Gustav Fechner, al igual que yo, era
pampsiquista. Decía que todos los animales, todas las plantas y todos los
astros tienen alma, pero lo curioso es que les adjudicaba a esas almas, no a
todas pero sí al menos al alma humana, una voluntad libre independiente de la
voluntad divina. Esto constituye una inconsecuencia en su doctrina. Si el
cuerpo de Dios es el mundo, y nosotros somos órganos de dicho cuerpo, ¿no se
deduce de aquí que nosotros, en tanto que órganos, dependemos de las órdenes
del cuerpo para movilizarnos, que carecemos de cualquier autonomía que nos
pueda llevar a desoír las sugerencias del cuerpo íntegro y hacer lo contrario
de lo que nos prescribe? A mí me parece de lo más claro que si adoptamos esta
filosofía de concebir al mundo como un ser vivo y a todas las criaturas como
partes constituyentes de ese ser divino, dichas criaturas no pueden tener algo
así como una voluntad libre, sino que deben depender, deben estar manipuladas
por el ser dentro del cual operan. Sería como si un músculo de nuestro brazo
por ejemplo, quisiera moverse con independencia de las órdenes que recibe del
sistema nervioso. Puede un músculo moverse involuntariamente, pero esto
significa simplemente que se mueve contra la voluntad consciente, nunca en
contradicción con los resortes que, inconscientemente, los nervios activan. Yo
no le ordeno a mi corazón que palpite pero igual palpita, porque se lo ordena
mi cerebro, lo quiera yo o no lo quiera. Y del mismo modo, no puede una
persona, si la estamos considerando como un organismo dependiente de un Todo
que la incluye, no puede realizar actos por propia cuenta, porque el Todo es el
que manda. Fechner no lo creía así, y dedica el capítulo VIII de La cuestión del alma a intentar probar
que la idea del libre albedrío no es incompatible con su sistema. Falla desde
luego, como falló Leibniz en su Teodicea
en similar encrucijada, con la diferencia de que Leibniz me parece que creía, en
su fuero interno, que lo del libre albedrío era un divague y solo defendía esta
idea para congraciarse con la gente que lo leía, mientras que Fechner estaba
convencido de la existencia de la libre voluntad. Como buen creyente, necesitaba
del amor de Dios y del de todas las criaturas, y como mal creyente, creía que
el acto de amar se haría imposible dentro de un mundo determinista. “¿Cómo se
puede amar algo que funciona como una máquina?” (ibíd., p. 146). Si hubiera
comprendido que el amor no pregunta, no interroga, sobre cuestiones
metafísicas, sino que simplemente se presenta, sin consideraciones racionales
de ningún tipo, si hubiera comprendido esto se habría evitado la escritura de
ese largo capítulo que a nada conduce excepto a la sospecha de que lo que le
interesaba no era la recta trabazón de ideas, ni la posibilidad de poder amar y
que lo amen, sino lo que le interesa a la mayoría de los que adhieren a esta
idea eclesiástica de la libre voluntad: el castigo, en esta vida o en la otra,
a todas las personas que consideramos pecadoras.
Otro ídolo que se me cae, y van…[1]
[1] El libre albedrío, en la mente de un
cristiano, suele anexarse a la idea de que debemos actuar bien con el objetivo
de granjearnos algún beneficio (eventualmente el cielo), o evitarnos algún
dolor de cabeza (eventualmente el infierno). Actuar bien desinteresadamente,
sin ningún objetivo a la vista, es un desiderátum que se acerca más al concepto
de gracia divina que al de una voluntad enteramente libre. John Smith, pensador
inglés del siglo XVII, llegó a una parecida conclusión: una vez que vemos que a
Dios no hay que servirlo para ganar algo sino por amor —pensaba—, ya veremos
por qué no necesitamos ni debiéramos reivindicar la posesión de un libre albedrío
de tipo extensivo (cf. Jerome Schneewind, La
invención de la autonomía, X, 5).
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