“En
arte —afirmaba Wittgenstein— es difícil decir algo que sea tan bueno como no
decir nada”, (Lecciones y conversaciones
sobre estética, psicología y creencia religiosa, p. 10). Esta afirmación
tiende a ser verdadera en el momento de la contemplación artística, mas pierde
toda certidumbre a medida que se habla del arte sin estar percibiéndolo. No hay
nada que me repugne más que una persona que habla, o que se ríe, en el momento
supremo del éxtasis amoroso; no hay bochorno mayor que interrumpir esos
instantes con alguna frase o alguna carcajada; y asimismo, si estoy extasiado
escuchando una melodía o presenciando una película de notable contenido
artístico, poco me voy a interesar en los comentarios que alguien me suministre
relacionados con tales obras, los encontraré sosos e inoportunos. Esto cuando
la belleza se muestra; pero después,
cuando ya no contemplo la obra de arte, las apostillas sobre la misma serán
bienvenidas, lo mismo que las apostillas relacionadas con el sexo una vez que
el sexo finaliza. Si la vida de Wittgenstein consistía en una perpetua
contemplación artística, puedo dar por válida su frase; de otro modo es falsa.
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miércoles, 31 de julio de 2019
martes, 30 de julio de 2019
"Ética y estética son lo mismo"
“Ética
y estética son lo mismo”, dice Wittgenstein en su Tractatus (§ 6.421). Esta es la única vez, en este libro, que
escribe la palabra “estética”, de modo que nos quedamos sin saber por qué la
equipara con la ética. Es una pena, porque yo también equiparo a la ética con
la estética, en este sentido: una persona que realiza una acción noble o
heroica produce generalmente placer en quien percibe la acción, pero para quien
comprende que el acto ya estaba determinado desde el principio de los tiempos y
que el actor no tiene mérito ninguno, porque fue solo un agente del destino,
ese placer no está relacionado con la admiración o el orgullo, sino que pasa a
ser un placer eminentemente estético, como el de la contemplación de una obra
de arte o de un paisaje natural. Asimismo, las acciones malvadas producen un
desagrado que, aunado a la convicción determinista, deja de estar acicateado
por la indignación moral y muta en desagrado estético, como cuando escuchamos
una sinfonía mal compuesta o mal interpretada, o como cuando saboreamos un
bocado de algo completamente desagradable al paladar. Así es como, para mí, la
ética y la estética pasan a ser lo mismo, aunque no creo que Wittgenstein se
sintiese cómodo si alguien utilizase argumentos de esta naturaleza para
justificar su afirmación precitada.
lunes, 29 de julio de 2019
Wittgenstein, al borde de lo irracional
No
es que la razón y la ética se repugnen o sean contradictorias mutuamente, que
la razón sea necesariamente inmoral o la ética irracional: es que no pueden
buscarse los fundamentos de esta en aquella, o de una en otra en general,
mientras por «fundamento» se entienda siempre nada más que razón o motivo
racional dentro de una construcción teórica. La razón es lógica, la ética es
mística. La una es lenguaje; la otra, silencio.
Isidoro Reguera, El feliz absurdo de la ética
Dado
que Wittgenstein se negaba a utilizar la razón y la experiencia para estudiar
el comportamiento humano y decidir si tal acción era buena o despreciable,
muchos lo tildan de irracional, o si esta palabra suena hiriente, de
irracionalista. Isidoro Reguera se enfurece ante un análisis como ese:
Tratar
a Wittgenstein de irracionalista es mera simplicidad o ignorancia que merece
otro comentario, porque confundir «lo místico» con «lo irracional», sin más, en
él sobre todo, no se puede atribuir sino a esas peculiaridades del ánimo, ni
tiene «gracia» alguna (El feliz absurdo
de la ética, p. 35).
Yo no trataré de irracionalista a
Wittgenstein, pero diré que su filosofía les abrió de par en par las puertas
del mundo a los irracionales de la ética. El 27/4/19 lo cité afirmando que los
juicios éticos (habla de juicios religiosos, pero para el caso es lo mismo) no
pueden apoyarse seriamente en razones, porque fácilmente se encuentran también
razones que se les opongan. “Todas
las proposiciones tienen igual valor”, dice en el § 6.4 del Tractatus. Es como decir que no estoy seguro de si lo que hizo
Hitler con los judíos es inético, porque rebuscando un poco podría encontrar
razones para aprobar su conducta. Wittgenstein me diría que él (en teoría) no
desaprobaba ni aprobaba el comportamiento de Hitler, simplemente no lo
analizaba lógicamente. Pues esto, que me parece muy difícil de creer, sobre
todo en un judío cuyas hermanas vivían en Viena y que estuvieron a punto de ser
enviadas a un campo de concentración (las salvó su dinero), esto es todo lo que
necesitaba Hitler para persuadirse de que lo que hacía era correcto. Ya lo dijo Edmund Burke: “Para que triunfe el mal, solo es
necesario que los buenos no hagan nada”.
domingo, 28 de julio de 2019
La relación directa entre la sensualidad y el pensamiento
Medio
siglo antes de que Wittgenstein naciera, un médico y antropólogo francés
plasmaba por escrito estos pensamientos:
Observando los antiguos filósofos en
cuánto grado la evacuación excesiva del esperma debilitaba el órgano cerebral,
lo llamaban stilla cerebri, flujo del
cerebro. [...] Parece que la misma inteligencia que organiza y vivifica el
embrión por el esperma puede, conservándose, acumularse en nuestro propio
sistema de sensibilidad y dotar al cerebro del más alto grado de tensión.
Absteniéndonos de la generación corporal, nos hacemos más capaces de la
generación intelectual, tenemos más genio interior (ingenium) y por la misma razón los hombres de genio son menos
capaces de engendrar físicamente [...]. Newton murió virgen, lo mismo que W.
Pitt, según se afirma. Kant aborrecía a las mujeres; y algunos grandes hombres
de la antigüedad, como observa Bacon, fueron muy poco dados a las
voluptuosidades. [...] Si es verdad que las pasiones fuertes, exaltando la
imaginación, dan alas al pensamiento y transportan el alma a esas sublimes
regiones desde donde contempla el universo en éxtasis y se lanza a la
inmortalidad, el único medio de obtener este potente impulso estriba en no
saciar las voluptuosidades, en tender más y más los resortes de la continencia
o de la resistencia (Julien-Joseph Virey, La mujer bajo los puntos de vista
fisiológico, moral y literario, pp. 244 a 248).
No fue Virey el primer intelectual en afirmar cosas como
estas, pero luego de él, el rumor, o la información científica, o lo que sea
que fueren estos comentarios, se expandió por toda Europa, y se hizo moneda
corriente suponer que si uno se abstenía de tener relaciones sexuales o de
eyacular, el cerebro se fortalecía. A comienzos del siglo XX, Otto Weininger
tomó la posta de estas ideas, y a través de él llegaron hasta Wittgenstein.
Así, el pensador vienés se lamentaba por duplicado cada vez que una efusión
seminal egresaba de su anatomía: era un pecado contra Dios y a la vez disminuía
su inteligencia y su espiritualidad. El problema es que este dogma, el de la
transmutación del semen acumulado en espiritualidad e inteligencia,
probablemente sea falso.
Wittgenstein tuvo altibajos en cuanto a sus períodos
de creatividad intelectual. Uno de sus picos ocurrió en plena guerra, en setiembre
de 1914, a bordo de un barco en donde su función era manejar el reflector por
la noche. En esas semanas, ayudado por el silencio nocturno, concibió
Wittgenstein las primeras líneas del Tractatus.
Su mente se adentraba en los laberintos de la lógica y de la matemática con
pasmosa facilidad. Y sin embargo, para su sorpresa,
coincidiendo con su renovada capacidad
para trabajar en lógica, sintió una revitalización de su sensualidad [...]: «Me
siento más sensual que antes. Hoy me he vuelto a masturbar.» Dos días antes
anotó que se había masturbado por primera vez en tres semanas, no habiendo
sentido hasta entonces deseo sexual alguno. Las ocasiones en que se masturbó —aunque
claramente no son objeto de orgullo— no están consignadas con ninguna
amonestación hacia sí mismo; están simplemente anotadas, de una manera muy
fría, al igual que uno podría hablar de su estado de salud. Lo que parece
deducirse de su diario es que su deseo de masturbarse y su capacidad para trabajar
eran signos complementarios de que, en un sentido absoluto, estaba vivo.
Casi podría decirse que para él la sensualidad y el pensamiento filosófico iban
inextricablemente unidos: eran la manifestación física y mental de un estímulo
apasionado (RM,
p. 122).
“Para él —dice Monk— la sensualidad y el pensamiento
filosófico iban inextricablemente unidos”. Y me parece que a mí me sucede lo
mismo, que mis deseos sensuales y mis pensamientos filosóficos aparecen en
combo, que los unos presagian a los otros. No es que mi sensualidad sea la
causa de mi vocación filosófica ni al revés, sino que ambos acontecimientos van
de la mano, son como amigos inseparables. Si esto es así, me alegro de haber
llegado a los cincuenta años con el mismo desbordamiento erótico que he tenido
desde que me masturbaba haciendo caballito en el borde de la cuna.
sábado, 27 de julio de 2019
El Dios de Wittgenstein
Estar
solo con uno mismo, o con Dios, ¿no es como estar solo con una fiera? En
cualquier momento puede atacarte.
Ludwig
Wittgenstein, Movimientos
del pensar. Diarios
1930-1932 / 1936-1937
La imagen de su padre
como un juez exigente e inmisericorde la extrapoló Wittgenstein a su intimidad
metafísica. Fue esa imagen de juez terrible —nos dice Isidoro Reguera— “la que
Wittgenstein tuvo de Dios toda la vida” (El
feliz absurdo de la ética, p. 40). ¿Cómo no terminar siendo un místico
agnóstico con ese cuadro revoloteando en su cabeza? ¿Para qué hablar de Dios,
si la idea que tenemos de Dios no nos convence?[1]
Digamos, de pasada, que
el padre de Wittgenstein era de ascendencia judía. Tal vez por eso el Dios que
representaba para su hijo tenía mucho más de judío que de cristiano (y digamos,
también de pasada, que a pesar de ser judío, su padre fue educado en la fe
protestante, y que tal vez por eso no encontraba incompatibilidades entre las
riquezas que poseía y las virtudes cristianas que creía poseer).
[1] Y sin embargo habla:
“Cómo sea el mundo, es completamente indiferente para lo que está más alto.
Dios no se revela en el mundo” (Tractatus, § 6.432). Esto parece ser una
patada al panteísmo, aunque algún estudioso de Wittgenstein lo niegue (cf. Cyril
Barrett, Ética y creencia religiosa en
Wittgenstein, p. 139). Pero ¿cómo sabe que Dios no se revela en el mundo?
¿Realizó alguna investigación empírica al respecto? No; luego, esta
proposición, a los ojos de Wittgenstein, no tiene sentido.
viernes, 26 de julio de 2019
Las razones de la ética
“Predicar moral es fácil; fundamentarla,
difícil”: así comienza Sobre el
fundamento de la moral, uno de los mejores ensayos de Schopenhauer.
Wittgenstein se mofa de esta frase y la distorsiona:
“Predicar moral es difícil; fundamentarla, imposible” (L. Wittgenstein, Schriften, citado por Isidoro Reguera en
El feliz absurdo de la ética, p. 15).
Wittgenstein daba prioridad a los hechos y desdeñaba las especulaciones. Pues
bien, que la prédica de la moral es cosa de lo más sencilla lo sabemos todos
los que alguna vez hemos asistido a una misa, de manera que la afirmación de
Wittgenstein respecto de que es difícil no se corresponde con la realidad. La
otra afirmación, la de la fundamentación, el más problemática, pero de todos
modos me quedo con el aserto Schopenhauer y con su imperfecta fundamentación
basada en el sentimiento compasivo.
Después
arremete contra la moral religiosa: “La
religión dice: ¡haz estol!, ¡piensa así!, pero no puede fundamentarlo; y si lo intenta se descuerna
porque para cada razón que aduzca hay otra contraria tan válida” (op. cit., p.
15). Pero entonces ¿por qué se sentía culpable de su homosexualidad y se
consideraba un pecador, siendo que, según su filosofía, existen razones éticas tan
válidas para ser homosexual como para dejar de serlo?
jueves, 25 de julio de 2019
¡Oculten los "desperfectos" de Wittgenstein!
La profesora Elizabeth Anscombe, albacea literaria de Wittgenstein, tenía tanto miedo
de que se hablara de la homosexualidad de su maestro que llegó a escribir: “Si
apretando un botón pudiera haberme asegurado de que la gente no iba a
interesarse por su vida personal, habría apretado ese botón” (carta a Paul Engelmann, citada en RM, p. 524). El problema es que sin conocer los detalles
de la vida personal de un pensador, difícilmente podamos asimilar sus ideas y
rastrear su origen. El paquete tiene que venderse completo. Su biografía
pormenorizada cumple un papel gnoseológico.
miércoles, 24 de julio de 2019
Wittgenstein y los remordimientos
Esto escribió
Wittgenstein a su amigo Engelmann el 21 de enero de 1920:
Me encuentro en un estado de ánimo que
me resulta terrible. Ya he pasado por él en varias ocasiones: es un estado de no
ser capaz de superar un hecho particular. Es un estado lamentable, lo sé.
Pero a mi modo de ver solo hay un remedio, y naturalmente es el de aceptar ese
hecho. [...]
¡Naturalmente,
todo se reduce al hecho de que no tengo fe! (citado en RM, p. 184).
“Por
desgracia —comenta Monk—, no hay manera posible de saber de qué hecho está
hablando”. No hay manera de saber,
pero sí hay manera de sospechar que
puede tratarse de su gran conflicto interior: del hecho de ser un homosexual promiscuo y al mismo tiempo suponer que la promiscuidad homosexual es un pecado imperdonable.
martes, 23 de julio de 2019
Wittgenstein y su miedo al demonio
En mayo de 1920 experimentó
Wittgenstein una de sus más profundas depresiones. “He estado pensando continuamente en quitarme la vida y todavía ahora me
sigue asaltando ese pensamiento. Me he hundido hasta el fondo. ¡Ojalá no estés
nunca en tal situación!”, le escribe a Paul Engelmann. ¿A qué se debió aquel
estado de abatimiento? Según Ray Monk, se desencadenó por no haber podido
publicar su Tractatus. Entró, dice este
biógrafo, “en una profunda depresión tras el rechazo de Reclam”; “Tras el fracaso de la publicación de su obra en Reclam,
se sentía espiritual y emocionalmente desmoralizado” (RM, pp. 182 y 183). Según William
Bartley, la depresión tenía como causa detonante su desbordada promiscuidad y
el hecho de no poder conciliarla con sus ideales ascéticos. ¿Cuál de estas dos
hipótesis es más verosímil?
Cuando la editorial Reclam
le confirmó que no le publicaría su libro si no le agregaba la introducción de
Russell, la actitud que adoptó Wittgenstein no parecía venir por el lado de la
tragedia. Antes al contrario: le escribió a Russell afirmando que el asunto lo
dejaba indiferente:
O mi
obra es del más alto valor o no lo es. En el último caso (el más probable), se me
hace un favor si no se la imprime. Y en el primer caso, tanto da que se la
imprima veinte o cien años más tarde o más temprano. A fin de cuentas, ¿a quién
le interesa si la Crítica de la Razón
Pura, por ejemplo, fue escrita en 17x o y? De modo que tampoco en el primer
caso necesita ser impreso (RKM, p. 81).
Y al mismo tiempo que escribía esto a Russell,
en ese tono, le confesaba a Engelmann que tenía miedo de que “el diablo venga y
me lleve un día” (citado en RM, p. 182). Es decir, estaba verdaderamente aterrado de que viniesen a
cobrarle sus pecados, y no creo que considerara Wittgenstein como un pecado
digno del infierno el haberse negado a publicar un libro. Más bien parece que
se deprime por un pecado que a sus ojos es tan grande como inconfesable: el
sexo contra natura y el encarnizamiento promiscuo que le demandaba. Le pongo,
nuevamente, una ficha a William Bartley.
lunes, 22 de julio de 2019
Wittgenstein apolítico
Cuando
una vez Postl le comentó que deseaba mejorar el mundo, Wittgenstein le replicó:
«Pues mejórese a usted mismo; eso es lo único que puede
hacer para mejorar el mundo».
Ray Monk, Ludwig Wittgenstein
La amistad entre Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein comenzó en
1912, con la llegada de este a Cambridge, y se enfrió notablemente en 1921,
después de un reencuentro pactado, de una sola noche, en un hotel de Innsbruck.
Sobrevivió su amistad a la demasiado sincera introducción al Tractatus de Russell, pero no pudo sobrevivir
a sus profundas discrepancias éticas. Sí, dos pensadores que suponían que de la
ética convenía no hablar, se distanciaron por hablar de ella[1].
Y es que Wittgenstein fue siempre, toda su vida, un individualista de la ética,
mientras que Russell fue un activista. Russell intentaba mejorar el mundo,
Wittgenstein intentaba mejorarse a sí mismo[2],
y entre dos pensadores que se interesan por la ética (no me queda claro si este
era o no el caso), no puede haber dos posiciones más antagónicas[3].
No era solo que Wittgenstein se hubiera
vuelto más introspectivo e individualista, sino que Russell lo era mucho menos.
La guerra le había convertido en socialista, y le había convencido de la
urgente necesidad de cambiar la manera de gobernar el mundo; subordinaba las
cuestiones de moralidad personal a la preocupación primordial de hacer del
mundo un lugar más seguro (RM, p. 205).
Una anécdota, relatada
por Engelmann y citada por Ray Monk, pinta perfectamente esta inconciliable
discrepancia:
Cuando en los años veinte Russell quiso
fundar o unirse a una Organización Mundial para la Paz y la Libertad o algo
similar, Wittgenstein le censuró tan severamente que Russell le dijo: «Bueno,
supongo que tú preferirías fundar una Asociación Mundial para la Guerra
y la Esclavitud», a lo cual Wittgenstein asintió apasionadamente: «¡Sí, eso es
lo que preferiría!» (RM, p. 205).
Lo que Wittgenstein quería dar a entender con ese sarcasmo
era que lo que importa en la ética no es lo exterior sino lo interno, y que mal
podría el mundo evitar las guerras y la esclavitud mediante organizaciones
mundiales y tratados de paz si no se les inculcaba previamente a los hombres,
en sus propios corazones, las virtudes del pacifismo y la tolerancia. Esto era
lo que pensaba Wittgenstein sobre la ética, y lo pensaba muy acertadamente me
parece a mí, si lo comparo con lo que pensaba Russell. Si después estos
pensamientos o estos sentimientos éticos los ponía Wittgenstein por escrito o
los hablaba mano a mano en sus clases o con sus amigos, es cosa incompatible
con el nudo central de su propuesta filosófica, pero lo que a mí me interesa en
este momento es destacar su defensa del espiritualismo contra el avance del
ideologismo ético, o de la ética tomada en un sentido político. Wittgenstein,
en este asunto, demostró mucha mayor sagacidad que su amigo.
[1] En realidad, se distanciaron, más que por sus discrepancias éticas, por
sus discrepancias religiosas. En 1914, influenciado por Wittgenstein, Russell
había escrito: “La Metafísica [...] se ha desarrollado desde el principio
gracias a la unión y el conflicto entre dos impulsos humanos muy diferentes;
uno que llevaba a los hombres hacia el misticismo, otro que los llevaba hacia
la ciencia. Algunos hombres alcanzaron la grandeza mediante uno solo de estos
impulsos; otros, mediante el otro nada más [...]. Pero los hombres más
eminentes que han sido filósofos han sentido la necesidad tanto de la ciencia
como del misticismo: el intento de armonizar los dos fue lo que constituyó y
siempre deberá constituir su vida” (Misticismo
y lógica, p. 25). Con el correr de los años, esta simpatía por el
misticismo y por el sentimiento religioso fue desapareciendo del pensamiento de
Russell hasta casi extinguirse, y eso era lo que Wittgenstein no le perdonaba.
[2] “Solo renunciando a influir sobre
los acontecimientos del mundo, podré independizarme de él —y, en cierto
sentido, dominarlo—“ (Diario filosófico:
1914-1916, entrada del 11/6/1916).
[3] Estas mismas diferencias de enfoque tenía yo con mi querido profesor
Ricardo Maliandi, aunque nosotros nos guardábamos muy bien de disgustarnos
personalmente por esta cuestión.
domingo, 21 de julio de 2019
Wittgenstein y su silencio ético
Según Cyril Barrett, “lo que
Wittgenstein tenía que decir sobre la ética y la creencia religiosa era para él
de la mayor importancia, si no lo único importante” (Ética y creencia religiosa en Wittgenstein, p. 21). ¿Cómo que
“tenía que decir”? ¿No era que de ética y de religión no hay que decir nada,
porque todo lo que se diga es un sinsentido?
sábado, 20 de julio de 2019
El primer encontronazo entre Ludwig Wittgenstein y Bertrand Russell
Tuvo problemas Wittgenstein
cuando se decidió a publicar su Tractatus.
Como por aquel entonces era un desconocido, ningún editor se arriesgaba a
perder dinero con aquel libro ininteligible. Tenía un único as en la manga: Bertrand
Russell, que ya era considerado uno de los más importantes pensadores
filosóficos de Inglaterra. La prestigiosa editorial Reclam
de Leipzig, al enterarse de que el
libro venía recomendado por Russell, aceptó publicarlo con la condición de que
el propio Russell le anexara una extensa introducción. Así se lo pidió
Wittgenstein a su amigo, pero cuando en abril de 1920 recibió su encargo,
Wittgenstein se enfureció y se negó a incluir esa introducción. Los motivos de
la cólera eran muy concretos:
Russell
había escrito que, aunque Wittgenstein había delimitado con nitidez lo decible,
había conseguido, no obstante, decir una gran cantidad de cosas sobre lo que no
podía ser dicho. También le reprochaba el que hubiera dejado traslucir sus
opiniones sobre la ética, aunque había relegado a esta a la región mística e
inexpresable (Wilhelm Baum, Ludwig
Wittgenstein, pp. 116-7).
Vio Russell en el Tractatus lo mismo que yo veo en la
filosofía toda de este vienés: una total y descarada contradicción
performativa. Dice que es mejor callar ante tal o cual tema, pero él mismo no
calla; enseña que de la ética no se puede hablar, pero habla hasta por los
codos[1].
Russell no podía ser condescendiente con su alumno y escribir su introducción
sin mencionar estos errores; su honestidad intelectual se lo impedía. Desairó a
un amigo, pero ganó credibilidad filosófica[2].
[1]
"Dice absurdos, numerosas afirmaciones hace, / siempre su voto de silencio
rompe: / de ética y estética habla noche y día, / y de las cosas dice si son
buenas o malas, erróneas o acertadas. / [...] ¿Quién, en cualquier materia, ha
visto alguna vez / a Ludwig abstenerse de sentar cátedra? / En
todas las reuniones nos acalla a gritos, / y detiene nuestra frase
tartamudeando la suya; / discute sin cesar, áspero, airado y con voz sonora, /
seguro de que tiene razón, y de su rectitud orgulloso" (poema de Julian
Bell, destacado alumno del
King's College en 1929, dedicado a Wittgenstein, que había regresado a
Cambridge, y citado en RM, p. 245).
[2] (Nota añadida el 26/4/19.) Buscando en internet encontré la extensa introducción
de Russell al Tractatus
(correspondiente a la edición inglesa de 1922). He aquí el párrafo que
enfureció a Wittgenstein, que aparece sobre el final del texto: "El
verdadero método de enseñar filosofía, dice, sería limitarse a las
proposiciones de las ciencias, establecidas con toda la claridad y exactitud
posibles, dejando las afirmaciones filosóficas al discípulo, y haciéndole
patente que cualquier cosa que se haga con ellas carece de significado. Es
cierto que la misma suerte que le cupo a Sócrates podría caberle a cualquier
hombre que intentase este método de enseñanza; pero no debemos atemorizarnos,
pues este es el único método justo. No es precisamente esto lo que hace dudar
respecto de aceptar o no la posición de Wittgenstein, a pesar de los argumentos
tan poderosos que ofrece para apoyarlo. Lo que ocasiona tal duda es el hecho de
que después de todo, Wittgenstein encuentra el modo de decir una buena cantidad
de cosas sobre aquello de lo que nada se puede decir, sugiriendo así al lector
escéptico la posible existencia de una salida, bien a través de la jerarquía de
lenguajes o bien de cualquier otro modo. Toda la ética, por ejemplo, la coloca
Wittgenstein en la región mística inexpresable. A pesar de eso es capaz de
comunicar sus opiniones éticas. Su defensa consistiría en decir que lo que él
llama «místico» puede mostrarse, pero no decirse. Puede que esta defensa sea
satisfactoria, pero por mi parte confieso que me produce una cierta sensación
de disconformidad intelectual" (citado por Antoni Defez en “Religión y
misticismo en Russell”, Thémata,
revista de filosofía, número 44, año 2011; artículo
disponible en internet).
viernes, 19 de julio de 2019
Michel Foucault: ¡Este sí que era promiscuo y se jactaba de ello!
Hay
quienes solo conocieron al profesor del Collége de France; otros conocieron, o
sostienen haber conocido, a un Foucault que, enfundado en cuero negro y
envuelto en cadenas, se escabulliría de su apartamento de la rué de Vaugirard
en busca de aventuras sexuales anónimas.
David Macey, Las
vidas de Michel Foucault
"El
contacto con el cuerpo de un extraño me ofrece una poderosa experiencia de la
verdad", dijo Michel Foucault (citado por Simeon Wade en Foucault in California, p. 55). En su
ensayo La voluntad de saber, afirma
que para acceder al autoconocimiento conviene recurrir a las más variadas
experiencias sexuales, ya que el sexo es el principio insidioso e indefinidamente activo del ser. Es por el sexo --dice-- por lo que cada
cual debe pasar para acceder a su propia “inteligibilidad”:
De
ahí la importancia que le prestamos, el reverencial temor con que lo rodeamos,
la aplicación que ponemos en conocerlo. De ahí el hecho de que, a escala de los
siglos, haya llegado a ser más importante que nuestra alma, más importante que
nuestra vida; y de ahí que todos los enigmas del mundo nos parezcan tan ligeros
comparados con ese secreto, minúsculo en cada uno de nosotros, pero cuya
densidad lo torna más grave que cualesquiera otros. El pacto fáustico cuya
tentación inscribió en nosotros el dispositivo de sexualidad es, de ahora en
adelante, este: intercambiar la vida toda entera contra el sexo mismo, contra
la verdad y soberanía del sexo. […]
Al crear ese elemento imaginario que es
"el sexo", el dispositivo de sexualidad suscitó uno de sus más
esenciales principios internos de funcionamiento: el deseo del sexo —deseo de
tenerlo, deseo de acceder a él, de descubrirlo, de liberarlo, de articularlo
como discurso, de formularlo como verdad. Constituyó al "sexo" mismo
como deseable. Y esa deseabilidad del sexo nos fija a cada uno de nosotros a la
orden de conocerlo, de sacar a la luz su ley y su poder; esa deseabilidad nos
hace creer que afirmamos contra todo poder los derechos de nuestro sexo, cuando
que en realidad nos ata al dispositivo de sexualidad que ha hecho subir desde
el fondo de nosotros mismos, como un espejismo en el que creemos reconocernos,
el brillo negro del sexo (La
voluntad de saber, p. 93).
Cuanto
más promiscuos seamos, parece decir Foucault, más inteligibles seremos. “Es
necesario inventar con el cuerpo —con sus elementos, sus superficies, sus
volúmenes, sus honduras— un erotismo no disciplinario: el de un cuerpo
sumergido en un estado difuso y volátil gracias a encuentros casuales y a
placeres incalculables” (citado por James Miller en La pasión de Michel Foucault, p. 376). Los saunas gueis serían, para
nosotros, lo que el oráculo de Delfos era para los griegos:
Me parece políticamente importante [...] que
la sexualidad pueda funcionar como funciona en un baño. Allí te encuentras con
hombres que son para ti lo que tú eres para ellos: solo un cuerpo con el cual
son posibles combinaciones y producciones de placer. Dejas de ser prisionero de
tu propio rostro, de tu propio pasado, de tu propia identidad.
Se lamentaba de que
esos lugares para encuentros ocasionales, ilimitados y anónimos, no existan
para los heterosexuales:
¿Acaso no sería maravilloso disponer
del poder, en cualquier momento del día o de la noche, de ingresar a un lugar
equipado con toda la comodidad y posibilidades imaginables y reunirse allí con
un cuerpo a un tiempo tangible y fugitivo? En este contexto hay una excepcional
posibilidad de desubjetivizarse, desubyugarse (citado por Miller en ibíd, p.
356).
Estas incursiones de
Foucault a los “baños públicos” se produjeron hasta el final de su vida. En
1983, un año antes de su muerte, visitó los de San Francisco, que eran sus
favoritos.
¿Habrá
sospechado algo de esto Wittgenstein?, ¿habrá pretendido “desubjetivizarse”
cada vez que se zambullía —si es que se zambullía— en las oscuras y peligrosas
callejuelas del parque del Prater?
jueves, 18 de julio de 2019
La sociedad de los apóstoles
Existía en 1912 en Cambridge una especie de cofradía
llamada “La sociedad de los apóstoles”. Se trataba de una
arrogante y
elitista sociedad de debates (de la que el propio Russell era miembro), y que
en esa época estaba dominada por John Maynard Keynes y Lytton Strachey.
Wittgenstein se convirtió en lo que en el argot de los apóstoles se conocía
como un «embrión»: una persona a la que se tiene en cuenta como futuro miembro
(RM, p. 60).
Wittgenstein fue
aceptado como miembro, pero su estadía dentro de la sociedad fue breve, pues “declinó
el honor de ser miembro suyo [...] al poco tiempo de habérsele sido concedido.
No le gustaba el ambiente refinado, pero un tanto artificioso,
intelectualmente, ni la promiscuidad sexual de que hacía gala” (Isidoro
Reguera, Ludwig Wittgenstein, p. 33).
Muchos de los miembros de la sociedad eran homosexuales (Russell era una
excepción), y es probable que Wittgenstein se tornara homosexual, o descubriera
su homosexualidad, en su paso por aquel grupo. Tal vez haya descubierto junto a
ellos que ser homosexual no es algo tan anormal como algunos lo pintan. Y en
relación a la promiscuidad, no era que Wittgenstein la rechazara, sino que se
inclinaba hacia otro target. El
erotismo, muchas veces, se emparenta con la rudeza, y en aquel grupo esotérico
había muchachos de variados temperamentos pero ninguno lo suficientemente rudo
como para satisfacer a Wittgenstein y a sus no tan extraños apetitos.
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miércoles, 17 de julio de 2019
La hipótesis del Wittgenstein promiscuo (Segunda parte)
Me masturbé la noche
pasada. Remordimientos. Pero también la convicción de que soy demasiado débil
para resistir el impulso y la tentación.
Ludwig Wittgenstein, citado por Ray Monk en Ludwig Wittgenstein
La promiscuidad que
William Bartley le adjudica a Wittgenstein es tema de gran discusión entre sus
biógrafos. Wilhelm Baum, por ejemplo, afirma que las conclusiones de Bartley
“no dejan de ser discutibles [...]. Ciertamente Bartley no ha presentado
pruebas inequívocas de lo que afirma” (Ludwig
Wittgenstein, p. 112). Para Brian McGuinness, este asunto constituye una
“hipótesis innecesaria” (Wittgenstein. El
joven Ludwig (1889-1921), p. 383, nota). Otro biógrafo más reciente, Ray Monk, es
todavía más crítico. Lo acusa poco menos que de inventar al Wittgenstein
promiscuo para ganar fama y notoriedad como biógrafo. Ante la pregunta acerca
de cómo había llegado a esas conclusiones, había respondido Bartley que en su
momento tuvo acceso a los diarios secretos de Wittgenstein, escritos en clave,
y que de ahí había extraído una muy buena información respecto de su
homosexualidad. Monk lo confronta:
En los textos en clave, Wittgenstein comenta
su amor por, primero David Pinsent, luego Francis Skinner, y finalmente Ben
Richards [...], y en este sentido «corroboran» su homosexualidad. Pero no
corroboran las afirmaciones de Bartley acerca de la homosexualidad de
Wittgenstein. Es decir, no dicen ni una palabra de que fuera al Prater a buscar
«rudos jóvenes», ni hay nada en ellos que indique que Wittgenstein tuviera un
comportamiento promiscuo en ningún momento de su vida. Al leerlos uno tiene la
impresión de que era incapaz de tal promiscuidad, pues le incomodaba la menor
manifestación del deseo sexual (RM, p. 525)[1].
Bartley se defendió aclarando que los detalles
específicos de la promiscuidad de Wittgenstein los tomó de
los relatos confidenciales que personalmente le hicieran algunos amigos y
conocidos del pensador vienés en la década del 60, cuando comenzó su
investigación que luego desembocaría en la polémica biografía. Pero Monk
deseaba esclarecer esta cuestión de manera terminante:
Le envié una carta
a Bartley y le pregunté directamente [...]; solo dijo que revelar su fuente de
información sería traicionar la confianza de alguien, y que no estaba dispuesto
a realizar tal deshonestidad (RM., p. 527).
Al
no poder corroborar esa información, Monk se quedó con la sospecha de que la historia
de la promiscuidad de Wittgenstein es falsa.
Yo tampoco tengo pruebas de que la hipótesis de
Bartley sea verdadera. Sin embargo, ahí están las palabras, citadas ayer, que
Wittgenstein le envió a Engelmann: “Las cosas me han sido de forma absolutamente
miserable últimamente. Sin duda, solo a causa de mi propia bajeza y
perversión”. “Mi vida se ha vuelto realmente absurda, pues
solo consiste en episodios fútiles. La gente que hay a mi alrededor no lo ha
notado y no lo entendería, pero sé que tengo una deficiencia fundamental”. Yo
me permito conjeturar --que es algo así como aventurar un juicio sin estar
completamente seguro de su veracidad--, y mi conjetura sobre este asunto le da la
derecha a Bartley: creo que Wittgenstein, por muy incómodo que se sintiera ante
la menor manifestación de deseo sexual, no dejó de sentir este deseo, y las
convicciones que despertó en su cabeza el libro de Weininger fueron impotentes
para detener su lujuria. Puede que esté equivocado, pero sospecho que no, y
esta mi sospecha me es suficiente como para emitir una opinión. No necesito
más: soy pensador filosófico, no detective[2].
[1] Este
argumento de Monk es muy débil, porque son justamente las personas a quienes
les incomodan las manifestaciones del deseo sexual las que tienden a
desarrollar su sexualidad a partir de encuentros subrepticios (como las
hipotéticas escapadas al Prater, con las que se aseguraba que nadie de su
entorno social y universitario lo pudiera observar) o de solitarias
masturbaciones (como era el caso de Wittgenstein, que al parecer se masturbaba
con cierta frecuencia, tanto en su juventud como en su adultez, según detalla
Monk en su libro, pp. 122, 130 y 351).
[2] El único biógrafo reconocido que más o menos
acepta, aunque con recelo, la explicación de Bartley, es el francés Jacques
Bouveresse: “La austeridad y el ascetismo que Wittgenstein hacía patentes
podrían haber sido precisamente reacciones de defensa exacerbadas (y en parte
eficaces) contra tentaciones sexuales extremadamente fuertes. Lo que es
interesante de la hipótesis de Bartley [...] es que arroja una nueva luz [...]
a ciertos aspectos depresivos y suicidas de la personalidad de Wittgenstein, y
en especial la crisis moral muy grave por la que pasó en los años 1919-1920” (Wittgenstein, p. 63).
martes, 16 de julio de 2019
La hipótesis del Wittgenstein promiscuo
Nadie rebaje a lágrima o a furia
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez el halo y la lujuria.
Primera estrofa del Poema de los
dones de Borges, levemente modificada
La Iglesia Católica
impone a sus curas tres votos para poder realizar su tarea con efectividad y
honor: el de pobreza, el de castidad y el de obediencia. Al cristiano primitivo
le conciernen los dos primeros únicamente, porque solo se arrodilla ante Dios,
jamás ante ningún ser humano que pretenda representarlo. De estos dos votos,
Wittgenstein cumplimentó de manera efectiva el primero, pero desbarrancó una y
otra vez frente al segundo. No lo digo en tono de reprimenda: tanto Tolstoi
como yo sabemos lo difícil que es llevar a la práctica la continencia cuando se
ha nacido con una sexualidad desbordada y a flor de piel.
Desde adolescente comprendió
Wittgenstein que sus inclinaciones lascivas iban más para el lado de los
hombres que de las mujeres. En Cambridge conoció a David Hume Pinsent, que fue su mejor amigo hasta que
murió en un accidente de aviación durante la Gran Guerra, y se dice también,
aunque no hay manera de probarlo, que fue su primer amante. Esta lista, la de
sus amantes, es brevísima: David Pinsent (si es que lo
fue), desde 1912 hasta su muerte en 1918; Francis Skinner, desde 1932 hasta
1941; Ben Richards, desde 1946 hasta la muerte de Wittgenstein en 1951. Los
tres eran jóvenes veinteañeros. Tomando este dato como referencia podemos dar
por sentado, con relativa seguridad, que Wittgenstein no supo, o no quiso,
mantenerse casto, pero de aquí no se deduce en absoluto que fuera un desbordado
sexual. Antes al contrario: tres parejas en cuarenta años indican más bien una
moderación de apetitos que una exaltación del sexo[1].
El problema es que, al parecer, Wittgenstein no se conformaba con el aburrido
sexo que le proporcionaba una pareja estable y salía una y otra vez de
“cacería” en busca de presas apetecibles.
Todo
comenzó, hasta donde se sospecha, en septiembre de 1919, justo después de que
Wittgenstein abandonara sus posesiones y su propio domicilio, el Palacio
Wittgenstein, yéndose a vivir a una pensión situada en el tercer distrito de
Viena. Aquí cedo la palabra a su más famoso biógrafo:
Wittgenstein habría de encontrar en el tercer distrito, escogido por su
conveniencia [estaba a solo diez minutos de camino del Palacio Wittgenstein],
otra inesperada ventaja. Andando durante diez minutos en dirección este, [...]
podía llegar rápidamente a los prados del parque del Prater, en donde jóvenes
rudos estaban dispuestos a satisfacer su sexualidad. Una vez que encontró este
lugar, Wittgenstein descubrió con horror que difícilmente podía apartarse de
allí. Algunas noches, todas las semanas, salía de sus habitaciones andando el
pequeño trecho que le llevaba al Prater, poseído, tal y como comentaría él a
algunos amigos, por un demonio al que no podía controlar. Se encontró con que
prefería mucho más al joven homosexual rudo e inculto con el que podía topar
vagando por los caminos y callejuelas del Prater que aquellos otros, mucho más
refinados jóvenes, que frecuentaban [...] los bares vecinos en el extremo del
centro de la ciudad. Y era a este especial lugar [...] adonde Wittgenstein se
apresuraba a ir siempre que vivió allí o visitó Viena. Del mismo modo, en sus
últimos días en Inglaterra evitaba a veces a aquellos muchachos finos e
intelectuales que se hubieran puesto fácilmente a su disposición, prefiriendo
la compañía de jóvenes más ordinarios en los pubs de Londres (WB, pp. 51-2).
Dos meses después, en noviembre de 1919,
Wittgenstein se muda a la casa de un amigo, alejada del Prater, y con esto
elude sus apetitos, pero la pausa no duró demasiado: en abril de 1920 se vio
forzado a volver al tercer distrito, pues la madre de su amigo se había
enamorado de él. Se mudó todavía más cerca del Prater, y obviamente sufrió una
recaída:
Fue durante este tiempo en el que se vio implicado en el comportamiento
con más promiscuidad de su vida. [...] Refiriéndose a su modo de vida, escribió
a su amigo Paul Engelmann [...]: “Las cosas me han
sido de forma absolutamente miserable últimamente. Sin duda, solo a causa de mi
propia bajeza y perversión. He estado pensando continuamente en quitarme la
vida y todavía ahora me sigue asaltando ese pensamiento. Me he hundido hasta el
fondo. ¡Ojalá no estés nunca en tal situación!” (WB, pp. 52-3).
Su voluntad, que había
resultado tan inflexible a la hora de desprenderse de su dinero, era un dique
de papel que no podía detener en ningún caso el maremoto de su lujuria. La
única salida era el aislamiento. En su cuaderno de notas escribió:
La solución que tú ves al vivir está en el tipo de
vida que haga desaparecer lo problemático. Que la vida es problemática quiere
decir que tu vida no ha encontrado la forma de vivir. Debes cambiar, por tanto,
tu vida y encontrar la forma de que desaparezca así lo problemático. [...] Coloca
al hombre en una atmósfera inadecuada y nada funcionará como debe. Se mostrará
enfermo en todas sus partes. Colócalo, sin embargo en su elemento adecuado y
todo se desarrollará y aparecerá sano (citado en WB, p. 53).
Comprendió entonces que
la clave para evitar el desastre era de naturaleza atmosférica. A partir de ahí
habría de buscar entornos o situaciones que
satisficieran dos condiciones: alejarse de la tentación del contacto sexual
fácil y casual con jóvenes en las calles o en otros lugares, y estar rodeado de
jóvenes con los que pudiera entablar relaciones platónicas satisfactorias
[...]. Así, desarrolló una serie de amistades íntimas con jóvenes bien
parecidos, de maneras dulces y suaves [...]. Fue de esta manera, y en parte
jugando ese juego, como muchos jóvenes, entre los que se incluyen algunos de
sus amigos y estudiantes favoritos de Cambridge, entraron en su vida. [...] Su
compañía le distraía y protegía de aquella soledad que él odiaba; soledad que
le lanzaba al acecho, en la noche, a la busca del sexo. La otra estrategia que
utilizó Wittgenstein para protegerse de sí mismo fue, simplemente, evitar las
“áreas de peligro”, como son Viena, Manchester y Londres, en donde era fácil
encontrar sexo accidental e impersonalmente sin dimensión alguna intelectual o
espiritual: de ahí sus retiros, al modo conventual, a Noruega, a los alejados
pueblos de Semmering, en la baja Austria, e incluso Cambridge.
[...] Así habría
de vivir Wittgenstein. Vivía su vida en una especie de aflicción, por así
decirlo, sin poder escapar completamente del sexo. Y es que a lo largo de toda
su vida retornaron episodios que él consideró recaídas y durante los cuales se
lanzaba a fugaces relaciones con jóvenes encontrados en el anonimato de la
noche y a los que nunca volvería a ver de nuevo (WB, pp. 54-5).
Y lo peor, tal vez, era
no poder contarle a nadie sus “pecados”, no poder confesarse. Lo intentó una
vez, aunque solapadamente, a través de una carta a su amigo Engelmann fechada el 2 enero 1921:
¡He estado moralmente muerto durante
más de un año! [...]. Soy uno de esos casos que quizá no resulten extraños hoy
en día: tuve una tarea, no la llevé a cabo y ahora el fracaso está arruinando
mi vida. Debería haber hecho algo positivo con ella, haberme convertido en una
estrella del cielo. En lugar de eso he permanecido apegado a la tierra, y ahora
me estoy extinguiendo gradualmente. Mi vida se ha vuelto realmente absurda,
pues solo consiste en episodios fútiles. La gente que hay a mi alrededor no lo
ha notado y no lo entendería, pero sé que tengo una deficiencia fundamental.
Alégrate, si es que no comprendes de qué estoy hablando (citado en WB, p.
55).
Estaba hablando de su promiscuidad
homosexual, pero de manera codificada; la vergüenza le prohibía ser más
explícito. Para un aspirante a santo, educado al amparo de un férreo padre
protestante, ser promiscuo era ya un gran problema, imaginémonos entonces la
magnitud del inconveniente si a la promiscuidad a secas se le agrega el dato de
ser practicada entre personas del mismo sexo[2].
Wittgenstein había leído a
Otto Weininger, como casi todos los jóvenes instruidos de su tiempo y lugar.
Weininger se había convertido en una figura de culto en la Viena de principios
de siglo. Su libro Sexo y carácter
pasó a ser un best seller de la época
luego de que August Strindberg, en una carta publicada en
la revista de Karl Kraus, lo describiera como “libro imponente, que
probablemente ha solventado el más difícil de los problemas”. Fue reeditado
veinticinco veces en el transcurso de veinte años y se tradujo a ocho idiomas.
Pero lo que más prensa le dio a Weininger fue, sin dudas, su suicidio:
El suicidio de Weininger les pareció a
muchos el resultado lógico del argumento del libro, y fue eso principalmente lo
que lo convirtió en una cause célebre en la Viena de antes de la guerra.
El hecho de que se quitara la vida no fue visto como una cobarde huida del
sufrimiento, sino como un hecho ético, la valiente aceptación de una conclusión
trágica. Fue, según Oswald Spengler, una «lucha espiritual», que proporcionó
«uno de los más nobles espectáculos ofrecidos por la más reciente
religiosidad». Como tal, inspiró un cierto número de suicidios imitativos. De
hecho, el propio Wittgenstein comenzó a sentirse avergonzado por no haber osado
matarse[3]
(RM,
p. 35).
La prédica de Sexo y carácter insiste una y otra vez en declarar las relaciones
sexuales como algo sucio y corrompido, la otra cara, completamente opuesta, del
verdadero amor. El futuro autor del Tractatus,
con tan solo catorce años, asimiló este punto de vista y lo hizo suyo:
Wittgenstein se sentía incómodo no solo
en lo que respecta a la homosexualidad sino en relación a la sexualidad misma.
El amor, ya sea de un hombre o de una mujer, era algo que apreciaba muchísimo.
Lo consideraba como un don, casi como un don divino. Pero, al igual que
Weininger [...], distinguía claramente entre amor y sexo. La excitación sexual,
tanto homosexual como heterosexual, le turbaba enormemente. Lo veía como algo
incompatible con el tipo de persona que quería ser (Isidoro Reguera, El feliz absurdo de la ética, p. 43).
De ahí que siendo tan sexuado y no
pudiendo evitar estos arrebatos, fantaseara con la solución que en aquel
entonces estaba de moda. Tres de sus hermanos se habían suicidado, y los dos
primeros, Hans en 1902 (se suicidó en La Habana[4]) y
Rudolf en 1904 (en Berlín), al igual que Ludwig y Otto, eran homosexuales. Se
suicidaron, comenta Reguera,
“probablemente [...] por una homosexualidad no asumida frente a la que emergía
—punitiva y solemne— una figura del padre muy estricta, de juez exigente e
inmisericorde, que les persiguió hasta el escondrijo de su vergüenza” (op. cit.
p. 40). Estaba todo dado, pues, para que el menor de los hermanos también se
suicidara. Una y otra vez lo asaltó la idea, especialmente durante su juventud,
cuando, tras haberse distanciado de la religión instituida, no lograba
encontrar ningún tipo de paz espiritual; pero no lo hizo. Es verdad que admitió
que en 1914 se había alistado como voluntario para coquetear con la muerte[5];
pero luego, ya de regreso a su país, y visto y considerando que la muerte no se
había producido, pudo haber tomado él mismo cartas en el asunto. Después de
haber optado por combatir en la guerra, no creo que le hubiesen faltado agallas
para suicidarse si la desesperación lo hubiese sitiado completamente. Pero esta
desesperación total nunca le llegó; ¿por qué?[6]
Weininger
aconsejaba renunciar al sexo y mantener la castidad. La condición previa para
todo desarrollo del espíritu y para el logro de una fuerza genial creadora era,
según él, una abstinencia sexual completa[7].
Era homosexual, pero siempre se abstuvo de las relaciones carnales. Hans y
Rudolf, que al igual que Weininger —según se sospecha— eran homosexuales no
practicantes, terminaron sus días de la misma trágica manera. ¿Qué diferencia
existió entre estos tres casos y el de Ludwig? ¿Por qué aquellos tres se
suicidaron y Ludwig no? Yo tengo una hipótesis: evitó el suicidio, y la
desesperación previa que lo posibilita, por el simple hecho de haber dado
rienda suelta a su promiscuidad. Algo así opinaba también William Bartley:
Se ha solido decir que Wittgenstein
vivió al borde de la locura. Es posible que aquellos “episodios fútiles” que se
permitió de vez en cuando le dieran ese tipo de relajación que le ayudó a mantenerse
sano y vivo. Weininger, después de todo, acabó suicidándose (WB, p.
56).
Bueno
es mantenerse casto cuando la castidad es un ideal que no nos cuesta la vida.
Si nos cuesta la vida, o la cordura, arrojemos la castidad al tacho de la
basura y encaminémonos presurosos al Prater, que allí encontraremos no uno,
sino unos cuantos jóvenes que sin estar doctorados en psicología, se encargarán
de enderezarnos las ideas.
[1] Incluso varios de sus biógrafos afirman que de sus tres parejas, con
la única que tuvo real actividad sexual fue con Skinner.
[2] También
utiliza a su profesor y amigo para descargarse a través de veladas confesiones:
"Mi vida está llena de los más feos y mezquinos pensamientos imaginables
(esto no es una exageración) [...]. Estoy demasiado cansado de lo eternamente
sucio y mediocre. Mi vida ha sido hasta ahora una gran cochinada" (carta a
Bertrand Russell del 3 de marzo 1914, citada en RKM, p. 66). Luego, durante la guerra, se calificaría en su diario
íntimo de pobre hombre, débil, desgraciado, miserable, pecador y gusano. En una
posdata de una carta a Russell del 1/11/1919 (RKM., p. 73), le hace un pedido desesperado porque teme que la
verdad salga a la luz: "Entre mis cosas hay una cantidad de
cuadernos-diarios y manuscritos. ¡Deben ser TODOS QUEMADOS!". "Se horrorizaba
enormemente —comenta Bartley (WB, p. 205)— ante alguien que
penetrara en su vida personal”. Su intimidad era para él sagrada: “¡No juegues con las profundidades del otro!” (Aforismos, p. 63).
[3] De todas
maneras escribió: “Sé que matarse uno mismo es siempre una cosa sucia” (citado
por Anthony Kenny en Wittgenstein, p.
21).
[4] ¿Cómo puede alguien suicidarse en La Habana?
[5] En su diario íntimo, entrada del 12 de
septiembre de 1914, anotó: "No tengo miedo de morir de un tiro, pero sí de
no cumplir bien con mi deber. ¡Que Dios me dé fuerzas! ¡Amén, amén, amén!"
(Citado por Whilhelm Baum en Ludwig
Wittgenstein, p. 77). “Va a la guerra —afirma Isidoro Reguera— para coger
talla personal frente a la cercanía de la muerte, en el enfrentamiento a algo
duro de verdad y diferente a la tarea intelectual [...]. «Si me acobardo al
escuchar los disparos, será señal de que es falsa mi visión de la vida.» «Tal
vez la cercanía de la muerte me traiga la luz de la vida»” (Ludwig Wittgenstein, p.40).
[6] En 1918 estuvo a un paso del fatal desenlace:
"Su tío Paul le disuade de la muerte cuando a finales de julio de ese
verano lo encuentra por casualidad en penosísimo estado y aspecto en la
estación de ferrocarril de Salzburgo dispuesto a tomar el tren para suicidarse
en el magnífico escenario de Salzkammergut" (Isidoro Reguera, El feliz absurdo de la ética, p. 27).
Es curioso que aquel estado de total depresión coincidiera con la fecha exacta
de la redacción del Tractatus, que
fue pasado en limpio allí, en la casa de su tío.
[7] (Nota
posterior.) Véase también, en relación con este tema, unas páginas más
abajo, la entrada del 30/4/19.