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lunes, 30 de septiembre de 2019

El poder de la palabra escrita


Wittgenstein no creía en el poder de la palabra cuando el objetivo es mejorar el carácter de las personas, y este escepticismo no aminoraba si hablaba de sus propios escritos:

Su pesimismo referente a la efectividad de su obra se relaciona con la convicción de que la manera como vemos las cosas está determinada no por nuestras creencias filosóficas, sino por nuestra cultura, por la manera como fuimos educados. Y ante esto, como le dijo una vez a Karl Britton: «¿Qué puede hacer un hombre solo?» (RM, p. 482).

A mí no me parece que nuestro entorno cultural sea tan determinante a la hora de moldear nuestro carácter. Yo, por ejemplo, soy vegetariano y provengo de una familia que comía carne prácticamente todos los días y de un país en el que el asado de los domingos es una liturgia. La cultura que me rodeaba quería que yo fuese carnívoro, pero los libros que he leído, la palabra escrita, me convencieron de lo contrario. No hay que menospreciar el poder de la palabra y de las convicciones filosóficas a la hora de alterar nuestro comportamiento y de mejorar (o empeorar) nuestro carácter.

domingo, 29 de septiembre de 2019

Wittgenstein y la comida enlatada


Estoy ansioso por exprimirme los sesos mientras aún haya jugo.
Carta de Wittgenstein a Norman Malcolm, 6/11/1948

En Irlanda, adonde se dirigió para escribir luego de renunciar a Cambridge, vivió en una casa que le prestó Maurice Drury, bastante alejada de todo, ideal para quien desea escribir sin ser molestado.

La casa [...] tenía dos habitaciones, un dormitorio y una cocina, y era en este último aposento donde Wittgenstein pasaba casi todo el tiempo. Sin embargo, no la utilizaba para preparar las comidas. [...] vivió casi completamente a base de comida enlatada que encargaba en una tienda de Galway. Tommy [el casero] estaba preocupado por su dieta. «La comida enlatada será su muerte», le dijo una vez. «De todos modos, la gente vive demasiado», fue la macabra réplica (RM, p. 476).

Esto fue en 1948. Tres años después, moriría por causa de un cáncer de próstata. ¿Fue la comida enlatada lo que lo mató, como le advirtió Tommy? Nunca lo sabremos, pero seguramente habría vivido más de haber llevado Wittgenstein durante su vida una dieta saludable[1].


[1] Otra costumbre que ponía en riesgo su salud era su desprecio por el aseo de los utensilios de cocina. Durante su permanencia en Trattenbach solía utilizar, para preparar su cena, “una especie de cocina a presión para calentar el cacao con la avena y otros elementos sin especificar. Nunca lavaba la olla, de modo que el resto quedaba dentro pegado, haciéndose cada vez más duro y creciendo más y más hasta disminuir el volumen de la olla. Al final el volumen de la olla había quedado tan reducido que solo podía preparar el cacao para una persona” (WB, p. 113).

sábado, 28 de septiembre de 2019

Por qué criticar a Wittgenstein


¿Me estoy aventurando demasiado al criticar con tanto ardor a quien, a los ojos de muchos pensadores, es la figura más importante que dio la filosofía del siglo XX?[1] Es posible. Cito a William Bartley: “Antes de criticar responsablemente a un filósofo, hay que determinar con mucha precisión cuáles son sus problemas y qué es lo que hay que decir sobre ellos. Con Wittgenstein esto no es nada fácil” (WB, p. 187). Admito que mis determinaciones no son precisas y que mi conocimiento del pensamiento de Wittgenstein no es completo, pero prefiero pecar de temerario y cometer algún error con mis críticas, error que yo no veo y que otros descubrirán, prefiero eso a una superabundancia de escrúpulos que impida la crítica por la vergüenza que implicaría el estar equivocado y tener que rectificarse. La razón humana, llevada al terreno de la teoría del conocimiento, tiene dos funciones primordiales: la crítica y la fundamentación. Yo critico a Wittgenstein, y si resultase que mi critica no está bien fundamentada, aceptaré con gusto la recrítica, me retractaré y pediré disculpas. Yo saldré intelectualmente perjudicado, pero quien se tomó el trabajo de descubrir mi error habrá subido un peldaño en la escalera, peldaño que seguramente no habría existido sin la existencia de mi temeraria critica. Por eso el descubridor de mi error quedará en deuda conmigo, así como yo quedo en deuda con Wittgenstein por la posibilidad que me ha otorgado de poder criticarlo y, a partir de esa crítica, fundamentar una que otra idea paralela[2].


[1] Cf., por ejemplo, George Pitcher, The Philosophy of Wittgenstein, prefacio, en donde afirma que "Wittgenstein es uno de los filósofos más grandes del siglo xx, quizás el más grande". Otro pensador, ya muy exagerado, entiende que el Tractatus “se asemeja” al Tao te King de Lao-Tsé (cf. K. T. Fann, El concepto de filosofía en Wittgenstein, primera nota al pie).
[2] Los servicios que presta Wittgenstein a los interesados en filosofía son enormes, pero no tanto porque haya contribuido a crear nuevos rumbos en esta disciplina sino porque nos da la oportunidad de negar que esos rumbos tengan relevancia. Wittgenstein me obligó a pensar para poder refutarlo, y eso tiene mérito, quizá un mérito superlativo. Como dijo James Colbert Jr. en el final de su “Aproximación a Wittgenstein”: “Si por un maestro en filosofía se entiende alguien que hace pensar, Wittgenstein es maestro, a pesar de nosotros y, quizás, a pesar de él mismo”.

viernes, 27 de septiembre de 2019

Wittgenstein como escritor


Wittgenstein evitaba el trabar relaciones, pero necesitaba y buscaba las amistades. Era un amigo incomparable, pero exigente. Creo que la mayoría de los que le quisieron y tuvieron su amistad, también le temían.
Georg Henrik von Wright, “Esquema biográfico”

James G. Colbert Jr. afirma que Wittgenstein era “un deplorable escritor” (ver la anteúltima nota al pie). Yo no lo calificaría de deplorable sino de desabrido. Y teniendo en consideración que una de las definiciones de desabrido es “áspero y desapacible en el trato”, creo que la palabra le cuadra también para describirlo socialmente[1].


[1] Georg Henrik von Wright opina lo contrario respecto del estilo literario wittgensteiniano. Gracias al Tractatus y a las Investigaciones filosóficas, dice, “sería extraño que algún día no se le coloque entre los escritores clásicos de la prosa alemana” (“Esquema biográfico”, ensayo incluido en una compilación a cargo de Ricardo Jordana titulada Las filosofías de Ludwig Wittgenstein, p. 38). Según Anthony Kenny, el estilo de Wittgenstein “es austeramente bello” (Wittgenstein, p. 17).

jueves, 26 de septiembre de 2019

La renguera del perro


“¿Por qué no puede un perro simular dolor? —pregunta Wittgenstein—. ¿Es demasiado honrado?” (Investigaciones filosóficas, § 250). La simulación es hija de la astucia, y la astucia es hija de la razón. ¿La racionalidad de los perros no es lo suficientemente profunda como para urdir una simulación? Yo creo que en algunos perros lo es cuando, por ejemplo, renguean más de la cuenta ante un pisotón que ya no les causa dolor, granjeándose así los favores que el perro enfermo suele recibir y que no recibiría si lo creyeran sano. Hasta el mismísimo José Hernández se había percatado de que algunos perros tienen esta potestad y en honor a ella escribió estos versos en su inmortal Martín Fierro:

Y menudiando los tragos
aquel viejo como cerro
--No olvidés, decía, Fierro
que el hombre no debe creer
en lágrimas de mujer
ni en la renguera del perro.

miércoles, 25 de septiembre de 2019

El pensador-escritor y pensador-catedrático


…En aquella época todavía creíamos inocentemente que quien tenga en una universidad el cargo y la dignidad de filósofo debe ser también un filósofo: precisamente carecíamos de experiencia y estábamos mal informados.
Friedrich Nietzsche, Sobre el porvenir de nuestras instituciones educativas


En 1947, Wittgenstein abandonó su cátedra en el Trinity College para dedicarse a finalizar y tornear su último libro, el que hoy conocemos como Investigaciones filosóficas[1]. Buscando la tranquilidad necesaria para escribir, marchó a Irlanda, porque no se sentía a gusto en “la desintegradora y putrefacta civilización inglesa”. Y a él, a quien siempre le había costado demasiado el acto de la escritura, y que se consideraba demasiado viejo como para que su mente pudiese volar como en la época del Tractatus, se le dibuja en la cara una expresión de sorpresa cuando pone manos a la obra:

A veces las ideas me llegan tan rápidamente que siento como si mi pluma fuera guiada por alguien. Ahora me doy cuenta de que lo más adecuado para mí era abandonar la enseñanza. Nunca habría podido escribir esta obra estando en Cambridge (citado en RM, p. 471).

Ya frisando los sesenta, y a pocos años de su muerte, comprende que lo peor que existe para un pensador-escritor es la convivencia en el mismo cuerpo con un pensador-catedrático. La cátedra le robaba el precioso tiempo que habría debido dedicar a plasmar por escrito sus pensamientos —o no pensamientos, puesto que, si hacemos caso a Russell, Wittgenstein no era un filósofo sino un místico que veía la filosofía como una evasión de lo racional—. El problema era que, al haber regalado su fortuna, debía ganarse el sustento con alguna actividad, pero habría sido más sano para su faceta de escritor, teniendo en cuenta que era excesivamente puntilloso y nunca le parecían sus textos lo suficientemente acabados[2], que se dedicase a una labor profesional que no le insumiera tanto tiempo como la de profesor. Fernando Pessoa resolvió este problema dedicándose a traducir cartas comerciales durante dos o tres días a la semana, y el resto de la semana escribía; Wittgenstein, si odiaba tanto a la civilización inglesa y a Cambridge en particular[3], con más razón podría haber resuelto su situación financiera de parecida manera. Pero no, porque él necesitaba su coro de aduladores y sus reuniones en el Club de Ciencias Morales para levantar su autoestima, y por eso tardó tanto en tomar la decisión de jubilarse.
Bien dice el refrán que quien no es filósofo enseña filosofía. Pero en este caso no podemos aplicarlo, porque Wittgenstein no enseñaba en Cambridge filosofía, sino gramática.


[1] Dicho sea de paso, en opinión de Bertrand Russell, este libro no tiene nada que lo haga filosóficamente valioso: “Yo admiraba el Tractatus de Wittgenstein pero no su obra posterior, la cual me parecía que entrañaba una renuncia a su mejor talento [...]. Sus doctrinas positivas me parecen triviales y sus doctrinas negativas infundadas. No he encontrado en las Investigaciones filosóficas nada que me pareciera interesante y no acabo de entender por qué toda una escuela encuentra en sus páginas importante sabiduría” (La evolución de mi pensamiento filosófico, p. 140). Lo contrario opinaba del Tractatus: a pesar de que considerara ininteligibles alguno de sus pasajes y contradictorios otros, este libro le hizo revisar radicalmente su propia doctrina esbozada en los Principia Mathematica, y vaticinaba, en aquel entonces, que el próximo gran paso adelante de la filosofía vendría de la mano de su exalumno.
[2] Demoraba tanto en finalizar un escrito, lo retocaba tanto, que terminaba por perder vivacidad: "Hay que insistir en que Wittgenstein era [...] un deplorable escritor, de modo que sus anotaciones y los cuadernos que dictó a sus amigos tienen un frescor y una claridad que por desgracia las obras cuidadosamente pulidas por él mismo han perdido" (James G. Colbert Jr., “Aproximación a Wittgenstein”, artículo disponible en internet, p. 17).
[3] “La vida académica era [para Wittgenstein] detestable. Le dijo a Britton que cada vez que volvía de Londres y oía a un estudiante exclamar, «¡Oh, desde luego!» (Oh, really!), no le cabía la menor duda de que estaba de nuevo en Cambridge. El chismorreo de la persona que le hacía la cama en sus habitaciones de Cambridge era preferible a la engañosa inteligencia de profesores y catedráticos” (RM, p. 302). A Georg von Wright, un amigo que el mismo Wittgenstein había recomendado como su sucesor en Cambridge, y cuya solicitud fue aceptada, le dijo: “Cambridge es un lugar peligroso. ¿Te volverás superficial? ¿Zalamero? Si no lo haces sufrirás terriblemente” (citado en RM, p. 472).

martes, 24 de septiembre de 2019

Lógica, ajedrez e inteligencia


Ser un especialista en lógica, o estar machacando constantemente sobre cuestiones lógicas y matemáticas, no nos hace más inteligentes. ¿Existen personas más lógicas que los eximios ajedrecistas? El ajedrez de alta competencia

requiere una atención excepcional [...] requiere un poder de combinación tan grande, que quizá nada lo exija igual [...]. Y se podría así seguir enumerando las facultades que el ajedrez requiere: disciplina, dominio sobre sí mismo, serenidad, iniciativa, osadía (para el ataque), prudencia (para la defensa), etc., etc.…


Y sin embargo,

un excelente jugador de ajedrez no tiene, por serlo, una sola probabilidad más de ser un hombre inteligente —en general— que quien carezca de las aptitudes ajedrecistas. [...] La facultad de jugar bien el ajedrez (y a otros juegos), es una facultad muy aparte, muy separada, que no tiene que ver con la mayor parte de las actividades intelectuales. No garantiza ni hace presumir nada sobre la mentalidad en general (Carlos Vaz Ferreira, “Valor educativo de las matemáticas”, ensayo incluido en el tomo XXI (suplemento) de sus Inéditos, pp. 231-2)[1].

Así como el ajedrecista, si juega compulsivamente al ajedrez, será mejor ajedrecista cada vez, pero no por ello será más inteligente, lo mismo un pensador que se interna en cuestiones puramente lógicas y no sale de allí, será cada vez un mejor lógico, pero no un mejor filósofo. Wittgenstein era un especialista en lógica, pero de filosofía sabía muy poco. Si la capacidad de raciocinio fuera equiparable a la digestión, Wittgenstein sería un tratado sobre fisiología digestiva, mientras que un verdadero filósofo sería un caballo (no de ajedrez sino auténtico): este último no sabe nada mientras que el primero lo sabe todo; pero el caballo, pese a su ignorancia, digiere, mientras que el tratado sobre el aparato digestivo es impotente para eso.


[1] Algo parecido pensaba Miguel de Unamuno. El ajedrez, decía, “desarrolla la atención... para el ajedrez. […] He conocido muchos jugadores de ajedrez y he jugado a su juego con muchos de ellos. Y debo declarar que la mayor pericia en el juego no coincidía necesariamente con la mayor inteligencia. Junto a hombres muy inteligentes y grandes jugadores de ajedrez he conocido ajedrecistas distinguidísimos que eran hombres de una mentalidad menos que ordinaria […]. El ser un coloso en el ajedrez […] no prueba sino que se es un coloso en ajedrez. En lo demás puede ser coloso, hombre ordinario o pigmeo” (“Sobre el ajedrez”, artículo incluido en el compendio titulado Contra esto y aquello).

lunes, 23 de septiembre de 2019

Wittgenstein y la filosofía de la pura lógica


Una pregunta retumbaba en la cabeza de Wittgenstein:

¿De qué sirve estudiar filosofía si todo lo que sacas de ello es poder hablar con cierta plausibilidad acerca de algunas abstrusas cuestiones de lógica, etc., sin que mejores tu modo de pensar en lo que se refiere a las cuestiones importantes de la vida cotidiana? (Carta de Wittgenstein Norman Malcolm, noviembre de 1944, citada por Malcolm en Recuerdo de Ludwig Wittgenstein, texto incluido en una compilación a cargo de Ricardo Jordana titulada Las filosofías de Ludwig Wittgenstein, p. 51).

Respuesta: Para sacar algo de la filosofía, más allá del manejo de algunas abstrusas cuestiones de lógica, hace falta estudiar filosofías que se desarrollen más allá de las abstrusas cuestiones de la lógica. Suponiendo que la filosofía es nada más que análisis del lenguaje, o juegos del lenguaje, y análisis de las matemáticas, y estudiándola para ese lado, difícilmente mejoraremos nuestro modo de pensar en lo que se refiere a las cuestiones importantes de la vida cotidiana.

domingo, 22 de septiembre de 2019

El incongruente Wittgenstein


Wittgenstein, nos dice Isidoro Reguera, en la década del 20 “influiría decisivamente en la filosofía internacional; con una olímpica incongruencia además: diciendo lo que se podía o no se podía decir. Lo volvería a hacer veinte años después con ideas muy diferentes pero de igual incongruencia genial” (Ludwig Wittgenstein, p 42). Incongruencia genial… Si es algo genial teorizar sobre lo que no es correcto hacer y acto seguido hacerlo una y otra vez, entonces yo soy el genio entre los genios.

sábado, 21 de septiembre de 2019

El ignaro doctor Wittgenstein


Supóngase que un futuro cirujano, estudiante de medicina de cierta universidad, en vez de capacitarse como lo hacen sus compañeros de estudio, inspeccionando cadáveres, estudiando la anatomía humana, la etiología de las enfermedades, la necrosis de los tejidos, etc., se dedicase a estudiar pura y exclusivamente las características del bisturí que utilizará en sus operaciones: su estructura, el material con que está construido, el ángulo exacto del filo, en fin, todos y cada uno de los pormenores relacionados con aquel instrumento. ¿Estaríamos dispuestos a que un cirujano poseedor de tan singulares conocimientos metiese su estudiado bisturí en nuestras entrañas? Pues esto mismo hace Wittgenstein: estudia y analiza el instrumento a través del cual opera la filosofía —el lenguaje—, y se desentiende de los conocimientos necesarios para que la filosofía prospere. Afila el bisturí, pero se jacta de no conocer ni siquiera la función que realiza el órgano en el que lo utilizará. Este ignaro doctor y sus acólitos vienen operando a la filosofía desde principios del siglo XX y el resto del doctorado no parece advertir el peligro. Así está la pobre filosofía, en terapia intensiva y con respiración asistida.

viernes, 20 de septiembre de 2019

El efecto de los libros filosóficos


Afirmaba orgullosamente no haber leído ni una palabra de Aristóteles.
Ray Monk, Ludwig Wittgenstein

Leyó Wittgenstein libros de algunos otros pensadores filosóficos, pero no muchos:

Tan poca filosofía como he leído [...] y ciertamente no puedo decir que haya sido demasiado poca, sino excesiva. Me doy cuenta de que siempre que leo un libro filosófico no mejora mis pensamientos en absoluto sino que los hace aún peores (Ludwig Wittgenstein, citado en RM, p. 451).

A mí me ocurre, por lo general, lo contrario: los libros de otros pensadores mejoran mi pensamiento. Solo unos pocos libros lo han empeorado, entre ellos el Tractatus[1].


[1] Wittgenstein “decía sin asomo alguno de vergüenza no entender a Platón o a Kant, o a filósofos así” (Isidoro Reguera, Ludwig Wittgenstein, p. 36). ¿Y cómo habría de entenderlos si no los leía, por ósmosis?

jueves, 19 de septiembre de 2019

El pesimismo de Wittgenstein


“Mi vida fue maravillosa” dijo Wittgenstein al morir. Tal vez fue un divague agónico, porque estas palabras contradicen el empedernido pesimismo que todos los que lo conocieron concuerdan que cargaba:

Estaba en el carácter de Wittgenstein el ser profundamente pesimista, tanto por lo que respecta a sus propias perspectivas como a las de la Humanidad en general. Cualquiera que tuviera acceso a la intimidad de Wittgenstein ha debido de darse cuenta de su sentimiento de que nuestras vidas son feas y de que nuestras mentes se hallan en la oscuridad, un sentimiento que muchas veces bordeaba el desespero (Norman Malcolm, Recuerdo de Ludwig Wittgenstein, texto incluido en una compilación a cargo de Ricardo Jordana titulada Las filosofías de Ludwig Wittgenstein, p. 75).

Si su pesimismo era consecuencia de su creencia en que nuestras mentes se hallan en la oscuridad, podría habérselo curado superponiendo a esa creencia esta otra: nuestros espíritus vislumbran, atravesando los intersticios de la mente, algunos hilos de luz divina. Escasos, pero suficientes como para vivir con dignidad y optimismo. ¿No veía Ludwig estos hilos? Posiblemente sí; pero como se negaba a hablar de ellos, quedaban opacados por aquella filosofía del lenguaje con que llenaba sus cuadernos.

miércoles, 18 de septiembre de 2019

Decir y pensar


Hay que respetar en lo que vale ese ámbito que Wittgenstein llama místico. El signo tácito de ese respeto es el silencio. No se llega a lo más alto por garabatos lógicos o argucias racionales. En ese ámbito del valor no es posible el pensar lógico ni el lenguaje argumental: no es posible, simplemente, pensar, razonar o hablar.
Isidoro Reguera, Ludwig Wittgenstein

La proposición 5.61 del Tractatus contiene dos oraciones. La primera es una tautología: “Lo que no podemos pensar no podemos pensarlo”. La segunda, se supone que deriva de la tautología anterior: “Tampoco, pues, podemos decir lo que no podemos pensar”. Aquí la tautología se rompe y comienza el error. ¿Qué queremos decir cuando decimos “decir”? La primera acepción del diccionario de la Academia para esta palabra es “manifestar con palabras el pensamiento”. Si tomamos esta acepción como la única verdadera volvemos a la tautología: solo se pueden decir pensamientos, decir cosas que no son pensadas es un contrasentido. Pero la Academia nos ofrece una segunda acepción: “asegurar, sostener, opinar”. Aquí ya no se habla de pensamiento, sino simplemente de opinión. Esto significa que para la Academia, decir algo, opinar algo, sin que ese algo haya sido pensado y razonado, no es cosa incoherente: opino algo, digo lo que opino, y el pensamiento descansa. No está, pues, subordinada el habla o la escritura al pensamiento necesariamente. Es claro que uno, para pensar, necesita hablar, hablar interiormente, pero esta verdad no se verifica a la inversa: si bien no puedo pensar sin hablar, puedo perfectamente hablar sin pensar. Me parece una perogrullada tener que aclarar este punto, sobre todo a personas acostumbradas a los debates televisivos, pero Wittgenstein opinaba lo contrario y necesito refutarlo. Yo no puedo pensar si Dios existe o no, porque esa proposición está más allá del pensamiento, pero esto no es obstáculo para que yo pueda decir y afirmar que Dios existe o que no existe y que mi afirmación o negación tienen sentido. Si digo “pienso que Dios existe”, estoy en un error, pero si digo “opino que Dios existe”, la afirmación, más allá de si es verdadera o falsa, tiene sentido, porque mi opinión no está necesariamente apoyada por el pensamiento sino por otras vías que corren por detrás del pensar y que afloran en nuestra conciencia vía lenguaje. Los animales no utilizan su lenguaje para expresar sus pensamientos y no por ello vamos a negar que se comunican entre sí. Nosotros lo utilizamos para pensar, pero las otras utilidades que el lenguaje tiene no han quedado subordinadas a esta. Cuando gritamos de dolor, no estamos pensando; cuando decimos “te odio”, tampoco. Y cuando afirmamos que Dios existe, menos que menos. No estamos pensando, pero de todos modos lo decimos, con pleno derecho y sentido.

martes, 17 de septiembre de 2019

Wittgenstein y los enigmas


En uno de los parágrafos del Tractatus, el 6.5, se lee lo siguiente: “Para una respuesta que no se puede expresar, la pregunta tampoco puede expresarse. No hay enigma[1]. Si se puede plantear una cuestión, también se puede responder”. Una década después de que se publicaran estas palabras aparece Kurt Gödel y sus teoremas de incompletitud, y el edificio de Wittgenstein trepida:

Los resultados de Gödel, publicados en 1931, muestran que cualquier sistema aritmético que contenga la adición, la multiplicación y números primos, contiene enunciados o ecuaciones indecidibles. Por ejemplo, dado un procedimiento de prueba cualquiera para la teoría elemental de los números, demuestra Gödel que se puede construir un enunciado de la teoría elemental de los números, el cual será verdadero si y solo si no se puede probar por medio del procedimiento de prueba dado. Así, o se puede probar el enunciado, en cuyo caso es falso y se desacredita el procedimiento de prueba utilizado, o el enunciado es verdadero pero no se puede probar. Ahora bien, en este caso el procedimiento probatorio es incompleto. La obra de Gödel [...] ha producido el resultado adicional de que cualquier contraprueba técnica, por muy intrincada que pueda ser, deja, en principio, sin descubrir la no validez de algunos teoremas no válidos. El enigma existe (Brian McGuinness, Wittgenstein. El joven Ludwig (1889-1921), pp. 82-3).

Esto aplicado en el terreno de las matemáticas, pero Wittgenstein quería dar a entender que no existen los enigmas en ningún terreno, y mucho menos en terreno metafísico. La metafísica no tiene enigmas, suponía, y los que aparecen como tales no son más que cuestiones carentes de sentido, verbosidades cuyas deficiencias gramaticales nos impiden juzgarlas como verdaderas o como falsas. ¿Llegará algún día el Kurt Gödel de la metafísica, el que demostrará que los enigmas existenciales, valga la redundancia, existen? No, no llegará nunca, pero eso no me impide conjeturar que el parágrafo 6.5 del Tractatus es falso, no solo en lógica matemática sino en cualquier ámbito del conocimiento.


[1]Das Rätsel gibt es nicht”, escribe Wittgenstein. Esto puede ser también traducido como “El acertijo no existe”.

lunes, 16 de septiembre de 2019

Wittgenstein y las antinomias lógicas


La filosofía analítica de comienzos del siglo XX tenía como una de sus metas principales la resolución de paradojas a través del minucioso análisis del lenguaje en el que están planteadas. Una de las favoritas de todos los tiempos es la paradoja del mentiroso: “Esta oración es falsa”, dice alguien, y se produce una paradoja al intentar afirmar si esa sentencia es falsa o verdadera. Parece que ya se venía tanteando desde la Grecia antigua, formulada en aquel entonces por Epiménides y Eubúlides, cada cual con sus matices. Fue Bertrand Russell el primero en poner de manifiesto que diversas paradojas como esta revelaban fallos básicos de principios lógicos y lógico-matemáticos que hasta ese momento se habían considerado indiscutibles. Había, pues, que revisar estos principios para solucionar esta paradoja y las restantes. Solucionarlas o más bien disolverlas.
Ahora bien, con estos antecedentes en la mano, Wittgenstein fue más allá y se atrevió a proponer la resolución o disolución de las proposiciones metafísicas de manera parecida a la resolución o disolución de las paradojas lógicas: evidenciando que tales proposiciones estaban mal planteadas gramaticalmente y que por lo tanto su resolución o disolución dependía del análisis del lenguaje en el que estaban escritas. Desmembrando su lenguaje, se llegaría a la conclusión de que las proposiciones metafísicas carecen de sentido y por lo tanto no son un verdadero problema filosófico. Y ¿tuvo éxito en esta empresa demostrativa? Para muchos pensadores británicos, cuyos lavarropas mentales no han sido equipados de fábrica con el programa de centrifugado metafísico, Wittgenstein acertó. No para mí, ni tampoco para William Bartley:

Se pensó que los añejos problemas de la metafísica, al igual que las paradojas lógicas, podrían desaparecer por medio del desarrollo de cánones de expresiones con significado y bien formuladas; que, en suma, estas vetustas teorías metafísicas habrían surgido, antes de nada, solo a causa de la ausencia de técnicas de análisis lingüístico y lógico para detectar lo que carece de significado.
[...] La historia de buena parte de la filosofía de los años 20, claramente la de Wittgenstein y sus seguidores, es la del intento de disolver la metafísica tradicional por medio de la aplicación sistemática de un falso paralelismo: la suposición de que los problemas filosóficos eran generados y podían ser evitados, en un modo paralelo a como se generan y resuelven las paradojas lógicas (WB, p. 74).

Este intento, comenta Bartley, “estaba condenado al fracaso, ya que es un hecho que la autorreferencia que se encuentra en las antinomias lógicas está simplemente ausente en la mayor parte de los problemas tradicionales de la filosofía”. Por eso estas palabras de Wittgenstein que aparecen en el prólogo de su Tractatus, “El libro trata de problemas de filosofía y muestra, al menos así lo creo, que la formulación de estos problemas descansa en la falta de comprensión de la lógica de nuestro lenguaje”, se nos aparecen a nosotros tan disueltas, tan poco palpables, como unas pizcas de sal que han caído en medio de una pileta olímpica.

domingo, 15 de septiembre de 2019

El vanidoso Wittgenstein



En su biografía de G. E. Moore [...], sugiere Paul Levi que los discípulos de Wittgenstein pueden dar un ejemplo comparativamente raro de “culto a la personalidad” en el campo de la filosofía.
William Bartley, Wittgenstein [p. 228]

Wittgenstein solía reunirse con sus alumnos más fieles y con algún que otro profesor en una especie de cofradía a la que llamaban “Club de Ciencias Morales de Cambridge”. Este club existía desde mucho antes de que Wittgenstein naciera, pero en 1944, cuando lo nombraron presidente, prácticamente lo hizo suyo, y la tribuna que ahí se daba cita no tenía oídos sino para sus palabras. Este asunto olía mal, y Gilbert Ryle, un profesor de Oxford amigo de Wittgenstein que quiso intervenir como invitado en alguna discusión que allí se suscitaba, se encontró con una situación muy poco propicia para el aprendizaje a partir del debate:

La veneración por Wittgenstein era tan incontinente que cuando alguien (yo, por ejemplo) mencionaba a cualquier otro filósofo, no se oían más que abucheos. [...] El menosprecio hacia cualquier pensamiento distinto del de Wittgenstein me parecía pedagógicamente desastroso para los estudiantes, y poco saludable para el propio Wittgenstein. Me hizo decidirme a ser no un filósofo políglota, pero sí al menos a evitar ser monóglota; y sobre todo evitar ser el eco de un monóglota, aun cuando fuera un genio y un amigo (Gilbert Ryle, citado en RM, p. 450).

Lo que quiere dar a entender Ryle es que a partir de aquel día comprendió las ventajas de leer a otros pensadores y conocer sus doctrinas, cosa que Wittgenstein se jactaba de no hacer (“estaba orgulloso —dice Ryle— de no haber estudiado a otros filósofos”), y también comprendió que jamás se pondría a la cabeza de un conglomerado de aplaudidores cuya función es satisfacer la vanidad del aplaudido bajo el pretexto de estar esclareciendo determinados problemas filosóficos[1].


[1] Otro profesor que pasó por una experiencia parecida fue Charlie Broad: “… El único deber que yo rechazaba claramente era la asistencia semanal a las reuniones del Club de Ciencias Morales [...]. Yo no estaba dispuesto a pasar horas, cada semana, en una densa atmósfera de humo de cigarros mientras que Wittgenstein [...] pasaba a través de un cerco y los fieles, puntualmente, se admiraban con cara entusiasta de tontos” (citado en WB, p. 145). También Alfred Ayer: “Sé por propia experiencia que cuando él asistía [al Club de Ciencias Morales] dominaba la discusión, y que nadie se aventuraba a contradecirle” (Wittgenstein, p. 27).

sábado, 14 de septiembre de 2019

Wittgenstein y las matemáticas


No he hablado con un solo matemático que no tuviese un pésimo concepto de Wittgenstein. Uno en concreto, tan indignado como elocuente, se refirió a la famosa proposición número 7 de Wittgenstein —De lo que no se puede hablar hay que callarse— en estos términos: “Consigue, ardua proeza, ser solemne e insustancial al mismo tiempo”.
Rebecca Goldstein, Gödel: paradoja y vida, p. 107

En 1939, Wittgenstein dictó en Cambridge varias clases especiales que versaban sobre los fundamentos de las matemáticas. Con ellas pretendía desacralizarlas, desplatonizarlas. Según Platón, las matemáticas existen fuera de la mente humana y son descubiertas por ella (en filosofía de las matemáticas, esta es la teoría realista); según Wittgenstein, las matemáticas son convencionales, no son descubiertas sino inventadas por nuestra mente (esta es la teoría constructivista). La postura platónica es la que sustentaba el matemático (y examigo de Wittgenstein) Godfrey Hardy:

Ningún matemático puede ver con simpatía una filosofía que no admita, de una manera u otra, la validez inmutable e incondicional de la verdad matemática. Los teoremas matemáticos son verdaderos o falsos; su verdad o falsedad es absoluta e independiente de que los conozcamos o no. En cierto sentido, la verdad matemática es parte de una realidad objetiva... [las proposiciones matemáticas] son, en uno u otro sentido, y por muy elusivo y sofisticado que pueda ser ese sentido, teoremas que se refieren a la realidad... No son creaciones de nuestra mente (“Prueba matemática”, conferencia dictada por Hardy en 1929, citada en RM, p. 307)[1].

Este tipo de observaciones exasperaban a Wittgenstein, y estas clases o conferencias[2] estaban dedicadas principalmente a desmontar este aserto de las cabezas de sus alumnos, utilizando un lenguaje lo menos técnico posible para que la explicación sea accesible a quienes no tenían conocimientos especializados de esta ciencia.

La técnica de Wittgenstein no era reinterpretar ciertas pruebas en concreto, sino redescribir la totalidad de las matemáticas de tal manera que la lógica matemática apareciera como la aberración filosófica que él creía que era, y disolviendo enteramente la imagen de las matemáticas como una ciencia que descubre hechos acerca de los objetos matemáticos (números, series, etc.). «Una y otra vez», decía, «intentaré mostrar que lo que se denomina un descubrimiento matemático haría mejor en llamarse una invención matemática» (RM, p. 383).

Las clases eran abiertas para todos quienes estuviesen interesados en el tema, y en ellas solía presentarse el matemático Alan Turing, que por ese entonces también daba clases en Cambridge. Cuando Turing aparecía, la clase se transformaba en un debate entre ambos pensadores. Wittgenstein quería que admitiera que la “inexorabilidad” de las matemáticas no consiste en un cierto conocimiento de las verdades matemáticas, sino en el hecho de que las proposiciones matemáticas son gramaticales.

Pero no iba a convencer a Turing. Para él, al igual que para Russell y para la mayoría de matemáticos profesionales, la belleza de las matemáticas, su mismísimo «hechizo», residía precisamente en su poder de proporcionar, en un mundo por otro lado incierto, verdades irrebatibles. («¡Irrefutabilidad, tu nombre es matemáticas!», tal como lo expresó una vez W. V. Quine.) (RM, pp. 383-4).

Sin embargo, la desavenencia fundamental no era esta sino la que ponía en tela de juicio el principio de contradicción:

Todas las corrientes de pensamiento convencionales en el campo de los fundamentos de las matemáticas —logicismo, formalismo e intuicionismo— están de acuerdo en que si un sistema tiene en su seno una contradicción oculta, entonces hay que rechazarlo con el argumento de que no es consistente. De hecho, todo el asunto de proporcionarles a las matemáticas unos sólidos fundamentos lógicos tenía que ver con que el cálculo, tal como se considera tradicionalmente, es manifiestamente inconsistente.
En sus clases, Wittgenstein ridiculizaba esa preocupación por las «contradicciones ocultas», y era a eso a lo que Turing oponía su desacuerdo más enérgico y obstinado. [...]
Estaba claro que Turing tenía que explicar no solo por qué era desconcertante, sino por qué era importante. El verdadero perjuicio causado por un sistema que contiene una contradicción, sugería, «no aparecerá hasta que se aplique, en cuyo caso podría caerse un puente u ocurrir algo de ese tipo» (RM, pp. 385-6).

Wittgenstein afirmaba que los puentes se caen si uno se equivoca en el cálculo, no si aparece una contradicción. Las contradicciones, según él, no tienen injerencia en los cálculos. Uno no puede hacer un cálculo erróneo con una contradicción, pues simplemente no puede utilizarla para calcular.
Al poco tiempo, comenta Monk,

Turing dejó de asistir, convencido sin duda de que si Wittgenstein no admitía que una contradicción era una mácula fatal en un sistema matemático, entonces no había nada en común entre ellos. De hecho, debía de necesitarse bastante coraje para asistir a esas clases como único representante de todo lo que Wittgenstein atacaba, rodeado de los acólitos de este y viéndose obligado a discutir los temas de una manera que le era poco familiar (RM, p. 386).

Mis escasos conocimientos de lógica matemática no me permiten emitir una opinión fundamentada en propios argumentos, pero por supuesto estoy en el bando de Turing: con el principio de contradicción no se juega.
No fue Turing el único matemático que se opuso a las concepciones de Wittgenstein. Georg Kreisel, que había sido su alumno en 1942, lo criticó luego acerbamente: “Las opiniones de Wittgenstein concernientes a la lógica matemática no valen gran cosa, porque sabía muy poco, y lo que sabía se limitaba a la línea de investigación de Frege-Russell”; y cuando se publicaron los Cuadernos azul y marrón, su rechazo se expresó en términos aún más contundentes: “Como introducción a los problemas significativos de la filosofía tradicional, los libros son deplorables” (citado en RM, p. 454).
 ¿Estaba o no estaba capacitado Wittgenstein para filosofar sobre las matemáticas? Según él, si nos disponemos a incursionar en alguna disciplina científica tenemos que abarcarla por completo, conocerla bien a fondo en todos sus intersticios y no pecar de diletantes (ver la entrada del 4/4/19). Tendría yo que suponer entonces que Wittgenstein conocía muy bien de lo que hablaba cuando hablaba de matemáticas, pese a lo que opinen Turing, Kreisel, Hardy y los matemáticos con los que habló Rebecca Goldstein.


[1] Esta postura estrictamente platónico-pitagórica se debe en parte a la influencia que sobre Hardy ejerció Srinivāsa Aiyangār Rāmānujan, su alumno predilecto, de origen indio, a quien, sin estudios específicos en matemática avanzada, se le revelaban en sueños complejísimas ecuaciones, dictadas por algún dios según afirmaba.
[2] “Apenas si se puede decir que estas reuniones fueran «conferencias», aunque este es el nombre que Wittgenstein les daba. Pues, para empezar, en estas reuniones se llevaba a cabo una búsqueda original. Wittgenstein hablaba sobre ciertos problemas del modo que hubiera hablado de estar solo. Además, las conferencias consistían, en su mayor parte, en conversación” (Norman Malcolm, Recuerdo de Ludwig Wittgenstein, texto incluido en una compilación a cargo de Ricardo Jordana titulada Las filosofías de Ludwig Wittgenstein, p. 41).

viernes, 13 de septiembre de 2019

Wittgenstein y las empanadas de cerdo


Las clases que daba Wittgenstein en Cambridge eran de lo más pintorescas:

Tenían lugar en sus escasamente amuebladas habitaciones, donde durante un tiempo el elemento más destacado de la decoración fue un ventilador instalado con el fin de ahogar el sonido producido por el piano de un estudiante que vivía debajo. Wittgenstein se sentaba en su silla de lona, como las de las cubiertas de los barcos, vestido con pantalones de franela, una chaqueta de cuero y una camisa con el cuello abierto. No usaba texto ni notas, sino que luchaba en alta voz con los problemas filosóficos, interrumpiendo su exposición con largos silencios o preguntas vehementes a su auditorio.
Estas clases lo dejaban exhausto, y al terminar le gustaba descansar yendo al cine, donde se sentaba en la primera fila de butacas, masticando una empanada de carne de cerdo, completamente absorto (Anthony Kenny, Wittgenstein, p. 23).

Se nota que no era judío practicante, porque el Antiguo Testamento prohíbe comer chancho. Y se nota también que no era cristiano practicante, porque el verdadero cristianismo, el cristianismo primitivo (el de los esenios por ejemplo), también prohíbe comer chancho, lo mismo que prohíbe comer vacas, pollos, corderos o cualquier otro animal que sufra cuando lo asesinan.

jueves, 12 de septiembre de 2019

La resolución de los problemas filosóficos


Luego de terminar su Tractatus[1], le escribe Wittgenstein a Bertrand Russell: “He escrito un libro [...] que contiene toda mi labor de los últimos seis años. Creo que he resuelto finalmente nuestros problemas. Esto puede sonar arrogante, pero no puedo evitar creerlo” (carta a Bertrand Russell del 13/3/19, citada en Cartas a Russell, Keynes y Moore, p. 64). Él no puede evitar creerlo; yo no puedo evitar, al leer esto, una mueca de sorpresa y desconcierto al estilo Benny Hill. Tal vez haya resuelto sus problemas y los de Russell, pero si se refería a los problemas que presenta la filosofía, no los resolvió en absoluto.
Suele decirse que el Tractatus no resuelve los problemas filosóficos, sino que los disuelve; yo creo que ni los resuelve ni los disuelve: como mucho los enjuaga. Más tarde renegó Wittgenstein de este su primer libro y afirmó que contenía muchos errores, pero lo que yo critico del Tractatus, a saber, su afirmación de que no tienen sentido las proposiciones relacionadas con la filosofía y con la metafísica en particular, se mantuvo incólume dentro de la estructura de pensamientos de Wittgenstein hasta el final de sus días, de modo que mal se me puede achacar el estar criticando ideas que el propio autor ya había considerado obsoletas dentro de su pensamiento. “Los problemas filosóficos deben desaparecer completamente”, dijo en sus Investigaciones filosóficas, su anteúltimo libro. Se habla de un “primer Wittgenstein”, de un “segundo Wittgenstein” y hasta de un Wittgenstein intermedio; pero lo que yo le critico a Wittgenstein está presente en todos ellos por igual. Estas divisiones a mí no me conciernen ni me interesan[2].


[1] Basado en las notas escritas durante la guerra, redactó el Tractatus en julio y agosto de 1918, durante un permiso de campaña, entre la casa de su familia en Viena y la de su tío Paul en Hallein, cerca de Salzburgo.
[2] “Todavía —dice Anthony Kenny refiriéndose a las Investigaciones filosóficas—, como en el Tractatus, cree Wittgenstein que se debe mostrar que el metafísico no ha dado significado a ciertos signos de sus expresiones [...]. Wittgenstein sigue negando la posibilidad de tesis filosóficas; el objetivo de la filosofía es terapéutico: curarnos de hablar sin sentido y de sentirnos atormentados por problemas que no tienen solución (Wittgenstein, p. 28).

martes, 10 de septiembre de 2019

Los consejos de Wittgenstein y las generalizaciones de la ética


También a Arvid Sjögren, un amigo de la familia, le aconsejó no estudiar,

con el resultado de que el muchacho se hizo mecánico en vez de ingeniero. Iba a suceder una y otra vez que Ludwig y su hermana Gretl aconsejaran a los más jóvenes de su círculo dedicarse a ocupaciones prácticas y sencillas [...]. Es notable su disposición a intervenir en la vida de otro (Brian McGuinness, Wittgenstein. El joven Ludwig (1889-1921), p. 371).

La familia de Arvid lamentó esa decisión, como es lógico, porque si uno tiene cabeza para ser ingeniero y se conforma con ser un simple mecánico seguramente sentirá que sus potenciales están desaprovechados y vivirá consternado por eso. Pero lo interesante es lo último que destaca McGuinness, la disposición de Wittgenstein a intervenir en la vida de otro con sus consejos, y tanto más interesante porque precisamente declamaba lo contrario: “La ética consiste en decirle a alguien lo que debería hacer, mas ¿cómo podría alguien aconsejar a otra persona?” (Ludwig Wittgenstein, Últimas conversaciones, p. 65). Al aconsejar a sus amigos el abandono de sus estudios, Wittgenstein los estaba sermoneando, justo lo que siempre recomendó no hacer (recuérdese lo que le escribió a Russell: “No tengo ningún derecho a catequizarte”), y sus consejos, para colmo de males, curiosamente eran atendidos y seguidos al pie de la letra por aquellos que habían leído el Tractatus y sabían que Wittgenstein recomendaba no aconsejar (¿aconsejaba no aconsejar?). Odiaba tanto los consejos (en la teoría) que trataba de idiotas a los aconsejadores:

Imaginémonos a alguien que se pusiese a darle consejos a otro que estuviera enamorado y a punto de casarse, y que le señalase todo aquello que no podrá hacer una vez que esté casado: ¡Qué idiota! ¿Cómo va uno a saber cómo son esas cosas en la vida de otro hombre? (Últimas conversaciones, p. 65).

Yo también creo que es idiota ese consejo, porque aquello que no podrá hacer ese hombre una vez casado seguramente será menos gratificante que aquellas cosas que hará de ahí en más con su esposa si es que en verdad está enamorado; pero no menos idiota es el consejo de Wittgenstein a sus amigos para que abandonen sus estudios, y por el mismo motivo: ¿Cómo va uno a saber cómo son esas cosas en la vida de otro hombre? La ética, por más que Wittgenstein reniegue, no se caracteriza por ofrecer este tipo de estúpidos consejos. El deber no es único y genérico —decía Ortega y Gasset—, cada cual traemos el nuestro inalienable y exclusivo. Por eso las proposiciones éticas deben ser un poco más generales (nunca totalmente generales), para que no se inmiscuya dentro de ellas el gusto temperamental de cada cual. Abandonar los estudios y seguir una carrera que implique trabajos manuales puede llegar a ser un buen consejo para tal o cual persona, pero nunca es un buen consejo en general. Es decir, como proposición ética no sirve. Wittgenstein les plantaba este consejo a prácticamente todos sus alumnos, no discriminaba por temperamentos. Generalizaba un gusto suyo (que tampoco era muy suyo, pues él mismo no lo seguía) y pretendía imponérselo a los demás. Las generalizaciones de la ética son más sutiles.