Lo que proclamó mi padre fue en esencia que la religión es
real. La cosa consiste entonces en “expresarlo” de modo que lo oigan otros
oídos, tarea no fácil pero digna que intentaré realizar de alguna manera.
Carta de William James a su hermano Henry, 9 de enero de1883
Cinco
años antes de preparar las conferencias sobre Las variedades de la experiencia religiosa, William James dictó una
conferencia mucho más modesta, pero igual de contundente. La llamó La voluntad de creer, y fue el primer
intento de James de ponerle un freno al creciente agnosticismo de finales del
siglo XIX. Por aquel tiempo, en pleno apogeo positivista, la gente culta casi
que se avergonzaba de sus creencias religiosas; el statu quo filosófico había llegado a la conclusión de que la
religiosidad era un atavismo nocivo que había que eliminar, que solo la canalla
podía aún sentirse animada por ideas de este tipo. Se planta entonces James
ante su auditorio y le dice que no, que la religiosidad no es un atavismo
pernicioso ni mucho menos, y que ante los misterios insondables que alberga
alma humana, lo más recomendable no es de ningún modo suspender el juicio, sino
creer.
Los
juicios que la metafísica utiliza como axiomas no pueden ser extraídos de la
experiencia ni de la razón. Ante esta situación, el agnóstico prefiere
renunciar a la metafísica por no tener “elementos” que le ayuden a decidirse
entre una u otra opción. Pero elementos tiene, solo que son de otra índole
distinta a los utilizados por la ciencia:
Nuestra naturaleza pasional no solo puede
legítimamente sino que debe optar entre proposiciones siempre que se dé una
opción genuina que, por su propia naturaleza, no pueda ser decidida sobre bases
intelectuales (La voluntad de creer,
p. 25).
Totalmente de
acuerdo, solo que no es nuestra naturaleza pasional la que decide, sino nuestro
deseo intuitivo, que viene, desde luego, coloreado por nuestras pasiones, pero
esto mismo les sucede también a nuestras decisiones estrictamente racionales.
Esta opción no intelectual iba en contra del apotegma del pensador inglés
William Clifford, cuya filosofía campeaba en aquel entonces: “Es incorrecto siempre, en
todo tiempo y lugar, y para cualquier persona, creer cualquier cosa sin tener
evidencias suficientes”. Esto es algo similar a lo que decía Descartes, pisar
sobre seguro; pero en filosofía, evitar el riesgo para evitar el error es
equiparable a no avanzar:
No crean nada, nos dice [Clifford], dejen
su mente en suspenso para siempre antes que clausurarla con una evidencia
insuficiente, incurriendo en el espantoso riesgo de creer mentiras. Ustedes,
por el contrario, pueden pensar que este riesgo es de poca importancia en
comparación con los beneficios de un conocimiento real y que es preferible
estar preparados para ser engañados en muchos momentos de su investigación
antes que posponer indefinidamente la posibilidad de acertar respecto a la
verdad. Personalmente encuentro imposible seguir a Clifford. Debemos recordar
que esos sentimientos de deber respecto a la verdad y al error son, en
cualquier caso, solo expresiones de nuestra vida pasional. Biológicamente
considerado, nuestras mentes están tan preparadas para producir lo falso como
lo verdadero, y aquel que diga: «mejor es irse sin llegar a creer nunca que
creer una mentira», muestra simplemente su propio y privado horror a llegar a
ser víctima de un engaño. Podrá ser crítico con muchos de sus miedos y deseos,
pero está a su vez obedeciendo servilmente a ese temor. No puede imaginar a
nadie cuestionando su propia dependencia. Por mi parte, reconozco que también
tengo horror a ser engañado; pero creo que hay atrocidades peores que esta de
las que puede ser víctima el hombre de hoy: la exhortación de Clifford, por
ello, resuena en mi oído como algo fantasmagórico. Sería como si un general
informara a sus soldados de que es mejor siempre guardarse de la batalla, antes
que arriesgarse a tener una sola herida. Así, ciertamente, no se obtiene la
victoria, ni sobre los enemigos ni sobre la naturaleza (ibíd., pp. 38-9).
O también,
cambiando la alegoría, podríamos decir que quien elige no creer por no tener
evidencias suficientes de su creencia, es como aquel que elige no amar por no
estar completamente seguro de no ser traicionado jamás por su amante. La
posibilidad de ser engañados estará siempre, pero aceptamos este riesgo y
amamos… Y creemos… Y conjeturamos.
Hace poco
(ver anotaciones del 12/2/17) hablé de los peligros de la excesiva
matematización del pensamiento. Uno de los peligros era ese, el de sostener que
la realidad palpable es tan sencilla como la realidad matemática, y el creer
que en el mundo real las cosas pueden probarse y evidenciarse al modo
matemático. No es casual que Clifford, lo mismo que Descartes, fuesen, además
de promotores de la evidencia indiscutida en el campo de la filosofía, sendos
matemáticos. Yo estoy aquí, decididamente, del lado de James:
La necesidad de decidirse es, en
oportunidades, tan urgente, que es preferible admitir una creencia falsa, que
pasarse sin ninguna (p. 42).
Y esto es
verdadero no solo en metafísica, sino en ciencia también. ¿Acaso no era falsa
la teoría gravitatoria de Newton? Y sin embargo la utilizamos, y de mucho nos
ha servido. Si la ciencia se hubiese apegado al postulado de
Clifford-Descartes, estaríamos, tecnológicamente hablando, en la época de las
cavernas. Pero no: los científicos se arriesgan y trabajan sobre teorías y
postulados que no son ciento por ciento confiables. ¿Por qué entonces no nos
arriesgaremos nosotros al sostener tal o cual creencia metafísica sin
evidencias intelectuales que la sustenten? Se me dirá que los científicos
tienen algunas evidencias racionales
de la teoría que aplican y con eso se tienen por satisfechos, mientras que los
metafísicos no tenemos evidencia racional ninguna, lo cual es hasta cierto
punto verdadero; no tenemos evidencias racionales, pero podría ser que
existiesen otro tipo de evidencias.
¿Cómo concebiré yo las normas del
agnosticismo en la averiguación de la verdad, y cómo que se deje sin función
definida en tal materia a nuestra naturaleza voluntaria? No es posible, por la
simple razón de que creo irracional toda norma de procedimiento mental que
ponga cortapisas al conocimiento de la verdad en cualquier forma que se
adquiera. Tal es mi juicio resumido respecto de esta materia, y, sinceramente,
no se me alcanza más (p. 58).
Lo que denomina
James “naturaleza voluntaria” yo lo llamo deseo intuitivo: el deseo, por
ejemplo, de que la religiosidad no sea una pura superchería. Yo puedo elegir
vivir mi vida religiosamente, maldecir la religión o simplemente ignorarla, y
ninguna de las tres opciones es más o menos lógica que la otra. Por eso se indigna
James cuando los positivistas pretenden persuadir a la gente respecto de la
falta de sentido de las creencias sobrenaturales:
Si la religión es luz cuya claridad
incierta vislumbramos con esfuerzo, ¿por qué permitir que coloquéis ante mis
ojos, deseosos de esa luz eterna, pantallas que me impiden poseerla en la única
ocasión oportuna, allegada por mi voluntariedad de arriesgarme a proceder por
necesidad pasional, de considerar religiosamente el mundo, necesidad que yo
estimo como justa y hasta profética? (p. 56).
No entiende por
qué la melindrosidad, la indecisión, aparecen como disvalores en la vida
cotidiana, mientras que la cobardía intelectual de no querer creer por no
contar con evidencia suficiente es una especie de virtud a los ojos del agnosticismo:
Cuando observo cómo la cuestión religiosa
realmente se presenta a sí misma ante cada hombre en concreto, y cuando pienso
en todas las posibilidades prácticas y teóricas que envuelve dicha cuestión,
entonces el mandato de que pongamos una barrera a nuestro corazón, instintos y
valentía, y de que esperemos —actuando
entre tanto, por supuesto, más o menos como si la religión no fuera verdadera— hasta el día del Juicio o hasta el momento en
el que nuestro intelecto y nuestros sentidos, trabajando juntos, hayan recogido
evidencia suficiente; ese mandato, digo, me parece el más extraño ídolo que se
haya fabricado nunca en la caverna de la filosofía (pp. 59-60).
Cuando James vuela
hasta estas alturas, y lo digo tanto por el vuelo de su pensamiento como por el
de su estilo, uno no puede sino lamentar el hecho de que semejante promesa
filosófica se haya malgastado y desgastado en dudosos pragmatismos y dudosas
teorías de la verdad. Si James no hubiese nacido en los Estados Unidos, sino en
Europa, o incluso en Sudamérica, su genio filosófico y literario, puesto al
servicio de otras ideas menos pedestres, lo habría llevado a ser uno de los
pensadores más leídos de todos los tiempos.
Pero un
error, finalmente, se hace presente en esta conferencia, y es el de tratar a la
ética en su conjunto igual que como se trata a la religión o a cualquier idea
metafísica:
Las cuestiones
morales se nos presentan inmediatamente como cuestiones cuya solución no
puede esperarse de una prueba sensible. Una cuestión moral es una cuestión, no
sobre lo que existe sensiblemente, sino sobre lo que es bueno o lo sería si
existiera. La ciencia habla sobre lo que existe, pero para sopesar el carácter valioso tanto de lo que existe
como de lo que no existe no podemos consultar a la ciencia, sino a lo que
Pascal llama nuestro corazón (p. 47).
No estoy de
acuerdo. Para sopesar el carácter valioso de una acción podemos, y no solo
podemos, sino que debemos, consultar a la razón y a la experiencia, porque son
—y présteseme atención aquí, porque ahora soy yo quien se pone pragmático—,
porque son las consecuencias de las acciones las que dictaminan el carácter
ético o inético de las mismas. Si yo asesino a una persona, esa acción es mala
porque las consecuencias de ese asesinato (todas
sus consecuencias, las inmediatas y las remotas) serán más desgraciadas que
bienhechoras para la humanidad en general. Ergo, yo puedo dilucidar
racionalmente (aunque no exactamente ni con total seguridad) el carácter ético
de una acción, y por eso sostengo que el estudio de la ética y del
comportamiento ético tiene derecho a ingresar dentro del ámbito de la ciencia.
Lo que no es científico, la parte de la ética que a la ciencia no le incumbe,
es la decisión, el momento en que uno se decide por tal o cual opción.
Aquí la ciencia tambalea, porque los resortes desiderativos, cuando se actúa
motivado por valores y no por egoísmo, no son racionales sino intuitivos, y
cuando aparece la intuición aparece la metafísica. El estudio del
comportamiento ético es científico al modo como también entendemos a la
sociología como una ciencia, pero las decisiones éticas más encumbradas, que
son siempre personales y no sociológicas, son misteriosas e irracionales, y por
ende se salen de toda consideración científica. Pero no es cierto que la
afirmación “Hitler fue una mala persona” no tenga validez científica y sea tan
solo una opinión emotiva. La tiene, y estamos casi seguros de que tal
afirmación es verdadera por la sencilla razón de que sospechamos que las
acciones de Hitler han traído (y traerán) más desgracias que placeres a este
mundo.
Luego
aparece, en este mismo libro intitulado La
voluntad de creer, otro pequeño ensayo (producto de una conferencia dictada
en Harvard) que se titula “La inmortalidad humana”. En él intenta James refutar
la idea que se tiene por “científica” respecto de la inviabilidad de las
vivencias posmorten. Pero antes que nada, confiesa que la cuestión lo tiene
poco menos que sin cuidado:
Jamás [...] entre los problemas que
solicitaron mi atención ocupó el de la inmortalidad lugar preeminente [...]. Sé
que existen seres humanos para quienes la existencia del más allá es punzante
anhelo, y la meditación sobre ella casi una obsesión (ibíd., p. 70).
¿Es esta una
alusión a Unamuno? Puede ser; pero recuérdese que esto fue dicho en 1897, y que
Unamuno no era tan conocido en los Estados Unidos en aquel entonces.
La
objeción “científica” a la vida de ultratumba es la que todos conocemos, la del
cerebro que, desconectado, desconecta las vivencias. Ante esto responde James que
no es totalmente imposible, sino muy
posible, que la existencia pueda seguir muerto el cerebro. La supuesta
imposibilidad de su continuación proviene de la muy superficial consideración
del aceptado hecho de la dependencia funcional (p. 78).
La palabra función se entiende
en la ciencia de dos maneras diferentes: como función productiva, como causa
determinante de un fenómeno (por ejemplo, ciertos movimientos con respecto de
las vibraciones del éter que constituyen la luz física), y como función transmisiva,
como condición de ciertas modificaciones (por ejemplo, la lente con respecto de
la luz física). ¿De cuál de las dos maneras es la vida del alma función del
cerebro? Este ¿la produce o la modifica? James piensa que la actividad psíquica
es función del cerebro solo en la segunda acepción de la palabra, y al pensarlo
se basa en los hechos parapsíquicos (de telepatía, clarividencia, etc.), que
admite como probados, y en los cuales existe una actividad psíquica
independiente de lo cerebral. La actividad psíquica es, pues, independiente del
cerebro. ¿Qué hace este? Canalizar, orientar la actividad mental, dirigirla en
un cierto sentido como la lente a la luz; el cerebro es una especie de tamiz
para lo psíquico[1]. Con esta explicación tan sencilla del concepto de función quedan, según
James,
eliminadas las inútiles aspiraciones del materialismo
cerebrístico; y mis palabras deben haber actuado con acción libertadora sobre
vuestras esperanzas, dejándoos, para lo sucesivo, expedito el campo de la
creencia (pp. 84-5).
También hay que
tener en cuenta que la funcionalidad productiva (en el sentido de que sea el
cerebro el que produce las vivencias) no es del mismo tipo que otras
funcionalidades productivas a las que estamos acostumbrados en el campo de los
fenómenos físicos, porque aquí hay algo que es físico y material —el cerebro— y
hay otra cosa —las vivencias— que no lo son de ningún modo. Esto lo gráfica
James con un ejemplo:
Para la manera de producirse el vapor de
agua en una tetera, tenemos una forma de ver conjetural, pues los términos que
varían son físicamente homogéneos uno con otro, y con suma facilidad notamos
que se trata de una alteración del movimiento molecular. Pero, en la producción
de la conciencia por el cerebro, los términos son de naturaleza totalmente
heterogénea, y en cuanto llega a nuestro conocimiento, ello es tan extraño como
si dijéramos: “El pensamiento se engendra espontáneamente” o “se crea de la
nada” (p. 87).
Entra aquí a
tallar la teoría del paralelismo psicofísico: las vivencias, que no están
compuestas de materia, no pueden ser causadas por el cerebro, que está
compuesto de materia. O como decía Spinoza: "El orden y la conexión de las
ideas son los mismos que el orden y la conexión de las cosas". Yo entiendo que es este, y no tanto el anterior, el
principal argumento contra la teoría celebralista de la no inmortalidad
individual de las almas.
Y no solo
pueden las almas mantenerse activas luego de la muerte cerebral: además de
sobrevivir, mejoran, porque se libran de los apetitos sensoriales:
Después de la muerte, dicen, el alma queda
libre y se transforma en un ser totalmente intelectual, y sin apetitos. Kant
expone esta teoría en palabras que están de acuerdo especialmente con las de la
teoría de la transmisión. La muerte del cuerpo, expresa, puede ser ciertamente
el fin del uso sensitivo de nuestra mente, pero solo el principio del uso
intelectual. “El cuerpo [...] vendría a ser, no la razón de nuestro
pensamiento, sino una condición restrictiva de él, y aunque fundamental a nuestra
conciencia sensitiva y animal, podría considerarse como un obstructor de
nuestra vida espiritual pura”. [...] Yo tengo fe en que más de uno de mis
sucesores estudiará con atención las condiciones de la inmortalidad y nos dirá
cuánto podemos ganar y cuánto perder, en el caso de tener que variar este
mortal ropaje terrenal. (pp. 93-4).
Si sobrevivimos a
la muerte cerebral, sugiere James, además de sobrevivir nos espiritualizamos.
El título
completo de la conferencia de James era el siguiente: “La inmortalidad humana,
dos supuestas objeciones a la doctrina”. La primera objeción ya la hemos
tratado y refutado; la segunda es tan infantil que no entiendo cómo se le ha
ocurrido a William James incluirla como una objeción seria. Antes, dice, la
inmortalidad del alma era cosa selectiva, aristocrática: solo un muy pequeño
puñado de hombres lograba, en cada generación, alcanzarla. Pero hoy
el intelecto moderno, sacudido por la
emoción cósmica que engendra la visión evolucionista, duda en separar al hombre
en tal concepto del resto de la animalidad… Si existe alguna criatura eterna,
se pregunta, ¿por qué no todas? ¿Por qué no los sufridos brutos? [...]
La suposición de
que hemos de desaparecer para siempre, es espantosamente desconsoladora, y
antes que afrontar la conclusión, abandonamos la premisa de donde se proviene.
Desechamos nuestra inmortalidad antes que admitir como con-huéspedes eternos a
cuantos hotentotes y australianos han existido y existen (p. 99).
Como la teoría
evolucionista niega que el hombre sea una criatura separada del resto de la
creación, tenemos que ser lógicos y decir que si el hombre es inmortal,
inmortales son también las bacterias y los escarabajos. ¡Y lo que es peor,
también los aborígenes australianos serían inmortales! No sé a qué clase de
espíritu cerrado y xenófobo puede ocurrírsele que es esta una seria objeción
contra la vida posmorten, y el hecho de que James la incluya como tal demuestra
el chauvinismo y la cerrazón mental del pueblo norteamericano, o al menos de
las personas que presenciaban sus conferencias.
Hasta los mismos cielos, [...] rechazarían
el hecho de la eterna conservación de tal plétora viviente.
Yo mismo [...] he
pasado por tal estado subjetivo, y abrigo la convicción de que lo propio habrá
sucedido a muchos de los que me escuchan (pp. 99-100).
O sea que no solo
su auditorio tomaba esto como una objeción seria, sino también el propio James.
Por suerte para nosotros, habitantes del siglo XXI, con nuestro espíritu
democrático a cuestas, esto nos parece, más que una objeción, una cachada.
James
insiste, y ahora se la toma con los hijos del sol naciente:
¿Quién de vosotros ve alguna conveniencia
en la ilimitada perpetuación de los chinos, por ejemplo? Ciertamente, ninguno.
A lo máximo, aprecias que convendría la subsistencia de algunos ejemplares como
muestra interesante de una peculiar diversidad humana (p. 101).
¡Lo único que
falta —parece decir James—, que los chinos no solo invadan Norteamérica con su
mano de obra barata, sino también el cielo y el paraíso eternos! Lo único que
cabría decir aquí respecto de tal objeción, es que si los animales perviven
luego de destruidos sus respectivos sistemas nerviosos, y puesto que las almas,
al independizarse de los cuerpos, pierden sus apetitos sensitivos, ¿qué sería
lo que queda de las vivencias de un ser que casi no razona ni se emociona, y
que nada sabe de valores? Por eso yo no creo en la teoría de la excesiva
sutilización de las almas carentes de corporeidad; según mi propia teoría, los
placeres sensitivos que no están reñidos con la ética podrían ser
experimentados por los seres, humanos, animales o vegetales, que han partido
hacia mejores rumbos[2].
La
conclusión de James, como no podía ser de otra manera, es que la objeción
carece de fundamentos por tratarse de una lamentable antropomorfización de la
divinidad:
Dios tiene tan
inagotable capacidad para amar, que la misma esencia de su simpatía es
obligación, necesidad, hacia el cuantioso número de vidas por él creadas. Y
jamás puede él, ni desmayar ni enfadarse, como tal vez nosotros, con la
incesante acumulación: su escala es infinita para todas las cosas: su amor
desconoce la saciedad.
Pues, creo que
estaréis de acuerdo conmigo en que la idea abrumadora de un cielo enormemente
habitado, es noción totalmente subjetiva e ilusoria: signo de la incapacidad
humana, residuo del añejo aristocrático, creencia de las enormes barreras (p.
105).
Ni con nuestra
aguda facultad introspectiva, ni con el entusiasmo de nuestra simpatía,
llegamos a conocer la significación íntima de otras existencias. Si la
apreciación de la nuestra nos lleva a clamar su perpetuidad, ¿por qué, al
menos, no hemos de tolerar anhelos semejantes en otros seres por cuantiosos y
bajos que los designemos? (pp. 106-7).
Le hacía falta a
James, para curarse de este selectismo, una buena dosis de panteísmo jainista.
Para limpiarse la mugre oligárquica no hay nada mejor que un buen baño en el
Ganges.
El último
ensayo del libro lleva por título “El porvenir de los estudios espiritistas”.
Aquí se muestra James francamente permeable a estos fenómenos, que considera,
en algunos casos, paracerebrales. Presta crédito a las apariciones (p. 129),
aunque admite que un estudio serio requeriría de un mayor número de casos
verificados. De todos modos, dice, para quebrantar la ley de que todos los
cuervos son negros no hace falta que aparezcan decenas de cuervos blancos: con
uno solo alcanza (p. 139). Es decir que con un solo caso de espiritismo bien
documentado y corroborado con idoneidad científica, la parapsicología quedaría
plenamente justificada como una disciplina independiente de la psicología
ortodoxa. No abriga “la menor duda” (p. 140) de que tales estados existen, y su
mayor anhelo es que las universidades den cabida a esta nueva-vieja ciencia
para que, con rigor metodológico, puedan eliminarse los fraudes y echar más luz
al asunto.
El hecho de los estados medianímicos de
que acabo de ocuparme ha traspasado, en mi entendimiento, los límites que la
ciencia señala a lo que denomina leyes naturales [...]. He aquí por qué creo la
más concluyente aspiración intelectual, una total revisión de los principios
científicos básicos, por la que se dé debidamente cabida a tales hechos. La
ciencia, como la existencia, se nutre de sus propios despojos. Los nuevos
hechos hacen estallar viejas ligaduras. En las nuevas concepciones se completan
y reconcilian las antiguas y las modernas (p. 140-1).
No hace falta
decir, pero igual lo digo, que concuerdo con James, y ya he sentado mi opinión
sobre estos fenómenos en algunos de mis escritos, en especial en la ritma
dedicada a William Crookes que figura en el libro quinto de mi diario.
Creo, en
definitiva, y más allá de ciertas disidencias puntuales, que los tres ensayos
que componen este libro plantean ideas acertadas, y los planteamientos son acertados
también. Si tuviese que confeccionar un ranking
de las obras de William James que me han resultado más interesantes y que
considero más bienhechoras para el porvenir de la filosofía, colocaría a La voluntad de creer en lo más alto del
podio.
[1] Sigo en este resumen de la postura pro inmortalista de James a Vicente Viqueira desde el capítulo V de su
libro La psicología contemporánea.
CORNEJÍN. -- [...] Dios permite que los placeres
escogidos para cada inmortalidad sean o bien espirituales, o bien carnales,
pero nunca inmorales. Los sádicos, los vengativos, los borrachos, etc., deberán
escoger por otro lado, a pesar de que tal vez sus mayores alegrías hayan estado
relacionadas con sus pecados.
CAMPOAMOR. --¿Escuché bien? ¿Placeres carnales en el
paraíso?
CORNEJÍN. --Sí señor, a falta de los
otros, o en ausencia de placeres espirituales nobles suficientemente intensos.
¿Cómo se piensa que sería el paraíso, por ejemplo, para una tortuga si no pudiese
revivir en él sus placeres sensitivos? Casi no hay otra cosa que placeres
sensitivos en algunos animales, incluidos algunos hombres también; no tendría
sentido que Dios los privase de tales momentos.
Sólo se que no se nada. Pero me gustaría creer.
ResponderEliminar