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miércoles, 26 de noviembre de 2014

Determinismo y libre albedrío, izquierda y derecha

Terminé hace pocas horas la lectura de un ensayo de Ted Honderich intitulado ¿Hasta qué punto somos libres? Este pensador, al igual que yo, es un decidido --aunque no dogmático-- determinista, y se queja (al igual que yo) de carecer de prosélitos en ese sentido: "Nadie o prácticamente nadie cree en el determinismo. Va contra la gran tradición de nuestra cultura. Somos prisioneros de ésta, estamos encadenados por formas heredadas de enfocar las cosas" (ibíd., cap. 9, p. 154). Así estamos, Ted, y no hay mucho que podamos hacer al respecto. Pero no nos quejemos tanto, que uno no hace filosofía para juntar prosélitos, sino para llegar a la verdad. Si llegamos a tocar la verdad, a hacerle cosquillas por lo menos, los prosélitos, antes o más bien después de nuestra muerte, nos vendrán por añadidura.
Lo más interesante del ensayo de Honderich está sobre el final, en el último capítulo, intitulado "Castigo y más". Coincide el autor conmigo en que un determinista consecuente debe, si no aborrecer el castigo hacia los delincuentes, al menos batallar por la mitigación de sus consecuencias, por eso de no creer responsables de sus acciones a las personas, criminales incluidos. Y entonces qué dice, dice que nuestro aparato judicial y legislativo presupone desde siempre la existencia del libre albedrío, y que si algún día se refutase bien refutada esta noción, estas instituciones se verían obligadas a modificar sus estamentos de raíz. Y concluye su ensayo, ya metiéndose de lleno en terreno político, con una sugerencia interesante, la de que la izquierda estaría mucho más capacitada que la derecha para realizar estas modificaciones que implicaría el desfase de la doctrina del libre albedrío para dar lugar, primero, a una duda razonable que hoy no parece existir en la cabeza de los jueces, y luego, a una sospecha firme de la inquebrantabilidad del determinismo dentro del universo fenomenológico:

¿Es la izquierda menos dada a las ideas de escarmiento individual y más dada a ideas sobre necesidades individuales? ¿Es en tal caso menos dada a actitudes y medidas políticas que contengan elementos que presuponen el libre albedrío? Se diría que sí. Si es cierto, ¿consistirá parte de la respuesta reafirmativa en acercarse políticamente a la izquierda? Que el lector responda por sí solo a esta estimulante pregunta (ibíd., párrafo final del libro).

Que el lector responda, dice Honderich, aunque él, implícitamente, ya respondió, y respondió que sí. Y yo hago lo mismo.
Pero ya escucho la procesión de los partidarios del libre albedrío (o de la libre voluntad, en el caso de los albedristas ateos o agnósticos que no quieren identificarse con una doctrina que huele a religión), ya me parece oír el vozarrón mancomunado, con Emanuel Kant a la cabeza como socio fundador del grupo, al grito de "¡sin autonomía de la voluntad la moral se derrumba!". ¿La moral se derrumba? ¿Qué moral? Permítaseme citar aquí, puesto que nos estamos mancomunando en grupos antagónicos, a otro fervoroso determinista --mucho más dogmático que nosotros--, a Ludwig Büchner:

Una sociedad que permite morir de hambre a los hombres en el dintel de casas que rebosan abundancia; una sociedad cuya fuerza consiste sólo en que el fuerte oprima y explote al débil, no tiene derecho a quejarse de que las ciencias naturales derroquen los fundamentos de su moral (Fuerza y materia, p. 250).


¿No será que la doctrina del libre albedrío conviene a estos fuertes que oprimen a los débiles, a estos propietarios de caseríos que rebosan abundancia? ¿No será que la derecha, por decirlo de una manera seca, fogonea este sentimiento interno de autonomía individual porque conjetura que el determinismo, que la idea del determinismo, de hacerse popular, conspiraría en favor de la igualdad jurídica y económica de las personas? La moral del mundo, estimados partidarios de la libre voluntad o como quieran llamarla, la moral del mundo permanecerá estancada en este charco fétido en el que ahora se debate... hasta tanto no se forme una masa crítica de hombres y mujeres que crean en el determinismo. Porque como dice Büchner en la p. 251 del libro antecitado: "¡La verdad está por cima de todas las cosas divinas y humanas, y no hay razones bastante poderosas para rechazarla!"

martes, 18 de noviembre de 2014

La caída del muro de Berlín

Se cumplieron hace unos días 25 años de la caída del muro de Berlín. No sé qué significó, o qué consecuencias trajo este acontecimiento para el país que se tomó el trabajo de construirlo y luego de demolerlo, pero para nosotros, los "tercermundistas" (que así nos llamaban en aquella época), la caída del muro trajo consecuencias nefastas. Sí, porque la Unión Soviética oficiaba de contrapeso al capitalismo norteamericano, y una vez disuelta, el ideal capitalista mutó en capitalismo salvaje, como lo sabemos bien de sobra nosotros los argentinos y los demás habitantes de Sudamérica, que pasamos una década --la del 90-- a puro ajuste, a puro despido y a pura miseria. No estoy diciendo que tal comunismo soviético era bueno, simplemente digo que era un contrapeso. Siempre es mejor, en política, que haya dos ideales nefastos y no uno; eso mantiene las cosas en un relativo equilibrio. Hoy día, el sube y baja está desbalanceado, porque el gordo comunista se levantó y se fue y lo dejó solo al gordo capitalista, al tío Sam. Y nosotros, que nos balanceábamos entre medio de ellos, caemos ahora, por pura gravedad, en las fauces del capitalismo, y a punto está el gordo de comernos crudos.

¡Contrapeso, contrapeso necesita el mundo! 

domingo, 2 de noviembre de 2014

Los fragmentos de Novalis

Soñamos viajes a través del Universo, pero ¿no está el Universo dentro de nosotros? No conocemos las profundidades de nuestro espíritu. Hacia dentro va el camino misterioso. En ninguna parte sino dentro de nosotros, está la eternidad con sus mundos, el pasado y el porvenir.
Friedrich von Hardenberg (Novalis), Fragmentos, p. 29

Primero, conocernos a nosotros mismos; después, conocer a los demás seres vivos; por último, conocer el universo. He ahí mi orden de prioridades.

Los dolores deben ser soportables por el solo hecho de ser nosotros mismos los que los originamos, pues no sufrimos más que en la medida en que somos activos en el sufrir.
Ibíd., p. 30

El dolor es una de las dos características que distinguen a los seres superiores de los inferiores: el gusano sufre, la piedra no. Del mismo modo, cuanto mayor grado de perfección alcance un ser, más agudos serán sus dolores: el hombre sufre mucho más agudamente que el gusano. Según esta progresión, cuanto más agudamente sufra un hombre, más evolucionado será. Claro que a los dolores agudos inexorablemente los sucede la otra característica inherente a los seres superiores: la capacidad de experimentar agudos placeres. Es posible que el síndrome maniacodepresivo, que la psiquiatría contemporánea considera una enfermedad, sea el estado espiritual más elevado de todos cuantos el hombre pueda registrar.

A la humanidad le toca desempeñar un papel humorístico.
Ibíd., p. 31

El amor y el humor: si no somos capaces de percibirlos y ofrecerlos, no somos personas.

La propiedad, según nuestro concepto jurídico, es sólo una noción positiva, es decir, una noción que cesará tan pronto como cese el estado de barbarie. El derecho positivo tiene que tener fundamentos positivos a priori. Propiedad es aquello que nos da la posibilidad de exteriorizar nuestra libertad en el mundo de los sentidos.
Novalis, Fragmentos, pp. 34-5
Quien percibe la vida más allá de lo que le dictan los sentidos no necesita de la propiedad para sentirse libre.

El poeta comprende la naturaleza mejor que el sabio.
Ibíd., p. 40

Aquí mi amigo Novalis, según me parece, se confunde, y esta confusión asoma mucho más al leer otro fragmento de la misma página:

El poeta ordena, reúne, escoge, inventa --y a él mismo se le escapa por qué lo hace, exactamente, de esta y no de otra manera.

Si el poeta comprende la naturaleza mejor que el sabio, ¿por qué se le escapa ese "por qué" que al sabio nunca se le escaparía?[1] La confusión viene de unificar en el concepto de "poeta" a dos entidades distintas. En el primer fragmento Novalis se refiere a lo que yo llamo "poeta centrípeto", mientras que en el segundo hace alusión al "poeta centrífugo". Poeta centrípeto es todo ser capaz de percibir la poesía que hay detrás de cualquier forma física o mental; estos seres sí es posible que comprendan la naturaleza mejor que el sabio. El poeta centrífugo, en cambio, se caracteriza no por saber percibir la poesía sino por tener el don de facilitarles esta percepción a otros mediante la contemplación de su arte. Poeta centrípeto es el místico, poeta centrífugo es el artista. El poeta centrípeto lo es si y sólo si además es asceta; el poeta centrífugo lo es por motivos que se desconocen, y es indiferente a su poder artístico el hecho de que sea un asceta o un canalla. Puede haber poetas que sean capaces de desarrollar estas dos facultades a la vez --San Juan de la Cruz, William Blake o Xul Solar serían quizás algunos ejemplos-- , pero lo más frecuente es que los místicos no tengan la habilidad de canalizar hacia el exterior sus visiones, y que los artistas no tengan la capacidad moral necesaria como para ser, además de transmisores, receptores[2].

La poesía es una parte de la técnica filosófica.
ibíd., p. 41

Es la famosa retórica, la misma que tantos pensadores (Aristóteles, Santo Tomás de Aquino, Spinoza) desdeñaron por convicción o por incapacidad --más frecuentemente por ésta que por aquélla-- y que tan indispensable se hace a la hora de que la gente se interese por la filosofía. Pero guarda el hilo, que la retórica es una parte de la filosofía, y por lo tanto debe estar subordinada a las ideas. Un ejemplo hermosísimo de dicha subordinación se nota en los diálogos de Platón; un ejemplo pantanoso de retóricas que se independizan de la razón --que ya no son retóricas sino sofismas-- lo sufrimos en Nietzsche.

La medicina tiene que llegar a ser algo muy distinto de lo que hoy es: ciencia del arte de vivir y ciencia natural de la vida.
Ibíd., p. 43

Lo será cuando los médicos sean, además de médicos, y antes que médicos, filósofos, tal como lo era Hipócrates.

Nuestras enfermedades son todas fenómenos de una sensibilidad más elevada, que quisieran transformarse en fuerzas superiores.
Ibíd., p. 46

Y lo logran, cuando atacan a la gente moralmente sana.

El sueño es un estado mixto del cuerpo y del alma. En él están ambos químicamente ligados; esparcida el alma homogéneamente por el cuerpo todo, el hombre se haya neutralizado. La vigilia es un estado de escisión, un estado extremo, en el que el alma se halla cercada, localizada.
Ibíd., p. 49

En los sueños, mientras nuestra conciencia delira, nuestro inconsciente se nutre con la Realidad misma. Según creo, las verdaderas visiones interiores se dan mientras dormimos.

Hay que separar a Dios de la Naturaleza. Dios no tiene nada que ver con ella. Él es la meta de la naturaleza, aquello con lo cual tendrá un día ésta que armonizarse.
Ibíd., p. 52

Dios es la naturaleza en sí, la naturaleza sublimada.

Todo lo que llamamos azar proviene de Dios.
Ibíd., p. 52

Azar, al revés, se lee "raza". Las razas que piensan al revés creen en el azar.

¿Por qué no tenemos un sentido eléctrico o magnético?
Ibíd., de. 58

Lo tenemos, sólo que no acertamos a descubrir su funcionamiento.

Un instinto absoluto de perfección e integridad es una enfermedad tan pronto como se muestre destructor y nocivo para lo que es imperfecto e incompleto.
Ibíd., p. 59

Un ser superior que se muestra intolerante con los inferiores, es un ser inferior.

La verdad es un error total como la salud una enfermedad también total.
Ibíd., p. 59

Las paralelas se juntan en el punto impropio del plano. Hay otras tantas definiciones de este genio de las letras que acabo de descubrir llamado Novalis que me gustaría transcribir, pero esta vez lo haré sin comentario posterior ninguno que arruine la belleza de la frase:

Hay que estar orgulloso del dolor; cada dolor es un recuerdo de nuestro alto rango (p. 30).

No sólo la facultad de reflexión funda la teoría. Pensar, sentir y contemplar hacen una sola cosa (p. 38).

La separación entre el poeta y el pensador es sólo aparente y desventajosa para ambos. Es indicio de enfermedad y de constitución enfermiza (p. 39).

El pensador sabe hacer, de cada cosa, el todo. El filósofo se vuelve poeta. El poeta representa sólo el grado más sublime del pensador o de aquel que en vez de pensar, siente. (p. 44).

Las enfermedades son un objeto sumamente importante para la humanidad, pues es su número tan inmenso y tan grande la lucha que cada hombre tiene que sostener con ellas. Todavía conocemos de una manera muy incompleta el arte de ponerlas a nuestro servicio. Es probable que sean el estímulo y el objeto más interesante de nuestra reflexión y de nuestra actividad. De seguro se podrán obtener en este terreno frutos infinitos, especialmente, a lo que me parece, en el intelectual, en el moral, en el religioso y no sé qué campo maravilloso más. ¿Llegaré a ser el profeta de esta arte? (pp. 45-6).

Dormir es digerir las impresiones sensitivas. Los sueños son excreciones; se originan por el movimiento peristáltico del cerebro (p. 49).

La fe es la sensación del saber; la idea es el saber de la sensación; el pensamiento, el pensar, predominan en el saber, como el sentir en la fe (p. 51).

Nos imaginamos a Dios de una manera personal, como también nos figuramos nosotros mismos de esta manera. Dios es tan absolutamente personal e individual como nosotros --pues lo que llamamos nuestro yo no es verdaderamente nuestro, sino su reflejo (p. 52).

Dios quiere dioses (p. 52).

Hay que buscar a Dios entre los mortales. El espíritu del cielo se revela del modo más nítido en los sucesos humanos, en nuestros pensamientos y en nuestros sentires (p. 53).

Amor absoluto, independientemente del corazón, fundado en la fe, esto es religión (p. 55).

Generalmente se comprende mejor lo artificial que lo natural. Hace falta más genio, pero menos talento para lo sencillo que para lo complicado (p. 60).

Fragmentos de esta clase son semillas literarias. Bien puede ser que se encuentre entre ellas algún grano vacío, ¿pero qué importa si una nos prende? (P19).



[1] (Nota añadida el 21/8/14.) Ya platón había comprendido tempranamente que los poetas son poetas a pesar suyo: "Respecto a los poetas me di cuenta, en poco tiempo, de que no hacían por sabiduría lo que hacían, sino por ciertas dotes naturales y en estado de inspiración como los adivinos y los que recitan los oráculos. En efecto, también éstos dicen muchas cosas hermosas, pero no saben nada de lo que dicen (Apología de Sócrates, 22b-c).
[2] (Nota añadida el 24/5/4.) Ensayista escocés Thomas Carlyle fue uno de los tantos que negó esta teoría: "En un poeta digno de ese nombre, las facultades del intelecto están entretejidas de modo indisoluble con los sentimientos morales, y el ejercicio de su arte no depende más de la perfección del uno que de los otros. El poeta que no sienta de un modo tan noble como apasionado, no logrará nunca de modo duradero hacer sentir a los demás. [...] por fortuna, el deleite en los productos de la razón y de la imaginación apenas puede separarse de, cuando menos, el amor a la virtud y a la auténtica grandeza" (Vida de Schiller, pp. 153-4). Puede que el poeta centrífugo ame la virtud tan apasionadamente como el poeta centrípeto; lo que sucede es que, a diferencia del centrípeto, el poeta centrífugo suele tener una idea muy peregrina de lo que la virtud sea. Un poeta puede amar hasta el delirio a la virtud, pero si este hombre --poeta, pero no pensador-- supone que la virtud no está reñida con la opulencia, tendremos como resultado un poeta rico, o sea un poeta inmoral. ¿Y alguien sería capaz de restar méritos a la poesía de un Shakespeare o un Goethe, dos de los más grandes poetas que hayan existido jamás (a mí no me consta, pero lo dicen "los que saben") y que han sido, a la vez, dos grandes bellacos, "amantes" de la virtud en teoría y amantes de las riquezas en la práctica? Y la historia del arte confirma que muy pocos poetas tuvieron más escrúpulos que ellos a la hora de repartir sus ganancias.

viernes, 24 de octubre de 2014

Benjamín Franklin y la conveniencia de afeitarse uno mismo

Continúo con Franklin, y con un pensamiento suyo al que suscribo:

La felicidad humana no se debe tanto a los grandes acontecimientos afortunados que raramente suceden, como a las pequeñas ventajas que se presentan cada día. De manera que si se enseña a un pobre joven a afeitarse por sí mismo y a tener su navaja en buen estado, se contribuye más a su felicidad que regalándole mil guineas. El dinero puede gastarse pronto y quedar sólo el remordimiento de haberlo gastado tontamente, pero en el otro caso se libra de la frecuente molestia de esperar a los barberos y de soportar sus dedos a veces sucios, su aliento maloliente y sus navajas sin filo; se afeita cuando más le conviene y goza del placer diario de hacerlo con un buen instrumento (Autobiografía, p. 161).

Y combino esta reflexión con este aforismo de Lichtenberg:

La pregunta: "¿Debe filosofar uno mismo?" Ha de ser contestada, paréceme, en la misma forma que otra semejante: "¿Debe uno afeitarse solo?" Si alguien me preguntara, contestaría así: "Si uno sabe hacerlo bien, es una gran cosa". Está bien, creo, que alguien intente aprender a hacerlo solo, pero que por nada haga los primeros ensayos en su propia garganta. ¡Actúa como ya antes de ti han actuado los más sabios, y no hagas el comienzo de tus prácticas filosóficas en lugares donde un error puede ponerte en manos del verdugo!

Hoy en día ya escasean los barberos de profesión, pero abundan como nunca los sofistas, los profesionales de la filosofía. Es uno de mis grandes objetivos el coadyuvar para que amengüen estos tal como aquellos amenguaron, que cada persona pueda filosofar por sí misma sin poner por ello en peligro su gaznate.

Una prestobarba filosófica, así me veo.

sábado, 18 de octubre de 2014

La receta para la perfección moral según Benjamín Franklin

Refiere Benjamín Franklin en su Autobiografía (pp. 102-3) que alrededor del año 1726 se propuso

el audaz y arduo proyecto de llegar a la perfección moral. Deseaba vivir sin cometer en ningún momento ninguna falta; dominaría todo aquello a que pudieran conducirme las inclinaciones naturales, las costumbres o las amistades. Puesto que sabía, o creía saber, lo que era bueno y lo que era malo, no veía por qué no habría de poder siempre hacer lo uno y evitar lo otro. Pero pronto comprendí que había emprendido una tarea más difícil de lo que me imaginaba.

La empresa era en realidad titánica, pero con ayuda del hábito --supuso Franklin-- podría llegar a buen puerto. A tal efecto ideó una tabla con las virtudes que consideró las más sublimes, las propias de un santo con todas las letras, y se propuso llevarlas a la práctica, pero no todas a la vez, puesto que conocía sus debilidades, sino de una en una, para irlas dominando poco a poco, como quien tiene que pelear contra muchos sujetos y, al saberse derrotado si la emprenden todos juntos contra él, les sugiere que vayan pasando de a uno, que de a uno en fila no tendrá problema en despacharlos. Consideró entonces que si a cada virtud le dedicaba una semana completa, olvidándose hasta cierto punto de las otras y centrándose en esta única para llevarla a la práctica sin fisuras, repitiendo este procedimiento en la siguiente semana con la siguiente virtud, y así con todas, cuando finalizase la prueba sería, a fuerza del hábito, una mejor persona. Con una sola de estas series, claro está, no llegaría ni por asomo a la perfección en cada rubro, por lo que se propuso realizar esta prueba varias veces al año al principio, y luego, ya más cansado del ejercicio, consideró que una vez por año sería suficiente. Dice Franklin:

Empecé la ejecución de ese plan de autoexamen y lo continué, con ocasionales interrupciones, durante algún tiempo. Me sorprendió encontrarme mucho más lleno de faltas de lo que había imaginado, pero tuve la satisfacción de verlas disminuir. [...] en total, aunque no llegué nunca a la perfección que había ambicionado, ni mucho menos, gracias a aquel empeño me convertí en un hombre mejor y más feliz de lo que hubiera sido si no lo hubiera intentado (ibíd., pp. 110 a 112).

Las virtudes que supuso Franklin eran las más apropiadas para, luego de dominarlas, llegar a ser una excelente persona de bien, eran trece, y se propuso practicarlas en el siguiente orden:

1. Templanza (no comer hasta el hartazgo; no beber hasta la exaltación)
2. Silencio (no decir más que lo que puede beneficiar a los otros o a ti mismo; evitar las conversaciones frívolas)
3. Orden (que cada una de tus cosas tenga su lugar; que cada parte de tu trabajo tenga su hora)
4. Resolución (resuelve realizar lo que debas; realiza sin falta lo que resuelvas)
5. Frugalidad (no gastes más que para hacer bien a los otros o a ti mismo; por ejemplo, no desperdicies nada)
6. Laboriosidad (no perder tiempo; estar siempre ocupado en algo útil; suprimir todas las acciones innecesarias)
7. Sinceridad (no valerse de engaños perjudiciales; pensar con inocencia y justicia; si hablas, habla de acuerdo con eso)
8. Justicia (no hagas mal a nadie ni dejes de hacer el bien a que estés obligado)
9. Moderación (evitar los extremos; evitar resentirse de las injurias recibidas tanto como se crea que lo merecen)
10. Limpieza (no toleres la suciedad en el cuerpo, las ropas y la habitación)
11. Tranquilidad (no te perturbes por nimiedades ni por accidentes comunes o inevitables)
12. Castidad (usa raramente del sexo, excepto para la salud o la procreación, nunca hasta el embotamiento y la debilidad, o en perjuicio de tu paz o reputación, o de las de otra persona)
13. Humildad (imitar a Jesús y a Sócrates)


No ha sido Benjamín Franklin, según mi modesto entender, un modelo de perfección humana ni mucho menos. Su abultado abdomen, que es prueba fiel de que no ha sabido dominar la primera de sus magnas virtudes; su abultado capital bancario en un país que por entonces tenía gran parte de su población sumida en la pobreza o la indigencia; sus persecuciones a los indios norteamericanos, las matanzas que en parte gracias a él se perpetraron, todo esto me hace suponer que no les llegó, ni a Jesús ni a Sócrates, ni siquiera hasta la uña del dedo meñique del pie izquierdo. Sin embargo, su sistema de progreso moral es digno de mención, y no solo de mención sino de imitación también, porque al fin y al cabo me parece que no le ha errado tanto Franklin en la selección de virtudes --si bien se le han quedado en el tintero unas cuantas, y no de las menos importantes. Y como yo soy, al igual que lo era Gandhi, una persona a la que le fascina realizar experimentos con la verdad, me propongo experimentar con este método frankliniano de progreso moral tal como él lo aconsejó, de a trocitos, semana por semana, para ir creando el hábito, dándole entonces la derecha por un momento al compañero Aristóteles, que afirmó en su Ética nicomaquea (ll, 6) que la virtud podía incrementarse a través de la práctica cotidiana. Comenzaré la prueba mañana mismo (respetando el mismo orden que Franklin dimensionó) con una semana entera dedicada a la templanza (definida como la definía Franklin, moderación en el comer y en el beber). Teniendo en cuenta mi proverbial habitualidad a las pruebas dietéticas restrictivas, supongo que será una de las semanas más sencillas del raid moral que estoy a punto de comenzar. ¡Recen por mí!

lunes, 13 de octubre de 2014

Malo por naturaleza

Como en una reunión hubiese colegido muchos vicios contra él Zopiro, que se jactaba de percibir el carácter de cualquiera con base en la fisonomía, se rieron de él los demás que no reconocían en Sócrates aquellos vicios; pero fue confortado por Sócrates mismo, pues dijo que aquéllos habían estado innatos en él, pero que los había alejado de sí con ayuda de la razón.
Cicerón, Disputas tusculanas, libro IV, cap. XXXVII, secc. 80


Cosas que hacía yo cuando niño: inyectaba a las gatas peludas con DDT para observar cómo se retorcían, o las asaba a la parrilla, o aún peor, encerraba a los sapos en una mantequera, los enterraba en ella y al día siguiente los desenterraba para confirmar su deceso. Sin duda el gen de la maldad me ha venido de fábrica --porque mi entorno jamás me ha incentivado a realizar tales actos--, y por ello debo estar bien alerta si es que pretendo mejorar mi carácter.

sábado, 4 de octubre de 2014

La elección suprema

El hombre tiene que elegir entre Dios y las riquezas. Esta es la eternamente inmutable circunstancia de la elección, no hay ninguna escapatoria, ni la habrá en toda la eternidad.
Sören Kierkegaard, Los lirios del campo y las aves del cielo

Este mi alejamiento del mundo y de los afectos se deriva, principalmente, de mi por ahora modesto (¡y todavía incipiente!) desdén por las posesiones. Aquel que poco posee, poco es, se creyó siempre y se cree más ahora, y entonces yo quedo de lado. Pero esto ¿es tan así? ¿Es la posesión una condición sine qua non para el florecimiento de la espiritualidad?
Escuchemos, una vez más, a don Miguel de Unamuno:

La autoridad no puede fundarse sólidamente sino sobre la propiedad. [...] en efecto, la autoridad real, la autoridad oficial --y esta autoridad no desaparece, sino más bien se corrobora, en el estado socialista, según Marx, donde las cosas, los intereses, aunque sean los colectivos, gobiernan--, esa autoridad se basa en la propiedad, sea individual, sea colectiva, pero hay otra autoridad, la autoridad personal, la que tiene un sabio, un artista, un héroe, un apóstol, un santo, que no se basa en la propiedad, sino en el espíritu. A esta otra autoridad solemos llamar prestigio. Y no suelen ser los más autoritarios los más prestigiosos.
El hombre es un hijo de la tierra que aspira al cielo --sea cual fuere éste--, un hijo de la materia que tiende al espíritu, un hijo del interés que va a la idea. Se apoya en la propiedad para lograr personalidad, y sin aquélla no puede llegar a adquirir ésta.
La propiedad empieza por ser parte de nuestra persona. El hombre que no poseyera nada, un instrumento útil o cualquiera, aunque sólo fuese un palo, ni se poseería a sí mismo, es decir, no sería hombre. La palanca, el hacha, el azadón, la paleta, son una prolongación de la mano, una parte de la persona.
[...]
Tal es el concepto real de la personalidad, y del que ni podemos ni debemos prescindir. En él toma la personalidad origen. Y el sentido de continuidad, es decir, el sentido conservador, hace que ese concepto realístico de la personalidad humana persista. Pero si en él toma la personalidad origen es para elevarse sobre él. El triunfo supremo del hombre sería sobreponerse a la tierra y a la propiedad, dominarla ("La humanidad y los vivos", ensayo incluido en De esto y de aquello, tomo I, pp. 291-2).

"El hombre que no poseyera nada --dice don Miguel--, aunque sólo fuese un palo, ni se poseería a sí mismo, es decir, no sería hombre". Aquí hay un error, según me parece. No sería hombre si no utilizara ningún instrumento o herramienta, pero utilizar no es lo mismo que poseer. Yo puedo utilizar cosas, valerme de ellas, y sin embargo no poseerlas. Uso el azadón, pero no lo considero mío, y si alguien me lo pide, o me lo arrebata, lo entrego con gusto. Y después está lo otro, lo de que "el triunfo supremo del hombre sería sobreponerse a la propiedad y dominarla". Sobreponerse y dominarla no: sobreponerse y eliminarla. Sin propiedad no se puede llegar a la espiritualidad; eso es algo que me parece obvio. Salvo alguna que otra excepción muy puntual, aquel que se ha elevado a las cimas de la espiritualidad más excelsa se ha valido de la propiedad para el escalamiento[1]. Pero cuidado, porque una vez en la cima la escalera molesta, y más nos conviene deshacernos de ella que cargarla al hombro. ¿Para qué dominarla, si es sólo un medio de transporte? ¡Quemarla, quemarla o regalársela a quien nos mira desde abajo! He ahí la función de la propiedad: un medio, imprescindible si se quiere, para cumplir nuestras más profundas aspiraciones, y un lastre pesadísimo, una impedimenta estorbosa como pocas, a la hora de caminar en las alturas.



[1] En este sentido, la tesis fundamental del marxismo, esa que afirma que lo económico engendra lo espiritual, es correcta: si queremos que todo el pueblo se espiritualice, lo primero que hay que hacer es mejorar su nivel económico. El tema pasa por cómo hacer para mejorar el nivel económico del pueblo empleando medios éticamente deseables, medios virtuosos. Y en esto el marxismo yerra.

domingo, 28 de septiembre de 2014

¿Qué funciona mejor, el comunismo o el capitalismo?


Creo que el juicio que le mereció a Marx el capitalismo era justo. El capitalismo fue un gran avance pero moralmente es injustificable. En el curso de los últimos cincuenta años la productividad industrial se duplicó, pero sabemos que la desigualdad social ha venido aumentando en todas partes menos en los países escandinavos. [...] En Japón el gerente gana, a lo sumo, cuatro veces lo que gana su secretaria. En Estados Unidos gana 50 mil veces lo que gana su secretaria. Una tremenda injusticia, sobre todo teniendo en cuenta que son, casi todos, incompetentes.

Mario Bunge, entrevistado por Magdalena Ruiz Guiñazú, septiembre del 2014

Se lo tiene John Stuart Mill como un pensador liberal, vale decir, partidario del principio de prevalencia de la propiedad privada por sobre la propiedad colectiva o estatal dentro de una determinada sociedad. Esto es correcto, pero tal posición política no lo enceguecía de cara a la realidad social de la Inglaterra del siglo XIX. Es por eso que llegó a incluir este tremendo párrafo procomunista dentro de su obra magna en lo que a economía se refiere:

Si [...] hubiera que elegir entre el comunismo, con todos sus riesgos, y el estado actual de la sociedad, con todos sus sufrimientos e injusticias; si la institución de la propiedad privada implicase necesariamente la consecuencia de que el producto del trabajo se repartiera de la manera en que ahora lo vemos hacer, casi en razón inversa al mismo trabajo: la parte más considerable a los que nunca han trabajado nada, la parte que sigue en importancia a aquellos cuyo trabajo es casi nominal; y así, en escala descendente, disminuyendo la remuneración conforme el trabajo se hace más pesado y más desagradable, hasta llegar al trabajo corporal más fatigoso y extenuante que no puede contar con la certeza de conseguir ganar ni siquiera lo necesario para la vida; si la alternativa fuese esto o el comunismo, todas las dificultades, grandes o pequeñas, del comunismo no pesarían nada en la balanza (Principios de economía política, citado por Bertrand Russell en Retratos de memoria, p. 119).

Claro que después arregla este desaguisado --que a tantos de sus coetáneos capitalistas habrá disgustado-- con este cierre:

Pero, para que la comparación sea posible, debemos comparar lo mejor del comunismo con el régimen de propiedad individual, no como es, sino como podría ser. El principio de la propiedad no ha sido aún puesto en práctica noblemente en ningún país; y, puede ser, que en este país menos que en cualquier otro.


Si los capitalistas no fueran tan mala gente --sostenía Mill--, el capitalismo funcionaría a las mil maravillas. Curioso es que el dato de que este sistema --que funciona, en mayor o menor medida, en buena parte de occidente desde hace 800 años-- jamás ha sido puesto en práctica "noblemente", curioso es que este dato no mueva a nuestro pensador a la idea de que tal sistema tal vez posea, intrínsicamente, algún defecto que hace que las malas gentes se apeguen a él, en calidad de directores, y sometan al resto a esas penosas condiciones y desigualdades ya descritas. No, no es el capitalismo el que falla, sino la gente innoble que siempre se encarga de administrarlo. Y yo le doy la derecha a John en este punto, y agrego que lo mismo sucede con el comunismo, que si termina siempre en tiranías y absolutismos no es porque el comunismo sea una teoría económica incorrecta o inviable, sino porque quienes lo administran o lo administraron hasta el presente en cada una de las sociedades comunistas que aparecieron, han sido gentes de penosa ralea. Y entonces aparece la inevitable pregunta: ¿qué es lo que ocurre?, ¿por qué los dirigentes comunistas terminan siendo siempre tiranos y los capitalistas explotadores? Pues por el sencillo principio que indica que el poder político atrae, por regla general, a las personas explotadoras y tiránicas --con algunas excepciones por cierto (¡Gandhi!). No es casualidad entonces que el régimen de propiedad individual no haya sido, todavía, puesto en práctica noblemente en ningún país, lo mismo que no ha habido tampoco comunismos nobles. Y es que los individuos nobles rara vez se enderezan para esos campos del quehacer humano; y si tienen la fresca intención de dirigirse allí para renovar el aire que en tales esferas se respira, difícilmente llegan a la cima, porque los canallas que en la cima moran ya están avisados de tales intentos y casi siempre los abortan. En definitiva, no interesa tanto qué régimen político predomina en tal o cual sociedad, si el comunismo o el capitalismo, sino qué nivel de nobleza poseen los conductores de tales regímenes y los pueblos regimentados. Al César lo que es del César: la política, y a Dios lo que es de Dios: los valores.

martes, 9 de septiembre de 2014

Tedio y dolor

Se casa Rafael Barrett en abril de 1906, y en febrero de 1907 nace Alex Rafael, su primer y único hijo. Luego del nacimiento, escribe: "Ha nacido y ha llorado; ¡admirable lección, fenómeno extraordinario! Ha bostezado después: ¡inteligencia profunda!" (Moralidades actuales, "Mi hijo"). La vida es dolorosa y tediosa; me adhiero a la idea. Hoy estoy leopardiano.

domingo, 7 de septiembre de 2014

Las ciencias, ¿aliadas o enemigas de la religión?

"El espíritu científico --ha dicho Émile Boutroux-- no sólo es distinto del espíritu religioso, sino que es, precisamente, su negación; ha nacido de la reacción de la razón contra tal espíritu; su triunfo y la desaparición del espíritu religioso son una sola y misma cosa" (Selección de textos, Buenos Aires, editorial Sudamericana, p. 119). A esta sentencia opongo, furibundamente, esta otra, que me parece más atinada: "Lentamente nuestra razón extiende sus leyes a regiones remotas. Lentamente la ciencia integra los fenómenos en una unidad superior, cuya intuición es esencialmente religiosa, porque no es la religión lo que la ciencia destruye, sino las religiones" (Rafael Barrett, "El esfuerzo").

martes, 2 de septiembre de 2014

Algunas disquisiciones sobre el nexo felicidad-virtud

El criminal vive más felizmente que el hombre virtuoso aquí en la tierra. Esto es injusto; luego, es necesario que los criminales al morir se vayan al infierno y los virtuosos al cielo para compensar esta justicia[1]. En estos tres renglones se condensa prácticamente toda la historia escatológica de la humanidad, y teniendo en cuenta que cada cultura difería en su interpretación de lo que era el cielo o el infierno, pero nunca difería en asociar al cielo con algo placentero y al infierno con los dolores. Lamentablemente para la salud de los sistemas religiosos basados en este principio, y afortunadamente para todos nosotros, seamos criminales o virtuosos, un análisis detallado de los placeres y dolores experimentados en toda la historia de la humanidad por individuos de buen o mal carácter parece decirnos que, al revés de lo que muchos suponen, los buenos tienden a ser más felices que los malos[2]. La ilusión de que ocurre lo contrario se debe, según mi punto de vista, a que para evaluar si un hombre es más feliz que otro tendemos a ecuacionar los placeres y dolores de cada uno según nuestro propio gusto y no según una escala objetiva. Si, por ejemplo, a nosotros nos agradan por demás los bienes materiales, tenderemos a creer que cuanto más rico es un hombre más feliz vive, y como es a todas luces evidente que las personas adineradas no son muy compasivas que digamos, sacamos de aquí la errónea conclusión de que los malos tienden a ser felices cuando en realidad deberíamos concluir meramente que los malos tienden a ser ricos, o al menos a desear la riqueza[3]. Y así con cualquier otro placer subjetivizado. Es sabido que a mí me fascina tomar sol; y muchas veces, viendo en una templada mañana la figura de mi gato asoleándose sin preocupaciones en el techo de una casa vecina, me asaltó la idea de que Chatrán era el ser más feliz del mundo en ese momento; no comprendía yo que hay cosas (aunque no muchas) más placenteras que esa, y que aunque tomar sol sea el placer de los placeres, no es correcto suponer que lo que yo siento tomándolo es algo parecido a lo que sienten los gatos, por más ronroneo que produzcan. Los gatos podrán experimentar cierto placer al tomar sol, pero hasta ahí llegan, no pasa de ser algo puramente sensitivo; para convertir el placer en felicidad se necesita espiritualidad, o sea pasión y razón, cosas éstas que los gatos tienen en forma muy precaria, por lo que no pueden sentir lo que yo siento cuando tomo sol. Asimismo, quien ama lo material, y por más que opinen lo contrario los ricachones de la new age, quien ama lo material se aleja proporcionalmente de lo espiritual, y entonces el placer que se puede experimentar en la riqueza es ínfimo comparado con los placeres que perciben los que viven y desean vivir en la pobreza. Pero los placeres sensitivos se dejan ver por los demás, y los placeres que derivan de la posesión de objetos, si bien no se dejan ver tan fácilmente, se deducen por la visión de los objetos mismos, mientras que los placeres espirituales suelen esconderse a la vista de los extraños de modo que éstos pueden llegar a suponer su inexistencia en tal o cual individuo. Primero vemos a un hombre comiendo y bebiendo hasta saturarse con los más refinados platos y pociones espirituosas, y encima acompañado de una voluptuosa señorita y con un Mercedes-Benz esperándolo en la calle; luego vemos a un linyera que sonríe. Nos parecerá obvio que el primer sujeto es más feliz que el segundo, y esto es así porque en el primero percibimos claras señales de que está gozando de sus sentidos y de sus posesiones, mientras que al segundo sólo le contamos una tibia sonrisa que poco nos informa de su condición. Y aunque ni siquiera esté sonriendo, aunque lo veamos serio y con la mirada fija, ¿no podría suceder que nuestro linyera este justo en medio de un éxtasis espiritual tan placentero como mil orgasmos superpuestos en una única relación sexual? Podría suceder, pero nosotros no lo percibimos, y entonces seguimos pensando que el gordito del Mercedes-Benz es más dichoso que aquel loco vestido con harapos. Así es como ha razonado siempre la humanidad; y a este razonamiento incompleto, incompleto como todo razonamiento que utilice sólo la observación y la experiencia para fundamentarse, a este razonamiento debemos la podrida conclusión de que los malos son más felices que los buenos aquí en la tierra[4].



[1] Pero ¿no será mucho una eternidad de tormentos en castigo de unas cuantas décadas de mala conducta? El ojo por ojo y diente por diente, que ya de por sí nos parece inhumano, es el colmo de la caridad comparado con la justicia infernal. No hay teólogo que pueda salvar este punto negro de la teoría escolástica.
[2] (Nota añadida el 11/6/3.) El pícaro Voltaire anduvo errado en muchísimas de sus apreciaciones, pero en este punto supo ver más allá de las vulgares apariencias. En un diálogo suyo titulado Sofrónimo y Adelo, uno de los personajes afirma: "He conocido a muchos hombres malos, a muchos hombres infames, pero ninguno que viviese feliz. No es cosa de ponerse a enumerar aquí todo el pormenor de sus torturas, de sus espantosos recuerdos, de sus constantes errores, de los recelos que los atormentaban con respecto a sus criados, a sus mujeres y a sus propios hijos. [...] Y si así se castiga el crimen, la virtud es recompensada, no en los Campos Elíseos, con los pueriles esparcimientos de un cuerpo que ya no existe, sino en esta misma vida, con la satisfacción interior que da la conciencia del deber cumplido, con la paz del espíritu, el aplauso del mundo y la amistad de los hombres honrados. Así pensaban Cicerón, Catón, Marco Aurelio y Epicteto; así pienso también yo. No es que estos hombres afirmen que la virtud hace al hombre perfectamente dichoso. Cicerón confiesa que semejante dicha no puede ser nunca pura, ya que nada lo es en la tierra. Pero debemos dar gracias al Señor de la naturaleza humana por haber supeditado a la virtud la cantidad de dicha de que es capaz la naturaleza" (citado por David Strauss en Voltaire, p. 190). Del mismo modo Denis Diderot, uno de los fundadores de la Enciclopedia --para la cual Voltaire redactó algunos artículos--, es autor de una Conversación de un filósofo y una generala en la que su alter ego, el señor Crudeli, está persuadido de que "para la propia felicidad en este mundo vale más ser un hombre de honor que un vivo". Y ahora descubro --esto lo agrego el 2/10/5-- que hasta el mismísimo Aristóteles concuerda conmigo: "La vida es por sí misma buena y agradable (lo cual se comprueba por el hecho de que todos la desean, y sobre todo los justos y felices, para quienes la vida es lo más apetecible, y su existencia la más feliz); [...] la vida es apetecible, y particularmente para los buenos (porque para ellos la existencia es buena y agradable, puesto que reciben placer de la conciencia de estar presente en ellos algo bueno en sí mismo)" (Ética nicomaquea, libro IX, cap. IX). ¡Qué pena que la Iglesia Católica, tan devota del estagirita en algunas cuestiones oscuras o irrelevantes, lo haya desdeñado por completo en este punto tan trascendente!
[3] Ojo al piojo: que todos los ricos (en un mundo pobre) sean inmorales no significa que todos los pobres sean buenas personas. Hay pobres que desean la riqueza material tanto o más que los ricos, y con ello demuestran ser tan malos como el más acaudalado accionista, con el agravante de que además son estúpidos por no saber conseguir lo que desean. Para ser bueno y dichoso la pobreza es una condición necesaria, pero no suficiente.
[4] Existen placeres espirituales tan o más escondidos que los del linyera y que sin embargo son inmorales (la vanidad, la soberbia, el sadismo), pero esto no invalida mi razonamiento, sólo nos induce a ser aún más precavidos al juzgar hedónicamente a una persona, a la vez que nos aclara que no todos los placeres espirituales son preferibles a los sensitivos, pues es mejor ser un glotón incurable que un incurable vengativo.

jueves, 21 de agosto de 2014

La improbabilidad del consenso entre los pensadores filosóficos

Acabo de terminar la lectura de una serie de ensayos escritos por Giovanni Papini entre 1905 y 1911 y reunidos en un pequeño libro que dio en llamarse Pragmatismo. La colección es bastante desdeñable según mi criterio, pero existen, aquí y allá, algunas perlas del talento y la clarividencia que años más tarde sabrían adornar el estilo y las ideas del italiano. En una de estas perlas --que es la que rescataré para este momento-- se critica la postura del cientificista que desechando de su área de incumbencia los problemas irresolubles a través del método empírico, endilgándoselos a la filosofía, se queja luego de que los pensadores filosóficos divagan, cada uno en su mundo, y no se ponen nunca de acuerdo entre sí:


Cada ciencia o serie de ciencias, investigando los principios o las explicaciones más generales, hace surgir problemas abstractos, subordinados, más que cualquiera de los otros, a la multiplicidad de las soluciones en razón de su misma generalidad y por la enorme dificultad en aplicar a ellos el control de las experiencias particulares. Mientras las ciencias formaban un todo indiscriminado junto con la filosofía, estos problemas eran padecidos tanto por científicos como por filósofos, pero con el correr del tiempo cada ciencia ha elaborado una parte de sí misma y ha buscado eliminar los denominados problemas últimos, incluso aquellos que surgían de lo que constituía su propia materia, para desarrollar y asegurar la parte más particular y positiva que mejor se prestaba al trabajo asociado y a las aplicaciones prácticas. De esta manera ocurrió que los problemas generales desechados por las ciencias [...] fueron llamados filosóficos por antonomasia y abandonados casi exclusivamente a la reflexión de los filósofos. Ocurrió entonces en torno a la filosofía la concentración de todos aquellos problemas por naturaleza sujetos a la duda y a la opinión personal, dado que son más difícilmente discernibles por el resultado que cada uno ve. Sería lo mismo que si deportaran a una única ciudad a todos los borrachines de un pueblo y luego se la despreciara y burlase de ella por su alto alcoholismo. Cuando una cuestión parecía oscura e interminable por el cálculo o la experiencia se decía: ¡es una cuestión filosófica! Después de esto lamentar la discordia de los filósofos, chivos expiatorios de las dificultades de todos los hombres, es la más perversa ingratitud que haya nacido del más vicioso de los círculos (Giovanni Papini, Pragmatismo, capítulo XI, "Las verdades por la Verdad").

miércoles, 6 de agosto de 2014

Luces y sombras en Spinoza

Los dirigentes de la comunidad ponen en su conocimiento que desde hace mucho tenían noticia de las equivocadas opiniones y errónea conducta de Baruch de Spinoza y por diversos medios y advertencias han tratado de apartarlo del mal camino. Como no obtuvieran ningún resultado y como, por el contrario, las horribles herejías que practicaba y enseñaba, lo mismo que su inaudita conducta fueran en aumento, resolvieron de acuerdo con el rabino, en presencia de testigos fehacientes y del nombrado Spinoza, que éste fuera excomulgado y expulsado del pueblo de Israel, según el siguiente decreto de excomunión: “Por la decisión de los ángeles, y el juicio de los santos, excomulgamos, expulsamos, execramos y maldecimos a Baruch de Spinoza, con la aprobación del Santo Dios y de toda esta Santa comunidad, ante los Santos Libros de la Ley con sus 613 prescripciones, con la excomunión con que Josué excomulgó a Jericó, con la maldición con que Eliseo maldijo a sus hijos y con todas las execraciones escritas en la Ley. Maldito sea de día y maldito sea de noche; maldito sea cuando se acuesta y maldito sea cuando se levanta; maldito sea cuando sale y maldito sea cuando regresa. Que el Señor no lo perdone. Que la cólera y el enojo del Señor se desaten contra este hombre y arrojen sobre él todas las maldiciones escritas en el Libro de la Ley. El Señor borrará su nombre bajo los cielos y lo expulsará de todas las tribus de Israel abandonándolo al Maligno con todas las maldiciones del cielo escritas en el Libro de la Ley. Pero vosotros, que sois fieles al Señor vuestro Dios, vivid en paz. Ordenamos que nadie mantenga con él comunicación oral o escrita, que nadie le preste ningún favor, que nadie permanezca con él bajo el mismo techo o a menos de cuatro yardas, que nadie lea nada escrito o trascrito por él." 
Texto de la excomunión sufrida por Spinoza, publicado por la comunidad judía el 27 de julio de 1656, citado por Carl Gebhardt en Spinoza, pp. 38-9

Así como la Iglesia Católica, después de más de tres siglos, "absolvió" a Galileo de su "herejía", así también deberían reconocer los judíos que con Spinoza le pifiaron fiero[1].

[Spinoza] dio a su doctrina la forma demostrativa de la matemática, porque esta es la que expresa con más perfección el carácter impersonal de la verdad. Que Spinoza era un gran escritor que podía expresar su pensamiento con todo el poder del lenguaje lo demuestran las notas y los apéndices de su Ética, lo mismo que muchas de sus cartas y, sobre todo, su Tratado teológico-político. Pero él no quería actuar por la forma, sino solamente por la verdad.
Gebhardt, ibíd., p. 104

La verdad no tiene por qué ser aburrida: la estética es una de las partes fundamentales de la filosofía. Si nos concentramos sólo en el contenido y despreciamos la forma, obtendremos verdades del tipo "uno más uno es dos", pero no más de ahí pasaremos. Tal vez en el futuro las verdades más trascendentes puedan ser comprendidas mediante fórmulas matemáticas, pero en el presente necesitamos del lenguaje para descubrirlas y para transmitirlas, y cuanto más rico sea ese lenguaje, mejor percibidas serán esas verdades. Los pensadores suelen desdeñar la retórica, pero creo que lo hacen más por impotencia que por convicción, como si los ciegos impulsasen una campaña en contra del abuso televisivo. Si la misión del escritor pensante pasa por masificar sus verdades, deberá darle tanta prioridad al envoltorio como a las verdades mismas, ya que la verdad desnuda es hoy invisible a nuestros sentidos.

Una apariencia sucia y descuidada no nos transforma en Sabios.
Ibíd., de. 107

No todos los que descuidan su apariencia son sabios, pero todos los sabios descuidan su apariencia.

Nuestra capacidad cognoscitiva está en la misma relación con la plenitud de Dios, que la cifra 2 con el infinito.
Ibíd., p. 130

Eso es porque aún no salimos del segundo milenio. En el tercero, habrá un avance significativo: llegaremos a la cifra 3.

El hombre no puede ser concebido como Estado dentro del Estado, sino como ser natural entre otros seres naturales. Lo que rige para unos rige también para los otros. Por eso el reino de la moralidad no puede separarse del reino de la naturaleza, ni someterse a leyes propias y de otra especie. La unidad de la naturaleza fundada en Dios exige que todo sea regido por las mismas leyes. [...] Esto muestra hasta la evidencia que la esencia de la filosofía de Spinoza es el dinamismo. Sería interpretar equivocadamente la peculiaridad de su sistema considerarlo como un voluntarismo, pues para Spinoza voluntad y entendimiento forman una unidad indivisible. Pero voluntad y entendimiento son expresión de esa fuerza que aparece en el hombre y en todas las cosas como impulso de auto-afirmación y que lleva a la teoría de que los deseos del hombre son la esencialidad misma. Este impulso de realizar su ser que yace en lo más profundo del hombre, no es negado sino afirmado por la ética de la inmanencia. Según Spinoza virtud y poder son idénticos. Pero entonces la misión de la ética sólo puede consistir en señalar el recto camino que permite al hombre realizar su esencia.
Ibíd., pp. 142-3

Señalar el camino y persuadir a los hombres de que lo sigan, pero nunca obligándolos a caminar mediante decretos o mandamientos.

Ver en Spinoza sólo al consecuente partidario del determinismo científico, indispensable para el conocimiento moderno de la naturaleza, es olvidar que Spinoza es también el creador del concepto ético moderno de la libertad, de la libertad inmanente. Ya en la teoría de la divinidad queda señalado que la libertad no consiste en el libre albedrío de obrar a capricho, porque todo albedrío dispara el mecanismo natural de la motivación; en realidad, libertad y necesidad son coincidentes. No hay oposición entre libertad y necesidad, sino entre libertad y coerción. Esclavo es el que obra determinado por causas externas, libre el que sólo obra según su propia ley.
Ibíd., p. 144

Tengo motivos para ser determinista, y son esos motivos los que precisamente me determinan a ser determinista. Los albedristas que tienen motivos para serlo, sólo por tener motivos ya los abandona la lógica: su albedrismo está predeterminado. Un albedrista coherente no puede jactarse de tener motivos que apoyen su idea. Podrá decir que la idea del libre albedrío no le nació racionalmente sino intuitivamente, pero es lo mismo: está determinada por un presentimiento. Sostener esta idea, según intuyo, es algo así como hablar de la blancura del color negro.

Spinoza rechaza todos los expedientes morales ajenos a la pura actividad del hombre, no sólo la esperanza y el miedo, que crean una moral de esclavos, sino también la compasión y el arrepentimiento; el sentimentalismo no es un afecto activo, sino pasivo y, por tanto, inmoral de suyo.
Ibíd., p. 147

Pero Spinoza, ¿estaba completamente seguro de que sus ideas eran verdaderas? Si lo estaba, era un dogmático, con lo que me admiración por él decrecería significativamente. Y si no lo estaba, entonces decía lo que decía porque se tenía fe, porque tenía la esperanza de que sus pensamientos coincidiesen en algún grado con la verdad inmutable. El espíritu del hombre sólo puede manifestar tres estados: desesperanza, esperanza y seguridad. La desesperanza es incompatible con la vida: quien vive desesperanzado, a la larga se aniquila. La esperanza es compatible con la vida y con el deseo de felicidad, que es lo que más se aproxima, de todo lo que conocemos, a lo que es la felicidad en sí misma. Por último, el estado de seguridad es compatible con la vida, pero sólo dos clases de seres están seguros de lo que piensan: los seres perfectos y los orates. Y como estoy persuadido de que Spinoza no era ni lo uno ni lo otro, tomaré su rechazo a la esperanza sólo en el sentido de una esperanza celestial como la que pregona la Iglesia, pero no en el sentido completo del término, que para mí significa el creer en algo que no está plenamente demostrado como verdad, o el creer, al menos mínimamente, que nuestro futuro, por uno u otro motivo, está sembrado de placeres. Yo estoy seguro de que el teorema de Pitágoras es verdadero, pero si me preguntan si el alma humana tiende a la felicidad, sólo pudo contestar que tengo la esperanza de que así sea, esperanza futura sin la cual es imposible la felicidad presente.
Respecto de los sentimientos de compasión y arrepentimiento, tratemos de no meterlos en la misma bolsa. El arrepentimiento es hijo de la ignorancia, del total desconocimiento o negación de la hipótesis determinista, que incluso si no fuese cierta en forma radical, inexorablemente se comunica con la herencia y la educación y por lo tanto nos hace ver que, si somos culpables de algo, lo somos en grado mínimo. Este sentimiento, por estar ligado a la ignorancia, es por supuesto inmoral; pero el sentimiento de compasión no está ligado a ninguna ignorancia: aparece y ya. Es cierto que aparece debido a causas externas, a saber, el percibir el dolor ajeno, y que por eso podría merecer el calificativo de "afecto pasivo"; pero digo yo, ¿no era que en la filosofía de Spinoza todos los seres compartían la misma sustancia? Si es así, yo siento el dolor ajeno como algo inherente a mi misma esencia, y entonces esta sensación es tan interna como la que más: es un afecto activo. Y después está la prueba del amor: pongo a dos hombres frente un pequeño gatito y comienzo a cuerearlo vivo valiéndome de una yilet. El primero, un estoico, corre a salvarlo "por obligación moral", sin experimentar emoción alguna. El segundo, en cambio, se me acerca sudoroso, temblando y con los ojos bañados en lágrimas, aunque sin cólera. El primero lo salva por precepto, porque su código de conducta, previamente delineado, así lo establece. El segundo lo salva porque su corazón se lo implora, no por sentirse obligado a ello. Ahora quiero que alguien me aclare cuál de los dos fue arrebatado por un afecto activo y cual por un afecto pasivo, porque se me hace muy difícil creer que no inmutarse ante la tortura de otro es algo activo y algo moral. Más bien parece todo lo contrario[2].



[1] (Nota añadida el 8/11/3.) Trascendieron algunos detalles --que cada quien puede creer o no-- de lo que aconteció en esa histórica ceremonia: "Por fin había llegado el día de la excomunión, reuniéndose enorme gentío para asistir al lúgubre acto. Éste empezó encendiéndose [...] una serie de velas negras, y abriéndose el arca sagrada que guarda los libros de la ley mosaica. De esta forma se incitó la fantasía de los creyentes para todo el horror de la escena. El gran rabino, antiguamente amigo y preceptor, ahora el enemigo más mortal del reo, tuvo que ejecutar la sentencia. Quedó de pie, conmovido por el dolor, pero inflexible. El pueblo le observó consuma expectación. Desde lo alto canturreó en melancólicas voces el cantor las palabras de la execración, mientras que desde el otro lado se mezclaban con estas maldiciones los sonidos penetrantes de una trompeta. Ahora se inclinaban las velas negras cayendo la cera derretida gota por gota en un gran recipiente lleno de sangre (Lewes, Historia biográfica de la filosofía, citado por Henry Ford en El judío internacional, de. 142). Según Ford, antes de excomulgarlo "se le ofreció al joven Spinoza la suma de mil florines al año, si se callaba con sus convicciones, asistiendo de vez en cuando al culto en la sinagoga. Spinoza la rehusó indignado, resolviendo a ganarse el sostén de su vida pulimentando lentes para instrumentos ópticos". Por último, una paradoja: el nombre de pila del maldito Spinoza era Baruch, que significa bendito...
[2] (nota añadida el 31/5/3.) Spinoza, como buen estoico, rechazaba el sentimiento de compasión por considerarlo inmoral y afeminador del carácter del hombre virtuoso. Sin embargo, ¿qué es un estoico? Un estoico es un cínico socializado, o más bien un cínico que ha claudicado y ha perdido buena parte de su autarquía. Es --digámoslo con toda las letras-- un cínico degenerado. Pues bien: ¿alguien podría juzgar a Diógenes, Antístenes o Crates como seres afeminados? No lo creo; y es el caso que estos monumentales señores, si hemos de darle la razón al filólogo austríaco Theodor Gomperz, profesaban "una calurosa compasión hacia los desventurados y oprimidos" (Pensadores griegos, libro 4º, cap. VII, parág. 7). Si así era, si los cínicos eran compasivos en el sentido propio del término, no limitándose a ir en auxilio de los desvalidos por puro deber, sin emocionarse durante el proceso..., si así era, digo, ya tenemos un nuevo motivo para gritarle a Spinoza y a todos los estoicos --y que me perdone Epicteto--, para gritarles este merecido insulto: ¡Degenerados!