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lunes, 28 de mayo de 2018

Paralelismo psicofísico y libre albedrío


Lo que lleva a Searle a suponer que los deseos son causa eficiente de la conducta[1] es su apasionado posicionamiento en favor de la hipótesis del libre albedrío. Si se admite que la conducta es causada por meras conexiones neurales y no por deliberaciones racionales, la creencia en el libre albedrío se debilita. Según Searle es un hecho de la experiencia que nuestras decisiones racionales posibilitan, al menos en algunos casos, nuestros movimientos corporales, y a su vez, para que sea posible el embarcarnos en la toma racional de decisiones, “tenemos que suponer el libre albedrío” (Razones para actuar, I, II, 2). Respecto de esto último estoy perfectamente de acuerdo. Cuando yo evalúo, por ejemplo, si me voy a quedar en casa o si me conviene ir a la biblioteca, lo hago presuponiendo, mientras tomo la decisión, que soy libre para optar por una u otra opción. Esta presuposición es inevitable y la experimenta incluso el más empedernido determinista. Sin embargo, esta inevitable sensación de libertad deliberativa no dice nada en favor de la libertad misma. Sentir que somos agentes libres no es lo mismo que ser agentes libres. Esta sensación podría ser ilusoria, como tantas otras que se nos presentan cotidianamente, y esta posibilidad se ve robustecida por el hecho de que a cierta clase de personas, a saber, los deterministas, esta sensación de haber deliberado libremente se les desdibuja poco a poco ni bien la decisión tomada se aleja en el tiempo. Mientras escribo este pequeño ensayo supongo que lo hago libremente, que elijo esta palabra y no otra por propia voluntad, sin ser coaccionado por ninguna fuerza interna o externa ajena a mi discernimiento y a mi literatura. Eso pienso y supongo mientras esto escribo. Pero mañana, cuando lo lea, ya se habrá esfumado esta ilusión y comprenderé que no había modo de que pudiera haber escrito alguna cosa diferente[2].
El árbol no nos deja ver el bosque. La proximidad, la proximidad temporal, no nos permite reflexionar sobre las causas por las cuales, forzosamente, debíamos hacer lo que hicimos. Si acerco mi lapicera demasiado a mis ojos no la veo bien, la veo borrosa. Si reflexiono sobre mis decisiones muy cerca del momento de tomarlas no reflexionaré bien, porque la inteligencia se pone al servicio de la decisión y no de la reflexión sobre la decisión. Después alejo la lapicera de los ojos y veo claramente por qué razón me decidí por tal o cual opción y no por la otra, o por qué no podía, en rigor, hacer nada que no fuera lo que hice.


[1] No tanto a suponer como a dogmatizar. "El famoso problema mente-cuerpo —dice— tiene una solución muy simple [...]. Tal solución es la siguiente: los fenómenos mentales están causados por procesos neuropsicológicos del cerebro" (El redescubrimiento de la mente, cap. 1, secc. I). Según Searle, "todos sabemos que es verdadera" esta su solución a la vieja controversia, y que tal solución "debería ser obvia para una persona culta". Tanta seguridad en un epistemólogo me abruma. ¡Qué inculto seré!
[2] Es esta una situación análoga a la que plantea Searle en otro de sus libros. Afirma en La construcción de la realidad social (cap. 8, pp. 190 a 196) que la existencia de los objetos materiales independientemente de nuestras percepciones no puede probarse, pero que necesariamente la presuponemos cada vez que realizamos un enunciado que los incluye. No sabemos si los objetos existen fuera de nuestra conciencia, pero lo presuponemos al hablar de ellos; y del mismo modo, no sabemos si el libre albedrío existe pero lo presuponemos cada vez que tomamos una decisión en base a una deliberación racional. Este argumento “trascendental”, como lo llama Searle, no es una prueba contundente sobre la falsedad del idealismo berkeleyano sino tan solo una herramienta metodológica, y lo mismo para el caso del libre albedrío y las deliberaciones.

domingo, 27 de mayo de 2018

Paralelismo psicofísico y sentido común


Cuando digo que las vivencias no tienen que formar parte de las investigaciones científicas me refiero a las teorías y no a la ciencia aplicada. El médico, desde luego, tiene la obligación de prestar atención a las vivencias de su paciente para diagnosticar una enfermedad: detecta la úlcera gracias a que el paciente le manifiesta que tiene dolores estomacales. Esto está muy bien; pero cuando el médico intenta establecer las causas de la aparición de la úlcera y determinar el tratamiento que le dará al enfermo con el objetivo de curarlo, tanto en un caso como en el otro las vivencias del enfermo no cuentan y las investigaciones transitan por caminos completamente empírico-materialistas. Si logra el médico su cometido, el paciente dirá: “Gracias a su tratamiento, doctor, ya no me molesta el estómago”, y se irá del hospital suponiendo que el tratamiento médico causó la supresión de sus dolores. El sentido común le dice eso, y seguramente también el médico lo creerá así. De nada les serviría saber que lo que suprimió el tratamiento no fueron los dolores, sino la úlcera misma, y que los dolores forman parte de otro universo que no se conecta con el universo de las úlceras y de los tratamientos médicos, pero que corre paralelo a este. De nada les serviría saberlo, puesto que no les interesa la metafísica subyacente de todo el proceso. Pero si algún día se interesaren por esos primeros principios y sin embargo siguiesen suponiendo que el dolor aparece y desaparece por causas materiales, ahí el sentido común, disfrazado de diablo, estaría metiendo la cola. La úlcera se abriría de nuevo, y la filosofía sangraría por la herida.

sábado, 26 de mayo de 2018

La conciencia como fenómeno biológico


Según John Searle, “la conciencia es sobre todo un fenómeno biológico, como la digestión y la fotosíntesis. Esto es un mero hecho de la naturaleza, un hecho que cualquier hipótesis filosófica está obligada a respetar” (El misterio de la conciencia, p. 161). Pero hay una diferencia fundamental entre los fenómenos biológicos como la digestión o la fotosíntesis y el fenómeno de la conciencia, y es que los efectos de los primeros procesos pueden percibirse por un sujeto que estuviese dispuesto a estudiarlos (secreción de jugos gástricos, peristalsis del intestino; crecimiento de tallos y hojas, cambios de coloración), mientras que para dar cuenta de la existencia de otras conciencias ajenas a las del investigador no disponemos de esta ventaja. “El cerebro humano —decía Cabanis— secreta pensamientos del mismo modo que el hígado secreta bilis”, pero esta analogía no es aplicable al ámbito científico por la sencilla razón de que la bilis secretada podemos estudiarla, porque podemos verla, mientras que a los pensamientos ajenos no hay manera de apreciarlos. Si alguien me comunica sus pensamientos oralmente o por escrito yo sí los percibo, pero no en sí mismos sino formando parte de un suceso físico como lo son el acto de mover la boca o la lapicera, y ¿quién me asegura que lo que transmite tal o cual persona coincide con su pensamiento o es una mentira? ¿Quién puede confirmarme que aquella dama que llora está en verdad sufriendo? Nunca podremos —dejando de lado la telepatía— percibir los estados de conciencia del prójimo de manera directa y no por indicios que se prestan con facilidad al fraude, y si no podemos percibirlos no podemos hacer ciencia con ellos. (Y si alguien objetase que con los corpúsculos subatómicos, protones, electrones, hacemos ciencia sin percibirlos, le respondería que no los percibimos por una simple cuestión de imposibilidad técnica, pero que conjeturamos su existencia porque sospechamos que pertenecen al mundo de los fenómenos que se desplazan espacialmente. Las vivencias, por el contrario, no están en el espacio, y por ende no hay nada que hacer con ellas, científicamente hablando.)

lunes, 21 de mayo de 2018

El pampsiquismo y su relación con el paralelismo psicofísico


Un fisicalista dirá que en el fenómeno de la evaporación no intervienen los deseos de las moléculas evaporadas ni ningún otro concepto que implique una vivencia, que todo puede perfectamente explicarse con el cabal conocimiento de las leyes físicas que intervienen en el proceso. Y yo le diría que sí, que está en lo correcto, porque lo que a él le interesa es el costado material del suceso. Pero si este fisicalista me dijese que tal suceso material es lo único que existe, negando el costado (y con él la sustancia) espiritual que la evaporación pudiera presentar, ahí yo no estaría de acuerdo. La explicación del fisicalista de este y cualquier otro suceso o proceso tiene por fuerza que excluir lo vivencial, lo psicológico, porque la materia y la energía no se llevan bien, no se combinan, con los atributos de la mente. Pero si de ahí deduce que lo mental es ilusorio, se ha salido de su rol y se ha puesto en metafísico, y su metafísica no me convence.
“No hay razón —dice Thomas Nagel— para darle un contenido mental a la explicación de los sucesos físicos”, y a continuación se despacha con un ejemplo muy ilustrativo:

Alguien que al considerar una sequía infiere que el dios de la lluvia está enojado, no basa su hipótesis solo en la evidencia física, sino en una interpretación psicológica de la sequía, basada en su conocimiento de los motivos humanos. Cualquier inferencia de este tipo, ya sea racional o irracional, no pertenece la física (La muerte en cuestión, cap. XIII, p. 283).

No pertenece la física esta explicación: el enojo de los dioses no puede causar una sequía. Pero si afirmamos que las lágrimas de una persona se asoman a sus ojos por causa de un dolor, o del avistamiento de un ser querido, lo mismo estamos errando el tiro y alejándonos de lo científico, por más que la explicación sea menos mitológica y retrógrada. La ira de los dioses no puede generar fenómenos meteorológicos, pero no porque los dioses no existan, sino porque los fenómenos meteorológicos son materiales y la ira, por ser una vivencia, no lo es. Y en lo que respecta a las lágrimas, la ciencia debe buscar sus causas dentro de los fenómenos orgánicos que las preceden y nunca en los estados mentales del llorón, porque el científico no puede percibir esos estados en sí mismos (no son sus estados mentales), y no se debe hacer ciencia sobre lo que no se puede ni podrá nunca percibirse. Como dice David Chalmers, “parece relativamente evidente que puede darse una explicación física de la conducta que no recurre a, ni implica, la existencia de la conciencia” (La mente consciente, p. 197)[1].
Vuelvo ahora al fenómeno de la evaporación, que se explica de manera muy sencilla en su aspecto material y que no necesita del pampsiquismo para ello. El pampsiquismo no puede formar parte de ninguna explicación científica precisamente por involucrar aspectos mentales. Es metafísica pura, y una metafísica que afirma, más por pura intuición que por apuntalamiento argumentativo[2], que las moléculas de agua que se evaporan son, a la vez que materia, espíritus que desean o no desean ascender en busca de otros espíritus y que presentan microgoces y microsufrimientos de acuerdo a si sus deseos son satisfechos o contrariados. Estos ínfimos espíritus acuáticos, por disponer de un nivel de conciencia demasiado rudimentario, se ven zangoloteados por los deseos de otros espíritus mejor formados, como los nuestros por ejemplo, y poco pueden hacer para contrarrestarlos. Pero si se los deja librados a su suerte, si por alguna razón los macrodeseos que los circundan dejan de afectarlos, los espíritus acuáticos manifiestan una brutal microalegría y ascienden hacia las nubes —hacia el espíritu de las nubes— por propia decisión, por voluntad propia, sin ser coaccionados por nada que no provenga de sus húmedas psicologías.
¿Queríais vosotros, señores de la curia pontificia, y también vosotros, jueces especialistas en derecho penal, una teoría que acredite la existencia del albedrío no condicionado? Pues aquí la tenéis.


[1] John Searle se burla de esta afirmación de Chalmers: “Si, por ejemplo, ustedes creen que comen porque sienten conscientemente hambre, o si van a casarse porque están conscientemente enamorados de su futura esposa, o si apartan la mano del fuego porque sienten conscientemente dolor, o si en una reunión toman la palabra porque están conscientemente en desacuerdo con el que estaba hablando, pues en todos esos casos están ustedes en un error. En todos ellos, el efecto fue un acontecimiento físico, y por lo tanto, tiene que haber una explicación puramente física del mismo. Aunque la conciencia existe, no desempeña papel alguno ni en la explicación de su conducta, ni en ninguna otra cosa. [...] Sabemos que los cerebros de los humanos y de algunos animales son conscientes. Esos sistemas vivos provistos de ciertas clases de sistemas nerviosos son los únicos sistemas en el mundo de los que sabemos, como una cuestión de hecho, que tienen conciencia” (El misterio de la conciencia, pp. 142 y 156). Razona Searle de la siguiente manera: sabe que cada vez que su espíritu siente hambre su cuerpo se dirige hacia la comida y se la incorpora, y de aquí deduce que su apetito es la causa de su ingesta. Pero razonando así podemos concluir también que como siempre que canta el gallo a los pocos minutos amanece, el canto del gallo es la causa de que el sol aparezca en el horizonte. La ciencia dice que no, que el gallo canta porque el amanecer está próximo y, paralelamente, sin nexo causal, amanece. Algo parecido sucede con el primer ejemplo: el hambre es a la acción de comer lo que el canto del gallo es al amanecer. El hambre preanuncia la ingesta como el canto del gallo preanuncia el amanecer, pero en ningún caso existe una relación de causa-efecto. Y ahora, lo inexplicable en un epistemólogo tan reconocido. Según Searle, que mi vecino, o mi perro, tienen conciencia de ciertas cosas es una “cuestión de hecho”. ¿Cuestión de hecho? Cuestiones de hecho son aquellas que podemos corroborar con nuestros sentidos, y ¿con cuál de nuestros sentidos podemos percibir las vivencias de mi perro o de mi vecino? Podemos percibir en ambos movimientos airados, gesticulaciones, gritos…, pero sus dolores y sus placeres, sus pensamientos, sus emociones, es decir, sus estados psicológicos, no podemos percibirlos de ninguna manera --a menos que incorporemos a la discusión la telepatía, pero Searle nunca la menciona--. Luego, el mantra favorito de Searle, “el cerebro produce la conciencia” es un aserto metafísico de acá a la China y de ningún modo una cuestión de hecho. Puede ser verdadero, pero la ciencia no puede decirnos nada al respecto.
Tiene a su favor Searle el sentido común. Él nos informa que comemos porque tenemos hambre, que nos casamos porque estamos enamorados y que quitamos la mano del fuego porque sentimos dolor. Pero el sentido común también les decía a los humanos de la Edad Media que el sol giraba alrededor de la tierra. Después vino la ciencia y rectificó el sentido común. Lamentablemente, para rectificar el sentido común de que hace gala Searle hace falta algo más que ciencia, hace falta filosofía. Aquel que no la posea seguirá guiando sus pasos gnoseológicos con el único auxilio del sentido común, y así le irá.
[2] Los argumentos, si nos atenemos a las hipótesis metafísicas madres, no digo que salen sobrando, pero quedan bastante rezagados en comparación con las intuiciones. Ya lo dijo el mismo Thomas Nagel: "Cuando aparece un argumento decisivo para sostener una conclusión intuitivamente inaceptable, debe suponerse como probable que hay en el argumento algo falso que no podemos detectar” (op. cit., prefacio).

domingo, 20 de mayo de 2018

¿Todo tiene mente?


Cuando el pampsiquista afirma que todo ente material tiene actividad mental, ¿a qué se refiere con “todo”? ¿Tienen actividad mental los electrones, los átomos, las piedras, las sillas, las células de nuestro cuerpo, los rebaños, los planetas? Para responder a estos interrogantes, contamos con la ayuda de Galen Strawson:

Strawson [...] estableció una importante distinción entre agregados de materia, como mesas y rocas, y sistemas autoorganizados, como átomos, células y animales. No sugirió que mesas y rocas tuvieran una experiencia unificada, aunque sus átomos sí podrían tenerla. La razón para esta distinción es que los objetos elaborados por el hombre, como las sillas o los coches, no se organizan a sí mismos y no tienen sus propios objetivos o propósitos; son diseñados por personas y ensamblados en fábricas. Del mismo modo, las rocas están formadas por átomos y cristales autoorganizados, pero las fuerzas externas configuran la forma de la roca como un todo: por ejemplo, puede haberse desprendido de una roca más grande cuando un canto rodado descendió por la ladera de una montaña. Por el contrario, en los sistemas autoorganizados las formas complejas de la experiencia emergen espontáneamente. Estos sistemas son al mismo tiempo físicos (no experimentales) y experienciales; en otras palabras, tienen experiencias (Rupert Shelderake, El espejismo de la ciencia, pp. 110-11).

Si digo que a una piedra le place caer, porque le place sentirse atraída por otra masa, no digo que este sentimiento de placer sea propiedad de la piedra como un todo, porque la piedra no es un sistema autoorganizado. Las que experimentan este placer son las moléculas de dicha piedra, que sí son sistemas autoorganizados. Y esto mismo puede decirse de cualquier objeto natural o artificial. No existe la conciencia de las sillas o de los coches en un sentido unificado, lo que existe es la conciencia de las diferentes moléculas que componen esas sillas y esos coches[1]. Los seres vivos, por el contrario, por ser autoorganizados poseen esta conciencia unificada de la que los objetos inertes carecen, y es por eso que la voluntad de estos seres se nos aparece mucho más resuelta y expeditiva que la de la materia bruta. El perro, como un todo, se siente atraído por algo, por un hueso por ejemplo, y rápidamente se dirige hacia él por propio impulso. Una piedra no puede hacer esto, porque no está autoorganizada. Una molécula sí lo puede hacer… en tanto no forme parte de un cuerpo no autoorganizado sujeto a leyes macromecánicas. Si un águila quiere subir hacia el cielo no tiene más que batir sus alas y hacerlo: el vuelo contrarresta la ley de gravedad. Supongamos ahora que el deseo de ascender hacia el cielo se le presenta al contenido de un vaso de agua. El agua no tiene alas como el águila, ni tampoco posee una conciencia unificada, de modo que no puede dirigirse al cielo en masa, como un todo, porque la gravedad se lo impide. Pero el deseo se presenta por separado en cada molécula, y así este deseo, que constituye, para diferenciarlo de los fuertes deseos del reino animal y vegetal, una microexperiencia, puede llevar a esas moléculas a utilizar la ley de la evaporación para contrarrestar la gravedad y posibilitar el ascenso. Ahora bien; hasta qué punto esa molécula de agua que se evapora y asciende lo hace por propio deseo o porque la ley de la evaporación se le impone, es algo que no puedo precisar. Los deseos de las moléculas se traducen en leyes naturales. Los deseos básicos son los de atracción y repulsión, pero puede también existir un “deseo de evaporación”, y cuando la evaporación acontece, acontece, al menos en parte, auspiciada por ese deseo, y la molécula goza. Si el deseo de evaporación existe pero la evaporación, por alguna causa, no puede producirse, la molécula sufre. Son microexperiencias de placer y de dolor, incomparables con nuestros propios placeres y dolores, pero existen si es que el pampsiquismo tiene visos de certeza. No es que el deseo sea capaz de mover a la molécula, no es que la mente agite la materia como lo graficó Unamuno, porque el paralelismo de cuño spinoziano al cual adhiero impide toda interacción entre sustancias tan dispares. El deseo molecular es la ley de la evaporación visto desde el costado espiritual de la sustancia. En donde el materialista ve una ley natural o una fuerza mecánica, el pampsiquista ve un deseo que se satisface… o se contraría, si es que los deseos de otras moléculas o de otros sistemas autoorganizados “chocan” con este primer deseo e impiden su concreción. Cuanto mayor nivel de autoorganización posea un cuerpo (una ameba, un gusano, una rata, un hombre, un árbol), mayor “poder de fuego” tendrán sus propios deseos para lograr su satisfacción, aun en contra de tales o cuales leyes naturales que tienden a oponérsele. Los deseos de la materia bruta —en este caso las moléculas de agua— existen y tienen poder de fuego, pero si una ley de la naturaleza les juega en contra poco pueden hacer para esquivarla. Y esa ley contraria a los deseos del agua no será más que el aspecto mecánico y materialista de lo que, si nos remitimos a la sustancia espiritual, es el deseo de otros entes que también buscan, como todo en el universo, perseverar en su ser y deleitarse mientras perseveran.


[1] David Chalmers opina que podrían existir las sensaciones incluso en los termostatos. Según él, "dondequiera que haya una interacción causal, hay información, y dondequiera que haya información, hay experiencia" ("¿Cómo es ser un termostato?", ensayo incluido en su libro La mente consciente, p. 322). Yo no lo creo así, porque el termostato fue creado por el hombre, no se organizó a sí mismo. Sus moléculas tienen apetencias, pero no el aparato en su conjunto. De todos modos Chalmers no dogmatiza sobre esto, solo admite la posibilidad.

viernes, 18 de mayo de 2018

Pampsiquismo cristiano


Los pensadores de tendencia cristiana o que aceptan varios de los dogmas principales del cristianismo no han sido, por lo general, adeptos al pampsiquismo. Las excepciones no abundan. Ya hemos hablado de Teilhard de Chardin, pero antes que él aparece Miguel de Unamuno, quien desde un discurso pronunciado el 22/2/1909 en conmemoración del centenario del nacimiento de Charles Darwin parece apoyar la hipótesis pampsiquista o simpatizar con ella:

Concibiendo las cosas con una concepción teleológica que acaso muchos de vosotros rechacéis, yo me he imaginado siempre que la materia no es más que un medio para la vida y la vida un medio para la conciencia, y que este proceso volitivo, que nosotros vemos fenoménicamente ir, por así decirlo, de la piedra al ángel, tiene su razón de ser en una fuerza inmanente en que el ángel trata de desprenderse de la piedra cobrando conciencia de sí mismo. La materia se me aparece como un medio para la vida, la vida un medio para la conciencia y la conciencia a su vez un medio para Dios, Conciencia universal.
Muchas veces se ha dicho que lo que se nos aparece muerto, inerte, inorgánico, son detritus de lo que fue en un tiempo vivo y orgánico, o por lo menos dotado de aquella especial vida de los orígenes de nuestra tierra. Y yo he soñado si lo hoy inconciente no será, en mucha parte al menos, detritus de alguna especie de conciencia, de un espíritu, de un alma, de una potencia de conciencia por lo menos. Mens agitat molem (citado por Diego Núñez en El darwinismo en España, pp. 260-1). 

Y antes de Unamuno se muestra un abate chileno, Juan Ignacio Molina, desafiando a la Iglesia Católica desde adentro con su libro Analogías menos observadas de los tres reinos de la naturaleza, en donde pueden leerse pasajes como el siguiente:

Los animales y los vegetales [...], como dicen por ahí, crecen por intus susceptionem, es decir, viven en virtud de un fluido que se infiltra en sus partes más intrínsecas y deposita en ellas moléculas que aumentan su volumen. Los [...] minerales, no crecen más que por juxta positionem, es decir, también por medio de un fluido que circula alrededor de su superficie y aplica allí materias que tenía en disolución. Pero estas dos maneras de crecer [...] son comunes a los individuos de los tres reinos de la naturaleza, por lo que la susodicha exaltada división, que pone una distancia infinita entre los minerales y los otros cuerpos creados, no es aprobada de ninguna manera por la naturaleza. Ella, en realidad, se complace muy a menudo en echar por tierra los límites que nuestras fantasías tratan de poner a sus operaciones.

Agrego ahora una nueva excepción: yo mismo. Porque soy pampsiquista y sigo siendo, por poco que por fuera se note, cristiano.

sábado, 12 de mayo de 2018

Pampsiquismo y materialismo


Ya pisando el siglo XIX aparece otro materialista francés, un médico, que defiende a capa y espada la concepción hilozoísta:

Las causas que determinan la organización de la materia dependen de las causas primeras: ellas nos son igualmente desconocidas, y lo serán siempre verisímilmente. Sin embargo las necesarias condiciones para que se manifieste la vida en los animales no son quizás más imposibles de descubrir que aquellas de que resultan la composición del agua, la formación del rayo, granizo, nieve, y la producción de tantas combinaciones químicas, que tienen propiedades bien diferentes de las de los elementos que las componen. Sabemos que no es fundada la distinción que Buffon se esforzó en establecer entre la materia muerta y la animada. Los vegetales pueden vivir y crecer con el único socorro del aire y agua; y transformadas estas substancias con la vegetación en otras nuevas, dan origen a particulares animalillos, que la simple humedad desenvuelve. Así la vida está esparcida en todas partes, o la materia inanimada es capaz de organizarse, de vivir, y sentir.
[...] Vemos igualmente que la materia vuelve a descender por grados desde la más perfecta organización hasta el estado más absoluto de muerte; y cuanto más se multiplican las observaciones, tanto más se llenan y borran también los intervalos entre los diferentes reinos (Pierre Jean Georges Cabanis, Relaciones de lo físico y moral del hombre, primera sección, “De la vida animal”, § II y III).

Y con él concluyo este breve paseo por el hilozoísmo materialista del siglo de las luces.
El mayor pensador de este período de nuestra historia, Immanuel Kant, no podía estar ajeno a estos planteos que se respiraban en el ambiente filosófico de su época. En general los rechazó, pero en su última Crítica se puede percibir un cierto acercamiento, muy de soslayo, al principio de continuidad entre lo inerte y lo animado:

… Esta analogía de formas, que a pesar de su diversidad, parecen haber sido producidas conforme a un tipo común, fortifica la hipótesis de que dichas formas tienen una afinidad real y que salen de una madre común, y nos muestra cada especie acercándose gradualmente a otra, desde aquella dónde parece mejor establecido el principio de los fines, a saber, el hombre, hasta el pólipo, y desde el pólipo hasta los musgos y las algas, y por último, hasta el grado más inferior de la naturaleza que podemos conocer; hasta la materia bruta, de donde parece derivar, conforme a leyes mecánicas (semejantes a las que ella sigue en sus cristalizaciones), toda esta técnica de la naturaleza, tan incomprensible para nosotros en los seres organizados, que nos creemos obligados a concebir otro principio (Crítica del juicio, § LXXIX).

Esto fue escrito en 1790; para ese entonces, la teoría pampsiquista había dejado de tener su epicentro en Francia y se había trasladado a suelo alemán:

Entre 1780 y 1880, el pampsiquismo fue muy influyente en Alemania. El filósofo Johann Herder (1744-1803) afirmó que la fuerza o la energía constituían el principio subyacente de la realidad y que ambas manifestaban propiedades mentales y físicas. El poeta Wolfgang von Goethe, amigo de Herder, concebía dos grandes fuerzas rectoras en la naturaleza: la polaridad y la intensificación. La polaridad se asociaba con la dimensión material, como «un estado de constante atracción y repulsión», y la intensificación proporcionaba una dimensión espiritual, un «estado de ascensión permanente», una especie de imperativo evolutivo. Basada en el principio de que no podía haber materia sin mente ni mente sin materia, «la materia también es capaz de someterse a la intensificación, y no se puede negar la atracción y repulsión del espíritu». En El mundo como voluntad y representación (1819), el filósofo Arthur Schopenhauer declaró que todas las cosas poseían una voluntad expresada a través de deseos, sentimientos y emociones. Los cuerpos materiales eran “objetivaciones” de la voluntad. Las fuerzas físicas, incluida la gravitación, la atracción y repulsión magnética, eran manifestaciones de la voluntad en la naturaleza. Muchos otros filósofos del siglo XIX en el mundo germánico defendieron puntos de vista similares, pero hay dos especialmente importantes. El filósofo austríaco de la ciencia Ernst Mach [...] rechazó explícitamente una concepción mecanicista de la materia y escribió: «Hablando con propiedad, el mundo no está compuesto de “cosas” […] sino de colores, tonos, presiones, espacios, tiempos, en otras palabras, lo que comúnmente llamamos sensaciones individuales». Y Ernst Haeckel, el más destacado defensor alemán de la teoría de la evolución de Darwin, escribió en 1892: «Considero que toda materia está animada, es decir, dotada de sentimiento (placer y dolor) y movimiento». Afirmó que todas las criaturas vivas, entre ellas los microbios, poseen «una acción psíquica consciente». La materia inorgánica también tenía un aspecto mental, pero «concibo las cualidades elementales de la sensación y la voluntad, que pueden atribuirse a átomos, como inconscientes» (Rupert Sheldrake, El espejismo de la ciencia, p. 112).

Apartemos de la lista de alemanes pampsiquistas a Haeckel (un átomo que siente y ejerce su voluntad de manera inconsciente no me sirve como ejemplo de pampsiquismo) y remplacémoslo por Rudolf Lotze, quien al igual que Leibniz identificó los átomos de la teoría mecanicista con centros de fuerza espiritual.
Y así como la onda pampsiquista se había desplazado desde Francia hacia Alemania, así también se desplazó luego desde Alemania hacia Inglaterra y los Estados Unidos de Norteamérica. En Estados Unidos, los principales abanderados fueron los más reconocidos pragmatistas:

Charles Sanders Peirce concibió lo físico y lo mental como aspectos diferentes de una realidad subyacente: «Toda mente —dijo— comparte aproximadamente la naturaleza de la materia […] Al ver algo desde fuera […] aparece como materia. Al verlo desde dentro […] aparece como consciencia» (Rupert Sheldrake, ibíd., p. 113).

El propio William James, siempre afecto a todo lo que la ciencia de su tiempo consideraba extravagante, aceptó de buen grado el pampsiquismo y elogió, en Un universo pluralista, a Gustav Fechner y a su teoría del alma de los mundos.
En Inglaterra tomó la posta Alfred Whitehead:

El principal filósofo pampsiquista en el mundo anglosajón fue Alfred North Whitehead. [...] Whitehead no propone que los átomos son conscientes como lo somos nosotros, sino que tienen experiencias y sentimientos. Sentimientos, emociones y experiencias son más fundamentales que la consciencia humana (Sheldrake, ibíd., p. 115).

Parecidamente, Arthur Eddington entendía que “las cosas del mundo son las cosas de la mente”. Todo está inmerso en una fuerza espiritual y esta impregna tanto la materia viva como la inanimada.
Hoy en día, como ya he dicho, el pampsiquismo no prospera en el ámbito científico ni en el filosófico. Hay excepciones, por supuesto. Galen Strawson, por ejemplo, ha llegado al pampsiquismo desde el materialismo o fisicalismo[1]. En el 2006 publicó un artículo titulado “¿El fisicalismo implica pamsiquismo?”[2], y se respondió que sí. Doscientos cincuenta años después del Sistema de la naturaleza de Maupertuis, llega este británico a la misma conclusión, a saber, que todo pensador materialista, si ha de ser consecuente con su materialismo, debe ser por fuerza pampsiquista. El artículo fue comentado por diecisiete pensadores también de tendencia materialista, y entre ellos solo dos estuvieron parcialmente de acuerdo con el pampsiquismo de Strawson. Vale decir que había tres pensadores pampsiquistas entre quince que no lo eran. 17% de pampsiquistas contra 83% de no pampsiquistas: una muestra bastante representativa del grado de interés que en la actualidad despierta esta corriente en el ámbito de la filosofía académica. Por fortuna —y esto también ya lo he dicho—, en filosofía no hay democracia, y la teoría que hoy se toma por excéntrica puede ser más verídica que la que goza de un general consenso.
Lo curioso es que el pampsiquismo ha estado casi siempre asociado al materialismo o fisicalismo, doctrinas estas que reniegan de la metafísica o la consideran inexistente. Niegan la metafísica por un lado y aceptan el pampsiquismo por el otro, como si el pampsiquismo fuese parte de una teoría científica y no una pura especulación hípermetafisica. No hay lugar para la doctrina pampsiquista en un cerebro materialista, a menos que este cerebro materialista transija con la metafísica, pero entonces ya no sería materialista… Y si se le otorga rango científico a la hipótesis pampsiquista, se debe dar ejemplos de experiencias, experimentos o lo que sea que nos entreguen alguna muestra cabal o aproximada del grado de sensación y voluntad que la materia bruta posee. Creo que estas experiencias y experimentos, más allá de los que di en citar en alguna oportunidad[3], no se han producido hasta el presente con la rigurosidad que la ciencia pide, de modo que el pampsiquismo sigue siendo metafísica pura y así, me parece, ha de quedar.


[1] Fisicalismo y materialismo son conceptos análogos en filosofía. El materialismo afirma que la única realidad es la materia; el fisicalismo incluye en esta realidad a la energía, los campos y las ondas. En palabras de Strawson, el fisicalismo es "la visión de que todo fenómeno real y concreto en el universo es físico".
[2] Galen Strawson et. al., Consciousness and Its Place in Nature: Does Physicalism Entail Panpsychism?  (editor Anthony Freeman), Imprint Academic, 2006. Este volumen se originó como un número especial del Journal for Consciousness Studies (Volumen 13, Números 10-11, 2006). 
[3] Véase el libro cuarto de este diario, nota 79.

domingo, 6 de mayo de 2018

El pampsiquismo de La Mettrie


Otro materialista francés que podríamos considerar hilozoísta fue Julien Offray de La Mettrie. El espíritu, según él, es originado por la materia, la cual está siempre animada. Pero La Mettrie, a diferencia de casi todos los pampsiquistas que cité con anterioridad, entendía que la materia inorgánica devenía orgánica por puro azar, sin que exista ningún tipo de finalidad intrínseca o extrínseca que la oriente por ese camino. A mí este tipo de pampsiquismo azaroso no me convence, además de no encajar dentro de mi estructura metafísica de pensamientos. No le voy a quitar, como se lo quité a Diderot, el rótulo de pampsiquista, pero no lo integraré a mi panteón personal.

sábado, 5 de mayo de 2018

El pampsiquismo de Robinet


Siguiendo la línea trazada por Maupertuis aparece Jean-Baptiste Robinet, pensador de tendencia materialista que no sintió, como Diderot, la necesidad de matizar o suavizar su hilozoísmo con el recurso de la sensibilidad inerte o latente. Según él, la materia es siempre sensible, tanto en los organismos como en los compuestos inorgánicos. Relativizó las diferencias cualitativas entre lo animado y lo inanimado, lo racional y lo irracional, por resultar contrarias al principio de continuidad que rige en la naturaleza. Necesariamente –sostenía-- debe existir ya en la materia bruta un germen de alma y de inteligencia. Este pensador francés imprimió en Holanda, hacia 1760, su tratado De la naturaleza,

al cual añadió unas Consideraciones filosóficas sobre la gradación natural de las formas del ser [...]. Era su objeto hacer ver que hay equilibrio de bien y de mal en el mundo; quería que el universo fuese animado; que todos los seres, aun los planetas y las estrellas, tuviesen la facultad de reproducirse como los animales; citaba, en apoyo de su opinión, una multitud de autoridades que había ido a buscar no se sabe adónde, y no parecía convencido de su sistema, a pesar de publicarle. En resumen, compuso un pobre libro que tuvo por de pronto alguna reputación, pero que fue olvidado bien pronto (Jean-Baptiste BouvierHistoria elemental de la filosofía, tomo I, p. 389-90).


A las claras se nota que este obispo católico no comulgaba con las ideas de su tocayo. Yo comulgo, aunque eso de que los planetas y las estrellas se reproducen como el resto de nosotros me parece ya un poco exagerado. En general podemos dividir las concepciones hilozoístas en dos grandes vertientes: la que considera a la materia como viviente y la que piensa que el mundo, los planetas y las estrellas poseen un alma. Ejemplo de la primera vertiente serían los hilozoístas presocráticos, Spinoza, Conway, Leibniz y Maupertuis; la segunda vertiente la lideran Platón, Telesio, Campanella, Bruno y Fechner. Robinet, según parece, dividió aguas entre estos dos postulados. Yo me inclino más por el primer tipo de hilozoísmo, aunque no descarto por completo al segundo[1].


[1] Existe también una tercera vertiente hilozoísta-pampsiquista, y es la de los pensadores que conciben que el animador del mundo es el mismo Dios, pero no lo identifican con el mundo como en el panteísmo. En la antigüedad: con influjos heraclitianos (el logos-fuego sería divino), los primeros estoicos como Zenón de Citio y Crisipo de Solos, según atestigua Diogenes Laercio. En la Edad Media: algunos platonizantes como Thierry de Chartres (+1153) afirmaron que Dios es la forma essendi del mundo, lo mismo que Clarembaldo de Arras (+1170); Guillermo de Shelley (1080-1145) admitió el alma del mundo que podría ser, o un principio inmaterial, o una fuerza natural, o el Espíritu Santo. Quien sí llega al panteísmo es Almerico de Benes (1140-1206) al sostener que Dios es el principio formal de todas las cosas a las que da su misma existencia (cf. Gustavo Ponferrada, Filosofía de la Naturaleza).