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domingo, 8 de septiembre de 2019

Libre albedrío y determinismo a los ojos de Wittgenstein


Solamente porque el hombre se cree libre, no porque lo sea, siente arrepentimiento y remordimiento. […] Nadie es responsable de sus actos, nadie lo es de su ser; juzgar tiene el mismo valor que ser injusto.
Friedrich Nietzsche, Humano, demasiado humano, § 39

¿Qué opinaba Wittgenstein del problema del libre albedrío y el determinismo? En principio, afirmaba que dicho problema era metafísico y que por tanto carecía de sentido, o que el asunto estaba mal planteado. “De la voluntad como sujeto de la ética no se puede hablar” (Tractatus, § 6.423). Sin embargo, tal como era su costumbre, terminó hablando bastante de este tema por más que “creyera” que no es un asunto susceptible de ser analizado con palabras.
Entro en materia aclarando, de la mano del profesor Pablo Quintanilla, de qué estamos hablando cuando hablamos de la libertad de la voluntad. Este problema, comenta el peruano,

aparece como producto de una tensión entre dos premisas usualmente aceptadas: (i) Algunos aspectos de nuestro comportamiento son voluntarios, en tanto han sido causados por nosotros mismos o por nuestros estados mentales, por lo que podríamos haber obrado de otra manera. (ii) Todo evento de la naturaleza tiene una causa física que está determinada por otros eventos físicos, incluyendo nuestro comportamiento y nuestros estados mentales. Aquí el problema emerge porque, al parecer, hay una relación de exclusión entre el determinismo causal de la naturaleza, donde todo efecto tiene necesariamente causas, y la idea de que la voluntad es una suerte de causa incausada, un motor inmóvil que causa pero no es causado por eventos externos a ella. [...] Este es el problema de la compatibilidad. Si creemos que ambas premisas son excluyentes y no pueden ser integradas entre sí, seremos incompatibilistas; en cambio, si creemos que no necesariamente son incompatibles y que pueden ser formuladas de manera integrada, seremos compatibilistas.

Según Quintanilla,

la idea de Wittgenstein es que tanto compatibilistas como incompatibilistas intentan resolver un falso problema, dado lo cual bastará con mostrar por qué el problema no es tal, es decir, bastará con desconstruirlo. Mostrar cómo debiera hacerse esa desconstrucción es parte del objetivo de Wittgenstein (Pablo Quintanilla, “Wittgenstein y la autonomía de la voluntad”, artículo disponible en internet).

En primer lugar, Wittgenstein, siguiendo en esto al pragmatista Charles Peirce, duda que el axioma “todo efecto tiene una causa” sea necesariamente verdadero. Podrían existir eventos sin causa, con lo que les guiña un ojo a Kant y a los albedristas:

Es perfectamente posible que determinados fenómenos psicológicos no puedan investigarse fisiológicamente, porque fisiológicamente no les corresponde nada. [...] ¿Por qué no debe existir una regularidad psicológica a la que no corresponda ninguna fisiológica? Si esto viola nuestros conceptos de la causalidad, entonces ya es hora de echarlos por tierra (Zettel, § 609 y 610).

La causalidad no es para Wittgenstein, como no lo era para Hume, un proceso susceptible de ser analizado empíricamente y por ende lo relega al ámbito de la metafísica. Y una vez determinado que el concepto “causalidad” es metafísico, ya no le interesa si es verdadero o falso[1]. Por eso se niega a “explicar” cualquier fenómeno, afirmando que lo correcto no es explicar sino simplemente describir: “Toda explicación tiene que desaparecer y solo la descripción ha de ocupar su lugar” (Investigaciones filosóficas, § 109). La explicación implica una búsqueda de regularidades causales; la descripción, sin negar las regularidades, no las considera imprescindibles y se limita a postular un orden más simple y familiar para dar cuenta de lo más complejo. El nexo causal, dice Wittgenstein, “parece creado por un mecanismo que une dos partes de una máquina” (Investigaciones filosóficas, § 613). Según esta imagen, la causalidad solo puede operar mecánicamente, entre objetos, nunca entre un objeto y una mente o entre dos mentes. No cree Wittgenstein que haya ninguna relación causal entre el querer y el actuar; es un error categorial emplear terminología causal, restringida a las descripciones físicas, para una descripción psicológica. El deseo es inseparable de la acción, pero no es su causa. Para él, “la descripción física y la psicológica iluminan dos aspectos diferentes de la realidad descrita” (Quintanilla, op. cit). Esto emparienta a Wittgenstein, según la opinión de Quintanilla, con una bastante reciente teoría que en filosofía de la mente fue llamada “del doble aspecto”: la persona tiene en sí misma dos tipos de rasgos, físicos y psicológicos, pero ni lo psicológico emerge de lo físico ni es una realidad superpuesta a lo físico. Inmediatamente, al pensar en esto, me vienen a la mente las palabras de Spinoza:

El orden y la conexión de las ideas es el mismo que el orden y la conexión de las cosas. [...] El alma y el cuerpo son una sola y misma cosa, concebida ya bajo el atributo del Pensamiento, ya bajo el de la Extensión (Ética, II, 7 y III, 2 escolio).

 Sí, esta teoría del doble aspecto me huele mucho a paralelismo psicofísico. Sin embargo, bien sabemos que el paralelismo psicofísico de Spinoza, o el de cualquiera, tiene que derivar forzosamente, por una cuestión de engrane lógico, en un férreo determinismo, por lo que tiene que haber alguna diferencia entre tal paralelismo y la teoría del doble aspecto.
Wittgenstein había leído a Spinoza y estaba familiarizado con su filosofía. Incluso se dice que el nombre en latín de su libro principal, el Tractatus Logico-Philosophicus --título que le fue sugerido por Moore-- es un homenaje al Tractatus Theologico-Politicus del pensador holandés. El isomorfismo lingüístico de Wittgenstein podría derivarse también del isomorfismo psicofísico de Spinoza. Incluso es posible que una esquirla del determinismo de Spinoza se haya incrustado en la cabeza del primer Wittgenstein. “Los hombres se creen libres —dijo Spinoza— por esta sola causa: porque son conscientes de sus acciones e ignoran las causas que los determinan” (Ética, III, 2 escolio); y Wittgenstein replica como un eco: “La libertad de la voluntad consiste en que no podemos conocer ahora las acciones futuras” (Tractatus, § 5.1362). Pero las discrepancias aparecen prontamente de la mano del principio de causalidad, tan caro a Spinoza y tan desdeñable para Wittgenstein: “No podemos inferir los acontecimientos futuros de los presentes. La fe en el nexo causal es la superstición (Tractatus, § 5.1361)[2]. Para Spinoza, nos creemos libres porque desconocemos las relaciones causales que nos constriñen; para Wittgenstein, esas relaciones causales no existen. El pensamiento y la extensión, el espíritu y la materia, son para ambos pensadores diferentes atributos de una misma sustancia, pero mientras que Spinoza y su paralelismo psicofísico aceptan que la causalidad opera en ambos planos, Wittgenstein, acercándose a la teoría del doble aspecto, la restringe al plano de la extensión y la materia. Así, Wittgenstein se aleja en este punto de Spinoza y se cobija en el ámbito trascendental de la libertad que postulaba Kant. No olvidemos que Wittgenstein siempre fue un fervoroso creyente filocatólico, de modo que por mucho que renegase del problema del libre albedrío por tratarse de un uso confuso de los términos, es evidente que se sentía, en el fondo de su alma, metafísicamente libre para realizar el bien o para pecar. Esto era lo que él sentía internamente, pero su doctrina de la no injerencia en cuestiones metafísicas lo invitaba a no pensar en ello:

El problema filosófico de las relaciones entre libre albedrío y determinismo, que ha suscitado todas aquellas empresas compatibilistas o incompatibilistas, aparece cuando lo que queremos es compatibilizar dos tipos diferentes de descripciones: de un lado la mecanicista, causal y nomológica propia de la descripción física de la naturaleza y, de otro lado, la intencional e interpretativa que es propia del discurso psicológico. Sin embargo, como he intentado sugerir, la propuesta de Wittgenstein es que es innecesario hacer semejante compatibilización, con lo que todo el problema debiera ser disuelto (Quintanilla, op. cit.).

Según Quintanilla, a medida que Wittgenstein envejecía se ablandaba un poco y comenzaba a revisar sus posturas, con lo que aparentemente le brindó cierta cabida al tema del libre albedrío en sus cátedras, siempre desde una perspectiva ética y nunca metafísica. Alguna modesta prueba de este supuesto cambio lo podemos encontrar en sus clases de su última etapa en Cambridge, recogidas por sus alumnos:

No hay razón por la que, incluso si hubiera regularidad en las decisiones humanas, yo no habría de ser libre. No hay nada en la regularidad que haga a ninguna cosa libre o no libre.

No entiendo por qué no podrían haber mantenido que un ser humano es responsable, y que al mismo tiempo sus decisiones están […] determinadas –queriendo decir que la gente podría encontrar leyes naturales (y nada más).

¿Sería irrazonable pensar que las acciones de un ser humano se ajustan a las leyes naturales, y no obstante considerar que es responsable de lo que hace? (Ocasiones filosóficas, 1912-1951, pp. 411, 413 y 415).

¿Se tornó abiertamente albedrista? De ningún modo: “Todos estos argumentos podrían dar la impresión de que quiero argumentar a favor del libre albedrío [...]. Pero no quiero hacerlo” (ibíd., p. 416). Lo que quiere hacer, según Quintanilla, es acercarse un poco más a la famosa teoría del doble aspecto:

Según esa concepción, [...] el lenguaje físico y el psicológico son dos descripciones diferentes del ser humano, ambas legítimas e irreducibles entre sí, donde el concepto de determinismo pertenece al lenguaje físico y el concepto de libre albedrío pertenece al lenguaje intencional (Quintanilla, op. cit.).

En el paralelismo psicofísico spinoziano, el concepto de determinismo pertenece a los dos atributos de la única sustancia, tanto al físico como al intencional, mientras que la teoría del doble aspecto —al menos como la entiende Quintanilla— supone que el determinismo no tiene injerencia dentro de las actividades de la mente. Da la impresión de que Quintanilla quiere arrear a la oveja Wittgenstein, oveja descarriada, hacia su redil:

La descripción fisicalista del comportamiento de un individuo puede conducir al determinismo si uno asume como presupuesto explicativo el principio de la uniformidad de la naturaleza, aunque esto no es necesario si uno prefiere presuponer, a la manera de Peirce, que las regularidades naturales son meramente probabilísticas. La descripción intencional, de otro lado, presupone el libre albedrío y atribuye responsabilidad moral. Ambas descripciones son aspectos de la misma realidad, pero ninguna de ellas tiene prioridad respecto de la otra. El comportamiento físico y las acciones (según la descripción que se elija) han sido causadas por eventos físicos y motivadas por razones y otros estados mentales, es decir, por aquello que de manera genérica llamamos voluntad. Bajo la primera descripción podríamos tener determinismo, bajo la segunda obtenemos libre albedrío.

La conclusión de Quintanilla es que

la autonomía de la voluntad no se ve amenazada por el determinismo. [...] Esto muestra que el problema del libre albedrío sí es real e importante, no es un pseudo-problema, siempre que uno lo formule de una manera diferente a como se suele hacerlo. [...] La formulación del problema en términos morales y no metafísicos, [...] es perfectamente legítima.

No creo que Wittgenstein, si se levantara de su tumba, aprobara estas especulaciones. Por mucho que su cerrazón ante los problemas éticos haya disminuido en su edad adulta, jamás habría admitido que el problema del libre albedrío es real e importante. Para sus adentros, en sus diálogos con Dios, se sentía libre, pero su postura oficial era que no había que perder el tiempo con ese tipo de menudencias metafísicas. Quintanilla también se siente libre, pero a diferencia de Wittgenstein, necesita plasmar ese sentimiento en una doctrina coherente. ¿Por qué? Porque Pablo Quintanilla es decano de la Pontificia Universidad Católica de Lima, y a los obispos limeños que lo educaron les hubiera resultado un chasco que su alumno predilecto admitiera que el libre albedrío no existe o, quizá peor aún, que no tiene sentido hablar del asunto.


[1] Yo también entiendo que el concepto de causalidad es metafísico, pero este entendimiento no me fuerza a desecharlo de la investigación científica: la causalidad parte desde el fenómeno e ingresa, trascendiéndolo, al nóumeno. Dijo Claude Bernard: "Admitir un hecho sin causa, es decir, indeterminable en sus condiciones de existencia, no es ni más ni menos que la negación de la ciencia” (Introducción al estudio de la medicina experimental, cap 11, § 7). Coincido enteramente. Wittgenstein, negando la causalidad dentro mismo del ámbito de la ciencia, se comporta, sin querer salir de ese ámbito, como metafísico. Pero como mal metafísico, porque el buen metafísico ya se ha dado cuenta, después de todo lo andado por Kant, de que la causalidad no puede ni debe quedar restringida al ámbito científico sino que debe superarlo, atravesar el espacio-tiempo, y llegar hasta las puertas mismas de la cosa en sí.
[2] Este desdén por el principio de causalidad lo tomo Wittgenstein seguramente de William James: “¿Qué es, por ejemplo, el principio de causalidad, sino un postulado, un principio en el cual ocultase el deseo de descubrir algún día entre la sucesión de los fenómenos, lazos de dependencia más hondos que esa simple yuxtaposición arbitraria en que se nos da actualmente?” (“El dilema del determinismo”, ensayo incluido en La voluntad de creer).

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