Desde su
ensayo titulado “Conocimiento y acción” (dedicado William James), Carlos Vaz
Ferreira intenta persuadirnos de que el escepticismo filosófico, excepto en los
raros casos en que “infiltra todo el espíritu” (Pirrón),
de ningún modo paraliza la acción, tan solo la suaviza:
Cuando se afirma que el dogmatismo es
indispensable para la acción, y que el escepticismo fatalmente la paraliza, ¿no
se hará una afirmación falsa o extremadamente exagerada, basada en lo que
podría suceder, o en lo que parecería razonable que sucediera, más que en lo
que sucede de hecho; más en el raciocinio que en la observación? Es
precisamente lo que sostengo (Tres
filósofos de la vida, p. 76).
Yo, como buen
escéptico que soy, concuerdo con él, y extrapolo la explicación de Vaz Ferreira
desde el escepticismo al determinismo, porque también se nos acusa a los
deterministas de propiciar la inactividad (como el fatum
mahometanum que
describe Leibniz en el § 55 de su Teodicea),
lo cual es cierto pero a medias, porque también el determinista, al igual que el
escéptico, no deja de accionar sobre el mundo, solo que lo hace suavemente. A
menos, claro está, que la idea del determinismo infiltre todo nuestro espíritu,
en cuyo caso la inacción será total. Pero eso aún no me ha sucedido y es
difícil que me suceda, porque las decisiones más encumbradas del preferir ético
no provienen de la razón sino de la intuición, y por lo tanto la idea del
determinismo, por muy arraigada que esté en mi cabeza, no las afecta en
absoluto.
Cuando el
escepticismo “no nos inhibe sino para hacernos más benévolos y piadosos en la
acción, resulta una de las variedades más simpáticas y respetables de hombre
que pueda encontrarse” (ibíd., p. 75). Y lo mismo sucede, digo yo, con el
determinista que, merced a esta su creencia en la inimputabilidad de todo ser
humano, comienza a sentir, y no solo a escribir o a vocalizar, la palabra
tolerancia.
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