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jueves, 29 de diciembre de 2011

Ser guey

--Padre, tengo que decirte algo muy importante.
--Dime, hijo mío.
--Soy guey.
--No, de ninguna manera. Tú no eres guey.
--¡Que sí lo soy! No quieras ocultártelo, padre. Te estoy diciendo la verdad.
--Escúchame bien, hijo mío. ¿Usas ropa de primera marca?
--No.
--¿Posees un auto de reciente modelo?
--No.
--¿Tienes facilidad para el baile?
--No.
--¿Escuchas los discos de Madonna o de Sara Brightman?
--No.
--¿Patinas?
--No.
--¿Vas al gimnasio, a las clases de aeróbic?
--No.
--¿Y al teatro, a ver musicales?
--Tampoco.
--¿Vas de paseo al yopin?
--No.
--¿Veraneas en Punta del Este y vas cada dos o tres años a Europa?
--No.
--¿Almuerzas en los más paquetes restaurantes?
--No.
--Y por fin, ¿posees un perro hiperquinético y pequeñito?
--No.
--Ya ves, querido hijo, tú no eres guey. ¡Eres un puto de mierda!

lunes, 26 de diciembre de 2011

Dedicado a Demócrito

Hubo un filósofo griego que del estudio del ego
no se ocupó demasiado. Sin embargo fue un gran hombre
porque propició el bautismo de una corriente que él mismo
dio en llamar el atomismo, ganando así su renombre.

Sostuvo que la materia no es artículo de feria
ni efímero recipiente de espíritus vaporosos.
"Todo es materia o vacío" sugirió este amigo mío,
argumento asaz impío para los supersticiosos.

Su fenomenología cerró a la escatología
las puertas de la certeza que los dioses custodiaban.
"No es inmortal la conciencia", dijo demostrando ciencia
pero nada de clemencia para con los que rezaban.

Y al decir que es necesario todo lo que ocurre a diario
terminó por disgustarse con el grueso de la gente.
Si niegas la libertad y la responsabilidad
estorbas a la hermandad del ojo al ojo y diente al diente.

"La contingencia es un cuento vergonzoso, fraudulento;
la razón penetra todo, lo visible y lo profundo".
Esta es la piedra de toque de su distinguido enfoque
del choque y el contrachoque como explicación del mundo.

Antes de finalizar
querría yo saludar
a este genial visionario que intuyó las estructuras
que nadie ha visualizado. Su doctrina es un legado
de un valor inestimado para las nuevas culturas.

lunes, 19 de diciembre de 2011

felicidad e inteligencia

Yo dije, o concordé con el que dijo, que para ser enteramente feliz era necesario resignar cierta cuota de inteligencia y además, claro está, permanecer bajo una campana de cristal, lejos y a la vez aislado del virus de muerte que gira por el planeta desde que Pandora abrió su caja. Es cierto: lo dije y lo estoy diciendo de nuevo; pero creo que esta vez podré zafar de la contradicción, del doble mensaje. La felicidad, tal como la conocemos habitualmente, tal como la profesamos en algunas dudosas circunstancias, es enemiga de la inteligencia. Y esa enemistad es tan evidente que se revela no sólo en los momentos de dicha sino también en los que la preceden y suceden, siendo así que aquellos individuos en los que predomina el apego a este tipo de manifestaciones del espíritu, no suelen destacarse por sus brillantes razonamientos. Hay otros que sí, que dejan entre cada jolgorio interior el espacio de tiempo suficiente como para que los preparativos de su nueva fiesta no se superpongan con la dulce resaca de la que ya pasó, y entonces disponen de algún margen en blanco que tratan de aprovechar al máximo para desarrollar sus ideas. Sí, pueden llegar a concluir meritorias deducciones, pero el entretiempo que les sobra para este cometido es tan escaso que únicamente a los genios --si es que existen o existieron-- les es dado el don de una potencia cerebral capaz de sublimar sus conocimientos sin dedicarse de lleno a ellos. Es muy difícil, pero muy difícil, que una persona de estas características piense. Y no hablo ya de pensamientos elevados, dignos de todo elogio, sino simplemente de pensar. De pensar hasta en lo infantil y tonto; de meditar un segundo antes de acometerse de nuevo contra su placer artificial.


Hay otra clase de gente --entre la que me incluyo-- que, vaya a saber si por decisión propia o porque así vinieron de fábrica, opta por darles la espalda a esas felicidades, un poco por el engreimiento de sospechar la proporcionalidad inversa entre éstas y la fina erudición y otro tanto por entender que algo raro hay en esa dicha que se consigue con tan poco esfuerzo. El error que aquí aparece consiste en suponer, antagónicamente respecto del otro grupo, que la meta a cruzar, el máximo escalafón al que uno aspira, es la suprema inteligencia. Complicado pero hermoso es el momento en que uno descubre que en cierto modo debe darle la razón al otro bando, que por más depurada que se halle, la inteligencia por sí misma no es un fin sino un medio, un mecanismo glorioso y enaltecedor como pocos que deberá emplearse, con todo su poderío, en la búsqueda del verdadero objetivo: la felicidad. Y acá se llega al punto en donde se entrecruzan los conceptos. Si la felicidad destruye la inteligencia, ¿cómo puede uno valerse de la inteligencia para llegar a la felicidad? Esta paradoja, que no es tal, será revelada luego. Ahora me interesa poner en claro un peligro que olvidé mencionar y que tiene que ver con esta proporción inversa. Quienes han llegado entender que la felicidad de entrecasa no es el punto máximo al que aspira el ser humano en cuanto al goce de la vida, conciben que el verdadero placer está en otra parte. Entonces volvemos a la idea de la suprema inteligencia, de la sabiduría. Para quien no ha entendido bien hasta dónde y hasta quiénes llega el alcance del principio que nos ocupa, para aquel filósofo o aspirante que se asquea de las formas de alegría que constantemente aparecen a su alrededor, la felicidad es un fin repugnante que merece su total rechazo. Cuando descubre esto, se siente altivo y soberbio y desprecia a quienes se muestran felices y despreocupados por considerarlos inferiores. Es ahí cuando se propone el saber como meta superior y se embarca en el descomunal error de creer que para llegar a la suprema inteligencia es necesario prescindir de toda dicha, y, siempre respetando el ahora invertido y a esta altura falso principio, se abandona sin luchar en el mundo de las depresiones y las angustias porque las considera imprescindibles, porque supone que cuanto mayor sea la caída de su estado de ánimo, en esa misma proporción aumentará su intelectualidad. Tal vez sea un paso más en la carrera, un trago amargo y obligatorio que a todo pensador le han servido en algún tramo de su camino. En este caso, si lo que aquí hay es un licor podrido que tienta sin excepciones, lo verdaderamente sabio y noble es el desengaño, el resistírsele y abandonarlo como debería hacerse con cualquier otro vicio, pues los vicios, a lo más, destruyen nuestra vida, nuestros ideales, nuestros sueños, y a lo menos, nos hacen perder el tiempo, que ya es decir mucho.

La felicidad no mata la inteligencia. La felicidad, la verdadera felicidad, se sirve de la inteligencia, se alimenta de ella. Es uno de los principales pilares en los que se asienta. Cuando se llega a este punto, aquel principio tan nombrado, tan relativamente cierto, se ve muy pequeño, muy a la distancia. Y ahí, viéndolo desde lejos, es cuando nos damos cuenta de que en realidad no existe, que sólo se muestra en el mundo en forma artificial, para que lo vean sólo aquellos que piensan, sienten y viven artificialmente. Abandonar este mundo de cotillón, despertar al espíritu de la expansión material extrema que, buena o mala, no le compete, son requisitos indispensables para empezar a entendernos correctamente y así buscar juntos el verdadero camino de la unidad y la felicidad.

¿Que cómo se llega a esta verdadera felicidad? Bueno, no lo sé muy bien, y si lo supiera, hoy no me aventuraría a intentar explicarlo. En las últimas horas el sol me ha estado pegando muy de lleno en el marote y mis neuronas me piden que las deje descansar un poco para que puedan ellas también disfrutar de este día tan hermoso y desarrollar en él todos sus sentidos y pasiones. Sí, mis neuronas se apasionan, sobre todo en el verano.

Alguien dijo que el amor no se busca, se encuentra. La misma definición podría caberle a la felicidad, con lo cual nuestra voluntad vería reducido su campo de acción a la gratísima y colosal tarea de allanar el camino.En eso estamos

jueves, 20 de octubre de 2011

¿Ayudante de cátedra yo?

"Si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicárselo al que me pregunta, no lo sé".
San Agustín, Confesiones, XI, XIV, 17

Un buen día para escribir textualmente la propuesta que me hiciera el doctor Maliandi hace unos meses atrás: “Usted tiene que hacer carrera; ¿no le interesaría ser ayudante de cátedra?” ¡Ayudante de cátedra yo, yo, que no puedo hilvanar dos frases seguidas sin cometer algún furcio y que tiemblo de la cabeza a los pies cuando tengo que dirigirme a un auditorio que sobrepasa la media docena de personas! “No podría; soy torpe de lengua”, le respondí tal como Moisés le respondió a Dios cuando éste le pidió que impartiera su mensaje al pueblo hebreo. Maliandi me contestó que ningún profesor nace sabiendo enseñar, que sólo la práctica hace al buen docente, y que al principio me sería duro, pero luego de lo más sencillo visto y considerando los conocimientos que poseo. Le dije que lo iba a pensar, pero que lo veía difícil, y lo cierto es que lo pensé, aunque no demasiado, porque no sólo está el problema de no saber expresarme oralmente ante mis potenciales alumnos, sino también el otro problema, el problema que ya Sócrates denunciaba: el hecho de lucrar con la filosofía. Ciertamente que un ayudante de cátedra difícilmente cobre algún centavo por su trabajo, que casi siempre es ad honorem, pero ese sería el primer paso de un camino que podría llevarme a ser un auténtico profesor que se gana la vida enseñando lo más sagrado que podría enseñarse, y que por sagrado, debería enseñarse gratuitamente.

Y sin embargo… la oferta era tentadora. Porque o era eso, un futuro en el cual el pan me lo proporcionara la filosofía, o era el taller de lonas, que ya se sabe adónde solía conducirme. En esa indecisión estaba mientras preparaba los finales de las materias del primer cuatrimestre, finales orales, y entonces caí en la cuenta de que me sería imposible aprobar cualesquiera de aquellas cuatro materias de un modo decoroso teniendo como herramienta mi oralidad y no mi escritura. Renuncié, después de algunos zigzagueos, a presentarme a rendir el examen final de aquellas materias, materias cuyos parciales aprobara con holgura porque eran escritos, y que ahora, que tenía que hablar en vez de escribir, me sometían a una tortura de reglas mnemotécnicas y demás inutilidades en las que no tenía deseos de perder mi otrora valioso tiempo. Y desistí. Desistí de continuar mi carrera universitaria, porque comprendí que aquella tortura de los finales orales se repetiría una y otra vez en cada cuatrimestre, y que para aprobarlos debería resignar valiosas horas de provechosa lectura en aras de una memorización mecánica que poco y nada me aportaría espiritualmente. Sí, lo sé: para ganar hay que invertir, y esas jornadas de falso estudio serían la inversión necesaria que me llevaría al buen puerto de la licenciatura en filosofía. Pero ¿para qué querría ser yo licenciado en filosofía si es que no me interesa enseñar por dinero? Yo comencé la carrera con un claro objetivo: ganarme el aprecio y la confianza del doctor Maliandi. Eso lo logré; ¿para qué, pues, dilatar esa experiencia? Aunque… ¿no sería un edificante ejercicio, en vista de la inserción social que pretendo construir en esta etapa de mi vida, preparar esos benditos finales orales e intentar un discurso de quince minutos bien continuo y coherente? Tal vez, tal vez… Pero ahora, mi presente se reduce a una sola palabra: lonas. Lo demás, ha quedado en el camino. Yo no puedo dedicar diez horas al trabajo y un par de horas a la filosofía; mi espíritu no acepta esos tratos acomodaticios. La filosofía para mí es todo o nada: o es mi vida toda, o es un fantasma del pasado. Y como ya no puedo centrar mi vida en derredor de la filosofía, mejor será que me olvide de ella por un tiempo. Que me olvide de aprenderla, que me olvide de enseñarla y que me olvide de vivirla. Ni estudiante, ni profesor, ni filósofo: lonero. Soy sólo un triste lonero, y seguiré siendo un triste lonero por algún tiempo más. ¿Y hasta cuándo? Hasta que me convierta en una persona humilde. Después, podré dar vuelta esta página.

jueves, 13 de octubre de 2011

La masturbación a los ojos de la ética


En Sexo solitario, Thomas Laqueur sostiene la tesis de que la masturbación se volvió patológica para los eruditos de Occidente, al punto de cobrar según ellos las características de una epidemia, recién a partir del siglo XVIII. Casi todos los pensadores de aquel entonces la consideraron altamente nociva, sea para el cuerpo, sea para el espíritu o para ambos a la vez. Jean-Jacques Rousseau, luego de publicadas sus Confesiones, se convirtió en el primer pensador de renombre que admitió haberse masturbado, pero lo hizo con pesar, como pidiendo disculpas por haber abusado de sí mismo. Y el otro gran pensador del siglo de las luces, Immanuel Kant, se adhirió a la moda imperante con una crítica demoledora:

La voluptuosidad es contranatural cuando el hombre se ve excitado a ella, no por un objeto real, sino por una representación imaginaria del mismo, creándolo, por tanto, él mismo de forma contraria al fin. Porque ella produce entonces un apetito contrario al fin de la naturaleza, y ciertamente contrario a un fin todavía más importante que el del amor mismo a la vida, porque éste tiende sólo a la conservación del individuo, pero aquél a la conservación de la especie en su totalidad (Metafísica de las costumbres, segunda parte, § 7).

Kant deduce de lo anterior que la masturbación es más inmoral aún que el suicidio, pues en el suicidio

el rechazo altivo de sí mismo, de la vida como un lastre, no es al menos una débil entrega a los estímulos sensibles, sino que exige valor, y en él siempre hay lugar para el respeto por la humanidad en la propia persona; mientras que la total entrega a la inclinación animal convierte al hombre en una cosa de la que se puede gozar, pero también con ello en una cosa contraria a la naturaleza, es decir, en un objeto repulsivo, despojándose así de todo respeto por sí mismo[1].

Olvidémonos por ahora del problema del suicidio y centrémonos en el de la masturbación, mucho más sencillo como problema ético según mi parecer. Es evidente que lo que uno busca en la masturbación es placer sensitivo, y por tanto, esta manipulación carece de valor moral a los ojos de Kant y, considerada sólo así, también a los míos; pero habrá que meter en la bolsa del sexo solitario algunos otros considerandos para que la calificación moral del acto no peque de simplista. Por ejemplo, dice Kant que masturbarse es contrario al fin de la naturaleza, que "en la cohabitación de los sexos es la procreación, es decir, la conservación de la especie; por tanto, como mínimo, no se debe obrar contra este fin". Para mí ya es problemático el hecho de aceptar que cualquier acto que vaya contra la conservación de la especie humana sea inmoral de suyo, porque ¿serían inmorales aquellos actos que propiciasen una perfectibilidad tal del espíritu del hombre que terminasen provocando una ruptura entre la vieja especie humana y el nuevo superhombre, apurando la extinción de la primera? Y sin ir tan lejos en cuanto a especulaciones gratuitas, ¿puede alguien asegurar que utilizar preservativos en el acto sexual es ir en contra de la conservación de la especie y no utilizarlos es ir a favor? Aparte del tema del sida, que ya pondría en aprietos descomunales a un Kant contemporáneo que tuviese que optar entre copular sin forro con una enferma o masturbarse ("no hacer ninguna de las dos cosas", nos diría, y nosotros responderíamos: "Esa respuesta no viene al caso, señor: ¡No somos santos y estamos explotando de deseos!"); dejando de lado esta cuestión es muy posible, y en ocasiones parece hasta evidente, que en un mundo al borde de la superpoblación, quien se masturba o se aparea con forro hace más por la conservación de la especie humana que quien coge con el objetivo de reproducirse. Si somos pocos --como en la época en que Kant escribía-- es moralmente deseable reproducirse; si somos muchos --como en el siglo XXI-- no es moralmente deseable hacerlo. Pero ¿qué clase de normativa es ésta que cambia de acuerdo a meras consideraciones externas? Una normativa ética no puede cambiar nunca, no puede ser verdadera para un siglo y falsa para otro; luego, todas estas especulaciones relacionadas con la masturbación, el sexo por placer o el sexo reproductivo no entran, según mi punto de vista, en el terreno de la ética. El mismo Kant decía que hay que obrar siguiendo la máxima de que nuestras acciones puedan conformarse con una ley universal; y ¿qué sucedería si todos dejásemos de masturbarnos, y si todos los homosexuales buscasen mujeres para copular y lo hiciesen con el objetivo de reproducirse? Sucedería, amigo Emanuel, que la tierra se volvería un infierno sobresaturado de gente que sobreviviría pisoteando a otra gente. Luego no hay motivos para decir que el sexo con fines reproductivos es más deseable que el sexo con fines hedonistas.

Y respecto de la masturbación, de ningún modo la estoy postulando como un acto ético. Los apetitos de la sensibilidad jamás podrán acceder a semejante rango; en esto coincido con Kant. Pero tampoco hay que demonizarla. En un mundo hambriento, comer en exceso manjares costosos es mucho más inmoral que masturbarse. Yo puedo compartir con un mendigo mi almuerzo en vez de desperdiciarlo dentro de mi estómago, mas no puedo compartir mi semen ni el placer que siento al eyacularlo.



[1] Finalmente, concluye Kant que quien se masturba es peor que una alimaña: "El onanismo contradice claramente los fines de la humanidad e incluso se contrapone a la condición animal; el hombre degrada con ello su persona y se coloca por debajo del animal" (Lecciones de ética, p. 210). Y otro gran pensador alemán, del que hablaremos largo y tendido en próximas jornadas, se ubica en la línea de Kant y considera "malvada en el sumo grado" a la conducta masturbativa (Max Scheler, Esencia y formas de la simpatía, secc. B, cap. IV).

lunes, 10 de octubre de 2011

Lo que implica ser comerciante

Hace cinco años, justo antes de comenzar mi último gran viaje, escribí, perfectamente consciente de las implicancias de lo que decía, esta contundente ritma:

VENDER O NO VENDER

"Un usurero late en el fondo de todo comerciante".
León Bloy, La sangre del pobre

Quiero ganarme la vida sin que este tráfago impida
mi desarrollo ideológico y su consecuencia práctica.
Si quiero ser moralista debo tachar de la lista
la tarea que revista contradicción a esta táctica.

Seré pintor, jornalero, lustrabotas, cartonero...;
tal vez pediré limosna, ¡pero nunca comerciante!
Mi espíritu desbarranca cuando le hablan de la banca,
mi pensamiento se estanca con este rol denigrante.

Quede aquí bien asentado que, de acuerdo con lo actuado,
no estaré al mando de nada que se parezca a una tienda.
Si me aparto de este punto se pondrá feo el asunto
y seré en vida un difunto que entra en cualquier componenda.

Pues bien: ya soy ese difunto que entra en cualquier componenda, ya soy un hecho y derecho comerciante. Y ¿qué otra alternativa tengo? Tengo una: patear el tablero, cortarme solo y aislarme de todo lo que se llama sociedad. Así, se abrirían dos posibilidades: volverme beato o volverme neurótico, para luego, posiblemente, volverme santo o volverme loco respectivamente. Pero aún no estoy dispuesto a arriesgarme a tentar la locura, y creo que tampoco a tentar la santidad. Seguiré siendo un hipócrita mediocre por algún tiempo más, un hipócrita y cuerdo mediocre que pisotea todos sus valores en teoría postulados. ¿Y hasta cuándo? Hasta que reviente. El problema es que tal vez reviente de viejo… Tolstoi recién intentó abandonar la hipocresía a los 82 años; ¿tendré que esperar 40 años más para ser consecuente con lo que pienso? Es mucho… Pero volverme loco…, loco de tristeza y soledad, loco como Nietzsche, loco como Van Gogh… no es tampoco un panorama alentador…
¿A qué altura de su vida se decidió Alonso Quijano a convertirse en el Quijote? Era ya un cincuentón, si mal no recuerdo. ¡Está hecho!: a mis cincuenta años comenzará mi quijotismo.

jueves, 6 de octubre de 2011

Una noche en la ópera

…Nadie puede sentirse conmovido al presenciar la representación de una ópera como aquélla. Así, era natural que uno se preguntase: ¿A cuenta de qué se hacía todo aquello? ¿A quién podía gustar? Si por milagro hubiese habido en aquella ópera buenos trozos de música, ¿no podía tocarse ésta, prescindiendo de aquellos trajes grotescos, de aquellas procesiones, de aquellos movimientos de brazos? ¿A qué causa se debe el que tonterías parecidas se representen en todas las ciudades del mundo civilizado?
León Tolstoi, ¿Qué es el arte?

“No doy un céntimo –dijo cierta vez don Miguel de Unamuno-- por oír una ópera”. Yo solía decir lo mismo, pero el otro día, no sé muy bien por qué, di 50 pesos por ir al teatro Colón a presenciar La flauta mágica. Fue la primera vez que asistí a una ópera, y espero que sea la última: me aburrí a más no poder.

jueves, 8 de septiembre de 2011

A mi padre (in memoriam)

Siempre me sentí identificado con estos versos de Gustavo Adolfo Bécquer:

Mi vida es un erial,
flor que toco se deshoja;
que en mi camino fatal
alguien va sembrando el mal
para que yo lo recoja.

Y pensaba yo, ¿de dónde me ha salido este amor por los versos y por el pesimismo y por los versos pesimistas? Pues ahora, hurgando en los papeles que mi padre atesoraba, encontré la respuesta bajo la forma de un poema que le escribiera a mi madre allá por 1959 ó 1960:

TÚ Y YO

Tú eres la alegre llegada
Yo soy la triste partida,
Tú eres la meta soñada
Yo la dicha mal habida;
Tú la clara alborada
Yo la noche que intimida.

Tú eres un canto a la vida
Yo soy de la vida el dolor,
Tú eres el dulce amor
Yo la ilusión perdida;
Tú simbolizas la flor
Yo la abierta herida.

Tú eres miel que apetece
Yo la hiel que se abomina,
Tú la brisa que reanima
Yo huracán que estremece;
Tú eres sol que ilumina
Yo soy niebla que oscurece.

Tú eres la risa que alegra
Yo soy llanto que entristece,
Tú la esperanza que acrece
Yo la realidad que arredra;
Tú el rosal que florece
Yo la dañina hiedra.

Tú eres la altiva victoria
Yo la humillante derrota,
Tú la semilla que brota
Yo el fruto de la escoria;
Tú eres brioso corcel que trota
Yo soy cual cansada noria.

Tú eres dicha que perdura
Yo soy fugaz ambición,
Tú eres dulce canción
Yo soy himno de amargura;
Tú representas razón
Yo, en cambio, la locura.
V C

¡Qué sorpresa!: mi padre fue lonero durante 48 años y lonero murió, pero antes de eso… ¡fue poeta! Y yo estoy llamado a recorrer su mismo camino.
Lo que se hereda no es hurto. ¡Cuánto que nos parecíamos, viejo querido!

domingo, 21 de agosto de 2011

La supervivencia de la especie humana dependería de las mujeres

Nuestra felicidad y nuestra independencia perderánse, si la mujer no admira en lo sucesivo sino el oro de la fortuna y el esplendor del poder.
Juan José Virey., La mujer bajo los puntos de vista fisiológico, moral y literario, p. 200.

Muchos comprenden que la sociedad actual va camino a desintegrarse, pero pocos aciertan a ver las razones de este fenómeno, una de las cuales es la que acabo de transcribir. Como ya dije en alguna otra ocasión, el perfeccionamiento de la especie humana depende de que los hombres logren aparearse con la mujer de la cual están enamorados, y viceversa. Esto es lo ideal, y como todo lo ideal, rara vez se da en este momento y en este planeta. Bajemos entonces un escalón y metámonos en el mundo animal propiamente dicho, en el cual las especies no eligen a su pareja por amor sino por el atractivo físico o espiritual que les despierta. Pero ¿quién elige a quién? Se dice que es el macho quien decide, pero mí me parece que la mayoría de las veces es al revés. Cuando dos mamíferos luchan por el derecho al apareamiento, ¿el que gana elige a la hembra o más bien la hembra elige aparearse con el más fuerte y valiente y desprecia al más débil y cobarde? Por más lucha que haya ganado, si la hembra no quisiese aparearse con él, sencillamente iría en busca del derrotado, pues rara vez los mamíferos someten a sus hembras en contra de su voluntad. La lucha la propone la hembra, no los machos, pues aunque no la presencie sabe que quien se le acerca es el ganador, el más valiente, y con él es con quien ella decidió aparearse: la hembra es la que decide. Ora por la valentía demostrada, ora por la fortaleza, una que otra vez por la belleza, a veces por saber cortejarla y seducirla correctamente... y unas pocas veces, sólo en contadas especies, como sucede con determinados tipos de arañas, la hembra no accede al coito si no le traen un obsequio material, en este caso un apetitoso insecto al que licuará y succionará con gula mientras el macho hace lo suyo. Ahora bien; en este mundo de hoy en el que resulta poco menos que utópico ver a un matrimonio enamorado, al menos se podría esperar de las mujeres que se inclinasen ante los machos más fuertes o más valientes, o ante los más bellos, o ante los más seductores... La recombinación genética no sería en estos casos tan generosa como lo es con un hijo cuyos padres se aman, pero bue..., algo es algo. La fortaleza, la valentía, la belleza, el poder de seducción..., todas éstas han de ser virtudes no dignas de desprecio que serían heredadas por las nuevas generaciones. Y sin embargo... ¿eligen las mujeres de hoy al hombre más fuerte, o más valiente, o más hermoso, o más seductor a la hora de aparearse? No hablo de aparearse sólo por el placer de hacerlo, porque ahí sí seguramente optan por hombres de características similares a las descritas; hablo de la elección que realizan las mujeres a la hora de formar una familia y procrear, que es lo que importa con vistas al futuro de la especie. Aquí es donde las mujeres gritan al unísono: ¡necesito un hombre con mucho dinero!, poniendo en evidencia que a veces la intuición no es suficiente para ocultar la idiotez. Y así tendrán hijos que no heredarán de su padre ni fortaleza, ni valentía, ni belleza ni poder de seducción. Sólo heredarán monedas, monedas que a su vez utilizarán ellos, cuando crezcan, para conquistar a sus mujeres, o mejor dicho a sus arañas.
Repito las palabras de Virey: "Nuestra felicidad y nuestra independencia perderánse, si la mujer no admira en lo sucesivo sino el oro de la fortuna y el esplendor del poder"[1]. Y será así nomás. La especie humana va en camino de perder su felicidad y su independencia. O más que perderlas, las cambiará. Entregará la felicidad a cambio del oro; entregará la independencia a cambio del poder. Pero no seamos pesimistas: esto no podrá durar demasiado. Las mujeres son las que deciden, y con un poco de suerte algún día se les pasará la fiebre y comenzarán a elegir a favor del amor y la naturaleza y en contra de los débiles, de los cobardes, de los feos y de los frígidos representados fielmente por los ricos y los poderosos[2].


[1] (Nota añadida el 7/2/3.) El admirable Jean Jacques Rousseau ya se había percatado de este peligro un siglo antes que Virey: "No vemos bien las ventajas que nacerían en la sociedad de una mejor educación prodigada a la mitad del género humano que gobierna a la otra. Los hombres harán siempre lo que guste a las mujeres: si queréis que lleguen a ser grandes y virtuosos, pues enseñad a las mujeres lo que es la magnanimidad y la virtud" (Discurso sobre las ciencias y las artes, nota 3 de la segunda parte).
[2] El 10/1/98 el diario Clarín publicó en su página 56 una nota intitulada "Para qué sirven los machos de todas las especies", en la cual se resume una teoría del señor William Hamilton acerca del paso evolutivo que llevó a los seres vivos a reproducirse sexualmente mediante dos individuos diferenciados. Hamilton afirma que a medida que un ser se hace más complejo estructuralmente, otros seres más sencillos se parasitan en su interior y conspiran contra su salud. Si el individuo parasitado se reproduce por partenogénesis, o sea sin el concurso de un gameto masculino, la nueva generación no presentará grandes mutaciones con respecto al individuo madre, y a su vez los parásitos, que se reproducen con mayor rapidez, pudiendo existir varias generaciones de ellos en el mismo período en que el parasitado tuvo una sola, tendrán más chances de mutar su estructura genética y hacerse más virulentos, lo que llevaría al individuo complejo a enfermarse o morir. La única forma de sostener la batalla es mutar constantemente aumentando la resistencia inmunológica, y la mejor forma de garantizar mutaciones constantes es la reproducción sexual diferenciada, o sea la que necesitan de la unión del gameto masculino con el femenino de dos individuos diferentes. Considerando las cosas así, se podría decir que en un principio sólo existían individuos de sexo femenino, y que el sexo masculino fue "inventado" por el femenino sólo como una herramienta de desparasitación necesaria para las especies cuya estructura se había hecho muy compleja. Esta función de desparasitación regiría también en la actualidad y en las especies más evolucionadas. Así, la hembra que se aparea con el vencedor de una batalla entre los machos lo elige porque ha demostrado ser más fuerte y es probable que sus anticuerpos sean mejores que los del macho derrotado; o si lo elige por algún rasgo estético, como un colorido plumaje o una enorme cornamenta, lo hace sospechando que quien se ve saludable y bello por fuera es también saludable por dentro, y la hembra opta por ellos para favorecer mutaciones de resistencia en su progenie. La lucha por mutar más rápido que el adversario se mantendría entonces equilibrada: los parásitos se generan con mayor rapidez, pero como son asexuados no mutan con facilidad de generación en generación, mientras que los individuos complejos se reproducen más lentamente, pero al provenir de dos individuos y no de uno, la recombinación genética les da grandes chances de poder mutar hacia una forma más resistente valiéndose para esto de un número relativamente pequeño de generaciones.
Todo esto está muy bien compensado mientras las hembras se adapten a su papel de electoras del macho más resistente, pero ¿cuál sería el destino de una especie cuyas hembras, lejos de aparearse con los machos mejor dotados inmunológicamente, deciden masivamente ofrecer sus favores a los machos mejor dotados... económicamente? Si estos últimos resultan ser a su vez portadores de genes estoicamente resistentes a las invasiones parásitas, salvada está la humanidad, pero lamentablemente no tenemos ninguna prueba que relacione directamente la riqueza de los hombres con su capacidad inmunológica. Por el momento, esta singular malformación del instinto sexual femenino no ha llegado a masificarse al punto de poner en peligro la salud de la especie toda, pero no hay que descartar para el futuro un aluvión mundial de epidemias relacionadas con inmunodeficiencias congénitas si es que esta tendencia que hoy sólo impera en las mujeres de las clases económicamente media y alta logra ganar adeptas en las clases baja e indigente, que son las que más influyen a la hora de procrear nuevas generaciones.

viernes, 19 de agosto de 2011

Entre la ética de la intención y la ética de las consecuencias

Vuelvo a internarme en la selva amazónica de la Suma teológica, pero esta vez el guía idóneo se llama Hans Reiner, y el tema es el de la ética de la intención en contraposición con la ética de las consecuencias. Dice Reiner:

El sistema ético de Tomás de Aquino llegó a una conclusión que podemos presentar de la siguiente manera: la verdadera medida de lo éticamente bueno o malo es objetiva. Radica, esencialmente, en la índole del fin de la acción. Y para determinar esta índole, según Tomás, el fin debe ser verdaderamente bueno y no sólo aparentemente bueno [...]. Esta medida sólo tiene valor absoluto en tanto se le presente como tal medida al actuante, que decide con arreglo a ella. Le es dada siempre, pues, en el marco de comprensión de su razón (capaz de error). De esta manera lo que importa para la calificación ética de una acción, no es la índole de su fin, tal como es en sí, sino tal como se presenta al actuante. Dicho de otra forma, lo que importa es la intención (Hans Reich, Vieja y nueva ética, pp. 16-7).

¿En qué quedamos? Si la verdadera medida de lo éticamente bueno o malo es objetiva, no puede concluirse diciendo que lo que importa es la intención, porque la intención del actuante es lo más subjetivo que puede haber dentro del ámbito de la ética, y esto Reiner lo sabe:

La parcial acentuación de la intención conduce a peligrosas consecuencias. Se corre el peligro de que la buena intención justifique incluso los malos medios (como el homicidio). Con ello parece perderse, además, toda medida objetiva de la moralidad, puesto que, por ejemplo, la persecución de los mártires, nacida de una buena intención, llega a presentarse como una buena acción sin más.

Pero medir la bondad o maldad de las acciones en base a las consecuencias que acarrean no es tampoco un criterio fiable, porque ¿cuándo comienzan, y sobre todo cuándo terminan de manifestarse estas consecuencias en el espacio y en el tiempo? Consecuencias que hoy pueden parecernos deseables pueden derivar, a la postre, en consecuencias indeseables y viceversa. Por eso lo mejor, me parece, es volver la vista al individuo, pero no en base a la intención conciente de que hace gala mientras ejecuta la acción, sino en base al concepto de "respuesta al valor" acuñado por Dietrich von Hildebrand. Ante un valor cualquiera, pero extramoral, el individuo responde mediante un valor moral, que es una cualidad psicológica o metapsicológica que, como tal, lo impulsa a ejecutar una acción determinada. Si se pudiese descubrir el tipo de respuesta al valor que el individuo efectúa (adecuada o inadecuada fundamentalmente, pero también descubrir el puntual valor moral que auspicia tal respuesta) estaríamos a las puertas de una verdadera positividad relacionada con las buenas y las malas acciones. Serán, pues, los psicólogos los encargados de suministrarnos este dato. Sólo la observación detallada del individuo que responde a un valor (o disvalor) extramoral valiéndose de un valor (o disvalor) moral podrá entregarnos una pista en este sentido, y la observación repetida e incansable de las respuestas al valor de un individuo en determinadas y cambiantes circunstancias nos suministrará una pauta más o menos confiable acerca del grado de bondad, maldad, valentía, cobardía, etc. que tal individuo posee o ha poseído en el intervalo de tiempo analizado. Así, los juicios de valor del tipo "Juan es bueno" podrán ser por fin considerados verdaderos o falsos tal como sucede con los juicios de hechos y entonces la dicotomía hecho-valor terminará de una vez por todas de desplomarse[1].

[1] Robert Hartman --me ha comentado ayer Ricardo Maliandi-- se hizo millonario implementando un test gracias al cual evaluaba, según él, el grado de bondad o maldad del individuo encuestado. Le practicó incluso este test al propio Maliandi, el cual quedó un poco entristecido por no haberse aproximado en mayor medida al puntaje ideal. Pero ¿puede un test, respondido por el propio interesado, otorgarnos una pauta más o menos confiable acerca de la eticidad de una persona? Lo dudo muchísimo. ¡Quédese tranquilo, pues, amigo Ricardo, que a muchas leguas se nota que es usted buena persona!

jueves, 18 de agosto de 2011

Determinismo o libre albedrío: ¿es posible una fundamentación fuerte?

El desarrollo de la física teorética en el último siglo aportó, incluso para este dominio [el de las “cosas naturales”], la renuncia expresa a estatuir una conexión cerrada bajo leyes exactas. Así, pues, a partir de aquí quedó libre la vía para reconsiderar el problema de la libertad humana. Parecía dada la posibilidad de restituir en su derecho al testimonio inmediato de nuestra conciencia, según el cual podemos determinarnos libremente a nosotros mismos.
Hans Reiner, Vieja y nueva ética, p. 286

No refutaré estas palabras de Hans Reiner porque ya lo ha hecho, y con enorme profundidad, el uruguayo Vaz Ferreira[1], ni tampoco refutaré el ensayo completo en el cual van insertadas. Pero hay algo que me pregunto: este ensayo de Reiner titulado “La libertad del querer humano”, que viene a ser una recapitulación de la disertación con la que se doctoró ante su maestro Husserl, ¿qué pretende? ¿Pretende haber llegado a una demostración positiva respecto de la existencia del libre albedrío, o pretende simplemente destacar la posibilidad de que algún tipo de libre albedrío exista? Si el objetivo era este último, me parece plausible, aunque no hacía falta tanta disertación, pues basta para ello el “testimonio inmediato de nuestra conciencia”, que en la práctica se nos muestra inapelable. Pero si pretendió Reiner, para halagar a Husserl, haber demostrado que el libre albedrío existe, acá la cosa se torna oscura, porque las demostraciones de la existencia del libre albedrío (o las de la existencia del determinismo estricto) se me antojan de similar envergadura que las demostraciones de la existencia de Dios o de la inmortalidad del alma. No es que el pensador filosófico no deba ocuparse del tema del libre albedrío y el determinismo; por cierto que es uno de los temas capitales de la filosofía y hay que tenerlo siempre muy presente. De lo que no hay que ocuparse es de intentar resolver estas cuestiones, porque son, me parece, irresolubles, y el intentar resolverlas se me antoja una pérdida de valioso tiempo en el mejor de los casos, o una peligrosa vía hacia el dogmatismo en el peor. ¿Qué es lo que hay que hacer entonces? Pues adoptar una de esas dos posturas –una sola, no vale conciliarlas, porque son excluyentes en grado mayúsculo-- y, ahí sí, utilizar la lógica para derivar de la postura adoptada las consecuencias éticas, políticas, sociales, etc. que se articulan con ella. No gastemos nuestro tiempo intentando “fundamentar” nuestra creencia en el determinismo o en el libre albedrío; gastémoslo más bien en preguntarnos cómo deberíamos obrar, o pensar, o sentir si el universo fuese determinista, y cómo proceder si existiese el libre albedrío. Y entonces uno dirá: creo en el determinismo; luego, es lógico que yo haga, o piense, o sienta tales cosas y no otras. Y lo mismo para el que crea en el libre albedrío. Lo demás es pura cháchara o mera gimnasia intelectiva.

[1] Cf. Vaz Ferreira, Carlos, Trascendentalizaciones matemáticas ilegítimas, Buenos Aires, Instituto de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, 1940.

lunes, 15 de agosto de 2011

Responsabilidad moral y castigo según Alexander Skutch

Alexander Skutch escribió un artículo en la “Revista de filosofía” de la Universidad de Costa Rica (volumen XXXII, número 77, julio de 1994) titulado "Responsabilidad y castigo". En él se afirma, contrariamente a lo que la mayoría de los pensadores viene suponiendo desde hace tiempo, que "la doctrina del libre albedrío destruye totalmente la responsabilidad". En este punto estoy enteramente de acuerdo con él: si las voliciones escapasen a toda determinación, incluida la determinación por el intelecto, nuestro accionar sería tan caótico que a nadie se le ocurriría catalogarlo como responsable[1]. Aclarado esto, Skutch se pone del lado de los deterministas, afirmando que nadie tiene "sólidos fundamentos para atribuir a alguien una responsabilidad absoluta", en primer término porque nuestras decisiones son, al menos en parte, "consecuencias inevitables de situaciones muy anteriores a nuestro nacimiento". No sabemos, afirma Skutch, si el libre albedrío existe o no existe, pero la que no podría existir nunca, exista o no el libre albedrío, es la responsabilidad radical.


Uno estaría tentado, después de llegar a semejante conclusión, de mofarse de todo código penal, o al menos de aquellos que observan un carácter más bien punitivo que correctivo en la condena (que son todos o casi todos, a pesar del esfuerzo de la escuela correccionalista, impotente para vencer a la vengativa naturaleza humana). No es esto, sin embargo, lo que hace Skutch. Su solución para el problema es asombrosa --y sospechosa-- mente sencilla: como la responsabilidad radical no existe objetivamente, inventa la responsabilidad radical subjetiva, esto es, el considerarse uno auténticamente responsable de sus actos a pesar de tener la firme sospecha intelectiva de que tal postulado es absurdo. En otras palabras, para salvar a la ética (porque de eso se trata, ya que sin la responsabilidad radical la ética se hundiría[2]), para salvar a la ética todo es posible, incluso el mentirse a sí mismo. Y esto, que ya de por sí es tonto y peligroso para la propia psicología, se torna maquinalmente demoníaco cuando se sugiere, como sugiere Skutch, que este engaño subjetivo se traslade asimismo hacia otros sujetos, los criminales, que en ningún momento se han planteado este problema y que seguramente no se lo plantearán nunca debido a su proverbial atrofia filosófica. Saber que uno no es culpable de algo y sin embargo hacer fuerza para que la culpabilidad aparezca en nuestra conciencia es un ejercicio... tal vez didáctico. Estúpido pero didáctico. En todo caso, cada uno hace con sus procesos mentales y emocionales lo que más en gana le viene. Pero de ahí a meterse con los procesos mentales y emocionales del prójimo, insertándoles una responsabilidad subjetiva que el propio sujeto desconoce, y todo esto con el único y cobarde objetivo de enviar a la cárcel a quien nos robó la heladera, esto es el colmo de la inmoralidad y de la ineticidad, exista o no exista el libre albedrío.

"No nos detenemos --dice Skutch-- a discutir frustrantes cuestiones metafísicas de causalidad y responsabilidad radical: por voluntaria decisión, nos hacemos responsables de todo lo que hacemos, y por esta libre aceptación de nuestra personalidad defendemos nuestra dignidad y aseguramos nuestra autonomía". Yo me pregunto: ¿Qué pensador filosófico se puede sentir "frustrado" ante una discusión metafísica de la cual --como sucede con toda discusión metafísica-- no sabe salir a pie firme?, o lo que es peor: ¿cuál de ellos "no se detiene" a discutir sobre metafísica debido al temor de que aparezca la frustración antedicha? Y me respondo: quienes así se sintieren o comportaren, poco y nada tienen de pensadores filosóficos.


"No vamos a esperar --se impacienta en otro pasaje-- hasta que la sociedad, por sus propios intereses, decida que somos responsables, porque tal responsabilidad imputada es una ficción. Nos anticipamos a la sociedad reclamando responsabilidad como un derecho inalienable, afirmando así nuestra dignidad moral". Yo pensaba que moralmente digna era toda persona que se comportaba bien con su prójimo, con su medio ambiente, con sí misma y con su dios si lo tuviere; pero no: asaltemos a cien viejas, violemos a cien doncellas, matemos a cien camaradas, abandonemos a cien bebés y contaminemos cien ríos y cien mares. Total, después nos declaramos responsables de todos esos actos y ¡listo!, nuestra dignidad moral estará resguardada.

Pero ¿qué hay de aquellos que rehúsan echarse al hombro la carga de la responsabilidad, prefiriendo culpar de sus fracasos y omisiones a circunstancias que no pudieron controlar? Así como en el trato social toleramos defectos obvios, tratando gente impedida como si fuera normal, así, quizás, deberíamos ignorar en aquellos su pretensión posiblemente correcta de que sus malas acciones fueron las inevitables consecuencias de condiciones que no podían prevenir y tratarlos como si fueran plenamente responsables. Por este medio nosotros los honramos más de lo que ellos mismos se honran y tal vez así podamos ayudarles a tomar una visión optimista de su habilidad al asumir el gobierno de sus vidas.
Así procedía la Inquisición: mataba, torturaba y encarcelaba no por sadismo ni nada parecido, sino para salvar las almas de los reos en primerísimo lugar, aunque también lo hacían, "secundariamente", para salvaguardar los bienes terrenales y espirituales de la Iglesia. Skutch castiga para "honrar" a los delincuentes; si después su situación económica y su patrimonio todo se ve aliviado merced a esta honra, eso es secundario...

El asunto de la responsabilidad asume un aspecto más oscuro cuando alguien es convicto de un crimen serio. El asesino puede, de hecho, ser un foco de influencias malignas que desde un pasado distante han convergido sobre él desde todos lados.
Podría incluso demostrarse hasta cierto punto que su educación malforme y su descolorida herencia son causas detonantes de su mal comportamiento, pero esto no es disculpa, antes al contrario:

La pretensión de que él no pudo haber decidido de otra manera, lejos de desvincularlo de su crimen, es una afirmación de que tal acto estaba inseparablemente conectado con su carácter. Así como bondad y belleza son frutos de tendencias benéficas que desde largo tiempo han estado trabajando en el cosmos, así un carácter vicioso o un acto perverso son resultantes de tendencias malignas antiguas y dispersas en el Universo y que han encontrado un foco en la persona infortunada del criminal. Al condenarlo a él, condenamos algo mucho mayor que él, pero no por ello debemos refrenarnos de castigarlo.
Es la doctrina del chivo expiatorio, que uno ya creía muerta, sepultada y en paz descansando. Esto pasa cuando se quiere racionalizar algo que todos sabemos muy bien por qué sucede. Todos sabemos que hay cárceles porque tenemos instintos vengativos e instintos propietarios; pero claro, después vienen los pensadores "elevados" que no se conforman con esto, que quieren darle un carácter más profundo y enaltecedor a esa institución --el servicio penitenciario-- que tan cara les resulta. He ahí la explicación de tamaño desvarío en la mente de un hombre que, de por sí, tiene las cosas bastante claras (como queda demostrado leyendo sus Fundamentos morales).
En otro pasaje, en el cual Skutch aboga por la implantación de la pena de muerte, se pregunta:

¿Por qué habría de ser tratado [el criminal] con mayor suavidad que la que él tuvo para con sus víctimas, quienes probablemente eran personas mucho mejores que su asesino?
No conforme con querer resucitar la doctrina del chivo expiatorio, este bíblico señor le dice a la ley del Talión: ¡Levántate y anda!, para solaz y esparcimiento de aquellos talibanes que, aún hoy día, gozan con el espectáculo de una mano amputada. Según Skutch, este pueblo semibárbaro está más cerca del ideal ético que los permisivos occidentales[3].

Después, jugando ya con fuego, y con fuego sagrado, que es el que más quema, espeta:

Aunque perdonar a quienes nos han hecho daño se ha considerado por largo tiempo la actitud de un ser noble, no nos corresponde perdonar a quienes han dañado a otros.
Cierto. Perdonar a quienes han dañado a otros es improcedente, tan improcedente como condenarlos.

Pero hay que condenarlos, y no fríamente como condena un juez, sino con odio e indignación. Cuanto más odio e indignación presente una persona ante un delincuente, más puro y sano será su encastre dentro de la sociedad en que habita.

A despecho de las enseñanzas de ciertos profetas y moralistas, yo dudo que podamos sobreponernos a la indignación moral y a la demanda de un apropiado castigo sin la atrofia de una importante faceta de nuestra adaptación social.
Toda cultura, hasta la más tradicionalista, vive permanentemente atrofiando y regenerando modismos. Los Estados Unidos han debido "padecer" la eliminación de su famosa ley de Lynch, y sin embargo su población no se ha vuelto más neurótica o inadaptada debido a esa carencia. (En cambio sus vecinos, los mejicanos, siguen linchando gente a patadas, lo que indicaría, según Skutch, que los del sombrero raro están mejor adaptados socialmente que los norteamericanos.) Simplemente sucedió que a los linchadores, o a los que gozaban con el espectáculo, comenzó a presentárseles un sentimiento que rivalizaba con el sentimiento vengativo y con el sadismo. Ese sentimiento se llama compasión, el fruto mejor de la evolución social del universo. Fue gracias a ese sentimiento, y no gracias a la voluntad de los legisladores que los prohibieron, que los linchamientos terminaron en ese país. Dentro de algunos años, miles quizá, la indignación moral que presidía a todo linchamiento desaparecerá tal como el linchamiento mismo, pero esto no atrofiará ninguna faceta ni adaptación social deseables, antes bien incrementará la sociabilidad bien entendida, pues tiene que haber una relación directa entre nuestro amor al prójimo y nuestro acercamiento a él. Esto en lo que respecta al futuro; pero hoy, ¿podríamos sobreponernos a un mundo sin "justicia", a un lugar en donde no se castigue al que se presume culpable de algún delito? No lo sé. Lo que sí sé, o creo saber, es que la persona que se sobreponga a esta falta de linchamientos tercerizados y encubiertos, será una persona moralmente más sana que aquellas, más numerosas de seguro, que se neuroticen o se les atrofien las ideas ante la noticia de un indulto.


Skutch me dirá que él también siente compasión, pero no por los criminales sino por las víctimas y por sus familiares y amigos. Y ¿por qué esa discriminación? Puestos a aceptar la compasión como algo positivo (lo que no está plenamente demostrado; pregúntenle si no a los estoicos o a Nietzsche), hay que ser compasivos con todos y con todo. Compasivos con el corazón o con el entendimiento; a los efectos prácticos da lo mismo.

Para que la justicia prospere no basta con encerrar y/o reformar al criminal; es necesario también maltratarlo:

Si adoptamos el principio de que el malhechor no ha sido incomodado sino sólo reformado o de otra manera impedido de repetir sus crímenes, la justicia parece retirarse unos pocos pasos más del mundo, y nuestra confianza en su gobierno moral se debilita todavía más. Aquellos que aprecian el ideal de la justicia [...] se sentirán cada vez más solos dentro de una sociedad que está perdiendo sus imperativos morales.
Esto no es, aunque así lo parezca, el quejido de un sádico al ver a su ejército replegándose. No, porque quien mayores beneficios obtendrá de los latigazos ha de ser por fuerza el propio flagelado:

Afortunadamente, el castigo de un criminal no es incompatible con su reformación y ciertamente puede ser el medio para lograrlo. Castigar es infligir sufrimiento, que en una mente no desprovista de imaginación ni totalmente endurecida por la brutalidad, a menudo estimula el pensamiento y efectúa cambios en actitudes y valores que alteran el curso de una vida.
Las posiciones están impecablemente planteadas: tanto el profesor Skutch como nosotros[4] entendemos que los ideales éticos actuales dejan mucho que desear. La diferencia estriba en que nosotros pensamos que el mundo está podrido porque aún hay en él demasiado castigo, mientras que Skutch considera que habría que, por lo menos, volver a castigar a las gentes indeseables tanto y en tantas formas como se las castigaba en la Edad Media. Son puntos de vista inconciliables, y como además constituyen lo que dimos en llamar intuiciones éticas basales (ver anotaciones del 28/8/3), no tiene sentido razonar en favor o en contra de estos postulados, hay que aceptarlos o rechazarlos con el corazón o con el deseo.

Quien cree a todo trance que hay algo de mágico y sagrado en el sentimiento de perfección moral, estará con nosotros, sin importarle demasiado las consecuencias prácticas que pudieran derivarse de tal toma de posiciones. Quien cree que la perfección moral es sólo un ideal al que se llegará dentro de mucho tiempo --como también lo pensamos nosotros--, pero que no es éticamente deseable ir preparando el camino individualmente, mediante unas cuantas puntas de lanza que le indiquen a la masa el camino a seguir; esos que dicen que ser anarquista hoy es inmoral, pese a querer un mundo que se encamine inexorablemente hacia el anarquismo (Fundamentos morales, cap. XVI, secc. 6), esos tibios acomodaticios concordarán con el autor del artículo que venimos citando. Serán como esos bestiales potentados que afirman a diestra y siniestra que el comunismo es hermoso... en teoría, pero que no funciona en los hechos. Si no funciona en los hechos --les diría yo-- es porque ustedes no lo practican. Practíquenlo ustedes, háganse comunistas por propia iniciativa, sin esperar a que una revolución se los imponga, y verán que el comunismo sí funciona en los hechos. "Sí, podríamos nosotros vivir muy comunistamente, pero nunca la sociedad en su conjunto", me replicarán. Pues háganse ustedes comunistas, señores, y después esperen a ver qué pasa con su sociedad. Pero no, nunca se harán comunistas, porque no simpatizan con el comunismo, pese a que lo sostengan en teoría. Y lo mismo pasa con los que "sueñan" con el anarquismo.

Pero no descarto que sea Skutch quien lleve la razón en estos entredichos; al fin y al cabo su punto de vista es apoyado por la inmensa mayoría de la gente. Tal vez sea cierto eso de que "quien perdona a una persona culpable, la compromete espiritualmente"; pero me niego a creerlo. Y como en mi negación me acompaña el mayor santo que haya existido --el señor Jesús-- y también el mayor filósofo --el señor Sócrates--, me apoyo en ellos y ya no me siento tan sólo remando contra la corriente.

El último párrafo quedará en manos del profesor Skutch. Escúchenlo y saquen sus propias conclusiones:

Toda civilización moderadamente avanzada ha sustentado la fe en el gobierno moral del mundo, que de alguna manera y en alguna parte, la rectitud debería premiarse con la felicidad, mientras que aquellos que hicieron sufrir a sus prójimos deberían ser reembolsados con la misma moneda. Un mundo en que el bien reciba su recompensa y el mal se castigue, les ha parecido a todos los pueblos con cierto sentido moral algo desarrollado, ser más habitable, más humano que un mundo en que se hace caso omiso de nuestra pequeña dignidad humana mientras la naturaleza prosigue hacia adelante en su curso impersonal. Evidentemente es por preservar la fe en un mundo tal, más que por el mero carácter vindicativo o el placer sádico de contemplar los aprietos del condenado, que la gente benévola, que se sustrae de dañar a criatura alguna, se angustia cuando un crimen flagrante queda impune o es castigado inadecuadamente[5].

[1] Karl Popper fue otro de los que reconoció esta incoherencia de los librealbedristas (cf. su Conocimiento objetivo, cap. 6, secc. X y ss.). 
[2] ¡Qué triste para la ética que la parangonen con el presidio!
[3] Y si se quiere una respuesta tajante a la infantil pregunta de Skutch, aquí va: Porque nosotros, a diferencia del criminal, no somos criminales, ni nos produce goce alguno la idea de imitarlo. (Recomiendo, toda vez que alguien se topare con alguno de estos escritores "justicieros", volver a la realidad ética leyendo los imperecederos Esbozos de una moral sin obligación ni sanción del maestro Guyau.) 
[4] Me refiero a mí y a mis neuronas.
[5] Me permito aclarar algo. Yo dije que, según Skutch, es socialmente deseable odiar al delincuente. Sin embargo, en uno de los últimos pasajes de su artículo, este pensador afirma que debemos "castigarlo como se merece, no con odio, sino profundamente entristecidos". Esto me dejaría descolocado si no fuera porque Skutch habla todo el tiempo de la indignación moral ante un crimen como algo completamente deseable, y ¿en qué otra cosa podría resolverse la indignación moral si no en odio hacia el delincuente? Yo, al menos, aún no conocí a nadie que no acompañara sus "justas indignaciones" con sendos resentimientos. Y no se diga que hay quienes odian el crimen pero no al criminal, porque yo (en teoría) soy uno de esos, y a mí la justa indignación, o la indignación moral --como quieran llamarla-- me pasa completamente de largo. No hay indignación sin odio. Castigar indignado es castigar odiando al delincuente. Y además rara vez se vislumbra, en el rostro de las víctimas, algo parecido a la tristeza cuando el reo es sentenciado a una pena que ellos consideran justa. Antes bien ejecutan una mueca de alegría mal reprimida y se les encienden los ojos con un brillo rojizo. Y emiten baba. Generalmente hacia adentro, pero la emiten.

domingo, 14 de agosto de 2011

Algunas disquisiciones sobre el pecado y el sentimiento de culpa (parte II)

¿Qué es lo que pretenden aquellos que reivindican la “legalidad natural” de la culpa y la culpabilidad? Pretenden, ciertamente, justificar los presidios como instituciones de castigo, en el caso de los pensadores post metafísicos, o justificar el infierno en el caso de los teólogos. Parten de un imperativo ético (los presidios o el infierno deben existir), y encuentran en la culpa ontológica la semiplena prueba de la veracidad de dicho imperativo. Por eso es que se asustan ante quien desestima esta ontología de la culpabilidad y fisura el dogma de la necesidad de castigo. Se asustan de Nietzsche:

Consideremos que el perjuicio causado a la sociedad y al individuo por el criminal es de la misma especie que el que le causan los enfermos: los enfermos producen cuidados, mal humor, no producen nada y devoran la renta de los demás, tienen necesidad de guardianes, de médicos, de sustento, y viven del tiempo y de las fuerzas de los hombres sanos. Sin embargo, se consideraría hoy como inhumano al que quisiera “vengarse” de todo esto en el enfermo. Es verdad que en otro tiempo se procedía así; en las condiciones groseras de la civilización, y aun ahora, en ciertos pueblos salvajes, el enfermo es considerado como un criminal, como peligro para la comunidad y como asiento de un ser demoníaco cualquiera, que, por consecuencia de su falta, se ha encarnado en él; entonces se dice: ¡Todo enfermo es un culpable! Y nosotros ¿no estaríamos aún maduros para la concepción contraria? ¿No tendremos aún el derecho de decir: todo “culpable” es un enfermo? No, todavía no ha llegado la hora. Lo que faltan son médicos, los médicos para quienes lo que hasta aquí hemos llamado moral práctica deberá transformarse en un capítulo del arte de curar; falta aún el interés ávido que debieran despertar estas cosas (Friedrich Nietzsche, Aurora, III, 202).

¡Qué palabras! ¡Qué sabiduría de la compasión salida justamente de la pluma del gran despreciador de este sentimiento! Sí; por un momento Nietzsche se ha vuelto cristiano:

Entre los criminales y los alienados no hay diferencia esencial […] Por lo tanto, no hemos de asustarnos de sacar las consecuencias y tratar al criminal como a un alienado: sobre todo, no tratarlo con caridad altanera, sino con la sabiduría y la buena voluntad del médico. Tiene necesidad de cambio de aires y de sociedad, de un alejamiento momentáneo, quizá de soledad y de ocupaciones nuevas. […] Es preciso hacerle ver claramente la posibilidad y los medios de curarse (de extirpar, de transformar, de sublimar este instinto) […]. Es verdad que hoy todavía aquel a quien se ha hecho un daño, […] quiere tener su venganza y se dirige a los Tribunales para obtenerla; por lo que, provisionalmente, nuestra horrible penalidad subsiste aún, con su balanza de especiero y su “empeño de compensar la falta con la pena”. Pero ¿no habría medio de ir más allá de todo esto? ¿Cómo se aliviaría el sentimiento general de la vida si, con la creencia en la falta, nos pudiéramos desembarazar también del viejo instinto de venganza y si considerásemos que es una sutil sabiduría de los hombres felices el bendecir a los enemigos, como hace el cristianismo, y “hacer el bien” a los que nos han ofendido? Alejémonos del mundo ideal del pecado, y no dejaremos de arrojar luego el espíritu de “castigo” (ibíd.).

¿Desestimar el castigo y la culpa? ¡De ningún modo! replica Nicolai Hartmann, un pensador tan antirreligioso como Nietzsche y que sin embargo, curiosamente, se alía a la Iglesia, su enemigo mayor, en esta cruzada infernal y carcelaria:

Una vez que se ha cargado con la propia culpa, no es posible dejársela quitar sin negarse a sí mismo. El culpable tiene derecho a soportar su propia culpa. Él ha de rechazar la redención de fuera. Con la culpa menospreciaría la mayor acción moral, su condición humana […]. De hecho la redención desemancipa al hombre, le sugiere la renuncia a su libertad (Nicolai Hartmann, Ética).

Al leer estas palabras, nuestro Josef Pieper parece sorprenderse del “insospechado nexo” entre su ética supuestamente cristiana y esta “antropología autonomista”:

Si tomamos estas frases tremendas tal como están ahí, reconoceremos en ellas exactamente lo que la tradición cristiana occidental dice sobre la actitud del ángel caído y los condenados, a saber: el perdón de su culpa es imposible porque ellos lo rechazan como humillación inaceptable, porque, dicho de otro modo, el culpable permanece en su decisión tomada contra Dios (El concepto de pecado, pp. 110-1).

Arderán en el infierno los pecadores que no se arrepientan y se pudrirán en la cárcel los presos, se arrepientan o no. Hartmann y Pieper, el agua y al aceite… unidos bajo la bandera del odio a los pecadores y del resguardo de sus materiales propiedades. Y Nietzsche y quien esto escribe, acuoso también el uno y aceitoso del otro, unidos sin embargo en esta cruzada en contra del pecado mortal, del infierno, del presidio, del remordimiento, en fin, en contra del universo de la burguesía resentida. ¡Qué alianzas extrañas tejemos a veces en el mundo del pensamiento!

viernes, 12 de agosto de 2011

Algunas disquisiciones sobre el pecado y el sentimiento de culpa

Los engranajes de la razón, afirma Ricardo Maliandi, son bidimensionales: por un lado pretenden fundamentar; por el otro, criticar. Nietzsche, en esta bidimensionalidad, se comportaba asimétricamente, criticando y demoliendo cuanta estructura filosófica encontrara legitimada por el tiempo, pero rara vez fundamentando algo, o fundamentándolo pobremente. Por eso (entre otras cosas) me disgusta su filosofía, porque yo entiendo que la fundamentación es la parte primordial, el corazón del pensamiento sistemático, y la crítica un corolario. No sucede con la filosofía lo mismo que con los edificios viejos, que primero hay que demolerlos para luego construir algo nuevo en aquel terreno; la filosofía es como un organismo vivo, que nunca destruye sus partes sin antes haberse tomado el trabajo de construir los reemplazos, al modo como la serpiente pierde su vieja piel inmediatamente después, y no antes, de que la nueva ya esté lista y en condiciones de uso. Demoler por demoler, sin haberse tomado previamente el trabajo de fundamentar el reemplazo de lo demolido, es de lo más sencillo, y a mí lo sencillo, en filosofía, me resulta sospechoso. Pero vamos también a decir las cosas por su nombre: Nietzsche era principalmente, y casi exclusivamente, una grúa demoledora, y sin embargo... ¡qué grúa demoledora! ¡Qué potencia destructiva la de su dialéctica! Cuando se me aparece la tal grúa amenazando alguno de mis principios más queridos, tiemblo como un epiléptico con urticaria; pero cuando, en alguna que otra ocasión, la grúa-Nietzsche pretende jugar a mi favor, arrancando, por así decirlo, la piel muerta de la serpiente filosófica que no quiere desaparecer ante la nueva que ya está presta, me alegro infinitamente y contrato los servicios de la grúa --con la condición de ser yo quien la maneje, porque su conductor no me inspira confianza.
Vamos entonces a remover, con la ayuda de la topadora-Nietzsche, dos principios religioso-filosóficos muy arraigados en la psiquis del hombre y que ya no son necesarios y hasta molestan, porque hay otros principios más evolucionados esperando turno para reemplazarlos. Me refiero al principio de la pecaminosidad como ofensa a Dios y al principio de la culpabilidad.
En relación al primero, dice Nietzsche:

Pecado es un sentimiento judío y una invención judía, y con referencia a este transfondo de toda la moralidad cristiana, el cristianismo aspiraba a "judaizar" el mundo entero. En qué grado lo ha conseguido en Europa, puede rastrearse muy sutilmente por el grado de extrañeza que tiene siempre para nuestra sensibilidad la antigüedad griega --un mundo sin sentimiento de pecado-- [...] "sólo si te arrepientes Dios te será propicio" --esto para un griego es una risa y un escándalo-- él diría: "así pueden verlo los esclavos". Aquí se presupone un poderoso, un superpoderoso que disfruta con la venganza. Su poder es tan grande que no se le puede causar daño alguno en absoluto a no ser en el punto del honor. [...] Si por otra parte se ha causado daño con el pecado, si se ha dado lugar con él a una profunda y creciente desgracia, que coge sofoca a un hombre tras otro como una enfermedad --esto deja indiferentes en el cielo a estos ambiciosos orientales. Pecado es un delito para con él, no para con la humanidad. [...] Dios y humanidad están aquí tan separados, están pensados de manera tan opuesta que en el fondo no se puede pecar en absoluto contra esta última--. Toda acción debe ser considerada solamente con relación a sus consecuencias sobrenaturales, no a las naturales. Así lo quiere el sentimiento judío para quien todo lo natural es lo indigno en sí (La ciencia jovial, § 135).

"Pecado es una invención judía"; ¿es así? El pecado, podríamos decir, es una invención judía en tanto que ofensa a Dios, pero no siempre se consideró al pecado de este modo. Y aun hay autores que niegan esta significación originaria dentro del pueblo judío. Según Josef Pieper (cf. El concepto de pecado, pp. 24 ss), en los escritos de Homero aparece reiteradamente el verbo hamartein, que significa pecar, cada vez que un tirador de jabalina no acierta a dar en el cuerpo del enemigo, y Aristóteles utiliza las palabras hamartia y hamartema para referirse a errores médicos, a faltas gramaticales o a errores tipográficos, además de, por cierto, utilizarlo para designar faltas morales. Y en relación a la los judíos, dice un tal Kittel citado por Pieper, que "la designación más usual de «pecado» en hebreo no tiene el tono fundamental dominante de tipo religioso que es propio del término en nuestro idioma". Y no sólo el idioma griego y el hebreo comenzaron teniendo del concepto "pecado" una idea muy abarcativa, sino también el latín, en cuya etimología (peccatum) se basa nuestro españolísimo pecado. El mismo Santo Tomás, a quien Pieper cita, lo define en estos términos: "Toda acción desordenada puede llamarse peccatum, bien pertenezca al ámbito natural, o al artístico, o al moral". Peccatum, concluye Pieper, se entiende para Tomás

de tal manera que designa toda clase de defecto, bien se trate del defecto técnico del pontonero, bien del defecto artístico del músico, bien de la falta moral. Dondequiera que haya producción y acción, también existen posiblemente defectos, peccata. Vista así la cosa, no sólo un animal puede cometer un pecado, en tanto "hace algo defectuosamente", sino que, además, si en el seno materno se forma un organismo monstruoso, podemos hablar de peccatum naturae, de una producción defectuosa de la naturaleza (ibíd., p. 25).

Se toma entonces por pecado prácticamente todo lo mal hecho, todo lo malo, lo malo moral y lo malo no moral. Pero ¿tendrá algún término Santo Tomás para referirse a lo malo moral tan solo? Parece que sí, y sería el término "culpa":

A partir de este campo amplio del pecado, es decir, de la acción defectuosa, o sea, del mal causado por la producción y acción, se circunscribe la parcela semántica más pequeña de lo que ha de designarse como "pecado" en sentido estricto. Tomás de Aquino, en tanto ópera con estos conceptos, usa para ello la palabra culpa. "Éstas tres cosas --malum, peccatum, culpa-- en cada caso se comportan entre sí como lo más universal con lo menos general" .(ibíd., p. 25-6).

Después comienza Pieper unas disquisiciones acerca del verdadero motivo que nos induce a pecar en este sentido amplio del término, y concluye (pp. 27-8) que se peca no cuando se realiza una mala acción (moral o no moral) sino cuando se transgrede una norma o reglamentación que permite la realización de las acciones en su forma correcta. Dicho de otro modo, si erramos nuestra acción, pero siguiendo el procedimiento o la reglamentación correcta, no pecaríamos, y sí pecaríamos si obramos sin atenernos a la reglamentación correcta, aunque lo hiciéramos de modo acertado. Lo que interesa no es la acción en sí, sino la norma, y esto en ambos terrenos, en el moral y en el no moral.

¿Qué opino yo todo esto? Pues opino que aquí tenemos el concepto de pecado que a mí me interesa propagandear: pecado como desorden en general, como una introducción de nuevos conflictos dentro del orden inmanente a la creación. El cosmos, según mi criterio y tal como la palabra en griego lo indica, implica un orden, pero un orden muy inestable que acepta, para su ordenamiento, el desorden. Pero aceptarlo como un apriori cosmológico no me impide catalogar a este desorden como una anomalía, como algo que se debería evitar. Así las cosas, todo acto y toda acción, moral o no moral, que favorezca el desorden y la entropía del universo, es un acto malo, un pecado, y tanto más si este acto o esta acción fueron ejecutados merced a la sugerencia de una regla o norma pervertida, aunque también califico (soy consecuencialista) de pecaminosas a las acciones que desordenan el universo y que han sido concebidas bajo el influjo de un principio de acción correcto.

El pecado, pues, según este mi criterio no está relacionado en absoluto con la libre voluntad del ente pecante (puesto que hasta los terremotos pecan cuando desorganizan a una nación y destruyen a sus habitantes). Y he aquí entonces que entra en juego en la teología de Pieper, con esta libre voluntad que le atribuye a los hombres, el "verdadero" pecado, el pecado culposo, o más sucintamente, la culpa.

Está claro que no hemos expresado todavía lo auténtico del pecado cuando lo calificamos de acción defectuosa [...]. La diferencia principal [...] está en la voluntariedad [...]. Pertenece a la naturaleza de la acción moral defectuosa el ser querida libremente, mientras que en todo el resto de los casos la acción defectuosa nunca es querida; se produce siempre sin querer, por lo cual nadie es propiamente culpable ni puede ser inculpado a causa de tal acción, a causa de una "falta de arte" (ibíd., p. 28-9).

Ya tenemos aquí la desvirtuación del originario concepto de pecado, subsumido ahora en el concepto de culpa:

Pertenece también al concepto de falta moral, o sea, de pecado, el que haya que responder de ella y sea imputable. Si no se diera esta libertad de decisión, en virtud de la cual podemos comportarnos de una manera o de otra, [...] entonces no habría ni culpa ni pecado en sentido estricto (ibíd., p. 40).

Y aquí viene lo que Nietzsche critica, porque lo que le interesa a esta teología no es el desorden natural o social, el conflicto existencial que el pecado provoca, sino la ofensa a Dios:

El elemento que intuíamos al principio como esencial en el concepto de pecado, [...] viene a ser el quebrantamiento de una norma absoluta, que trasciende al hombre y, por tanto, constituye una oposición a Dios (ibíd., p. 40).

Una "oposición a Dios" dice Pieper, y en otro lado (p. 58), “un acto dirigido contra Dios”. No se decide por el término “ofensa”, considerando por un momento que el hecho de ofender a Dios suena un poco a cosa imposible o infantilismo. ¿Cómo vamos a ofender a Dios? ¿Nosotros, ofender a Dios? Pero tampoco es lícito decir que podemos oponernos a Él, puesto que Él nos creó y Él nos dirige. Si es cierto que la bombilla eléctrica puede oponerse a Tomás Edison, lo es en el sentido de que no funcione bien, de que no pueda encenderse. Sólo así podemos oponernos a Dios: si no funcionamos de acuerdo a como deberíamos funcionar en un mundo ideal. Pero si no funcionamos así, no es por culpa nuestra, sino por culpa (o por inextricable voluntad) del Ingeniero.
Pero Pieper se sintió tocado en su amor propio por eso del “infantilismo” y reacciona agazapado:

¿Cómo Dios puede ser “ofendido” o ni siquiera alcanzado por el “desprecio” del hombre? Es evidente que ningún teólogo ha afirmado tal cosa. Muy al contrario, por ejemplo, Tomás de Aquino dice: “De suyo la acción del hombre no puede añadir o quitar algo a Dios”[1], e incluso se atreve a decir que, estrictamente hablando, no sucede algo contra voluntad de Dios ni cuando el hombre se revela explícitamente contra él: “No queda frustrada la voluntad de Dios ni en los que pecan, ni en los que consiguen la salvación”[2]. Esta frase, difícil de situar en su justo medio, recuerda una vez más la diferencia entre “problema” y “misterio” (ibíd., p. 65).

¡Misterio, divino misterio! Pero aquí no hay nada misterioso, en tanto estamos razonando y no teologizando. Si la acción del hombre no puede añadir o quitar algo a Dios, y si la voluntad de Dios nunca queda frustrada, la lógica, señor Pieper, la lógica y no la teología nos lleva de la mano hacia la hipótesis determinista y por ende hacia la negación de la culpa. No niego que haya misterios tanto en la religión como en la filosofía, pero no se vale ir con la lógica hasta un determinado punto y después, porque las consecuencias a que la lógica nos arrastra nos disgustan, abandonarla y declarar el asunto como “misterioso”. Esa teología acomodaticia me repugna y debería repugnar a todo el mundo, pero lamentablemente es moneda corriente. Sí, lo es incluso ahora que la teología doctrinaria ha caído en descrédito, porque ha pasado a ser la teología del pueblo y también, ¡oh calamidad!, la teología de ciertos pensadores filosóficos que pretenden oponerse a la religión y a la teología. Pero ya hablaremos de estos pensadores, o de uno en particular, en la próxima entrada; por ahora, sigamos leyendo a Santo Tomás a través de Pieper (puesto que adentrarse en la Suma teológica sin guía idóneo siempre me ha parecido como adentrarme sin guardaparques en la selva amazónica –y conste que hablo de la selva amazónica y no del desierto del Sahara):

Tomás, a la pregunta de cómo debe explicarse el cegamiento del corazón humano, le da la respuesta consternadora: “La causa de la sustracción de la gracia no sólo es el que resiste a la gracia; es también Dios, que, por su juicio condenatorio, no concede la gracia. Y en este sentido Dios es la causa del cegamiento, de la sordera en el oír y del endurecimiento de corazón” (ibíd., p. 90)[3].

¿Cómo justifica Pieper este nuevo "desaguisado" de Santo Tomás? "Nadie --dice-- podrá dispensarse de hacer muy suya esa frase, que por supuesto es sólo un intento de respuesta". Más sensata me parece esta otra oración, con la que Pieper parece hacer temblar los estamentos católicos:

El filósofo, si no está dispuesto a apoyarse en la información de la tradición sagrada, o sea, en una información suprarracional, ¿no debería capitular realmente ante la pregunta de la posibilidad (por así decir) metafísica de la culpa humana? (ibíd., p. 92).

Yo respondo que sí, que los pensadores filosóficos debemos capitular. Y aquí vuelvo a Nietzsche:

Yo considero que la mala conciencia es la profunda dolencia a que tenía que sucumbir el hombre bajo la presión de aquella modificación, la más radical de todas las experimentadas por él, de aquella modificación ocurrida cuando el hombre se encontró definitivamente encerrado en el sortilegio de la sociedad y de la paz. […] La enemistad, la crueldad, el placer en la persecución, en la agresión, en el cambio, en la destrucción --todo esto vuelto contra el poseedor de tales instintos: ese es el origen de la “mala conciencia” (La genealogía de la moral, II, 16).

La mala conciencia, parece decir Nietzsche, aparece cuando el hombre se vuelve social y pacífico, esto es, cuando pierde su carácter animal y se transforma propiamente en hombre. La única salida parecería ser, si es que queremos desterrar la mala conciencia o remordimiento de la mente humana, regresar a la animalidad. Sería éste un mal negocio, me parece a mí; prefiero ser un hombre con remordimientos que no un cerdo sin ellos. Pero la vida es dialéctica decía Hegel: podemos llegar a una síntesis entre la tesis del animal sin remordimientos y la antítesis del hombre culpable y culposo. Podemos llegar a ser hombres en el cabal sentido del término, es decir, hombres sociales y pacificados, y eliminar además la culpa de nuestros corazones. Y esto en base a una única idea. Nietzsche sugiere volverse señor, volverse el dominador del rebaño, dueño de sí mismo y de los otros. “Estos organizadores natos no saben lo que es culpa, lo que es responsabilidad, lo que es consideración” (ibíd., II, 17). Pero repito que yo no quiero, para eliminar la culpa del mundo, convertir al mundo en un caos; es un precio demasiado elevado. Sí, porque estos aristócratas a los que alude Nietzsche no son, como dice, “organizadores”, sino desorganizadores, porque a su paso toda la sociedad se desorganiza. Yo busco el orden, ya lo dije, y el aristócrata, con sus órdenes autoritarias y no consensuadas, desordena. ¿Qué hacemos entonces con la culpa y la pena? Porque conviene eliminarlas, en eso siempre estaré con Nietzsche:

Lo que con la pena se puede lograr, en conjunto, tanto en el hombre como en el animal, es el aumento del temor, […] el dominio de las concupiscencias: la pena domestica al hombre, pero no lo hace “mejor”, --con mayor derecho sería lícito afirmar incluso lo contrario (ibíd., II, 15).

La pena domestica al hombre en el mal sentido del verbo domesticar –pues mucho de lo que de grande tenemos se debe a nuestra domesticación. El secreto para ser hombres domesticados y libres a la vez está en esa única idea que si pudiese implantarse de una vez y para siempre en los corazones de la gente, eliminaría por sí misma la culpa, la pena y el pecado contra Dios (aunque no el pecado en el sentido lato que yo le atribuyo). Es la vieja idea del optimismo metafísico, la idea de que “el todo ya está bien”, y que el universo no necesita de nuestro concurso para enderezarse. Los animales no son fatalistas, simplemente no piensan cuál es la fuerza que guía sus pasos. El hombre, hoy en día, se cree libre, y por eso vive reprochando y reprochándose. ¿Podría suceder que seamos algún día, de una vez y para siempre, seres que no juzguen ni sean juzgados, seres organizados como los hombres y liberados como los animales? Entiendo que sí, pero falta mucho.


[1] Tomás de Aquino, Suma teológica, I-II, 21, 4 ad 1. La frase completa dice así: “El acto bueno o malo del hombre no llega a ser un provecho o daño de Dios, pues se dice en Job 35,6.7: Si pecas, ¿qué daño le haces? Si obras justamente, ¿qué le das? Luego el acto del hombre, bueno o malo, no tiene razón de mérito o de demérito ante Dios”.
[2] Ibíd., I, 63, 7 ad 2. La frase completa dice así: “Dios hizo la naturaleza intelectual para que alcanzara la bienaventuranza. Así, pues, si el ángel supremo entre todos fue el que pecó, hay que concluir que la ordenación divina quedó sin efecto en la más noble de las criaturas. Esto es inaceptable”.
[3] Ibíd., I-II, 79, 3 resp. La frase completa dice así: “La obcecación y el endurecimiento implican dos cosas. Una de ellas es el movimiento del ánimo humano, que se adhiere al mal y se aparta de la luz divina. Y en cuanto a esto Dios no es causa de la obcecación y del endurecimiento, como no es causa del pecado. Otra es la sustracción de la gracia, de lo cual se sigue que la mente no sea iluminada para ver rectamente y el corazón del hombre no se ablande para vivir rectamente. Y en este sentido Dios es causa de la obcecación y del endurecimiento”.

miércoles, 10 de agosto de 2011

El amor en Nietzsche y en Tolstoi

Transmutación de valores en Nietzsche: la humildad se transmuta en orgullo, la mansedumbre en belicosidad, la satisfacción en riesgo, la compasión en crueldad y el amor al prójimo en amor a lo lejano (cf. José Ferrater Mora, Diccionario de filosofía, artículo “Nietzsche”). He aquí la palabra de Nietzsche con relación a la última transmutación aquí mencionada:

¿Acaso les aconsejo yo el amor al prójimo? ¡Prefiero aconsejarles mejor la huida del prójimo y el amor al lejano! Más elevado que el amor al prójimo es el amor al lejano y al futuro; más elevado que el amor a los hombres es el amor a las cosas y a los fantasmas. […] No aciertas en soportarte a ti mismo y no te amas lo bastante; por eso procuras seducir al prójimo para que ame y asociarlo a tu error. Yo quisiera que no se tolerara a ninguna clase de prójimo ni a los vecinos; así se verían obligados a crear, extrayéndolo de ustedes mismos, su propio amigo y su corazón derramado (Así habló Zaratustra, I, 16 [p. 59])

“No te amas lo bastante”, dice Nietzsche. La autoidolatría (muy distinta del amor a uno mismo) por sobre todas las cosas. La teología patas arriba, y patas arriba la ética. Pero no desesperéis, hombres de poca fe, que aquí llega el conde Tolstoi en nuestro auxilio:

El más grande pecado de hoy, el amor abstracto de los hombres, el amor impersonal hacia quienes existen en alguna parte, lejos. […] ¡Amar a los hombres a quienes no se conoce, a quienes no se verá nunca, es bien fácil! No impone necesidad de ningún sacrificio; y, al mismo tiempo, ¡se siente uno tan contento de ello! La conciencia es burlada. No; es necesario amar al prójimo, aquel a quien vemos y que nos molesta (León Tolstoi, “Conversaciones con Teneromo”, citado por Romain Rolland en Tolstoi, p. 133).


Pero ya me imagino a Nietzsche leyendo esto y sonriendo por lo bajo. ¿Y qué otra reacción cabría esperar de un individuo que no ha podido, a lo largo de su vida, amar a nadie concretamente?

martes, 9 de agosto de 2011

Tres pacifistas

Tres grandes pacifistas políticos hubo en este mundo en los últimos tiempos: León Tolstoi, el Mahatma Gandhi y Martín Luther King. Considerar como “pacifista político” a Tolstoi es polémico, pero lo incluyo en el grupo por la sencilla razón de que era un polemista nato, un hombre que deseaba influir en su tiempo y en su pueblo, y eso es ser, en cierto sentido, político, por más que no haya ocupado cargos gubernamentales o aspirado a ellos. Pues bien, la pregunta que me hago ahora es la siguiente: ¿fueron estos hombres quienes contagiaron su pacifismo y su cristianismo al pueblo que los cobijaba o fue al revés, y fue un pueblo pacifista y cristiano quien cristalizó, quien dio forma e ideales a estas grandes personalidades? Por lo pronto, en el caso de Tolstoi yo creía que su pacifismo era en principio incompatible con la mentalidad del pueblo ruso, pero parece que no, si hemos de creer a Romain Rolland. Para este  francés, el cristianismo coherente de Tolstoi es fiel espejo de lo que evidenciaba el humilde campesinado ruso en medio del despotismo zarista. Este pueblo, decía Romain Rolland al año siguiente de la muerte de Tolstoi, “es, de todos los pueblos, el más penetrado por el verdadero cristianismo”. Y ¿qué es el verdadero cristianismo? Amor, solamente amor.

Ahora bien, esta ley de amor no puede realizarse si no se  apoya sobre la ley de la no-resistencia al mal. Y esta no-resistencia al mal (fijémonos bien, nosotros que cometemos el error de ver en ella una utopía particular a Tolstoi y a algunos soñadores) es y ha sido siempre un rasgo esencial del pueblo ruso.
El pueblo ruso ha observado siempre, con respecto al poder, una actitud muy distinta que los otros pueblos europeos. Nunca ha entrado en lucha con el poder, y nunca, principalmente, ha participado en él. No ha podido mancharse con él; lo ha considerado como un mal que se puede evitar. […] La mayoría del pueblo ruso ha preferido siempre soportar los actos de violencia que contestarlos violentamente o ser cómplice de ellos. Se ha sometido siempre…

Estas afirmaciones quedan desvirtuadas por la revolución leninista que años más tarde llegaría; pero no tanto, porque no es que afirme Rolland  que todo el pueblo ruso era pacifista a principios del siglo XX, sino que buena parte lo era, y esa parte fue la que quedó relegada cuando se optó por la revolución política. Podría conjeturarse también que el pueblo ruso cambió de táctica, pasando del pacifismo a la violencia, luego de la matanza de San Petersburgo del 22 de enero de 1905 (el famoso “Domingo sangriento”). En ese momento comprendió que si lo que quería era derrocar zar Nicolás II, el pacifismo cristiano no era el método adecuado, y se decidió a simpatizar con los nacientes bolcheviques. Podría haber sucedido, pues, que siendo el pueblo ruso esencialmente cristiano en su gran mayoría y en consecuencia pacifista, aquel domingo sangriento le provocara un shock ideológico que terminara “bolchevicándolo”. Tal vez sea esta –aunque no estoy seguro-- la opinión de Rolland.

Desde hacía largo tiempo, en Rusia, los viejos creyentes, a quienes se llamaba sectarios, practicaban obstinadamente y a pesar de las persecuciones, la no-obediencia al Estado y rehusaban reconocer la legitimidad del poder. […] Por otra parte, provincias, razas enteras, que no conocían a Tolstoi, habían dado el ejemplo de una negativa absoluta y pasiva de obediencia al Estado: los “dukhobors” del Cáucaso, desde 1898; los georgianos de la Guria, hacia 1905. Menos acción tuvo Tolstoi sobre estos movimientos, que la que ellos tuvieron sobre él; y el interés de sus escritos está precisamente en que, a despecho de lo que han pretendido los escritores del partido de la revolución […], él encarnó la voz del viejo pueblo ruso (Romain Rolland, Tolstoi, pp. 129 a 131).


Le doy la derecha a Rolland: el pacifismo ruso no sería tanto creación de Tolstoi sino Tolstoi creación del pacifismo ruso. ¿Y habrá sucedido lo mismo con Gandhi y con Luther King? ¿Habrán sido las comunidades hindúes y afroamericanas, respectivamente, las que acicatearon a estos personajes para que se convirtieran en líderes de la no violencia? Tentado estoy de asumirlo; pero entonces, ¿en dónde encajo yo? Porque me costaría encontrar, hoy en día en el planeta, pueblo más vengativo y resentido que el argentino.

lunes, 8 de agosto de 2011

Crimen y castigo y El jugador, de Dostoievski

Dostoievski, apremiado por el compromiso contraído con uno de sus editores, escribió su novela El jugador en menos de un mes, en octubre de 1866. Este trabajo no tiene punto de comparación con su monumental Crimen y castigo, también escrito aquel año. Esta es una obra inmarcesible, de lo mejor que se ha publicado, novelísticamente hablando, en el siglo XIX; la primera es chata y encorvada a la vez, y si aún se publica es porque la escribió Dostoievski (algunos dicen que ni siquiera la escribió toda él, que la joven taquígrafa Anna Grigorievna Snitkina, con quien se casaría en febrero del '67, tuvo parte activa en la redacción de algunos pasajes).

Estas cosas pasan cuando uno escribe por encargo y, sobre todo, contra reloj; pero me parece que no son éstas las principales causas de la endeblez de El jugador. Crimen y castigo es una novela de gentes pobres que atrae, por este mismo hecho, a lectores pobres o sensibles a la pobreza; es una novela popular, como el Quijote. Y Dostoievski, describiendo la miseria, tanto la miseria humana como la geográfica y doméstica, se mueve como pez en el agua. Distinto es el caso del libro que acabo de terminar, en el cual todos los personajes, con la sola excepción del principal, son aristócratas o ricos, o aristócratas y ricos, o se la dan de. Así, la lectura de El jugador provoca en el espíritu del lector sensaciones similares a las provocadas por la visión de cualquier telenovela vespertina. Habiendo tanta obra maestra por descubrir, aconsejo desdeñar olímpicamente este acto fallido del segundo escritor ruso más famoso.

jueves, 4 de agosto de 2011

Voltaire, como escritor y como pensador

Yo tendría que haber vivido en el siglo XIX. Me gusta la filosofía de aquel siglo, y me gustan sus novelas. El siglo XX, por el contrario, poco me atrae tanto literaria como filosóficamente, y el siglo XVIII lo mismo. Hablando de ideas e ideologías, lo que más me repugna del pasado siglo es el existencialismo y la corriente lingüística, la filosofía del lenguaje; y si nos remontamos al siglo de las luces, siento una particular aversión por...Voltaire. Este payaso de las letras quiso dárselas de pensador, pero estuvo muy lejos de aquel destino. Su intento, por ejemplo, de refutar y desprestigiar aquel famoso principio metafísico propagandeado --no inventado-- por Leibniz, ese que dice que vivimos en el mejor de los mundos posibles, es cándido e indignante a la vez. Justamente dio en llamar Cándido a su panfleto, pero la verdadera candidez está en la pluma de quien lo escribió y no en su personaje principal. Que en este mundo hay dolor, y dolor del grande, es algo que no podría negar ni el más empedernido escéptico, pero ¿es ése un argumento de peso en contra de la tesis leibniziana? No se puede derribar semejante bastión a pura pedrada, y Voltaire no disponía de munición gruesa; mejor se hubiese limitado a las anécdotas cortesanas y demás liviandades que tanto le atraían[1].



¿Podríase comparar, en cierto sentido, a Voltaire con nuestro tan propagandeado Nietzsche? En el terreno del pensamiento, no lo creo. Nietzsche, estando equivocado de todo punto en la mayoría de sus apreciaciones basales, escribía de tal modo que levanta en uno la sospecha de que había en ese cerebro una gran profundidad. Sabía, por decirlo así, cavar muy bien, con rapidez y destreza, por más que no tuviera idea de la ubicación del tesoro, A Voltaire, en cambio, nadie le suministró una pala: cavaba con las manos. Por mucho que hubiese conocido la ubicación del cofre --y estoy persuadido de que no la conocía--, nunca lo habría podido desenterrar. Su estilo literario, lo concedo, es vivaz, pero con la sola vivacidad no hacemos gran cosa si nuestras pretensiones son elevadas. La forma debe surgir, debe ser consecuencia de un rico fondo si quiere servir de algo; cumpliendo este precepto, se puede ser incluso macilento que ya nuestros escritos tendrán garantía de perpetuidad y se leerán con fruición.


Al pan pan y al vino vino: Voltaire fue un elevado escritor, pero un pensador enano.


[1] El intento de Voltaire de refutar el optimismo metafísico se parece mucho al de su contemporáneo en Inglaterra Samuel Johnson con el idealismo de Berkeley, al que contradecía, según él, pateando una piedra. Esta gente se mete a filosofar con tan poco criterio como el que tendría yo si quisiese jugar al fútbol en un equipo de primera división. ¡Vergüenza debería darles!