Nos
cuenta Guyau una divertida anécdota que pretende dejarnos una enseñanza:
Es conocida la historia de aquel brahmán
que hablaba de su religión delante de un europeo, y, entre otros dogmas, del
respeto escrupuloso que se debe a los animales: la fe, decía, no solo prohíbe
hacer daño voluntariamente al más insignificante de ellos, sino que nos ordena
andar mirando a nuestros pies, hasta desviarnos, si es necesario, para no
aplastar a una inocente hormiga. El europeo, sin preocuparse de refutar su fe
ingenua, puso en sus manos un microscopio; el sacerdote miró a través del
instrumento. En todos los objetos que le rodeaban, [...] vio agitarse y pulular
multitud de animalillos cuya existencia ignoraba [...]. Lleno de estupefacción,
devolvió el instrumento al europeo, el cual le dijo: “Os lo regalo”. Entonces
el sacerdote, con un movimiento de alegría, tomó el microscopio, lo estrelló
contra el suelo y se fue satisfecho, como si con el mismo golpe hubiera negado
la verdad y salvado la fe (La irreligión
del porvenir, p. 119).
La enseñanza
vendría a ser la siguiente: todos los dogmas religiosos no son más que patrañas
que pueden desenmascararse a través de la ciencia. El problema es que aquí se
ha metido Guyau con el dogma central de las religiones orientales, que era
también la sentencia preferida de Albert Schweitzer: el respeto —o la
reverencia— por la vida. Dice o parece decir Guyau que este dogma es imposible
de cumplir y que por lo tanto es falso. No acierta a comprender que los
preceptos éticos más encumbrados, si no pueden cumplirse a rajatabla, no es
porque sean falsos, sino porque son de aplicación infinita. Son utópicos, en el
sentido que le daba a la utopía Eduardo Galeano:
Ella está en el horizonte. Me acerco dos
pasos, ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se corre diez
pasos más allá. Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré. ¿Para qué sirve la
utopía? Para eso sirve: para caminar (Usélo y tírelo, última página).
Yo no
puedo cumplir el precepto de no dañar nunca a ninguna criatura viviente, pero
ese precepto puede llegar a regir mi vida, de modo que anteponiéndolo a
cualquier otro, me sirva para dirigir mis pasos hacia donde la ética, y no mi
bienestar personal, quiera llevarme. Desde luego que, al caminar, quebrantaré
este precepto una y otra vez, pero esa circunstancia no me llevará a negarlo.
No destruiré el microscopio como el brahmán, pero le haré saber al científico
que hay una diferencia abismal entre un microbio y una rana de laboratorio, y
que si yo, porque no tengo otro remedio, voy por la vida asesinando a millones
de bacterias diariamente, no por eso voy a causar voluntariamente sufrimientos
a un animal mucho más sensible con la excusa del progreso de la ciencia. El
precepto ético, el dogma ético si se quiere, me marca el rumbo y yo lo sigo. Al
soberbio científico, con su soberbio microscopio entre las manos, vaya a
saberse qué lo guía.
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