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lunes, 18 de abril de 2016

Julio Camba, antes y después del anarquismo

El hombre es una máscara no sólo para los demás, sino para sí mismo. No hay manera de averiguar claramente en dónde empieza su realidad y en dónde acaban sus ficciones.
Pío Baroja, Memorias

Para ser anarquista del tipo violento es necesario predicar la violencia y además, cuando la violencia se presenta, aplaudirla y no acobardarse. Camba, en su época de anarquista (1901 a 1907), encomió la violencia y la destrucción de una manera franca y directa. En un artículo fechado en agosto de 1903, escribió:

Compañeros míos, amigos míos: todos los que en la ergástula del taller y en la gleba del campo, [...] sufrís el peso de la esclavitud y de la miseria que os impide ser libres, que os imposibilita para vivir íntegramente: rebelaos. [...] Y si una autoridad os lo prohíbe; si un Estado no os lo consiente, destruid esa autoridad y echad por tierra ese Estado ("¡Oh, justo, sutil y poderoso veneno!", p. 153).

Y cuando le preguntaban qué es lo que hay que hacer para posibilitar la llegada de Nuestra Señora la Anarquía, contestaba:

Destruir; destruir; destruir. Dejar la frase por la idea; dejar la idea por la acción; ir derechos hacia la raíz del mal y arrancarla de cuajo [...]. Afuera la piedad, amigos míos; afuera la clemencia, que tampoco hay clemencia ni piedad para nosotros. Seamos duros, con dureza de odio y de venganza (ibíd., p. 224).

Él, un intelectual que nunca hizo nada, que nunca trabajó de nada excepto de escritor, pedía dejar de lado la teoría y recurrir a la práctica:

Yo dirijo una invocación a los hechos. Uno de ellos, uno solo, vale por cien artículos y doscientos discursos. ¿Cuáles hechos son esos? ¡Ah! Yo no puedo especificarlos. Hablo, en conjunto, de los hechos que responden a las ideas; hablo de poner en práctica lo que se medita y lo que se dice (ibíd., p. 225).

Se refiere a poner bombas, ¿a qué otra cosa podría referirse? Lo que pasa es que no puede decirlo literalmente porque cerrarían el periódico en el cual escribe y lo meterían a la cárcel, por eso utiliza ese rodeo. "Nosotros --concluye-- debemos obrar como pensamos, y para ello tenemos mucho que demoler aún". Demoler, por ejemplo y fundamentalmente, a la monarquía española. Pero el término "monarquía española" es un poco vago; digamos, sencillamente, demoler a los reyes de España. Pues eso justamente fue lo que intentó un amigo suyo, el señor Mateo Morral, el 31 de mayo de 1906, justo después de que Alfonso XIII, rey de España, se casara con Victoria Eugenia de Battenberg. Cuando Alfonso XIII y la reina regresaban al Palacio Real después de la boda, le tiró a la carroza, desde el balcón de la pensión en la que se hospedaba, cuarto piso del número 88 de la calle Mayor, un ramo de flores conteniendo adentro una bomba, con tan mala suerte que las flores y la bomba rebotaron en los cables del tranvía, se desviaron y cayeron lejos del carruaje, por lo que los reyes salieron ilesos. Murieron, sin embargo, tres oficiales y cinco soldados del séquito real, además de tres curiosos que presenciaban el espectáculo, burgueses seguramente, porque ¿qué anarquista podría disfrutar con ese tipo de demostraciones suntuosas? Pese a que no se logró el principal objetivo, murieron varias personas adictas a la realeza; sería de esperarse un claro signo de aprobación por parte de este anarquista de la teoría que hacía invocaciones a los hechos. Pero no. Mateo morral no actuó bien al encender aquella "bomba espantosa" (ibíd., p. 519). Aquí debe de haber sucedido una de dos cosas: o Camba realmente se alegró de aquellas muertes pero no lo manifestó públicamente para que no lo encarcelaran (lo llamaron a declarar, pero no como imputado), o la bomba le produjo un gran terror y desazón, y le dobló, con la onda expansiva, todo aquel ideal anarquista que venía masticando desde hacía tantos años. Es como aquellos que van por la vida odiando a los judíos y aplaudiendo el Holocausto, pero que si presenciaran realmente el linchamiento de un judío, que quedara bien molido a palos y con las tripas saliéndoseles por la boca, vomitarían de horror o se desmayarían. Y esto fue lo que yo creo que ocurrió. Camba, pese a su consejo respecto de que hay que endurecerse --consejo que tomó de Nietzsche--, era demasiado blando para ser anarquista[1].



[1] Hay quien dice que el punto de inflexión que lo aleja del anarquismo no fue el atentado en sí, sino la visión de su amigo muerto: "Al poco de ser apresado, Morral se suicida de un tiro en el pecho. Camba, que había conocido al joven en la redacción de El Rebelde, va a ver el cadáver al Hospital del Buen Suceso. El cárdeno agujero en el pecho de Morral creo que simboliza para Camba el final de la utopía revolucionaria. [...] Camba cierra su crónica de la visita al cadáver de Morral con un primerísimo plano: «la sonrisa de un muerto», escribe. Tiene que liberarse de algún modo de esa sonrisa siniestra, calvario de su pasado. Creo que su escepticismo y su humor nacen de la lucidez de ese desencanto. El humor es el cauterio capaz de exorcizar el fantasma turbulento de Morral" (José Antonio Llera, "Julio Camba, crítico literario del modernismo", Revista de Literatura --http: //revistadeliteratura.revistas.csic.es--, 2006, julio-diciembre, vol. 68, nº 136).

sábado, 16 de abril de 2016

Julio Camba, creyente y descreído

Este hombre completamente descreído que fue julio Camba, hombre que, a decir de César González-Ruano, "no admiraba a nadie ni tampoco quería, seriamente, a nadie" (Diario ABC de Madrid del 2/3/1962, p. 35), fue, cuando joven, un fervoroso creyente. No creyente en sentido religioso pero creyente al fin. Porque para ser anarquista, anarquista de los que apologizan la violencia, no anarquista tolstoiano, se necesita ser muy creyente, o mejor dicho, muy crédulo. Fue Camba un crédulo que supuso que la sociedad ideal podría surgir a fuerza de bombazos y asesinatos, aunque existen voces maliciosas que no lo tienen como un auténtico anarquista de corazón sino como un simple muchacho menesteroso en busca de aventuras que, en cuanto dejó de ser muchacho y dejó de ser menesteroso, se quitó de encima su anarquismo como quien se quita un abrigo luego de ingresar a sus aposentos. Un personaje de uno de sus artículos comenta: "Yo necesitaba una revolución; pero ahora he puesto en mi casa calefacción central, y ya no la necesito. Llévesela usted a alguno de esos rebeldes principiantes que todavía no se han instalado..." (Sobre casi nada, p. 62). Es claramente una referencia autobiográfica, y no le interesa que el lector lo pille. En el primer tomo de La novela de un literato, Rafael Cansinos Assens lo pinta de la siguiente manera: "Julio Camba era un feroz anarquista, odiaba a los burgueses, pero amaba la buena vida burguesa, los bistecs gordos y las mujeres finas, y como los burgueses son los que disponen de eso, los adulaba unas veces y otras los intimidaba para tener su parte en el festín". En 1907, año que oficia de bisagra entre el Camba anarquista y el Camba descreído, un compañero suyo, Cristóbal de Castro, lo define como "anarko-aristócrata", y él, lejos de ofenderse, se divierte con la ocurrencia (cf. Julio Camba, "¡Oh, justo, sutil y poderoso veneno!", p. 41). Sea como sea, sea que haya creído realmente en el anarquismo, sea que haya utilizado los ideales anarquistas solo como divertimento y aventura juveniles, o como pista de lanzamiento hacia los placeres burgueses, debemos agradecer que haya arrumbado estos ideales en algún momento para dedicarse a otro tipo de periodismo, y esto no tanto porque me disgusten los anarquistas tirabombas, sino más bien porque me gusta el Camba descreído, cuyos artículos son mucho más sustanciosos, elegantes y divertidos que los de aquel joven más serio, menos garboso y más alborotado. Si Camba hubiese seguido siendo anarquista toda su vida, la literatura española habría perdido a uno de sus magnos expositores.

Y también, con la conversión, mejoró como persona. Porque murió, como dicen los que lo conocieron en su época madura, sin amar y sin odiar nada ni a nadie, mientras que durante sus juveniles años de anarquista odió mucho, y no amó nada ni a nadie. Y siempre es conveniente que el que no sabe ni quiere amar se mantenga libre de pasiones extremas como saludablemente se mantuvo el escéptico don Julio Camba, que es el Camba que interesa.

viernes, 8 de abril de 2016

Los ingleses y la poesía

Esta moral de la rapiña y del lucro, esta moral a lo Calicles o a lo Nietzsche, pero también a lo Franklin, se aviene de muy mala gana con la poesía, o mejor dicho con la filosofía de vida de los poetas. Es por eso que en Inglaterra no hubo ni hay casi poetas, salvo contadas excepciones. Julio Camba, estando en Londres, inquirió a un inglés respecto del porqué de aquel desprecio hacia los poetas, y el inglés, sin responder con precisión a la pregunta que se le formulaba, se desató:

Hay que cerrar las costas de Inglaterra a toda irrupción poética [...]. Una invasión de poetas sería mucho más peligrosa para nosotros que una invasión de alemanes. Por fortuna, nosotros no dejamos desembarcar en territorio inglés a ningún viajero de tercera clase que venga sin dinero. Esta medida nos garantiza en cierto modo contra los poetas del Continente.

"Pero ¿no temen ustedes --le replicó Camba-- que se produzcan poetas aquí mismo? ¿Qué medidas han tomado ustedes contra los poetas en Inglaterra?"

Los ingleses [...] somos unos hombres muy serios... No digo que algún inglés, después de haber vivido en Italia o por allá, no pueda volverse un poco poeta. Las malas compañías..., el calor..., la ociosidad..., el cielo azul..., los ojos negros... Pero el inglés es por naturaleza un hombre serio, veraz y metódico. El inglés, señor mío, es completamente, pero completamente incapaz de emoción y de imaginación. El peligro está fuera. Por fortuna, la mar nos aísla de la poesía (Londres, p. 55).


Y así como reniegan de la poesía, reniegan también de la metafísica con justa lógica, porque ¿qué otra cosa es la metafísica sino la filosofía poetizada? Tiene filosofía Inglaterra, y ha criado pensadores filosóficos de gran alcurnia, pero pensadores metafísicos ninguno (Berkeley era irlandés y Hume escocés). Cuando Camba le preguntó a este transeúnte inglés si había leído a Platón, se encontró con que ni lo conocía: "¿Quién es Platón? ¿Algún poeta? No, señor. No lo he leído ni lo leeré jamás". Y no se equivocaba el transeúnte, siendo Platón, además del mayor pensador metafísico de todos los tiempos, un insigne poeta: reúne todos los requisitos para ser anatematizado por cualquier inglés promedio que se precie de serlo.

miércoles, 6 de abril de 2016

La moral inglesa contemporánea

No, jamás los ingleses nos devolverán las Malvinas por propio consentimiento, y no nos las devolverán por la sencilla razón de que su moral --que la tienen, como todo pueblo-- es una moral de piratas.

Si el tiburón no fuera grande y fuerte, si no tuviera el estómago insaciable y los dientes afilados, tampoco tendría una moral de exterminio. El animal inglés es ágil, enérgico, musculoso, y tiene la moral de los animales que son así. Estos días pasados [...] ha salido a la luz una anécdota de Leconte de Lisle, que define por completo la moral británica. [...] Leconte de Lisle encontrábase en una posada de la costa bretona. A la hora de almorzar lo instalaron ante un gentleman inglés [...], mofletudo y colorado. El almuerzo concluía y la criada colocó sobre la mesa una fragante bandeja de fresas. Entonces el inglés, sin decir una palabra, se apoderó de la bandeja y la vació totalmente en su plato. La indignación de Leconte de Lisle estuvo a punto de alcanzar una grandeza épica.
» --Perdone usted --le dijo al inglés--; a mí también me gustan las fresas.
» --¡Oh! No tanto como a mí...»
En la mesa redonda de las naciones, cuando aparece una fuente apetitosa de fresas, Inglaterra suele también servírselas por entero. ¡Qué quieren ustedes! Las fresas le gustan mucho (Julio Camba, Londres, pp. 57-8).


Nuestras islas Malvinas, a nivel geopolítico, constituyen algo más que un apetitoso plato de fresas; los ingleses nunca estarán dispuestos ni a compartir el banquete ni mucho menos a resignarlo por completo.

martes, 5 de abril de 2016

La frialdad de los ingleses

¿Y por qué será que son aburridos los ingleses? Probablemente porque viven en una tierra fría. A Julio Camba le tocó en Londres un día de 30 °C y notó con sorpresa que los ingleses, al calor, ya no son los mismos:

... Si el calor continúa, todas las virtudes inglesas van a desaparecer: la ecuanimidad, la laboriosidad, el espíritu de orden... Yo he visto a un inglés adormilado después del almuerzo, y este inglés me dijo que no tenía ganas de trabajar. Una inglesa, cerca de él, oía una tarantela que tocaban en la calle unos italianos, y suspiraba.
--¿Está usted triste?
--No sé lo que me pasa...
Yo pienso a veces, ante estos estados anormales de temperatura, que es que Dios se entretiene en hacer experimentos con los pueblos. "Hombre --debe de decirse Dios, por ejemplo--, voy a ver qué pasa poniendo a los ingleses a 30 grados de calor".
¡Qué experiencia tan curiosa si se prolongase durante algunos meses! Los ingleses se harían indolentes y violentos; las inglesas, lánguidas y apasionadas. No se tomaría más té en Inglaterra. No se preocuparía tanto la gente de guardar el self-control. Se les pondrían terrazas a los cafés para tomar el fresco por las tardes, y las calles de Londres perderían su aspecto utilitario. Habría paseantes. El carácter se haría excitable e impetuoso. Se discutiría a gritos [...]. ¡Hasta es posible que un día ocurriese en Londres un crimen pasional! Las virtudes inglesas son húmedas y frías, y yo estoy seguro de que no resistirían mucho tiempo una temperatura de 30 grados. No. Los ingleses dejarían de ser fríos, y, a la larga, hasta dejarían de ser rubios (Londres, p. 63).


Montesquieu tenía razón. Pongamos a los ingleses a treinta grados durante un par de generaciones... y tal vez logremos que nos devuelvan las Malvinas.

lunes, 4 de abril de 2016

Las alegrías de los ingleses

Los gitanillos tenemos todos
la cara alegre y el cuerpo loco.
Y no comemos, y no dormimos,
pero bebemos y nos reímos.
Canción popular española que solía cantar mi abuela

Siempre se supuso que los ingleses --hablando en forma general y admitiendo puntuales excepciones-- son personas aburridísimas, personas que no saben divertirse. Pues no, dice Camba, el pueblo inglés es tan o más alegre que cualquier otro pueblo de la tierra:

Poco a poco, en fuerza de vivir entre ingleses, he llegado a hacer un descubrimiento que no vacilo en calificar de trascendental. Helo aquí: los ingleses son los hombres más alegres del mundo. Nosotros vemos a un inglés en medio de una juerga andaluza o montmartresa, y cuando todo el mundo hace más ruido y dice más tonterías, a la hora de alzar las piernas y rodar por el suelo, el inglés está como en el primer momento, con una cara muy seria y una actitud muy digna. Entonces nosotros pensamos que ese inglés es un hombre muy aburrido. Pues no, señores. Ese inglés se está divirtiendo de una manera loca.
Los ingleses se divierten por dentro [...]. Un inglés se sienta al lado de una chimenea y permanece inmóvil y silencioso durante dos, tres, cuatro horas.
--¡Qué tíos más tristes!-- decía yo al principio.
Pero a lo mejor se me acerca uno de estos tíos tan tristes y me confiesa que al lado de la chimenea ha pasado una tarde deliciosa. ¿Es que no se necesita humor para eso? Así es que muchas veces yo bajo al salón de mi casa, me encuentro a todo el mundo dormido en las butacas y me digo:
--¡Qué juerga se están corriendo estas gentes! (Julio Camba, Londres, pp. 29-30).


Los ingleses no tendrán, como los gitanillos españoles, la cara alegre y el cuerpo loco, pero eso no es prueba suficiente de que sean unas personas de lo más aburridas. No sabemos, decía Unamuno, si los cangrejos, en su fuero interno, no resuelven ecuaciones de segundo grado, y por lo tanto no podemos demostrar que los cangrejos sean completamente irracionales. Sospechamos que lo son, pero no lo sabemos a ciencia cierta. Y lo mismo también sospechamos que los ingleses son aburridos, pero puede que nos estén engañando.

domingo, 3 de abril de 2016

El canibalismo de los ingleses

Además de falta de personalidad, los ingleses presentan un notorio déficit imaginativo, que se traduce, por ejemplo, en sus hábitos alimenticios:

Yo creía que a los ingleses les gustaba mucho el roast-beef, las patatas y las coles. Pues no hay nada de eso. Lo mismo comerían cartón, si el cartón alimentara. Si estos ingleses no tienen imaginación en la cabeza, ¿cómo van a tenerla en el estómago? Desde tiempo inmemorial los ingleses vienen comiendo roast-beef porque todavía no se les ha ocurrido comer otra cosa. El roast-beef inglés representa una falta de capacidad imaginativa.
En el argot de París, a los ingleses se les llama roast-beef.
[...] Yo no había llegado a comprender toda la profundidad de esta expresión hasta que vine a Londres. En fuerza de comer roast-beef todos los días unas generaciones y otras en Inglaterra, los ingleses parece que, en efecto, han llegado a convertirse ellos mismos en roast-beef. Son como enormes trozos de roast-beef vivientes. Tienen el mismo color, la misma salud y la misma sensibilidad del roast-beef. Un inglés que se come un trozo de roast-beef me hace pensar en un antropófago que devora a un semejante (Julio Camba, Londres, p. 40).


El síndrome de la vaca loca (encefalopatía espongiforme bovina) comenzó en Inglaterra, y comenzó, parece ser, debido a que los ingleses les daban de comer a sus vacas, junto con los granos y la alfalfa, restos procesados de otras vacas que ya habían pasado a mejor vida. Atención entonces, porque si a las vacas se les agujerea el cerebro cuando practican el canibalismo, no sería extraño que los ingleses, siendo ellos unos roast-beef gigantes, de tanto comer chuletas comiencen a tener dificultades neurológicas, si es que ya no las están teniendo.

sábado, 2 de abril de 2016

La personalidad de los ingleses

En un nuevo aniversario del comienzo de la Guerra de Malvinas, me vengo de los vencedores con esta crónica que Julio Camba escribió respecto de la personalidad, o mejor dicho de la carencia de personalidad que presentan casi todos los habitantes de Inglaterra:

Desde que he llegado a Londres, Inglaterra no deja de hacer esfuerzos para conquistarme. Por lo pronto, ya ha conseguido que yo me acueste y me levante temprano; que no coma pan y que me meta toda la cabeza hasta el pescuezo dentro de un sombrero hongo; pero esto no basta. Es preciso que yo sea un inglés. En Francia, España, en todas partes, uno es una persona cuando tiene personalidad. Aquí no se es persona mientras no se pierde la personalidad por entero. Inglaterra no consiente que haya en ella un hombre diferente de los otros, y en cuanto llega a Londres un extranjero, todo el mundo cae sobre él hasta reducirlo a la más mínima expresión. [...] Poco a poco este extranjero va conformándose al molde inglés y al cabo de algunos meses, ni trasnocha, ni ríe, ni se entusiasma, ni se indigna (Londres, p. 35).


Nosotros los argentinos trasnochamos mucho, reímos mucho, nos entusiasmamos mucho y (¡qué pecado!) nos indignamos mucho también. Y tal vez por eso perdimos la guerra.