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sábado, 3 de febrero de 2018

Gustav Fechner y el libre albedrío


Gustav Fechner, al igual que yo, era pampsiquista. Decía que todos los animales, todas las plantas y todos los astros tienen alma, pero lo curioso es que les adjudicaba a esas almas, no a todas pero sí al menos al alma humana, una voluntad libre independiente de la voluntad divina. Esto constituye una inconsecuencia en su doctrina. Si el cuerpo de Dios es el mundo, y nosotros somos órganos de dicho cuerpo, ¿no se deduce de aquí que nosotros, en tanto que órganos, dependemos de las órdenes del cuerpo para movilizarnos, que carecemos de cualquier autonomía que nos pueda llevar a desoír las sugerencias del cuerpo íntegro y hacer lo contrario de lo que nos prescribe? A mí me parece de lo más claro que si adoptamos esta filosofía de concebir al mundo como un ser vivo y a todas las criaturas como partes constituyentes de ese ser divino, dichas criaturas no pueden tener algo así como una voluntad libre, sino que deben depender, deben estar manipuladas por el ser dentro del cual operan. Sería como si un músculo de nuestro brazo por ejemplo, quisiera moverse con independencia de las órdenes que recibe del sistema nervioso. Puede un músculo moverse involuntariamente, pero esto significa simplemente que se mueve contra la voluntad consciente, nunca en contradicción con los resortes que, inconscientemente, los nervios activan. Yo no le ordeno a mi corazón que palpite pero igual palpita, porque se lo ordena mi cerebro, lo quiera yo o no lo quiera. Y del mismo modo, no puede una persona, si la estamos considerando como un organismo dependiente de un Todo que la incluye, no puede realizar actos por propia cuenta, porque el Todo es el que manda. Fechner no lo creía así, y dedica el capítulo VIII de La cuestión del alma a intentar probar que la idea del libre albedrío no es incompatible con su sistema. Falla desde luego, como falló Leibniz en su Teodicea en similar encrucijada, con la diferencia de que Leibniz me parece que creía, en su fuero interno, que lo del libre albedrío era un divague y solo defendía esta idea para congraciarse con la gente que lo leía, mientras que Fechner estaba convencido de la existencia de la libre voluntad. Como buen creyente, necesitaba del amor de Dios y del de todas las criaturas, y como mal creyente, creía que el acto de amar se haría imposible dentro de un mundo determinista. “¿Cómo se puede amar algo que funciona como una máquina?” (ibíd., p. 146). Si hubiera comprendido que el amor no pregunta, no interroga, sobre cuestiones metafísicas, sino que simplemente se presenta, sin consideraciones racionales de ningún tipo, si hubiera comprendido esto se habría evitado la escritura de ese largo capítulo que a nada conduce excepto a la sospecha de que lo que le interesaba no era la recta trabazón de ideas, ni la posibilidad de poder amar y que lo amen, sino lo que le interesa a la mayoría de los que adhieren a esta idea eclesiástica de la libre voluntad: el castigo, en esta vida o en la otra, a todas las personas que consideramos pecadoras.
Otro ídolo que se me cae, y van…[1]


[1] El libre albedrío, en la mente de un cristiano, suele anexarse a la idea de que debemos actuar bien con el objetivo de granjearnos algún beneficio (eventualmente el cielo), o evitarnos algún dolor de cabeza (eventualmente el infierno). Actuar bien desinteresadamente, sin ningún objetivo a la vista, es un desiderátum que se acerca más al concepto de gracia divina que al de una voluntad enteramente libre. John Smith, pensador inglés del siglo XVII, llegó a una parecida conclusión: una vez que vemos que a Dios no hay que servirlo para ganar algo sino por amor —pensaba—, ya veremos por qué no necesitamos ni debiéramos reivindicar la posesión de un libre albedrío de tipo extensivo (cf. Jerome Schneewind, La invención de la autonomía, X, 5).

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