Según
Miguel de Unamuno, “la filosofía se acuesta más a la poesía que no a la
ciencia” (Del sentimiento trágico de la
vida, primeros párrafos). Yo creo que la buena filosofía se acuesta con las
dos por igual, porque una filosofía con poca ciencia tiende al verbalismo huero
y una filosofía con poca poesía tiende al almidonamiento. Puede, sí, el
pensador filosófico recostarse un día más hacia la poesía y otro día más hacia
la ciencia, pero no conviene que deje de lado ninguna de estas disciplinas por
un periodo demasiado prolongado.
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sábado, 23 de diciembre de 2017
domingo, 17 de diciembre de 2017
Hitler y los intelectuales
Escribió
Adolfo Hitler:
El Estado Racista debe
partir del punto de vista de
que un hombre, si bien de instrucción modesta pero de cuerpo sano y de carácter
firme, rebosante de voluntad y de espíritu de acción, vale más para la
comunidad del pueblo que un superintelectual enclenque (Mi lucha, II, 2).
miércoles, 22 de noviembre de 2017
Nietzsche y sus edulcoradores
Estimado Fabio: Esto se está poniendo bueno.
Ricardo Maliandi, en alusión a mi disputa intelectual con la
doctora Cragnolini
¿Cómo es posible que tantos
pensadores honestos y de altas miras intelectuales, habiendo leído buena parte
de las obras de Nietzsche, no hayan caído en la cuenta de que su filosofía no
es genial, sino enfermiza? Esta interesante pregunta se la hizo también Luisa
Landerreche:
Si tomamos el
escrito de cualquier autor, publicado o no,
como un mensaje con un destinatario, un lector-receptor, nos tenemos que
preguntar ¿por qué los escritos de Nietzsche provocan tan diferentes
interpretaciones, más amplias
en su espectro que cualquier otro autor? [...]. Y esto también apunta a
dilucidar por qué para mí el discurso de Nietzsche connota y denota aspectos
profundos de su enfermedad, la
esquizofrenia, mientras que para otros [...] connota y denota
el pensamiento de un ser excepcional. He buscado las teorías en semiótica
que pueden ayudar a entender la diferencia de interpretación [...] que hemos descrito, que consideran a Nietzsche
como un genio de la filosofía y las otras, la
que lo ven como un nefasto precursor del nazismo, con la particularidad de que
los primeros también son antagonistas del nazismo. Es decir, cómo receptores
del mensaje nietzscheano, ubicados
dentro del mismo espectro del campo ideológico, puedan tener visiones tan
opuestas. A lo que hay que agregar la pregunta de cómo el discurso esquizofrénico
se interna en lo más profundo de la sociedad de Occidente con un discurso
ideológicamente orientado hacia la disolución del ser y de lo social, como el
que Nietzsche exhibe a lo largo de sus obras (La evolución del pensamiento esquizofrénico en Federico Nietzsche).
Un caso particularmente
interesante es el de Karl Jaspers, quien
no pudo detectar que se trataba de un enfermo de esquizofrenia. La
paradoja es que Jaspers era psiquiatra y fundador de la psicopatología,
corriente de la psiquiatría que valoraba los relatos de los enfermos para el
diagnóstico y tratamiento de la enfermedad mental.
Pero supongamos que lo de la esquizofrenia
precoz es controvertido, que no es seguro que estuviera medio loco al tiempo
que escribía; no es controvertida, sin embargo, la afinidad del pensamiento de
Nietzsche con el pensamiento nazi. Por eso sería interesante averiguar cómo
funciona la cabeza de aquellos que, detestando al nazismo, admiran a Nietzsche
como pensador filosófico. Landerreche menciona, además de a Jaspers, a Karl
Lowith. Ambos
son alemanes y
vivieron en la época del nazismo en Alemania. Lowith tuvo que emigrar porque
era judío y Jaspers estuvo a punto de ser internado en un campo de
concentración porque su esposa era judía.
O sea que tenían motivos para detestar a los
nazis, y por cierto que los detestaban. Pero no detestaban ni a Nietzsche ni a
su filosofía, y esto es lo desconcertante. No leen —dice Landerreche— en
Nietzsche la doctrina nazi; parecen no registrarla,
aunque en sus
análisis incluyen los textos que son bases doctrinarias del nazismo pero sin
identificarlas como tales. El liderazgo sin límites que propicia Nietzsche, la
obediencia total, la militarización de las empresas y por ende de la economía,
desprecio por el más débil propiciando su exterminio, instigación al suicidio
como manera de valorizar la vida que se plasma como conducta cotidiana en
"vive peligrosamente", etc., son emblemas del nazismo.
Aquí en la Argentina tenemos el caso de
Mónica Cragnolini, la mayor especialista en Nietzsche del país y refractaria al
nazismo. Cragnolini se asomó a mis críticas a Nietzsche y, sin profundizar en
ellas, las abandonó por considerarlas pueriles y mal documentadas (ver la
entrada del 24/12/11). Es como si Nietzsche, para ciertos intelectuales, fuera
una especie de santo al que hay que venerar y nunca replicar, y esto a pesar de
que él mismo veía con malos ojos la posibilidad de que la posteridad lo
considerara de ese modo (“tengo un miedo espantoso de que algún día se me
declare santo”, dijo en Ecce Homo).
No es que Cragnolini, Jasper o Lowith lo consideraran un santo, pero sí lo
consideraban un genio filosófico, lo cual es mucho peor que si lo consideraran
santo, porque el santo predica con el ejemplo, y como la vida de Nietzsche no
ha sido demasiado relevante, no habría gran peligro en imitar sus acciones. El
genio filosófico, en cambio, predica con la palabra, y como en esto de la
palabra Nietzsche sí era un verdadero maestro y, estilísticamente, podría
también decirse que fue un genio, si la gente intelectualmente respetable lo
cataloga de genio filosófico el alumnado que cae bajo el influjo de estos
profesores tenderá a coincidir con esta apreciación, y ¿qué otra cosa puede
salir de la boca de un genio filosófico sino grandes verdades, verdades
teóricas que sería deseable, por ser geniales, llevarlas al terreno de la
práctica? Ya tenemos entonces el camino despejado, nuevamente, para el
totalitarismo, el despotismo y la dictadura de la oligarquía. Después, ya con
el crimen consumado, Cragnolini me dirá que ni a ella ni a Nietzsche le cae
bien tal o cual dictador, lo cual tal vez resulte verdadero, pero no menos
verdadero será el hecho de que con su apoyo a las ideas nietzscheanas le habrán
allanado el camino.
Pero lo que es más
interesante, repito, es la indagación acerca de cómo a un pensador que por
regla general razona correctamente, cuando se le cruza por delante un personaje
como Nietzsche la lógica se le amotina, se le declara en huelga o hace mutis
por el foro y su mente pasa a ser gobernada por otras instancias más
primitivas, más trogloditas. Claro que ni Landerreche ni yo somos siquiatras ni
psicólogos, de modo que se nos hará difícil la explicación de tan enigmático
acontecimiento.
martes, 21 de noviembre de 2017
Esquizofrenia precoz en Nietzsche
El goce de dañar, ¿es diabólico, como dice Schopenhauer? [...] Todo
placer en sí mismo no es ni bueno ni malo; ¿de dónde vendría entonces la
distinción de que para complacerse a sí mismo no tiene uno derecho de disgustar
al otro?
Friedrich Nietzsche, Humano, demasiado humano, § 103
Lo tóxico enferma, y es lógico que
algo que es capaz de enfermar el espíritu sea el producto de un espíritu
enfermo. Esa es la teoría de Luisa Landerreche. Según esta socióloga, Nietzsche
habría comenzado a manifestar síntomas de esquizofrenia ni bien comenzada su
adolescencia, y si bien la etapa terminal de su enfermedad comenzó en 1899 con
aquel supuesto abrazo al caballo, la totalidad de su obra filosófica habría
sido concebida dentro del período prodrómico a la manifestación explícita de la
locura, que en el caso de la esquizofrenia es una etapa en la cual el paciente
manifiesta, por decirlo así, una locura diluida.
El discurso de Nietzsche, para
Landerreche, “connota y denota aspectos profundos de su enfermedad” (La evolución del pensamiento esquizofrénico
en Federico Nietzsche, 9º Congreso Virtual
de Psiquiatría. Interpsiquis, Febrero del 2008, disponible en internet). Cuatro
son los síntomas básicos que delatan el comienzo de la esquizofrenia:
La pérdida de la capacidad asociativa por la cual los procesos del
pensamiento devienen desordenados y desconectados.
El embrutecimiento afectivo o la afectividad plana, en la que la
respuesta emocional a los estímulos externos desaparece o es inapropiada.
El autismo progresivo y a partir del cual se desarrolla un pensamiento
peculiar y paulatinamente empobrecido con aislamiento del medio social.
La ambivalencia que implica tener pensamientos o sentimientos
contradictorios y simultáneos.
A estos indicios hay que agregar otros dos más lejanos: las
alucinaciones y las delusiones. Según Landerreche, todos estos síntomas
concurren tanto en la vida como en la obra de Nietzsche desde mucho antes del
colapso esquizofrénico, incluso desde su adolescencia.
La pérdida asociativa, se expresa en la escritura en forma de
aforismos, "desordenados y desconectados" [...]. Analizando la
secuencia de los aforismos, se comprueba lo que Lev Vigotzky estudió en el
pensamiento por complejos de los esquizofrénicos. El embrutecimiento afectivo
también es claro y manifiesto a través de sus biógrafos. El autismo también
está presente en su búsqueda de soledad y está claramente reconocido por todos
los biógrafos y exégetas. La ambivalencia, esto es tener pensamientos o
sentimientos contradictorios y simultáneos está aceptado por los que analizan
su obra[1]. Las
alucinaciones auditivas y visuales fueron descritas por sus biógrafos[2]
y las delusiones, que son creencias fijas en conflicto con la realidad y que el
paciente se obstina en justificar a través de interpretaciones de hechos y
palabras en forma persistente y obsesionada, están a lo largo de su
correspondencia y también en su obra y el caso emblemático es su obsesivo y
absurdo ataque contra Sócrates y Eurípides.
Todas sus ideas directrices están
teñidas de locura, pero por sobre todo la más asertiva:
El período en que escribe Así
hablaba Zarathustra expresa una identificación con un personaje, Zarathustra, con el que Nietzsche se reidentifica, pero expresando un
posible brote psicótico. [...] Esta nueva idea [la del
superhombre] debe localizarse, pues, en el invierno 1882-1883, el invierno en
el cual Nietzsche es presa de graves sufrimientos psíquicos, en quiebra con la
familia, atormentado por el resentimiento contra Lou y Rée y más aún en contra
de sí mismo: un invierno "en los umbrales del suicidio". Es en este
invierno cuando nace el superhombre.
Este coqueteo con la idea del suicidio
y su superación queda explícito en uno de sus fragmentos póstumos:
No quiero la vida de nuevo. ¿Cómo la soporté? Creando. ¿Qué es lo que
me hace soportar esta perspectiva? La visión del superhombre, que afirma la
vida. Yo mismo he intentado afirmarla – ¡Ay de mí! (La hora del gran desprecio:
fragmentos póstumos (Otoño, 1882-Verano, 1883), noviembre de 1882 – febrero de 1883, 4 (81)).
Alguien se preguntará si puede un
esquizofrénico en ciernes, que fantasea con el suicidio y que ataja una y otra
vez sus brotes psicóticos, razonar como razonaba Nietzsche cuando se lo
proponía. Sí, contesta Landerreche; no hay incompatibilidad entre la
esquizofrenia y el pensamiento acendrado. La mayoría de los textos que
Nietzsche nos ofrece
son perfectamente racionales [...]. La lógica occidental se reproduce en
ellos aun en el período avanzado de su enfermedad. Y acá nos marca la necesidad
de reflexionar si la enfermedad mental que identificamos con el nombre genérico
de “locura” necesita estar acompañada de falta de lógica. Habíamos dicho al
principio que la esquizofrenia es la enfermedad de la razón. Sin embargo,
podríamos afirmar que la lógica se mantiene en la esquizofrenia, aunque se
disminuye la capacidad de abstracción y la formación de conceptos. [...] Lo
último que pierde el esquizofrénico es la racionalidad.
Pero el esquizofrénico, en tanto que tal, no
es una persona cruel. La crueldad manifiesta de la filosofía nietzscheana no
debemos, pues, derivarla de su enfermedad:
Si bien la destrucción del yo y el aislamiento es característico de
cualquier esquizofrénico, y el suicidio y la violencia sobre otro se presentan
en muchos, no lo es la apología de la guerra como forma social, del suicidio ni
la destrucción del otro más débil, menos dotado, enfermo, o diferente. La
filosofía social de Nietzsche tiene dos anclajes: su esquizofrenia, por un
lado, y su historia personal, por el otro. Esta nos revela su crianza en una
cultura altamente represiva y autoritaria.
El gran problema fue que la crueldad hacia el
diferente ya estaba instalada dentro del ambiente cultural que Nietzsche mamó.
Después mamó también esto Hitler, que sufría, igual que Nietzsche, de
esquizofrenia y paranoia:
Los esquizofrénicos, al tener destruido su yo, exhiben plenamente ese yo
profundo, y expresan por lo tanto el instinto de conservación de la especie.
Carl Jung y Spielrein estudiaron a Nietzsche y sabían de su enfermedad. Jung
proclamó en los inicios del régimen nazi la superioridad aria, y siguiendo esta
línea de pensamiento, él y el régimen nazi habrán entendido que los textos de
Nietzsche eran la expresión del instinto de conservación de la especie aria y a
la vez la expresión de su superioridad. Si continuamos con esta reflexión,
podríamos aseverar que hay una fuerte relación entre la esquizofrenia y la
paranoia de Hitler, y a la vez la réplica de las patologías psíquicas en la
cultura, la filosofía, la ideología y el comportamiento [...] de una sociedad.
No eran solo Nietzsche y Hitler los
esquizofrénicos: gran parte de la población alemana, por no decir la mayoría,
padecían de esquizofrenia colectiva. De no haber sido así, la filosofía
nietzscheana que Hitler llevó la práctica no habría prendido, la semilla no
habría germinado. Pero germinó, porque el suelo era propicio.
La racionalidad extrema del régimen que Hitler construyó, ese desarrollo
técnico para los asesinatos masivos, esa planificación de la muerte en forma
técnicamente pautada, racional, nos encubre una forma de locura. La expresión
en términos políticos de un discurso esquizofrénico que replica la misma
cultura sobre la que se aplica la construcción política, muestra que hay
relación entre esa política y esa esquizofrenia y la cultura.
Un pueblo esquizofrénico y sádico engendró,
primero, a un pensador con estas mismas características, y al poco tiempo a un
político que llevó a la práctica las morbosas teorías que el pensador había
proyectado. Muchas personas tienen algo de sadismo y otras muchas algo de
esquizofrenia, pero cuidémonos de que no se produzca el maldito cóctel otra
vez, estemos en guardia para evitar que un pueblo sádico se torne
esquizofrénico, o que un pueblo esquizofrénico se torne sádico. Será esa la
mejor forma de impedir que nazca otro Nietzsche entre nosotros y después otro
Hitler que le cumpla sus profecías.
[2] “… A este período –comienzos
de 1869– remonta [...] la anotación de una alucinación, la única que conocemos
en forma inequívoca y directa. En uno de sus cuadernos, Nietzsche escribe: «Lo
que temo, no es la espantosa figura detrás de mi silla, sino su voz: y aun, no
las palabras, sino el tono horriblemente desarticulado e inhumano de esa
figura. ¡Si por lo menos hablara, como hablan los hombres!»” (Mazzino Montinari, Nietzsche, “La figura detrás de la
silla”).
lunes, 20 de noviembre de 2017
El vino nietzscheano
Leo a Nietzsche desde mi juventud y no hay muchos autores a los que haya
leído tanto, pero siempre tuve una relación ambivalente con él. Por un lado la
gran fascinación que ejerce, por el otro el horror que me produce. Para mí lo
fascinante de él siempre ha estado vinculado con lo horroroso que es.
Franz Hinkelammert, Solidaridad o
suicidio colectivo
El pasaje citado ayer es admirable. Es
admirable justamente porque va en contra de lo que suponemos era la ideología
de Nietzsche: el amor a la guerra y a la belicosidad. Ya he citado en otra
ocasión otro pasaje de Nietzsche (Aurora, III, 202) en el que da a entender que la compasión es un
sentimiento digno del hombre de altas miras, contrariamente a lo que ha
sostenido con mayor frecuencia. ¿Qué hacer entonces con Friedrich Nietzsche?
Todos en algún momento nos contradecimos, pero estas contradicciones son tan
palmarias que desconciertan ya demasiado, pues terminamos sin saber qué
intenciones escondía al cambiar sus objetivos tan radicalmente.
Carlos Vaz Ferreira,
reconociendo estas contradicciones, sugiere que tomemos como norma del
pensamiento nietzscheano la excepción y no la regla. La regla ya la conocemos,
el pensamiento ortodoxo y general de Nietzsche es terminante y es nefasto; pero
si dejamos por un momento de lado ese pensamiento y nos centramos en estas
pequeñas perlitas que aquí y allá se nos aparecen, la genialidad del alemán se
nos mostrará en todo su esplendor.
Según Vaz Ferreira,
existen en el pensamiento de Nietzsche, amén de las pequeñas, tres
contradicciones muy ostensibles. La primera que señala es la de vilipendiar lo
racional para luego valerse de la racionalidad de un modo contundente:
El socratismo, la razón y el libre pensamiento representan
para él un principio limitante y negativo; entre tanto, una de sus obras más
intensas, El Anticristo [...], vibra
de una obsesión: la obsesión de la verdad. La verdad antes que todo y en todos
los sentidos [...]. El Anticristo
está todo sentido dentro del socratismo, y si el socratismo simboliza la razón
y el libre pensamiento, Cristo es combatido en nombre de Sócrates (Tres filósofos de la vida, p. 28).
Después está la contradicción
entre su preferencia por lo dionisíaco y su posición en favor del amo y en
contra de los esclavos:
El principio dionisíaco, era, se manifestaba mucho más
intenso y profundo en los pretendidos esclavos que en los dominadores sociales,
y desde este punto de vista, por ejemplo, el cristianismo, sea cual sea nuestra
apreciación sobre él, fue un movimiento dionisíaco (ibíd., p. 28).
Por último señala Vaz
Ferreira la que a su juicio es la mayor contradicción nietzscheana:
La filosofía de Nietzsche representa por una parte el
acatamiento de la fuerza y del dominio, a tal punto que el dominio, la voluntad
de potencia, son para él criterio de superioridad, y por otra parte, la
filosofía de la historia de Nietzsche nos representa a los pretendidos superiores
dominados casi desde el principio por los pretendidos inferiores; la
insurrección de esclavos, representada primero por los principios búdico y
socrático y más tarde por el principio cristiano, es la que ha dominado la
historia. Los pretendidos superiores han sido los esclavos de hecho; los
pretendidos inferiores han sido, y son todavía, los amos; de aquí la
desesperación de Nietzsche en su intento de volver a intervertir los valores,
¿pero tiene derecho dentro de su doctrina, si el criterio es precisamente la
fuerza y si la fuerza ha dado el triunfo a esos pretendidos esclavos? Esta
contradicción hace estallar a mi juicio la sistematización nietzscheana (p.
29).
¿La sistematización nietzscheana? A criterio de Vaz Ferreira es
secundaria si lo que pretendemos es nutrir nuestros propios pensamientos a
partir del pensamiento ajeno. No son estas ideas centrales de Nietzsche sus más
afortunadas ideas; es en la periferia de su pensamiento en donde encontramos la
más jugosa pulpa.
Pero vayamos despacio. ¿Es
conveniente, para el alumno de filosofía, leer a Nietzsche? Vaz Ferreira
responde que sí, siempre y cuando se lo lea con los debidos reparos que él
aconseja.
Nietzsche es, tal vez, el pensador actualmente más mezclado
a nuestro pensamiento. Su nombre viene automáticamente a los labios y a la
pluma. Cuando se hace un libro, un discurso, cuando se discute, hay que hacer
un cierto esfuerzo para no citarlo. [...] Yo incluí algunas de sus obras en una
lista de lecturas que he recomendado la juventud. Se me ha manifestado
extrañeza y hasta se me ha pedido cuenta por ello (p. 23).
Es claro: recomendar la lectura de Nietzsche a la juventud sería
como recomendar la violencia y la sinrazón. Esto si suponemos que la juventud
es tan estúpida como para creerse a pie juntillas todo lo que se le da a leer.
Considero ingenua, casi infantil, esa idea corriente de que
los libros producen un efecto limitado y circunscripto en el sentido de las
mismas ideas que los informan y solo en ese sentido; que leer un libro
católico, hace católicos; que leer un libro liberal, hace liberales; que leer
un libro utilitario, hace utilitarios, etc. [...] El efecto de las lecturas es
mucho más complejo.
Es perfectamente lógico y natural que luego de leer un libro de
Nietzsche nos indignemos tanto que nos tornemos antinietzscheanos. Pero aunque
se suponga que esto no es posible, y que todo aquel joven que lee a Nietzsche
se volverá nietzscheano, “aun desde ese punto de vista timorato, conocer a
Nietzsche sin leerlo, lo que es fatal, será siempre peor que leerlo si se lo
lee como se debe”. Y aquí pasa a explicar Vaz Ferreira la que es, según cree,
la mejor manera de incorporárselo:
A algunos pensadores se los puede sintetizar mejor que a
otros: mejor a los sistemáticos que a los no sistemáticos, [...] mejor a los
fríos, razonadores, abstractos, que a los afectivos, literarios, cálidos [...].
Hay casos trágicos y el de Nietzsche lo es típicamente porque lo bueno de él no
es resumible y lo malo lo es, y muy fácilmente. Y debido a la forma en que Nietzsche
es resumido, los más no lo leen y los que lo leen van a buscar lo que menos
vale en él.
Y lo que menos vale en el pensamiento de Nietzsche —ya lo
anticipamos— es el sistema:
Podemos distinguir en Nietzsche dos partes: una
sistematizada y otra no sistematizada. [...] Ahora bien, lo sistematizado, esto
es, lo que se conoce generalmente como filosofía de Nietzsche, vale, en rigor,
muy poco de verdad, como originalidad, como coherencia, y también en cuanto a
valor moral; en cambio, la parte no sistematizada contiene riqueza y fecundidad
casi incomparables. Y como lo resumible, y lo que se expone, se cita y se
discute es lo sistematizado, se han seguido de aquí para el mismo pensador
[...] errores y males.
Al mejor Nietzsche —repito— no se lo conoce; mientras
que el peor y secundario, es el que se expone, se discute, se cita, y el que se
ha popularizado y traducido en efectos prácticos, y el de usos religiosos,
sociales, guerreros.
Anticipo mis conclusiones: supongamos un fabricante
de levadura que hubiese sabido producirla en una calidad superior, casi única y
que al mismo tiempo con esa levadura hubiera querido hacer vino y le hubiera
salido malo, agrio, tóxico. De él deberíamos utilizar la levadura fecundísima
para hacer cada uno vino a nuestro modo. El que él fabricó es secundario.
[...]
Lo que quiero decir [...] es que la mejor actitud
hacia Nietzsche es dejar de lado en él lo sistematizado, esto es, las que
corren como ideas de Nietzsche, y estudiar y aprovechar el resto: la levadura
para pensar (pp. 25-6).
Excelentes conclusiones que comparto plenamente. Yo mismo
me he valido, en reiteradas ocasiones, de esta levadura fecundísima para confeccionar mis pócimas, pero jamás me he tragado sino
muy a disgusto el vino nietzscheano, el más tóxico de todos los vinos que ha
producido la filosofía de occidente[1].
[1] La mayor toxicidad de la
filosofía nietzscheana está en su manifiesto sadismo y en su belicismo, y estas
características, según Luisa Landerreche, las toma Nietzsche, al menos en
parte, de Hegel: “Para Hegel la esencia humana radica en la muerte libremente
aceptada [...]. Cuando más adelante veamos en Nietzsche la apología de la
violencia, de la destrucción del otro y del estado de felicidad en que se
encuentran los hombres cuando se desata una guerra porque les da la oportunidad
de morir, podremos observar que esas ideas no son originales de Nietzsche, sino
que han calado profundamente en él esas ideas Hegelianas. Cuando las veamos
puestas en práctica por el régimen nazi, veremos que el campo de difusión de
las ideas nazis es mucho mayor que la superficie de la nación alemana” (La cultura prenazi, p. 49).
domingo, 19 de noviembre de 2017
Nietzsche pacifista
Friedrich Nietzsche, el adalid de la
violencia, ha sido capaz de escribir, en 1880, este párrafo no tan citado:
Ningún
gobierno reconoce hoy que mantiene su ejército para satisfacer sus ansias de
conquista, cuando se presente la ocasión. Por el contrario, el ejército debe
estar al servicio de la defensa nacional, y para justificarlo, se apela a una
moral que permite la legítima defensa. Del mismo modo, cada Estado se apropia
la moral y juzga inmoral al Estado vecino, dando por supuesto que este está
dispuesto al ataque y a la conquista, lo que justifica que el primero haya de
procurarse medios de defensa. Además se acusa al otro Estado —que al igual que
el nuestro niega la intención de atacar y señala que sólo mantiene su ejército
por razones de defensa— de ser un criminal hipócrita y taimado, pues querría
lanzarse, sin lucha alguna, sobre una víctima inofensiva y sin entrenar. En
estas condiciones se encuentran hoy todos los Estados entre sí; atribuyen al
vecino malas intenciones y se reservan las buenas para sí. Pero esto es algo
inhumano e incluso en un sentido tan nefasto y peor aún que la guerra;
constituye ya una provocación y un motivo de guerra, pues, al considerar
inmoral al vecino, se justifican y fomentan sentimientos bélicos. Hemos de
rechazar la doctrina del ejército como medio de defensa de un modo tan
categórico como la doctrina de las ansias de conquista. Y llegará un día
solemne en que un pueblo distinguido en la guerra y en la victoria por el más
alto desarrollo de la disciplina y de la estrategia militar, habituado a los
mayores sacrificios en este terreno, exclamará libremente: «¡Nosotros rompemos
la espada!» y destruirá entonces toda su organización militar hasta en sus
cimientos. Hacerse inofensivo, siendo temible, a impulsos de sentimientos
elevados, constituye el medio de llegar a la verdadera paz, la cual debe
basarse siempre en una disposición de ánimo apacible, mientras que lo que
llamamos paz armada, tal como se practica hoy en todos los países, responde a
un sentimiento de discordia, a una falta de confianza mutua e impide deponer
las anuas por odio o por miedo. ¡Antes morir que odiar y temer, y antes morir
dos veces que hacerse odiado y temido!, deberá ser un día la máxima principal
de toda sociedad establecida. Sabemos que a los representantes liberales del
pueblo les falta tiempo para reflexionar sobre la naturaleza del hombre; de lo
contrario, sabrían que actúan inútilmente al predicar «una disminución gradual
de los gastos militares». Al contrario, solo cuando esa especie de miseria
llegue a su punto máximo, estará cerca el remedio capaz de conseguir lo que he
dicho. El árbol de la gloria militar no podrá ser destruido más que de una vez
por un solo rayo, y el rayo, como sabemos, viene de las alturas (El viajero y su sombra, § 279).
Muchos
se sorprenderán, y yo con ellos, de que Nietzsche rechace aquí “la doctrina de
las ansias de conquista” y de que considere a la guerra como algo inhumano y
nefasto. Busca el desarme internacional, el anhelo del pacifismo en su más pura
expresión. ¿Debemos suponer entonces que era Nietzsche un pacifista? No lo sé.
Lo único que sé es que Nietzsche, en ciertas ocasiones, se contradecía[1].
[1] Para quien abrigue alguna duda respecto del
carácter sádico—belicista de la filosofía de Nietzsche, ahí están todas las
citas que transcribí en el 2009, en las varias entradas que relacionan la
filosofía de Nietzsche con el nazismo. Y si estas se consideran escasas, agrego
ahora otras tantas, tomadas de dos de sus más emblemáticos libros. Léanse, de La ciencia jovial, los parágrafos 13,
26, 32, 338 y 377, y de Humano, demasiado
humano, los parágrafos 103, 241, 246 y 476. Se podría suponer que Nietzsche
tuvo una etapa pacifista y que luego se volvió belicista, o a la inversa, pero
esta hipótesis queda bastante deteriorada cuando consultamos las fechas en que
fueron escritos todos estos parágrafos. Las acotaciones belicosas de La ciencia jovial datan de 1882, las pacifistas de El viajero y su sombra datan de 1880 y las belicistas de Humano, demasiado humano datan de 1878.
O sea que Nietzsche pasaba del belicismo al pacifismo intermitentemente, en
períodos bienales. No es imposible que una persona incurra en estos vaivenes
ideológicos, pero si esa persona es un intelectual reconocido la cosa se torna
curiosa. El mote de intelectual ya parece no encajar, y el reconocimiento
parece inmerecido.
viernes, 27 de octubre de 2017
La multiprocesada
Cristina Fernández de Kirchner resultó
electa senadora nacional este domingo, cargo que ya había ocupado. Era senadora
en el 2001 cuando escribió una carta dirigida al presidente de la Cámara. En la
misiva se lee lo siguiente:
Incorporar
a un ciudadano [al Senado] con múltiples procesos [judiciales], todos ellos con
motivo del ejercicio de la función pública [...] agregaría un escándalo difícil
de superar y heriría de muerte las posibilidades de reconciliar a la
institución con la sociedad (carta fechada el 14/12/1, citada en la edición
electrónica del diario La Nación del
día 19/7/17).
Ahora es ella
la que en pocos días se incorporará al Senado, y es ella también la que
atraviesa múltiples procesos judiciales (tres procesamientos —la causa
denominada “Dólar futuro”, otro procesamiento por asociación ilícita en el
manejo de los fondos públicos y un tercer procesamiento por la causa “Los
Sauces”— y tres imputaciones y pedidos de indagatoria —la causa “Hotesur”, la
causa denominada popularmente “La ruta del dinero K”, y una causa por traición
a la Patria relacionada con el atentado a la AMIA—). El único atenuante que yo
encuentro a esta contradicción entre lo que dijo y lo que hace radica en el
tiempo transcurrido desde la redacción de la carta. En dieciséis años uno puede
cambiar sus puntos de vista. “No voy para estatua”, decía Unamuno. O tal vez ha
sucedido que ya el Senado está tan desprestigiado que no cambia nada, no le
hace mella, que una multiprocesada forme parte de sus filas.
viernes, 20 de octubre de 2017
Dos años de Macri Presidente
Un buen día para escribir un par de
párrafos acerca del gobierno que encabeza Mauricio Macri. Mauricio se ha
enamorado, como se enamorara Carlitos, como se enamorara Cristina, del dólar
barato. Si sigue así, terminará su gobierno como lo terminó Carlitos y como lo
terminó Cristina. El dólar barato y controlado es una tentación, sobre todo en
casos en que la inflación está desmadrada; pero es un arma de doble filo, y a
la larga te sale el tiro por la culata (ver anotaciones del 21/2/16). Por otra
parte, el déficit fiscal que heredó de Cristina sigue igual, si es que no ha crecido.
Cristina lo financiaba emitiendo moneda; Mauricio, pidiendo préstamos a la
banca mundial. Nos está endeudando a nosotros y a todos nuestros descendientes.
Pero no quiero ser demasiado duro con
este gobierno, que apenas lleva un par de años de rodaje. A los Kirchner los
critiqué por primera vez después de nueve años de haber comenzado sus tropelías
(ver anotaciones del 31/3/12); le daré entonces a Mauricio, para ser
equitativo, unos cuantos años más de gracia para que rectifique su política
económica y, olvidando los préstamos y dejando que el dólar trepe hacia su
nivel natural, reacomode el aparato productivo del país para que este vuelva a
generar riqueza. Que después esa riqueza se distribuya equitativamente será un
desafío, pero primero hay que generarla, porque actualmente no hay mucho para
distribuir.
lunes, 9 de octubre de 2017
Darwinismo social
La práctica de lo que es éticamente mejor —lo que llamamos
bondad o virtud— consiste en una línea de conducta que, en todos los aspectos,
se opone a lo que conduce al éxito en la lucha cósmica por la existencia.
Thomas
Huxley, Evolución y ética
Muchas sociedades animales, al caer
enfermo alguno de sus integrantes, lo abandonan a su suerte. No se ocupan de
sus necesidades y lo marginan para que no estorbe al resto. A esto algunos
llaman evolución, porque descartando a los débiles, la especie, la raza o lo
que sea se purifica y fortalece. Es esta la idea central de lo que se ha
llamado darwinismo social, a la cabeza del cual se encontraba el pensador
inglés Herbert Spencer, quien en 1884 escribía cosas como esta:
El mandamiento: comerás
el pan con el sudor de tu frente es sencillamente una enunciación
cristiana de una ley universal de la Naturaleza, y a la que debe la vida su
progreso. Por esta ley, una criatura incapaz de bastarse a sí misma debe
perecer (El hombre contra el Estado,
capítulo intitulado “La esclavitud futura”).
Thomas
Huxley --apodado el bulldog de Darwin-- decía que esta táctica puede funcionar
en el reino puramente animal, pero en el reino humano es contraproducente.
Nuestra ética no solo no se rige por este patrón, sino que debe funcionar
exactamente al revés: darwinismo social invertido. Y para quienes descrean de
la conveniencia de adoptar esta estrategia evolutiva, tenemos el ejemplo de los
hermanos James, William y Henry. Henry quedó prematuramente incapacitado por
una lesión en la espalda, y debido a esa incapacidad no se alistó como
combatiente en la guerra civil norteamericana. William tampoco se alistó, pero
su incapacidad era de orden psicológico: padecía recurrentes crisis nerviosas.
El uno, semiinválido; el otro, semiloco. En una sociedad en donde imperara el
darwinismo social, estos dos hermanos habrían sido descartados o suprimidos. No
ocurrió eso, sin embargo. Fueron aceptados entre los suyos con amor y
solidaridad, y sus dolencias fueron en parte reparadas. Si Norteamérica los
hubiese desechado como enfermos e inservibles, se habría privado ese país de
uno de sus mejores novelistas y de su más insigne pensador. Adelantaron Henry y
William la evolución de su sociedad de manera notable. Thomas Huxley tenía
razón: no conviene desechar a los enfermos y a los tullidos.
Como corolario agrego el dato de que
los otros dos hermanos James, Garth Wilkinson y Robertson, que sí se alistaron
del lado de la Unión en la guerra civil norteamericana, “volvieron gravemente
afectados” de su experiencia bélica, y “el resto de sus días fueron hombres
tristes e incapaces” (Jacques Barzun, Un
paseo con William James, p. 18), con lo que podemos colegir que si Henry y
William no hubiesen padecido estos trastornos y hubiesen combatido, habrían
regresado —si es que regresaban— posiblemente en un estado tal que les habría
impedido concretar sus potencialidades literarias tal como en efecto lo
hicieron. Las moralejas, pues, son dos: por el bien de nuestra cultura debemos
ser compasivos con los enfermos y los lisiados, y también debemos evitar que
los jóvenes potencialmente valiosos tomen la iniciativa de alistarse en el
ejército[1].
[1] Otro de los pensadores que, junto con Thomas
Huxley, se percató rápidamente de la inconveniencia de propagar el darwinismo
social como norma para el progreso de la especie humana, fue el ruso Kropotkin.
Su hipótesis, avalada con innumerables ejemplos tomados de la zoología, es la
siguiente: “Aun reconociendo enteramente que la
fuerza, la velocidad, la coloración protectora, la astucia y la resistencia al
frío y hambre, mencionadas por Darwin y Wallace, realmente constituyen
cualidades que hacen al individuo o a las especies más aptos en algunas circunstancias,
nosotros, junto con esto, afirmamos que la sociabilidad es la ventaja más
grande en la lucha por la existencia en todas las circunstancias naturales,
sean cuales fueran. […] Aquellas comunidades que encierran la mayor
cantidad de miembros que simpatizan entre sí, florecerán mejor y dejarán mayor
cantidad de descendientes” (El apoyo mutuo,
cap. II).
lunes, 2 de octubre de 2017
La lujuria según Miguel de Unamuno
Releo un ensayo de Unamuno titulado
“Sobre la lujuria” (incluido en su libro Mi
religión y otros ensayos breves), y lo releo ahora porque mi lujuria,
frisando el medio siglo de existencia, no parece dar el brazo a torcer.
“El desarrollo de la sensualidad
sexual y el acorchamiento de la vida del espíritu van de par” dice don Miguel y
yo coincido. Las preocupaciones de índole sexual son incompatibles con las de
orden espiritual. Pero aquí termina la concordancia, porque para Unamuno no es
esta una cuestión de momentos, sino de temperamento y caracterología. “La
obsesión sexual en un individuo —dice— delata más que una mayor vitalidad, una
menor espiritualidad”. No es que en el arrebato sexual las preocupaciones
espirituales queden rezagadas: el individuo fuertemente sexuado y libidinoso es, en todo momento, un individuo
espiritualmente fláccido. El hombre con fuerte libido no suele guiar su
conducta por valores nunca, ni
siquiera cuando su libido es obturada, y además es por regla general bastante
tonto: “Los hombres mujeriegos son de ordinario de una mentalidad muy baja y
libres de inquietudes espirituales. Su inteligencia suele estar en el orden de
la inteligencia del carnero, animal fuertemente sexualizado, pero de una
estupidez notable”. La extrapolación hacia el reino animal tiene colorido pero
rango científico no creo. Por de pronto se puede contraargumentar que los
bonobos constituyen una de las especies más inteligentes del reino animal,
incluso entre los mismos primates, y su sexualidad es desbordante. Habría que
realizar estudios —o recabar información si los estudios ya se han hecho— que
analicen qué tipo de sexualidad poseen los individuos con alto coeficiente
intelectual, pero me atrevo a decir que no encontraremos una relación directa
tan marcada entre inteligencia y frigidez como la que Unamuno sugiere[1]. “Los lujuriosos que conozco
—continúa— se distinguen por una notable vulgaridad de pensamiento y de
sentimiento”. Me parece que Unamuno confunde aquí dos palabras que no son
sinónimas. Habla de los “lujuriosos” cuando debería hablar, como correctamente
lo hace en la cita anterior, de “mujeriegos”. Si trocara estas palabras yo
estaría de acuerdo con el aserto, pues los mujeriegos que he conocido, vale
decir, las personas que he conocido que tenían una natural facilidad para
levantar señoras o señoritas, me han resultado en casi todos los casos bastante
vulgares espiritual y en especial intelectualmente. ¿Y por qué son así? Porque
entrenan para ello: “El hombre que se entrega a perseguir mujeres acaba por
entontecerse. Las artes de que tiene que valerse son artes de tontería”. Pero
¿quién le dijo a Unamuno que todos los lujuriosos son mujeriegos? Los hay
homosexuales, desde luego, pero también están los tímidos que tiemblan como una
hoja al viento cuando se les acerca una mujer bonita y no encuentran el modo de
abordarla pese a que sienten unos deseos incandescentes de poseerla. Y son
estos lujuriosos reprimidos, que nada tienen de mujeriegos, los que yo niego
que sean tan estúpidos como suelen serlo los discípulos de Juan Tenorio. Sin
duda que cuando uno es presa de la lujuria, en
ese instante, uno se torna estúpido y esquivo a los valores, pero la
lujuria tiene la propiedad de apagarse muy fácilmente, y cuando esto sucede la
inteligencia y la espiritualidad toda reaparecen, asoman de nuevo su cabeza y
festejan el alejamiento de ese estado tan placentero como indecoroso —e
indecoroso por ser carnalmente placentero—. Según Unamuno, esto es una quimera:
el lujurioso es estúpido siempre, cuando es presa de su lujuria y cuando no
también. Yo no puedo concordar con esto.
Más abajo afirma que “es sensible la
enorme cantidad de energía espiritual que se derrocha y desperdicia en
perseguir la satisfacción del deseo carnal”. Lo que se desperdicia en la
persecución del deseo carnal no es energía, sino tiempo. Por eso el deseo
carnal, si aparece, conviene satisfacerlo al instante para que no nos moleste.
Como decía Oscar Wilde: “La única manera de
librarse de la tentación es ceder ante ella”. Alguna energía desperdiciaremos,
lo admito, pero no será energía espiritual; la conversión no es tan sencilla
(ver la entrada del 26/1/10). El auténtico costado oscuro de la lujuria, amén
de las violaciones, los abusos de todo tipo y las relaciones no consentidas, es
el tiempo que uno le dedica. Si nos insume poco tiempo, podremos ser la mar de
lujuriosos y, a la vez, o en paralelo, nobles, espirituales e inteligentes personas.
[1] William Sheldon parece
contradecir a Unamuno. Dice que el coeficiente de inteligencia es por lo
general más alto en los individuos predominantemente ectomórficos que en otros
somatotipos, y a su vez afirma que estos individuos presentan una sexualidad
"elevada" (cf. Las variedades
del temperamento, pp. 346-7, tabla 15).
lunes, 4 de septiembre de 2017
El amigo de todos
Hoy cumple cincuenta años, subió cincuenta peldaños
un amigo que el destino me ofreció de carambola.
Es un hombre extraordinario, un actor cuyo escenario
es bien multitudinario; vive en una batahola.
Yo soy bien introvertido, paso desapercibido
por casi todo recinto; esa es mi forma de ser.
Es un hombre extraordinario, un actor cuyo escenario
es bien multitudinario; vive en una batahola.
Yo soy bien introvertido, paso desapercibido
por casi todo recinto; esa es mi forma de ser.
Con Adrián es lo contrario: nunca vive
solitario,
tiene un talento palmario para dejarse querer.
Todo ser, a su contacto, acusa siempre el impacto,
como si una flecha roma le abollara el corazón.
Es un cupido curioso: tiene el don maravilloso
de unir en trance amistoso, a todos, sin distinción.
tiene un talento palmario para dejarse querer.
Todo ser, a su contacto, acusa siempre el impacto,
como si una flecha roma le abollara el corazón.
Es un cupido curioso: tiene el don maravilloso
de unir en trance amistoso, a todos, sin distinción.
Hoy , Adrián, yo te regalo este poema tan malo
porque no me dio la gana de obsequiarte un pantalón.
Tu amistad es un tesoro y por eso yo te imploro
¡que no sufra deterioro y que no encuentre oposición!
sábado, 1 de julio de 2017
La vivacidad francesa
Lo que de los franceses
me dice usted confirma mi antipatía hacia ellos. Ese pueblo avaro, bon vivant, lleno de bon sens, me apesta.
Miguel de Unamuno, carta a Pedro Jiménez Ilundáin, 13/5/1902
Alegres no pueden vivir más que
los santos o los imbéciles.
Miguel de
Unamuno, "Sarta sin cuerda"
Se
enorgullece Guyau de que su Francia sea la nación más irreligiosa de Occidente,
de que cultive en alto grado no la mitología y la superstición, sino los
ideales griegos del arte y la ciencia. Y ante la crítica que afirma que al
perder religiosidad el pueblo francés gana en superficialidad y alegría boba,
como la de esos perros que menean la cola sin cesar todo el tiempo sin un
motivo específico que los incite a ello, ante tal crítica despacha Guyau esta
defensa del espíritu festivo de sus coterráneos:
Si la alegría
francesa es una de nuestras debilidades, también es uno de los principios de
nuestra fuerza nacional [...]. La verdadera y bella alegría, no es otra cosa
que la grandeza de corazón unida a la vivacidad de espíritu: el corazón se
siente bastante fuerte, bastante alegre para no tomar los acontecimientos por
su lado miserable y doloroso [...]. Dicha alegría no es sino una de las formas
de la esperanza. Los pensamientos que “vienen del corazón”, los grandes
pensamientos, son casi siempre los más sonrientes (La irreligión del porvenir, p. 214).
Yo no voy a negar
que las personas inteligentes puedan llegar a ser alegres, y hasta me puse en
contra de Deleuze cuando afirmaba que la filosofía entristece (véase la entrada
del 12/9/16). Pero lo cierto es que la alegría debe tener sus dosis, y que un
pueblo que pretenda, como el antedicho perro, vivir en alegría perpetua, que
haga de los estados de alegría su finalidad primera, es un pueblo que
degenerará más tarde o más temprano entre una vorágine de sensualidad, puesto
que los placeres de la carne constituyen la manera más rápida y más sencilla de
ponernos alegres. No es esta —lo admito— la alegría que alaba Guyau y que
encuentra preponderante en los franceses cultos; pero Francia, abandonando sus
preocupaciones religiosas, está cada vez más cerca de idolatrar ahora, en lugar
de a un dios, al placer y a la alegría en todas sus formas, y los intelectuales
franceses, por mucho que refinen sus propias alegrías, no podrán ya refinar las
toscas alegrías de un pueblo que renuncia no a los valores pero si a la cúpula
de estos, quedando entonces las virtudes humanas como desnudas y descabezadas.
Y hay
otra cosa, y es que confundimos frecuentemente la alegría con la vivacidad.
Estar alegres no es malo, y hasta es un signo de que vamos por el buen camino,
siempre que la alegría no provenga, como se ha dicho, del deleite sensual. Pero
me temo que los franceses —al menos los franceses de este último siglo y del
anterior— no conforman un pueblo alegre sino un pueblo vivaz, y entre la
vivacidad y la sana alegría existe un abismo. La vivacidad es un estado exterior,
es la cualidad que da forma a lo que consideramos una persona divertida; la
alegría, en cambio, es un estado interior. El problema para los franceses en
general y para la intelectualidad francesa en particular, estriba en que la
cualidad de ser divertido estar reñida con la especulación concienzuda. Ya he
citado la opinión de Charles Peirce: “Para ser profundo es requisito ser aburrido”. Dice “aburrido”, no triste, porque se puede ser
perfectamente aburrido para los demás y estar inmerso en un estado de beatífica
alegría. El pueblo francés, si confirma su derrotero hacia la irreligiosidad,
se encontrará en lo futuro en la situación contraria: será muy divertido por
fuera, pero una superficialidad gris y una tristeza enorme lo inundará por
dentro. Algo así como la figura tan manida del payaso depresivo, personificada
tan fielmente, para dar un ejemplo reciente, por Robin Williams. Por de pronto,
este exceso de vivacidad ya se viene notando desde hace años en la producción
filosófica francesa, que no ha parido un pensador profundo desde la época de
Poincaré.
domingo, 25 de junio de 2017
Una ética sin obligación ni sanción
El amor
es superior al respeto, y en este sentido, la moral cristiana es superior a la
kantiana. El punto flaco del cristianismo, según Guyau, es la idea de que Dios
nos castigará si no cumplimos con sus mandatos. El amor a Dios, en el
cristianismo,
está siempre
mezclado de un sentimiento que lo falsea, el temor [...] “El temor de Dios”
desempeña un papel importante en la idea de sanción o de justicia celeste que
es esencial en el cristianismo, y que se llega a oponer bruscamente al
sentimiento del amor, y a veces lo paraliza (Jean-Marie Guyau, La irreligión del porvenir, p. 159).
La moral
cristiana, que por un lado es amor, por el otro es temor de que Dios nos
castigue, nos sancione por las faltas cometidas, y cuando el amor muta en miedo
o se esconde tras él, todo se echa a perder. La sanción, afirma Guyau,
es una forma
particular de la idea de providencia [...]. La idea de providencia, conforme se
desarrolla, se convierte por esto en la de una justicia distributiva, y esta no puede ser activa sin la idea de sanción. Esta última idea ha parecido
hasta aquí una de las más esenciales de la moral. Parece, en primer término,
que en ella coinciden la religión y la moral (ibíd., p. 159-60).
Parece que coinciden, y en efecto coinciden en ello todas las doctrinas
morales religiosas y seculares que no han sabido captar la total independencia
que la ética presenta respecto de la idea de justicia, idea que la complementa
en la mayoría de los sistemas morales que se han implementado hasta el
presente, pero que no es un complemento necesario e inherente a la ética misma,
que puede muy bien persistir y desarrollarse sin él.
Nosotros hemos demostrado en un trabajo
precedente que las ideas de sanción propiamente dicha y de penalidad, no tienen
nada de verdaderamente moral; que, lejos de esto, tienen más bien un carácter
inmoral e irracional (p. 160).
Yo he leído hace
ya muchos años este “trabajo precedente”, el Esbozo de una moral sin obligación ni sanción, y he quedado
maravillado con su idea central, que es esta de la no injerencia de la sanción
dentro de la ética. Con esta idea caen por tierra tanto las morales religiosas
que incitan a ser buenos a sus fieles para que Dios los recompense y no los
castigue, como las morales seculares que provocan idénticas sensaciones en
quienes las adoptan, solo que la recompensa, en lugar del cielo, es el buen
pasar aquí en la tierra, la cobardía del que no molesta para que no lo molesten
(Nietzsche), y el castigo, en lugar del infierno, es la condena social o el
presidio. Si los móviles de la ética son estos y no los valores, con la bondad
(el amor) a la cabeza, si no dejamos de actuar por miedo a la sanción o por
ansias de tranquilidad y de placeres futuros, el mundo seguirá chorreando
sangre y amargura como hasta el presente. La obligación y la sanción deben
desaparecer de la ética, y la idea de Justicia, divina o humana, debe ser
sepultada —o mejor cremada, para evitar lo más posible su resurrección— si el
anhelo es evolucionar espiritualmente como seres individuales y como sociedad.
La única sanción para el que cree
haber violado la ley moral
[...] debe ser la de volverla a ver siempre delante de él, como Hércules veía
sin cesar levantarse de entre sus brazos al gigante que creía haber aniquilado
para siempre. Ser eterno es, para aquellos que lo violan, la única venganza
posible del Bien (ibíd., p. 160).
sábado, 24 de junio de 2017
El respeto y el amor en la ética de Guyau
Los dos
elementos principales y estables de la moral religiosa —dice Guyau— son el
respeto y el amor. Y estos dos elementos también están presentes en las morales
seculares. Kant, por ejemplo, los incluye en su sistema, aunque para él lo
principal es el respeto. La ley moral, dice Kant, es una ley de respeto y no de
amor. “Si dicha ley fuera de amor, no se podría imponer a todos los seres
razonables. Yo puedo exigir que me respetéis, pero no que me améis” (La irreligión del porvenir, p. 158).
Pero es justamente por eso, porque no se puede exigir, porque no es
obligatorio, justamente por eso el amor es el fruto primero y mejor de toda
moral saludable, sea secular o religiosa. “Ama, y haz lo que quieras” (San
Agustín), porque amando, todo lo que hagas será bueno. Si dijésemos, en cambio,
“respeta, y haz lo que quieras”, no estamos tan convencidos de que quien se
guíe por este precepto actúe siempre buenamente.
El respeto no es más que el comienzo de la
moral ideal. En el respeto, el alma se siente restringida, comprimida, incómoda.
[...] Hay otro sentimiento [...] más puro todavía que el respeto, y es el amor
[...]. El amor es superior al respeto, no porque lo suprima, sino porque lo
completa. El amor verdadero no puede dejar de darse a sí mismo la forma de
respeto [...] El respeto es una especie de represión, el amor es un arrebato.
[...] No reprocharemos, pues, al cristianismo el haber visto en el amor el
principio mismo de toda relación entre los seres razonables (Guyau, ibíd., p.
158-9).
lunes, 19 de junio de 2017
El antidogmatismo de Guyau
“Toda
doctrina, por muy moral y elevada que sea, nos parece hoy que cesa de serlo y
que se degrada desde el momento que pretende imponerse al pensamiento como un dogma” (Jean-Marie Guyau, La irreligión del porvenir, p. 136). Sin
embargo, en la página anterior había afirmado que “no hay persona alguna
ilustrada que no se ría al tratar del diablo”, o sea que Guyau considera una
verdad incontestable, un dogma, la no existencia del demonio, puesto que se ríe
de los que creen en él, pero a la vez entiende que los dogmas impuestos a
nuestro pensamiento son degradantes… ¿Por qué no se decide? Porque los que a
Guyau le disgustan son los dogmas religiosos;
a los dogmas de otra índole parece tolerarlos bastante bien. Pero este de la
inexistencia de Satán, ¿no es un dogma religioso? En cierto sentido sí;
entonces ya no sé qué pensar del zigzagueante antidogmatismo de nuestro Juan
María.
sábado, 10 de junio de 2017
Guyau vs Schweitzer
Nos
cuenta Guyau una divertida anécdota que pretende dejarnos una enseñanza:
Es conocida la historia de aquel brahmán
que hablaba de su religión delante de un europeo, y, entre otros dogmas, del
respeto escrupuloso que se debe a los animales: la fe, decía, no solo prohíbe
hacer daño voluntariamente al más insignificante de ellos, sino que nos ordena
andar mirando a nuestros pies, hasta desviarnos, si es necesario, para no
aplastar a una inocente hormiga. El europeo, sin preocuparse de refutar su fe
ingenua, puso en sus manos un microscopio; el sacerdote miró a través del
instrumento. En todos los objetos que le rodeaban, [...] vio agitarse y pulular
multitud de animalillos cuya existencia ignoraba [...]. Lleno de estupefacción,
devolvió el instrumento al europeo, el cual le dijo: “Os lo regalo”. Entonces
el sacerdote, con un movimiento de alegría, tomó el microscopio, lo estrelló
contra el suelo y se fue satisfecho, como si con el mismo golpe hubiera negado
la verdad y salvado la fe (La irreligión
del porvenir, p. 119).
La enseñanza
vendría a ser la siguiente: todos los dogmas religiosos no son más que patrañas
que pueden desenmascararse a través de la ciencia. El problema es que aquí se
ha metido Guyau con el dogma central de las religiones orientales, que era
también la sentencia preferida de Albert Schweitzer: el respeto —o la
reverencia— por la vida. Dice o parece decir Guyau que este dogma es imposible
de cumplir y que por lo tanto es falso. No acierta a comprender que los
preceptos éticos más encumbrados, si no pueden cumplirse a rajatabla, no es
porque sean falsos, sino porque son de aplicación infinita. Son utópicos, en el
sentido que le daba a la utopía Eduardo Galeano:
Ella está en el horizonte. Me acerco dos
pasos, ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se corre diez
pasos más allá. Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré. ¿Para qué sirve la
utopía? Para eso sirve: para caminar (Usélo y tírelo, última página).
Yo no
puedo cumplir el precepto de no dañar nunca a ninguna criatura viviente, pero
ese precepto puede llegar a regir mi vida, de modo que anteponiéndolo a
cualquier otro, me sirva para dirigir mis pasos hacia donde la ética, y no mi
bienestar personal, quiera llevarme. Desde luego que, al caminar, quebrantaré
este precepto una y otra vez, pero esa circunstancia no me llevará a negarlo.
No destruiré el microscopio como el brahmán, pero le haré saber al científico
que hay una diferencia abismal entre un microbio y una rana de laboratorio, y
que si yo, porque no tengo otro remedio, voy por la vida asesinando a millones
de bacterias diariamente, no por eso voy a causar voluntariamente sufrimientos
a un animal mucho más sensible con la excusa del progreso de la ciencia. El
precepto ético, el dogma ético si se quiere, me marca el rumbo y yo lo sigo. Al
soberbio científico, con su soberbio microscopio entre las manos, vaya a
saberse qué lo guía.