerto el cerebro. La supuesta imposibilidad de su continuación proviene de la muy superficial consideración del aceptado hecho de la dependencia funcional (p. 78).

La palabra función se entiende en la ciencia de dos maneras diferentes: como función productiva, como causa determinante de un fenómeno (por ejemplo, ciertos movimientos con respecto de las vibraciones del éter que constituyen la luz física), y como función transmisiva, como condición de ciertas modificaciones (por ejemplo, la lente con respecto de la luz física). ¿De cuál de las dos maneras es la vida del alma función del cerebro? Este ¿la produce o la modifica? James piensa que la actividad psíquica es función del cerebro solo en la segunda acepción de la palabra, y al pensarlo se basa en los hechos parapsíquicos (de telepatía, clarividencia, etc.), que admite como probados, y en los cuales existe una actividad psíquica independiente de lo cerebral. La actividad psíquica es, pues, independiente del cerebro. ¿Qué hace este? Canalizar, orientar la actividad mental, dirigirla en un cierto sentido como la lente a la luz; el cerebro es una especie de tamiz para lo psíquico[1]. Con esta explicación tan sencilla del concepto de función quedan, según James,

eliminadas las inútiles aspiraciones del materialismo cerebrístico; y mis palabras deben haber actuado con acción libertadora sobre vuestras esperanzas, dejándoos, para lo sucesivo, expedito el campo de la creencia (pp. 84-5).

También hay que tener en cuenta que la funcionalidad productiva (en el sentido de que sea el cerebro el que produce las vivencias) no es del mismo tipo que otras funcionalidades productivas a las que estamos acostumbrados en el campo de los fenómenos físicos, porque aquí hay algo que es físico y material —el cerebro— y hay otra cosa —las vivencias— que no lo son de ningún modo. Esto lo gráfica James con un ejemplo:

Para la manera de producirse el vapor de agua en una tetera, tenemos una forma de ver conjetural, pues los términos que varían son físicamente homogéneos uno con otro, y con suma facilidad notamos que se trata de una alteración del movimiento molecular. Pero, en la producción de la conciencia por el cerebro, los términos son de naturaleza totalmente heterogénea, y en cuanto llega a nuestro conocimiento, ello es tan extraño como si dijéramos: “El pensamiento se engendra espontáneamente” o “se crea de la nada” (p. 87).

Entra aquí a tallar la teoría del paralelismo psicofísico: las vivencias, que no están compuestas de materia, no pueden ser causadas por el cerebro, que está compuesto de materia. O como decía Spinoza: "El orden y la conexión de las ideas son los mismos que el orden y la conexión de las cosas". Yo entiendo que es este, y no tanto el anterior, el principal argumento contra la teoría celebralista de la no inmortalidad individual de las almas.
Y no solo pueden las almas mantenerse activas luego de la muerte cerebral: además de sobrevivir, mejoran, porque se libran de los apetitos sensoriales:

Después de la muerte, dicen, el alma queda libre y se transforma en un ser totalmente intelectual, y sin apetitos. Kant expone esta teoría en palabras que están de acuerdo especialmente con las de la teoría de la transmisión. La muerte del cuerpo, expresa, puede ser ciertamente el fin del uso sensitivo de nuestra mente, pero solo el principio del uso intelectual. “El cuerpo [...] vendría a ser, no la razón de nuestro pensamiento, sino una condición restrictiva de él, y aunque fundamental a nuestra conciencia sensitiva y animal, podría considerarse como un obstructor de nuestra vida espiritual pura”. [...] Yo tengo fe en que más de uno de mis sucesores estudiará con atención las condiciones de la inmortalidad y nos dirá cuánto podemos ganar y cuánto perder, en el caso de tener que variar este mortal ropaje terrenal. (pp. 93-4).

Si sobrevivimos a la muerte cerebral, sugiere James, además de sobrevivir nos espiritualizamos.
El título completo de la conferencia de James era el siguiente: “La inmortalidad humana, dos supuestas objeciones a la doctrina”. La primera objeción ya la hemos tratado y refutado; la segunda es tan infantil que no entiendo cómo se le ha ocurrido a William James incluirla como una objeción seria. Antes, dice, la inmortalidad del alma era cosa selectiva, aristocrática: solo un muy pequeño puñado de hombres lograba, en cada generación, alcanzarla. Pero hoy

el intelecto moderno, sacudido por la emoción cósmica que engendra la visión evolucionista, duda en separar al hombre en tal concepto del resto de la animalidad… Si existe alguna criatura eterna, se pregunta, ¿por qué no todas? ¿Por qué no los sufridos brutos? [...]
La suposición de que hemos de desaparecer para siempre, es espantosamente desconsoladora, y antes que afrontar la conclusión, abandonamos la premisa de donde se proviene. Desechamos nuestra inmortalidad antes que admitir como con-huéspedes eternos a cuantos hotentotes y australianos han existido y existen (p. 99).

Como la teoría evolucionista niega que el hombre sea una criatura separada del resto de la creación, tenemos que ser lógicos y decir que si el hombre es inmortal, inmortales son también las bacterias y los escarabajos. ¡Y lo que es peor, también los aborígenes australianos serían inmortales! No sé a qué clase de espíritu cerrado y xenófobo puede ocurrírsele que es esta una seria objeción contra la vida posmorten, y el hecho de que James la incluya como tal demuestra el chauvinismo y la cerrazón mental del pueblo norteamericano, o al menos de las personas que presenciaban sus conferencias.

Hasta los mismos cielos, [...] rechazarían el hecho de la eterna conservación de tal plétora viviente.
Yo mismo [...] he pasado por tal estado subjetivo, y abrigo la convicción de que lo propio habrá sucedido a muchos de los que me escuchan (pp. 99-100).

O sea que no solo su auditorio tomaba esto como una objeción seria, sino también el propio James. Por suerte para nosotros, habitantes del siglo XXI, con nuestro espíritu democrático a cuestas, esto nos parece, más que una objeción, una cachada.
James insiste, y ahora se la toma con los hijos del sol naciente:

¿Quién de vosotros ve alguna conveniencia en la ilimitada perpetuación de los chinos, por ejemplo? Ciertamente, ninguno. A lo máximo, aprecias que convendría la subsistencia de algunos ejemplares como muestra interesante de una peculiar diversidad humana (p. 101).

¡Lo único que falta —parece decir James—, que los chinos no solo invadan Norteamérica con su mano de obra barata, sino también el cielo y el paraíso eternos! Lo único que cabría decir aquí respecto de tal objeción, es que si los animales perviven luego de destruidos sus respectivos sistemas nerviosos, y puesto que las almas, al independizarse de los cuerpos, pierden sus apetitos sensitivos, ¿qué sería lo que queda de las vivencias de un ser que casi no razona ni se emociona, y que nada sabe de valores? Por eso yo no creo en la teoría de la excesiva sutilización de las almas carentes de corporeidad; según mi propia teoría, los placeres sensitivos que no están reñidos con la ética podrían ser experimentados por los seres, humanos, animales o vegetales, que han partido hacia mejores rumbos[2].
La conclusión de James, como no podía ser de otra manera, es que la objeción carece de fundamentos por tratarse de una lamentable antropomorfización de la divinidad:

Dios tiene tan inagotable capacidad para amar, que la misma esencia de su simpatía es obligación, necesidad, hacia el cuantioso número de vidas por él creadas. Y jamás puede él, ni desmayar ni enfadarse, como tal vez nosotros, con la incesante acumulación: su escala es infinita para todas las cosas: su amor desconoce la saciedad.
Pues, creo que estaréis de acuerdo conmigo en que la idea abrumadora de un cielo enormemente habitado, es noción totalmente subjetiva e ilusoria: signo de la incapacidad humana, residuo del añejo aristocrático, creencia de las enormes barreras (p. 105).

Ni con nuestra aguda facultad introspectiva, ni con el entusiasmo de nuestra simpatía, llegamos a conocer la significación íntima de otras existencias. Si la apreciación de la nuestra nos lleva a clamar su perpetuidad, ¿por qué, al menos, no hemos de tolerar anhelos semejantes en otros seres por cuantiosos y bajos que los designemos? (pp. 106-7).

Le hacía falta a James, para curarse de este selectismo, una buena dosis de panteísmo jainista. Para limpiarse la mugre oligárquica no hay nada mejor que un buen baño en el Ganges.
El último ensayo del libro lleva por título “El porvenir de los estudios espiritistas”. Aquí se muestra James francamente permeable a estos fenómenos, que considera, en algunos casos, paracerebrales. Presta crédito a las apariciones (p. 129), aunque admite que un estudio serio requeriría de un mayor número de casos verificados. De todos modos, dice, para quebrantar la ley de que todos los cuervos son negros no hace falta que aparezcan decenas de cuervos blancos: con uno solo alcanza (p. 139). Es decir que con un solo caso de espiritismo bien documentado y corroborado con idoneidad científica, la parapsicología quedaría plenamente justificada como una disciplina independiente de la psicología ortodoxa. No abriga “la menor duda” (p. 140) de que tales estados existen, y su mayor anhelo es que las universidades den cabida a esta nueva-vieja ciencia para que, con rigor metodológico, puedan eliminarse los fraudes y echar más luz al asunto.

El hecho de los estados medianímicos de que acabo de ocuparme ha traspasado, en mi entendimiento, los límites que la ciencia señala a lo que denomina leyes naturales [...]. He aquí por qué creo la más concluyente aspiración intelectual, una total revisión de los principios científicos básicos, por la que se dé debidamente cabida a tales hechos. La ciencia, como la existencia, se nutre de sus propios despojos. Los nuevos hechos hacen estallar viejas ligaduras. En las nuevas concepciones se completan y reconcilian las antiguas y las modernas (p. 140-1).

No hace falta decir, pero igual lo digo, que concuerdo con James, y ya he sentado mi opinión sobre estos fenómenos en algunos de mis escritos, en especial en la ritma dedicada a William Crookes que figura en el libro quinto de mi diario.
Creo, en definitiva, y más allá de ciertas disidencias puntuales, que los tres ensayos que componen este libro plantean ideas acertadas, y los planteamientos son acertados también. Si tuviese que confeccionar un ranking de las obras de William James que me han resultado más interesantes y que considero más bienhechoras para el porvenir de la filosofía, colocaría a La voluntad de creer en lo más alto del podio.




[1] Sigo en este resumen de la postura pro inmortalista de James a Vicente Viqueira desde el capítulo V de su libro La psicología contemporánea.
[2] Expuse esta idea hace ya muchos años en mi Cita a ciegas:
CORNEJÍN. -- [...] Dios permite que los placeres escogidos para cada inmortalidad sean o bien espirituales, o bien carnales, pero nunca inmorales. Los sádicos, los vengativos, los borrachos, etc., deberán escoger por otro lado, a pesar de que tal vez sus mayores alegrías hayan estado relacionadas con sus pecados.
CAMPOAMOR. --¿Escuché bien? ¿Placeres carnales en el paraíso?
           CORNEJÍN. --Sí señor, a falta de los otros, o en ausencia de placeres espirituales nobles suficientemente intensos. ¿Cómo se piensa que sería el paraíso, por ejemplo, para una tortuga si no pudiese revivir en él sus placeres sensitivos? Casi no hay otra cosa que placeres sensitivos en algunos animales, incluidos algunos hombres también; no tendría sentido que Dios los privase de tales momentos.

lunes, 1 de mayo de 2017

La clave del misticismo

El astrolabio de los misterios de Dios es el amor.
Jalal-uddin Rumí

Si no nos sirven las drogas, si no nos sirve el ascetismo extremo para llegar a la visión mística, ¿cuál será la llave que nos abra de par en par las puertas del salón en donde reposan los tesoros celestiales? La respuesta la tiene el propio Aldous Huxley:

Es un hecho, confirmado y reconfirmado durante dos o tres mil años de historia religiosa, que la Realidad última no es clara e inmediatamente aprehendida sino por aquellos que se hicieron amantes, puros de corazón y pobres de espíritu (La filosofía perenne, p. 12).

El asceta podrá, si se lo propone, aprehender la Realidad última, pero no debido a su condición de asceta, sino a su condición de hombre bueno. Y lo mismo, por qué no, podría sucederle a quien ingiere mescalina. La sabiduría se alimenta del comportamiento ético, pero a su vez el comportamiento ético se alimenta de la sabiduría:

La vida de bondad, santidad y beatitud es una condición necesaria de la inspiración perpetua. Las relaciones entre acción y contemplación, ética y espiritualidad, son circulares y recíprocas. Cada una es a la vez causa y efecto (ibíd., pp. 240-1).

Y para quienes, sin llegar a ser buenos, deseamos igual conocer estos misterios, la alternativa es conocerlos de segunda mano:

Si uno mismo no es sabio ni santo, lo mejor que puede hacer, en el campo de la metafísica, es estudiar las obras de los que lo fueron y que, por haber modificado su modo de ser meramente humano, fueron capaces de una clase y una cuantía de conocimiento más que meramente humanas (ibíd., p. 13).

O ser santo uno mismo, o estudiar la vida y la obra de los que lo fueron: no hay otro secreto que nos permita descubrir los Grandes Secretos. Lo demás es fuego fatuo, pirotecnia espiritual, misticismo mal digerido y mal dirigido.

La receta es simple: ser buenos… y dormir a pata ancha.