Páginas

jueves, 18 de octubre de 2018

Pessoa eterno


Neófito, no hay muerte.
Fernando Pessoa, “Iniciación”

“¡Luz, más luz!”. Esas fueron, según la leyenda, las últimas palabras de Goethe. Fernando Pessoa, admirador del poeta alemán, no se quiso quedar atrás. Después de tres días de internación en el Hospital San Luis de los Franceses de Lisboa, y ya en plena agonía,

abrió los ojos, miró en torno, y viendo que no veía [...], pidió que le dieran sus lentes. “Denme los anteojos”, murmuró, semicerrando los ojos neblinosos. Fueron estas sus últimas palabras. Como Goethe, pero sin ostentación ni solemnidad, con la modestia de un “corresponsal extranjero de casas comerciales”, el poeta pedía la única cosa que, en verdad, le volvía el mundo más claro, en su ilusoria apariencia: los anteojos que el oftalmólogo le había recetado (JGS, p. 497).

Goethe pidió luz. Pessoa ya la tenía, solo necesitaba sus anteojos para poder aprovecharla. Hasta en sus últimos momentos quiso ver. Quizá, como Alberto Caeiro, quiso ver sin entender; quizá quiso las dos cosas. ¿Y qué vio y qué conoció en ese instante postrero? Lo que, como iniciado que era, anhelaba:

Avispero de contradicciones, polípero de imágenes, enjambre de personalidades, ventarrón de concepciones; de una verdad estaba seguro finalmente: de que muriendo comenzaba a vivir (ibíd., p. 499).

Si comenzó para él la vida eterna en ese instante, no lo sabemos. Sí sabemos que comenzó este mundo terrenal a conocerlo, a venerarlo e incluso a quererlo como en vida no lo quisieron. Fernando Pessoa, muriendo, se hizo eterno en nosotros, comenzó a vivir en nosotros. Su literatura consiguió ese milagro. El otro, el que realmente interesa, mejor que quede en el misterio.
No busques ni creas: todo es oculto.

miércoles, 17 de octubre de 2018

El hombre de genio no es de su tiempo


Decía Pessoa, parafraseando a Goethe, que el hombre de genio solo es de su tiempo por sus defectos, esto es, por las limitaciones de su genio. O lo que es lo mismo: el hombre de genio solo es de su tiempo en la medida en que no es un hombre de genio.
Supongamos, como a veces supongo, que yo soy un genio. ¿Por qué asunto seré admirado inmediatamente después de publicado este diario? Primeramente, por mis narraciones disolutas, por mis desbordes alcohólicos y sexuales. Es decir, por lo más alejado a la genialidad que tiene mi literatura. Luego las generaciones venideras terminarán admirando mi teoría ética. Se cumplirá así en mí la regla de Goethe-Pessoa.

9:28 a.m.
Pessoa –ya lo he dicho-- se sospechaba genial. “Se me puede imputar la creencia de que soy un genio. ¡Me resigno a ello sin objeciones!” (EGL, p. 48). Y Bernardo Soares lo confirma:

Proyectos, los he tenido todos. La Ilíada que compuse tuvo una lógica de estructura, una concatenación orgánica de epodos que Homero no podía conseguir. La perfección estudiada de mis versos por completar en palabras deja pobre la precisión de Virgilio y floja la fuerza de Milton. Las sátiras alegóricas que hice sobrepasaron todas a Swift en la precisión simbólica de los particulares exactamente ligados. ¡Cuántos Verlaines he sido! (LDD, § 329).

 Mi propia genialidad está más en duda que la de Pessoa[1], pero tal vez sea lo que explica mis proverbiales impericias para casi todo lo que no sea escribir:

El hombre de genio, en la medida en que es competente dentro de su oficio, es incompetente en otros. Y lo es en un grado superior a otros hombres, porque es esclavo de su oficio hasta un punto al que ningún trabajador llega. Asombra más y causa mayor pesar descubrir a un poeta capaz de dibujar, que encontrar un carpintero que sepa cuidar flores. En este último caso, la especialización solo abarca las facultades que cualquier obligación profesional exige; en el primero, abarca cualidades de sentimiento, de emoción, de meditación, que no solo no intervienen en otras actividades profesionales, sino que no deben participar, a fin de que no peligre la ejecución perfecta. [...] El hombre de genio, en la medida en que nace competente para su oficio creador, es inepto para un gran número de cosas de la vida social (EGL, pp. 52-3).

¿Y pretenden que además deje los vidrios de la casa inmaculados y conduzca como un as del volante? El hombre de genio apuesta todo a su obra y no se ocupa que nada que no se relacione, directa o indirectamente, con ella. Cita Pessoa el ejemplo de Oscar Wilde, quien era un literato a medias, pues “se dedicaba a la cultura de la conversación y de todas las complejas futilidades que la mera convivencia implica” (p. 53). Tenía pasta de genio, pero no llegó a serlo por haber permanecido largo tiempo imbuido en esas fruslerías de salón. Pero es que en realidad la materia prima de la genialidad no estaba presente en alto grado en este artista; de ser así habría sentido repulsión y no atracción por ese mundillo de tertulias y banquetes. El propio Wilde lo dijo: Puse todo mi genio en mi vida, y solo mi talento en mis obras”. Fue una lástima que así haya sido. Una lástima para la posteridad, una alegría para quienes lo trataron.
La marca del genio —al menos del genio filosófico o artístico— es la incomodidad ante lo social excesivo. Si después socializa, por obligación o por lo que fuere, es otro tema, el hecho esencial es que sienta desagrado ante esta socialización. Hay excepciones a esta regla: Sócrates es la más concluyente.

12:39 P.M.
Un joven Pessoa escribe, entusiasmado, esta declaración el día 21 de noviembre de 1914:

Hoy, al tomar la decisión de ser Yo, de vivir a la altura de mi tarea y por consecuencia despreciar la idea de atraer la atención y mi sociabilidad plebeya, he entrado en plena posesión de mi Genio y tengo la divina conciencia de mi Misión (AP 2003).

Tenía a la sazón veintiséis años.
¿Cuándo tomé conciencia de mi misión divina y comencé a sospechar una posible genialidad en mi escritura o en mis pensamientos? En 1995 (véanse las entradas del 25/7/95 y 17/10/95). Tenía a la sazón veintiséis años.
Creo que Pessoa, previo paso por algún otro cuerpo, reencarnó en mí.


[1] También Pessoa, en ciertos momentos de duro pesimismo, descreía de su genialidad: “¿Genio? En este momento / cien mil cerebros se consideran en sueños genios como yo, / y la historia no marcará, ¿quién sabe?, ni a uno de ellos, / ni habrá sino estiércol de tantas conquistas futuras. / No, no creo en mí” (Álvaro de Campos, “Tabacaria”, AP 163).

martes, 16 de octubre de 2018

Genio y locura en Pessoa


Nunca hubo un gran ingenio sin alguna mezcla de locura.
Séneca, De la tranquilidad de ánimo, cap. XVII

Para ser un genio hay que estar un poco loco. Pero solo un poco, no demasiado. No existe una relación directa entre el grado de genialidad y el de locura. Más bien sucede al revés, que siendo necesaria la locura para que aparezca la genialidad, si la locura es excesiva, la genialidad no despega:

La afirmación [...] según la cual el tamaño del genio corresponde al de la neurosis, es absolutamente falsa. No es en los altos picos de la genialidad donde encontramos la locura; es, más bien, en los niveles inferiores de la capacidad de innovación humana. Un Dante, un Milton, Un Goethe, un Víctor Hugo no son patentemente neuróticos, solo lo son si los sometemos a una investigación paciente. Pero en los genios de segundo o tercer orden [...] la neurosis o la locura se manifiestan patentemente (Fernando Pessoa, EGL, pp. 136-7).

No exageremos nuestras locuras si no queremos pasar a la posteridad como genios menores. Y demos gracias al Cielo por esta bendición maldita. Bendición no hay duda de que lo es, porque la obra del genio hace más llevadera la vida de los que aprendieron a valorarla. Pero es una bendición flaca para el que la carga, porque según Pessoa lo vuelve nervioso, desamorado, triste y desasosegado:

El hombre de genio nace extremadamente nervioso [...], aunque también en condiciones y bien preparado para un tipo de trabajo que cada vez más socava su constitución nerviosa. Vemos así que el genio existe gracias a una característica —un temperamento extremadamente nervioso— que también lo tortura, que reacciona contra sí.

El artista fuerte mata en sí mismo no solo el amor y la piedad, sino las mismas semillas de la piedad y el amor. Se hace inhumano en virtud de su gran amor por la humanidad; de ese amor que lo impulsa a crear arte para el hombre.

El genio es la mayor maldición con la cual Dios puede bendecir a un hombre. Debe ser sobrellevado con las mínimas quejas y lamentos posibles, con la mayor conciencia que alguien pueda tener de su tristeza divina (ibíd., pp. 142 y 57).

11:48 p.m.
Existen, según Pessoa, tres tipos de genios: los genios artísticos o filosóficos, los genios políticos y los genios militares. Los primeros remodelan el psiquismo de las aristocracias; los segundos, el de las clases medias; los terceros, el de las clases bajas. Las ideas filosóficas

actúan primero sobre las élites. De esas élites salen los políticos que dominan al pueblo, y que, inevitablemente, de un modo u otro, se dejan influenciar por esas ideas rectoras (EGL, p. 45).

Yo no creo ser un genio, pero hay días en que abrigo alguna esperanza. Y si soy genial, mi genialidad filosófica no influirá, como dice Pessoa, en las aristocracias, sino que recalará directamente, sin intermediarios, sobre el psiquismo de las clases medias.

lunes, 15 de octubre de 2018

Pessoa el fracasado


Aunque siempre querido por sus familiares, “Fernando Pessoa fue considerado siempre un fracasado. Al fin y al cabo, no había rematado sus estudios universitarios, no disfrutaba de un empleo estable, no había hecho fortuna ni había ascendido en la escala social” (CT, p. 43). Yo también era considerado un fracasado por mis familiares… hasta que conocieron mi casa en Escobar. Literariamente, sin embargo, todavía siguen suponiendo que soy un fracaso.

12:20 a.m.
Pessoa y sus heterónimos —en especial Álvaro de Campos— utilizaban con cierta frecuencia la palabra mierda. En eso también nos parecemos: tan solo en mi libro primero la escribí cuarenta y cinco veces.

2:10 P.M.
Pessoa no era un ser colérico. “Siempre fue extremadamente delicado, fácil de contentar, no recuerdo verlo enfadado nunca”, dijo su medio hermana Henriqueta Madalena. Y Teca —otra de sus medio hermanas— lo confirma: “Nunca lo vi exaltado” (citadas en CT, pp. 61-2). Yo tampoco me exalto con nadie, excepto conmigo mismo. ¿Pessoa se exaltaba con él mismo? No hay registros. Creo que su ataraxia era mayor que la mía.

5:29 P.M.
Según Pessoa, “se crece mentalmente hasta los cuarenta y cinco años” (carta a João Gaspar Simões, AP 2987). Si entendemos esto en un sentido puramente intelectual y raciocinante, yo creo también que la mente, a una determinada edad, comienza su descenso, pero ubico este punto de inflexión —hablando en general, puesto que no es el mismo en todos los individuos— bastante más allá de donde lo pone Pessoa: en honor a Kant, lo supongo a los sesenta. ¿Se me fue la mano? Veremos. Veremos qué ideas concibo dentro de diez años.

8:30 p.m.
Habiendo sido criado en Durban, en donde las tormentas son singulares por lo intensas y ruidosas, quedole a Pessoa un pavor a estos meteoros que lo acompañó durante toda su vida. Almada Negreiros, en relación a esto, relató un incidente ocurrido en el café Martinho da Arcada, cómico para todos excepto para el propio Pessoa:

Exploto súbitamente una tremenda tormenta de truenos y una memorable tempestad. Lluvia y más lluvia, con ruido, viento, relámpagos, truenos, un no parar. Fui a la puerta y grité hacia fuera — ¡Vivan los rayos! ¡Vivan los truenos! ¡Viva el viento! ¡Viva la lluvia! Cuando volví a la mesa ya no estaba. Pero había un pie bajo la mesa. Era él completo. Tiré de él, pálido como un difunto transparente. Lo levanté inerte si no muerto (citado en CF, p. 75).

En carta a Gaspar Simões, Pessoa parece querer explicar ese comportamiento: “Solo la falta de dinero (en el momento mismo) o un tiempo de tormenta (mientras dura) son capaces de deprimirme” (AP 1072).  Pero ese pie que asomaba por debajo de la mesa no indicaba una depresión, sino un terror pánico.
Me alegro de que en Buenos Aires —la ciudad en donde nací, la ciudad que seguramente me verá morir— las tormentas no sean tan terroríficas como en Durban.

domingo, 14 de octubre de 2018

Pessoa y el olor de la gloria


Habla el Barón de Teive (semiheterónimo de Pessoa, igual que Bernardo Soares):

Para que un hombre pueda ser distintivamente y absolutamente moral, tiene que ser un poco estúpido. Para que un hombre pueda ser absolutamente intelectual, tiene que ser un poco inmoral. No sé qué juego o ironía de las cosas condena al hombre a la imposibilidad de esta dualidad en grande (La educación del estoico, p. 18).

Esto es algo parecido a lo que decía Jules Renard: "El amor mata la inteligencia. Como en el reloj de arena, el uno solo se llena si el otro se vacía". Ya refuté este aforismo en su momento (ver las entradas del 6/1/96 y 20/7/97), solo agrego ahora que según mis estudios plasmados en la entrada del 20/10/97, el individuo ideal, aquel que mantiene sus tres componentes temperamentales en perfecto equilibrio, posee a la vez un máximo de bondad unido a un máximo de inteligencia (trascendente).

9:22 A.M.
“Teive es el propio Pessoa. [...] Es aristócrata, como se imagina Pessoa, y adinerado, como Pessoa quería ser” (CF, p. 380). Sí, quería ser millonario, no tenía ningún prurito ético que se lo impidiera. La única condición era que sus millones no le impidiesen escribir. Tener dinero no para disfrutarlo, sino para comprar tiempo dedicado a la escritura. Pero nunca lo consiguió, nunca dispuso de demasiado dinero —excepto cuando recibió la herencia de su abuela Dionísia, que dilapidó rápidamente como ya hemos visto—.
Pessoa quería ser rico pero nunca lo fue; yo quiero ser pobre y soy rico. En estos asuntos no nos parecemos.

10:52 A.M.
El genio literario, ¿debe o no debe ocuparse de hacer lo necesario para que su legado perdure? Eso depende, dice Pessoa, del tipo de hombre que el genio sea:

El interés deliberado de un genio por sus obras, la publicación cuidadosa de ellas y su organización pensando en la posteridad dependen de si ese genio es un hombre de voluntad firme y de propósitos fijos, alguien que se preocupa mucho por sí mismo. Basta que sea un borracho empedernido para que toda la preocupación se vaya a la porra (EGL, p. 276).

Parece dar a entender que no se preocupará por estas cuestiones, que solo escribirá lo que tenga que escribir y que del ordenamiento y la publicación se preocupen los demás si es que quieren. Pero sabemos que no fue así.

En varias oportunidades se refirió Pessoa, en los últimos años de su vida, al propósito de cambiar de domicilio y buscar en algún lugar de los alrededores de Lisboa una vivienda más adecuada que le permitiese ordenar y rematar la obra. [...] Son varias las fuentes que señalan que en los últimos tiempos de su vida Pessoa asumió un esfuerzo, al parecer no compensado por el éxito, encaminado a ultimar de forma razonable su obra. (CT, p. 212 y 214).

El mismo Pessoa lo cuenta en una carta a Ofelia:

…Es la ocasión de realizar mi obra literaria, completando unas cosas, agrupando otras, escribiendo otras que están por escribir. Para realizar esa obra necesito tranquilidad y cierta soledad.  […] Toda mi vida futura depende de si consigo hacer esto pronto (carta del 29/9/29, citada en Cartas a Ophélia, p. 108).

Ciertamente fue grande su preocupación por darle un formato coherente a todo el material acumulado, aunque su ocupación no estuvo a la altura de su preocupación.
En una carta fechada el 28 de julio de 1932 dirigida a João Gaspar Simões, escribe Pessoa: “Estoy comenzando —lentamente, porque no es cosa que pueda hacerse con rapidez— a clasificar y revisar mis papeles” (AP 1087). Afirma Simões que Pessoa estaba convencido de que se iba a morir tempranamente y que por ello tenía que apurarse. “Había pues que encerrarse en casa, poner manos a la obra y aprovechar el tiempo de vida que le quedaba —los astros no le prometían longevidad— para organizar su obra y comenzar la publicación de sus libros” (JGS, p. 486). Tres años después lo sorprendió la muerte[1] sin haber concluido aquellas revisiones y clasificaciones. Yo tengo el deseo de publicar los primeros libros de este diario en el 2043, por lo cual, si no quiero quedar a medio camino de la revisión total como quedó Pessoa, deberé comenzar esta labor como muy tarde en el 2035.

1:10 p.m.
El único libro completo que Pessoa publicó en vida fue Mensaje, en 1934. Días antes de la publicación, escribió lo siguiente: “El hecho de que vaya a publicar un libro cambiará mi vida. Ya no estaré inédito —así pues, algo pierdo” (PDN, § 128). Eso que se pierde al publicar, o que se puede perder, es la humildad. Y suele suceder que junto con la humildad se vaya también el estilo. Por eso trataré de publicar mi diario lo más tarde posible, —aunque no tan tarde como para correr el riesgo de morirme antes, porque no estoy para nada persuadido de que la posteridad se tomará el trabajo de publicarlo por mí—.
“Tal vez la gloria —especula Pessoa— tenga un sabor a muerte y a inutilidad, y el triunfo un olor a podrido” (AP 3635). Publicar, y que los contemporáneos se interesen por esa publicación, es resignarse a vivir con un resabio en la boca y un broche en la nariz.


[1] Según Raúl Leal, en 1935 Pessoa creía, de acuerdo a lo que decía su carta astral, que le quedaban todavía dos años de vida (cf. CT, p. 214).

sábado, 13 de octubre de 2018

Pessoa como lector

Que otros se jacten de las páginas que han escrito;
a mí me enorgullecen las que he leído.
 Jorge Borges, “Un lector”

Los dos autores con mayor presencia en la biblioteca personal de Pessoa fueron ingleses. El más leído fue J.S. Fletcher, cuyas novelas policiales devoraba el portugués con fruición (tenía veintisiete de sus libros), y el segundo un tal John Mackinnon Robertson, negador de la figura de Jesús, crítico literario y político liberal; Pessoa contaba con veintitrés de sus libros, entre ellos Christianity and mythology (1900), Pagan christs (1903), The historical Jesus (1916) y Jesus and Judas (1927) (cf. CF, p. 478).
¿Qué primera reflexión me viene a la mente luego de anoticiarme de este sorprendente dato? Sencillamente que hay que ser muy genio, demasiado genio, para haber escrito como escribía Pessoa habiendo escogido este material de lectura.

2:26 a.m.
Pessoa “escribió en vida cerca de 30.000 papeles que tuvieron como tema, casi siempre, a él mismo o lo que le era próximo [...]. Algo equivalente a casi 60 libros de 500 páginas” (CF, p. 14). Y esta producción se aceleró conforme se acercaba el momento de su muerte. Pero ¿le conviene a un escritor ser tan prolífico? ¿No es mejor tomarse las cosas con un poco más de calma? Yo creo que sí. Dijo Santiago Ramón y Cajal: "Los más grandes laboriosos son los que han aprendido a administrar metódicamente su pereza. La actividad febril, paroxística, cae rápidamente en la fatiga y en la desilusión; deteriora la máquina antes de haber logrado refinar el producto" (Charlas de café, p. 161). No digo que la máquina-Pessoa —máquina de escribir, nunca mejor empleada la locución— se haya deteriorado a causa de la profusa escritura, porque se sabe que lo que lo mató fue el alcoholismo, pero tal vez este ímpetu haya acelerado el proceso. O tal vez lo que sucede es que el espíritu, presintiendo el derrumbe, se apura lo más que puede para concluir su tarea. Digo esto porque a Nietzsche y a Van Gogh les pasó lo mismo: aceleraron a fondo en el tramo final de la cordura y de la vida. Voy a tener esto en cuenta: si en el futuro me agarra una desesperación incontrolable por escribir, una diarrea literaria imposible de solidificar, será seguramente porque ya estoy cerca del cementerio o del manicomio.

9:41 A.M.
Repudiaba Pessoa los avances de la tecnología: “Dispenso y detesto vehículos, dispenso y detesto los productos de la ciencia —teléfonos, telégrafos— que vuelven la vida fácil, o los subproductos de la fantasía; gramófonos, receptores hertzianos. Nada de eso me interesa” (citado en CF, p. 119). Comenta Cavalcanti que más tarde “se acostumbró a escuchar los éxitos musicales de Londres, Madrid, Nueva York, París y Roma” desde un gramófono instalado en la sala de visitas de su domicilio de la calle Coelho da Rocha. Y además hay que ser muy cauto cuando uno realiza una declaración de este tipo, porque por ejemplo, ¿no es un simple par de anteojos un producto de la ciencia que vuelve la vida más fácil de lo que sería si no contáramos con él? Habría que hacer una distinción entre los productos de la ciencia que, a fin de cuentas, se nos han tornado imprescindibles —como los anteojos— y aquellos otros que, como los gramófonos o la radio, simplemente nos hacen la vida más llevadera. Tal vez Pessoa solo renegaba de estos últimos, pero así y todo me niego a creer que no disfrutaba de las canciones que aquel gramófono instalado en su casa reproducía.

11:49 A.M.
Dijo Álvaro de Campos:

Todos tenemos dos vidas: la verdadera, que es la que soñamos en la infancia, y que continuamos soñando cuando adultos, en un sustrato de niebla; la falsa, que es la que vivimos en la convivencia con los otros, que es la práctica, la útil, aquella en la que acaban por meternos en el ataúd (“Dactilografía”, AP 86).

Yo vivo hoy, en casi la totalidad de mi tiempo, en la vida falsa. Mi vida verdadera se da solamente en los momentos que utilizo para leer y escribir.

viernes, 12 de octubre de 2018

Pessoa el nómade


El marinero de corazón oscuro sabe
que hay hogares felices porque no son suyos.
Fernando Pessoa, “Desolation”

A pesar de que casi nunca salió de Lisboa, gustaba Pessoa del nomadismo:

Entre 1905 y 1920, el momento del asentamiento definitivo en la casa de la rua Coelho de Rocha, el poeta cambió de domicilio quince o veinte veces. En la larga lista de viviendas que habitó se contaban, por lo demás, casas enteras y cuartos alquilados. [...] No sabemos a ciencia cierta, por lo demás, por qué el poeta cambió de vivienda al ritmo de una vez por año. Zenith sugiere al respecto que en el fondo le debía complacer (CT, p. 85).

El lugar más incómodo que tuvo como vivienda fue el que ocupó entre enero de 1915 y finales de 1916. En ese entonces lo encontramos

instalado en el lúgubre sótano de una lechería, [...] durmiendo de prestado, gracias a la veneración de un hombre iletrado que acostumbraba asistir a la tertulia de la Brasileira devorando las palabras del poeta, con los ojos extasiados, como si estuviera oyendo a un dios del Olimpo. [...] El sótano [...] medía más de dos metros de ancho por dos y medio o tres de largo, y donde apenas cabía un catre, el catre donde el pobre poeta pasaba sus noches (JGS, pp. 238-9)[1].

Luego pasó por otros tres o cuatro lugares hasta que por fin, en 1920, su madre, viuda por segunda vez y muy enferma, regresó a Lisboa proveniente de Sudáfrica y Pessoa se mudó con ella, viviendo en la casa alquilada por Teca, una de sus medio hermanas, en un pequeño cuarto, hasta el final de su vida.
Ángel Crespo especula que tanto cambio de domicilio se debía, en parte, a que no quería ser molestado por los amigos y conocidos que ya sabían su dirección (cf. sus Estudios sobre Pessoa, p. 10). Más allá de la anhelada privacidad y de las razones económicas que en algunos momentos lo obligaron a mudarse, instalarse definitivamente no lo convencía. Tenía espíritu de bohemio y de gitano.

11:58 p.m.
El cuarto que ocupó Pessoa en su última casa, la de la rua Coelho da Rocha, era “pequeño, oscuro, caliente. Deprimente, según su testimonio. Y sin ninguna ventana” (CF, p. 313). Alberto Caeiro, premonitoriamente, escribe en 1914: “Mi cuarto es una cosa oscura con paredes vagamente blancas” (El guardador de rebaños, XLIV). En ese cuartucho escribió durante sus últimos quince años. La escritura, en los auténticos escritores, se abre paso ante cualquier adversidad. Una vida desértica que sin embargo, en ese desierto, engendra flores.


[1] Según Eduardo Freitas da Costa, no vivió en este sótano dos años, sino un mes y medio, y ese lugar no habría sido tan pequeño e incómodo como lo pinta Simões (cf. CT, p. 110). Cavalcanti Filho tampoco le cree al primer biógrafo (cf. CF, p. 481).


jueves, 11 de octubre de 2018

Pessoa el aventurero


Quería comprender todo, saber todo, realizar todo, decir todo, gozar todo, sufrir todo, sí, sufrir todo. Pero nada de eso hago, nada, nada. Quedo abrumado por la idea de aquello que quería tener, poder, sentir. Mi vida es un sueño inmenso.
Fernando Pessoa, Escritos autobiográficos, automáticos y de reflexión personal,

Desgraciadamente para él —y afortunadamente para nuestra antropofagia poética, que se alimenta de su infortunio—, Pessoa no era un “dandy”, sino un empleado modesto que sentía pánico ante la vida real.

Los poetas han de haber sido enviados para decir, y no para ser.
Alexandre Vinet


¿Era Pessoa un aventurero? Sí, un aventurero de la imaginación y del pensamiento.

Un hombre puede, si posee verdadera sabiduría, disfrutar del espectáculo completo del mundo en una silla, sin saber leer, sin hablar con nadie, solo mediante el uso de los sentidos y el alma no saber estar triste.
Monotonizar la existencia, para que no sea monótona. Tornar anodino lo cotidiano, para que la más pequeña cosa sea una distracción. En medio de mi trabajo de todos los días, oscuro, igual e inútil, me surgen visiones de fuga, huellas soñadas de islas lejanas, fiestas en avenidas de parques de otras eras, otros paisajes, otros sentimientos, otro yo (Bernardo Soares, LDD, § 53).

Fue un escritor genial cuya existencia no fue genial en absoluto.

Pessoa no puso genio en su vida; ni siquiera mal genio. Su vida discurrió mansa, cauta, disimulada, como agua que parece estancada y cava en el fondo. Ni un tumulto que no fuese algo remotamente imaginario, ni una aventura como no fuese en sueños (António Cobeira, amigo de juventud del poeta, citado en CT, p. 76).

Exteriormente, su vida fue de lo más aburrida; interiormente, era una mina de diamantes. ¿Y quién se enriqueció con esa mina de diamantes? Todos nosotros. Un aventurero a lo Indiana Jones no hace nada por su prójimo, se divierte solo; un aventurero interior como Pessoa, que deja constancia escrita de sus aventuras, es el más filántropo de los hombres. No sé si fue una renuncia voluntaria al tráfago mundano o una renuncia impuesta por su propio temperamento; no sé si fue para él un sacrificio vivir una vida de lápiz y papel. Lo que sí sé es que nosotros, los amantes de la filosofía y la literatura, salimos beneficiados a raíz de su decisión.

Pessoa quiso vivirlo todo de todas las maneras poniendo cuanto era en cada cosa que hacía. Paradójicamente, todo eso no sucedió en la vida misma, sino en su escritura: su monótona existencia fue el paisaje adecuado para una de las mayores aventuras literarias de la poesía universal. ¿Quién necesita la vida real, pudiendo inventar cuantas quiera, como las quiera? No todos elegiríamos la forma de vida de Fernando Pessoa, pero todos aprendemos a vivir mejor la nuestra gracias a su elección (Martín López Vega, prólogo a Un disfraz equivocado)[1].


[1] Robert Bréchon describe la paradoja que le representó narrar la vida —o la no vida— de Pessoa: “Como a tantos otros, le hubiera gustado contar su vida […]. Pero he aquí que no tuvo vida, que nada le sucedió, que su vida fue una forma vacía. Y en cierta manera es verdad: yo, que he contado por él esa vida, no he encontrado ningún acontecimiento relevante, ninguna acción notable (salvo Orpheu), ningún gran amor (solo ese amor pasajero con Ofelia). Y, sin embargo, he necesitado seiscientas páginas para relatar esa ausencia de vida” (RB, p. 131). Pero las paradojas, si agotamos los raciocinios, tienen casi siempre su explicación, y la explicación de esta es que de las seiscientas páginas que Bréchon escribió sobre Pessoa, unas quinientas están dedicadas a su obra y tan solo unas cien, o menos, a su vida.

miércoles, 10 de octubre de 2018

El egoísmo de Pessoa


Parezco egoísta a aquellos que por un egoísmo absorbente, exigen la dedicación de los otros como un tributo.
Fernando Pessoa

Me acusa Javier de ser egoísta, de pensar solo en mí. Pero yo no pienso solo en mí, pienso también… en Pessoa. Desde muy joven lo acusaban de lo mismo que a mí me acusan, y así se defendía:

Para mí, mi egoísmo es la superficie de mi dedicación. Mi espíritu vive constantemente en el estudio y en el cuidado de la Verdad, y en el escrúpulo de dejar, cuando me desnude del vestido que me liga a este mundo, una obra que sirva al progreso y al bien de la Humanidad (EEAA, p. 93).

Si comportarse así, olvidándose de uno mismo y trabajando en pro de la culturización de las generaciones venideras, es algo equivalente al egoísmo, entonces me considero el mayor de los egoístas.

martes, 9 de octubre de 2018

Fernando Pessoa, el escritor insocial por naturaleza


Yo, el eternamente excluido
de las relaciones sociales y del placer.
Alexander Search, “In the Street”

Amigos, ninguno. Solo unos conocidos que creen que simpatizan conmigo y que tal vez sentirían pena si un tren me pasase por encima y el entierro fuese un día de lluvia.
Bernardo Soares, Libro del desasosiego, § 232

Fernando Pessoa, el escritor insocial por naturaleza. “Me rodea un vacío absoluto de fraternidad y de afecto. Incluso los que quiero, no me son queridos; estoy rodeado de amigos que no son mis amigos y conocidos que no me conocen” (AP 2602). La gente, toda la gente, era un obstáculo en su misión:

La presencia de otra persona —aunque sea de una sola persona— me atrasa inmediatamente el pensamiento y, al paso que en el hombre normal el contacto con otro es un estímulo para la expresión y para el dicho, en mí, ese contacto es un contra estímulo. [...] hablar con gente me da ganas de dormir. Sólo mis amigos espectrales e imaginados, sólo mis conversaciones resultantes del sueño tienen una verdadera realidad y un justo relieve, y en ellos el espíritu está presente como una imagen en un espejo.
Me pesa, además, toda idea de ser forzado a un contacto con otro. Una simple invitación a cenar con un amigo me produce una angustia difícil de definir. La idea de una obligación social cualquiera —ir a un entierro, tratar con alguien de un asunto de la oficina, ir a esperar en la estación a una persona cualquiera, conocida o desconocida—, sólo esa idea me estorba los pensamientos de un día, y a veces me preocupo desde la misma víspera, y duermo mal [...].
Mis hábitos son los de la soledad y no los de los hombres (LDD, § 49).

¿Será de Dios que a mí me ocurre lo mismo, exactamente lo mismo, cuando me fuerzan a un contacto social que no me interesa? Las invitaciones a cenar con el doctor Maliandi y su grupo, por poner un ejemplo, no me producían satisfacción sino angustia, “una angustia difícil de definir”, y eso que en aquellas reuniones se hablaba de filosofía, el terreno en el que mejor me muevo. Y el resto lo mismo. El problema es que la soledad completa, la total, también me desespera. Soy la gata flora[1].

10:21 p.m.
Pessoa, al igual que muchos otros escritores, llevaba, paralelamente a su obra literaria, un diario íntimo escrito para él mismo, en mi opinión bastante insulso según las pocas páginas que de él pude leer[2]. Según Luis Gruss, llevar un diario íntimo es una empresa peligrosa, porque “puede cerrar la comunicación con los otros y confinar al autor a un pozo estéril y secreto” (Lo inalcanzable, p. 79). No sé, en el caso de Pessoa, si la escritura de aquel juvenil diario lo incitó a convertirse en una persona huraña, pero en mi caso no sucedió así. Yo ya soy huraño por naturaleza; la escritura de mi diario lo único que hace es posibilitar que mi ermitañismo no me sea tan duro de sobrellevar.


[1] Dos gatas floras: “Si estoy solo, quiero no estarlo, / si no lo estoy, quiero estar solo, / en fin, quiero estar siempre / de manera que no estoy” (7/2/31, AP 1133).
[2] Lo mismo opina Bréchon: “Dos veces en su vida llevó un libro de a bordo, esa especie de cuaderno donde no se escriben reflexiones, sino donde uno anota lo que ha hecho durante el día. [...] ¿Qué sentido tiene este ejercicio? ¿Es una suerte de ascesis? La lectura de ciertas páginas da vértigo, pues anota gran cantidad de detalles sin interés. ¿Se burla de sí mismo?” (RB, p. 185).

lunes, 8 de octubre de 2018

La soledad de Pessoa


No tengo ambiciones ni deseos. Ser poeta no es mi ambición. Es mi manera de estar solo.
Fernando Pessoa, Plural de nadie, § 14

“La dulzura de no tener familia ni compañía”, suspira Soares desde el § 328 del LDD. Y Pessoa, ya separado definitivamente de Ofelia, confiesa estar enamorado de otra madonna:

Mi mujer, que es la soledad,
consigue que yo no esté triste.
¡Qué bueno es para el corazón
tener este bien que no existe!
(Noventa poemas últimos, 28/8/1930)

Pero no conviene quedarse con esta imagen romántica del solitario endulzado. Tal vez lo era de a ratos, pero en general sucedía lo contrario. Así nos lo asegura su medio hermana Teca: “¡Fernando fue muy infeliz! La soledad le pesó toda la vida. [...] Fue una persona muy sola, incomprendida, aunque a todos gustase” (CT, p. 45), y Alexander Search lo corrobora: “Nunca ha existido un alma más afectuosa [...] que la mía, ningún alma tan llena de bondad, de compasión, de todas las cosas relacionadas con la ternura y el amor. Sin embargo, ningún alma se halla tan sola como la mía” (AP 3184). Las consecuencias de esta soledad, más bien que dulces, son desoladoras:

Sea como fuere, era mejor no haber nacido,
porque, de tan interesante que es en todos los momentos,
 la vida llega a doler, a hastiar, a cortar, a rozar, a crujir,
a dar ganas de dar gritos, de dar saltos, de quedar en el suelo.
(Álvaro de Campos, “Passagem das horas”, AP 827).

Y de tan solos terminamos envidiando, junto con Bernardo Soares, “a todas las personas que no son yo” (LDD, § 203).
Yo, por mi parte, tuve no sé si como esposa devota, pero al menos como novia a la soledad durante gran parte de mi vida, hasta que llegó Javier y sobrevino la separación. Hoy no me imagino sin Javier, que es lo mismo que decir que no me imagino enamorado nuevamente de la soledad. Pero donde hubo fuego…
       
11:36 P.M.

Era Pessoa hombre de pocos amigos, y los pocos que tenía eran exclusivamente literarios, “porque los otros no son individuos con quienes pueda tener intimidad espiritual” (carta a Armando Côrtes-Rodrigues, 19 de enero de 1915, en AP 3510). “No tengo realmente amigos íntimos, e incluso cuando lo son, según lo entiende la gente, no lo son en el sentido en que yo entiendo la intimidad. […] Me siento tan solo como un barco que hubiera naufragado en el mar”, se quejaba en su diario íntimo (entrada del 25/7/1907, AP 2595). Yo tuve alguna vez un amigo íntimo. Se llamaba Javier Zapata y aún se llama así, porque no se murió, y sigue siendo mi amigo, pero ya no es íntimo, es ahora solo un amigo que veo muy de vez en cuando. Y en relación a mis amigos literarios, desaparecieron junto con Ricardo Maliandi. En cuestión de amigos, estoy más en déficit que Pessoa.


domingo, 7 de octubre de 2018

Pessoa y Crowley


Para ser cadáver sólo me faltaba morir.
Fernando Pessoa, “Lo que hizo un millonario norteamericano en Portugal”

Pessoa odiaba los espejos, seguramente porque lo que veía no le agradaba. Dice Bernardo Soares:

El hombre no debe poder ver su propia cara. Eso es lo más terrible que hay. La naturaleza le ha concedido el don de no poder verla, así como el de no poder mirar a sus propios ojos.
Sólo en el agua de los ríos y de los lagos podía mirar su rostro. Y la postura, incluso, que tenía que adoptar era simbólica. Tenía que inclinarse, que rebajarse para cometer la ignominia de verse.
El creador del espejo envenenó al alma humana (LDD, § 420).

“Cuando era niño me besaba en los espejos” (AP 4166). Después creció y dejó de considerarse, con justa razón, una persona atractiva. Su cuerpo

es débil como el del padre, desacompasado, el mismo color sin sol, el mismo pecho chato de tuberculoso. [...] Era pálido, delgado y parecía poco desarrollado físicamente. Encorvado con el pecho encogido, tenía una manera de andar especial [...] con pasos desordenados y balanceando los brazos fláccidos (CF, p. 101).

Tenemos también el testimonio de Taborda de Vasconcelos:

Flacucho, de piernas delgadas, tórax retraído, cabeza alargada con grandes entradas, enjuto de carnes, sobrio de palabras, ensimismado y distante, tenía un aire esfíngico, en su conjunto, pues, el tipo perfecto de asténico propiamente dicho (Antropografia de Fernando Pessoa, citado en ibíd., pp. 102-3).

No era fácil sostener su narcisismo infantil dentro de tal envase, por lo que dejó de besarse a sí mismo y comenzó a sospecharse feo[1].
He aquí una diferencia sustancial entre Pessoa y quien esto escribe: mi narcisismo, lejos de disminuir, continúa viento en popa. Yo sigo deteniéndome una y otra vez ante los espejos. Aún me veo hermoso, sobre todo en épocas primaverales y estivales[2].

11:55 P.M.
Ya hemos visto que Pessoa consideraba a la magia y a la brujería como caminos “extremadamente peligrosos”. Sin embargo en 1930 se carteó con un diz que brujo, el inglés Aleister Crowley, y como resultado de aquellas cartas terminó “La Gran Bestia” —ese era su apodo— invitándose a Portugal y exigiéndole a Pessoa que oficiara de anfitrión. Este Crowley era un personaje tan perverso que

aún niño, [...] escupía en el agua bendita y martirizaba a las moscas para desafiar a Dios. En Oriente, consta que mató a un indígena para beber su sangre y sentir el placer del gusto hasta entonces desconocido. Era dado a los excesos sexuales y el alcohol. A partir de 1919, también a las drogas (cocaína, heroína, mescalina). Inició en el vicio a amigos como Aldous Huxley [...]. Crowley llegó a ser considerado por los periódicos británicos como el peor hombre de Inglaterra (CF, p. 560).

Llegó a Lisboa el 1º de septiembre de 1930, acompañado por su asistente y amante, Hanni Larissa Jaeger, una alemana de diecinueve años de la que Pessoa quedó completamente prendado[3]. Se quedó en esa ciudad por lo menos hasta el 25, fecha en que desaparece, comenzando ahí el engaño, del cual probablemente Pessoa formó parte, que consistió en hacer correr la voz, y preparar el terreno con algunas falsas pistas, para que la prensa supusiera que Crowley se había suicidado. Algunos dicen que se valió de esta triquiñuela para evitar pagar la cuenta de los hoteles en que se había hospedado y para evadir por algún tiempo a los acreedores que lo perseguían porque su editorial se había arruinado; otros conjeturan que quiso simular el suicidio solamente para preocupar a su amante. Lo cierto es que el suceso cobró tal magnitud que hasta llegaron dos agentes de la policía inglesa para investigarlo. Pessoa se lo tomó con humor: “El maestro Therion desapareció, sin que sepamos si se suicidó (como al principio yo mismo creí), o si simplemente se escondió, o si fue asesinado”; “Crowley, después de suicidarse, pasó a residir en Alemania” (cartas a João Gaspar Simões del 6/12/1930 y 5/10/1931, AP 3390 y 1049). Más tarde Crowley

volvería a Inglaterra, donde ya escuálido, con la cabeza rapada y una barbucha blanca, sobrevive con enormes sacrificios: hace horóscopos, vende píldoras de un elixir de vida, confeccionadas con su propio semen, y elabora un Thoth tarot, [...] que aún hoy es utilizado frecuentemente en Europa. Los últimos años los pasa en su tierra natal, Hastings, pobre y casi sin amigos (CF, p. 566).

Si fue este supuesto suicidio una puesta en escena de la que Pessoa participó, hay que decir que le salió bien, que (al menos por una vez en la vida) el poeta se divirtió y que, de yapa, le permitió soñar con esa niña alemana que lo dejó con la libido en las nubes. Los brujos no son de fiar, pero en este caso —tal vez porque Crowley no era en realidad un brujo sino tan solo un sujeto muy extraño— Pessoa salió indemne del encuentro y con una sonrisa en sus labios.


[1] No era narcisista pero era vanidoso. Compraba sus zapatos y sus camisas en las tiendas más exclusivas y se hacía la ropa en la sastrería más cara de Lisboa. Era muy miope, pero para que sus ojos no parecieran tan pequeños a través de los lentes utilizaba una graduación inferior a la que necesitaba para ver correctamente (cf. CF, p. 128).
[2] Jorge Borges, parecido a Pessoa en eso de conjugar la poesía con la filosofía, también compartía con el portugués su aversión hacia los espejos: [...] Hoy, al cabo de tantos y perplejos / años de errar bajo la varia luna, / me pregunto qué azar de la fortuna / hizo que yo temiera los espejos. [...] Dios ha creado las noches que se arman / de sueños y las formas del espejo / para que el hombre sienta que es reflejo / y vanidad. Por eso nos alarman (Obra poética, “Los espejos”).
[3] El 7 de septiembre almuerza Pessoa con ellos, y queda tan maravillado con Hanni que tres días después escribe un poema cuya última estrofa dice: Apetece como un barco,/tiene de capullo un qué./Dios mío, ¿cuándo me embarco?/Hambre, ¿cuándo comeré? (AP 130).