Páginas

miércoles, 25 de diciembre de 2019

Diferentes estados de ánimo ante la corrección y revisión de un libro


Pessoa, nos comenta una especialista en la obra del portugués,

concibe la labor de corrección y reescritura como un padecimiento, y así lo expresa reiteradamente: “vou fazendo e refazendo. A tortura disto, misturada com a de estar doente e outros ingredientes de mal-estar psíquico forma um composto espiritual muito pouco favorecedor e apressador de trabalho” (Liliana Swiderski, “La creación del lector en Fernando Pessoa”, artículo disponible en internet).

A mí, por el contrario, las correcciones y reescrituras me divierten y me apasionan. Soy como un repostero que, una vez hecha la torta, se toma su tiempo —tal vez un tiempo mayor que el que le demandó hacerla— para decorarla y colorearla, y la decora y colorea con alegría.

martes, 24 de diciembre de 2019

Montaigne y las enmiendas a lo ya escrito


Esto de retocar y retocar mi libro sobre Pessoa pareciera entrar en contradicción con un principio levantado por Montaigne y al que yo suscribo: "Yo añado siempre, pero no enmiendo nunca . Y no retoco jamás, si no es de mala gana, lo que ya antaño consignara" (Ensayos, III, IX). Lo que quiere dar a entender Montaigne es que no retoca sus opiniones, sus ideas pretéritas, sino que las complementa a posteriori, añadiéndole otras. No habla aquí de los retoques meramente estéticos, que son los que yo efectúo a fin de que el libro quede mejor presentado y más apto a la lectura. Cuando cambio de opinión en algún asunto, en algo que escribí hace tiempo, eso no lo retoco; ahí sí entraría en una insinceridad. Los retoques y enmiendas que yo estoy haciendo no tienen nada que ver con eso.

lunes, 23 de diciembre de 2019

Cómo se construye un libro


Cuando se trataba de sus obras importantes, Poe corregía, revisaba y modificaba continuamente tanto sus poemas como sus textos en prosa. Era un artesano en todo el sentido de la palabra, y uno de los más exigentes.
Walter Lennig, E. A. Poe

Meses y meses en el trabajo de la puesta a punto final de mi libro sobre Fernando Pessoa. No quiero dejar librado al azar ningún detalle, ningún punto, ninguna coma, ningún adjetivo excesivamente repetido, ninguna salida de tono demasiado brusca. Después, una vez finalizada la edición, vendrá la comercialización, pero de esta labor yo me desentenderé y recomendaré a los editores que se encargarán de distribuirlo que lo hagan sin reparo alguno y sin melindrosidades. La parte difícil es la mía, no la de ellos. Ellos deberán tratar a mi libro como si fuese cualquier baratija, con tal de lograr que alguien lo compre. No es, desde luego, una baratija, pero a los efectos de su masificación conviene que lo parezca. Como dijo acertadamente Oliverio Girondo, “un libro debe construirse como un reloj y venderse como un salchichón”.

domingo, 22 de diciembre de 2019

Las mujeres-niñas, las preferidas de los poetas



… Una esposa como Virginia… ¡el eterno ideal de los poetas! Ni mujer, ni niña. Una ondina; una imaginería de amapolas.
Abelardo Castillo, Israfel

Poe se casó con su prima Virginia Clem en mayo de 1836. Ella tenía trece años y él veintisiete. Muchos considerarán este tipo de aventuras románticas como una degeneración del verdadero amor, como una depravación. No es mi caso. Yo creo que el amor de un hombre hecho y derecho hacia una mujer-niña es el amor virtuoso por excelencia. Es tan puro como cualquier otro amor más “razonable” en el que las edades no difieren tanto, pero posee ventajas inestimables por sobre estos:

La mayoría de los hombres no comprende --y solo algunos artistas han abarcado este hecho en toda su importancia-- que el verdadero desarrollo de la mujer, su verdadero florecer, está entre los doce y los veinte años. Estos ocho años son el mayo de su vida; lo que viene luego es verano, otoño e invierno. En su mes de mayo, la mujer es mitad ángel, mitad ser humano. No ha echado plumas todavía y no se sabe en qué día se despierta y, bajo las caricias del amado, se convierte de niña en mujer. [...] Risa infantil se mezcla a la sobria exigencia, ingenua sorpresa a la entrega. Solo en este período está dispuesta a creer en todos los sueños; solo en este período el poeta puede tentarla por castillos ideales de cristal, por reino futuros, resplandecientes como un cuento. Diez años más tarde habrá una mueca irónica alrededor de su boca, cuando el poeta llegue a casa con la afirmación de que el gran triunfo soñado se realizará dentro de pocas semanas. Ya ha perdido la fe. [...] Solamente en la edad virginal puede el poeta formar a la mujer según sus ensueños, hacerla creación propia como su obra. Después de los veinte años la pizarra ha sido cubierta de escritura, la mujer ha desarrollado su personalidad: comienza el difícil problema de la adaptación mutua, de la voluntaria renuncia a inclinaciones y particularidades, y hasta el hecho de que uno de los cónyugues está acostumbrado a dormir con la ventana abierta y el otro con la ventana cerrada puede llevar a graves conflictos matrimoniales. Se debería tratar de no considerar como privados de toda razón a los poetas que prefieren a la mujer la mujer-niña (Lee van Dovski, La erótica de los genios, pp. 138-9).

Yo siempre me he sentido atraído por las mujeres-niñas, las cuales despiertan mi amor y mi lascivia de un modo mucho más intenso que las mujeres hechas y derechas. ¿Seré un depravado o seré un poeta? Creo que un poco de ambas cosas.

sábado, 21 de diciembre de 2019

¿Se puede escribir con brillantez estando alcoholizado?


Tanto Pessoa como Poe eran alcohólicos y escribían brillantemente. Pero ¿escribían brillantemente en medio de su embriaguez? Abelardo Castillo lo niega:

No se puede escribir estando borracho. Eso lo sé bien, porque he sido un gran bebedor. [...] Si uno no es capaz de sostener una lapicera o acertarle a las teclas de la máquina, o cree ver pasar una tortuga o un elefante rosado es porque no está en la mejor disposición para la creación literaria, que exige una enorme lucidez, tenacidad y horas de permanecer bien despierto. No creo en los escritores borrachos ni drogadictos. [...] Lo que ocurre es que a esos escritores o artistas se los ve ebrios cuando no están trabajando. Cuando salen de su partitura o de su libro. Entonces se emborrachan, y hasta pueden caer en una alcantarilla, como le pasó a Poe. ¿Pero quién lo veía cuando escribía sus cuentos, que son muchísimos, y escritos además en un período muy breve? [...]. Esa no es la obra de un demente ni un borracho (https://www.pagina12.com.ar/2001/01-07/01-07-15/pag35.htm)

Coincido con Castillo en que no se puede escribir coherentemente cuando está uno completamente alcoholizado, pero sí se puede escribir muy buena literatura estando uno achispado. El achispamiento es el paso previo a la embriaguez, un estado en el que la sensibilidad se agudiza y los pensamientos y las palabras corren más armónicos, más lubricados. En ese estado, me parece, solía escribir Pessoa (Poe quizás no, porque no bebía tan profusamente como el portugués).

viernes, 20 de diciembre de 2019

Edgar Poe y su receta magistral

Edgar Poe, otro genial escritor, contemporáneo de De Quincey y que De Quincey admiró, y que, lo mismo que De Quincey, fue durante muchos años esclavo de una toxicomanía (en este caso, alcoholismo) que lo tuvo a maltraer y de la que intentó por todos los medios escapar, reveló en su Marginalia la receta mágica para que el escritor que quisiese trascender su tiempo y su lugar pudiese lograr su cometido, aunque consideraba que la puesta en práctica de dicha receta resultaría imposible:

Si a algún hombre ambicioso se le ocurriera revolucionar, con un solo esfuerzo, el mundo del pensamiento humano, de la opinión humana y del humano sentimiento, la oportunidad está al alcance de su mano; el camino del renombre inmortal es directo y se abre sin obstáculos a sus pies. Todo lo que ha de hacer es escribir y publicar un librito. Su título será sencillo, unas pocas y llanas palabras: "Mi corazón al desnudo". Pero este librito deberá ser fiel a su título. Ahora bien, ¿no es muy singular que con la rabiosa sed de notoriedad que distingue a tantos humanos, a tantos a quienes se les importa un ardite lo que se piense de ellos después de muertos, no sea posible encontrar uno solo lo bastante temerario como para escribir este librito? Digo: escribir. Hay diez mil hombres que una vez escrito el libro, se reirían a la sola idea de que su publicación pudiera molestarlos en vida, y que ni siquiera concebirían por qué su publicación póstuma habría de ser vedada. Pero escribirlo... ahí está la cosa. Nadie se atreve a escribirlo. Nadie se atreverá. Nadie podría escribirlo, aunque se atreviera. El papel se arrugaría y ardería a cada toque de la ígnea pluma.

Yo estoy a punto —ya comenzó el proceso de edición— de publicar un librito que di en titular Pessoa y yo, y en el que con la excusa de hablar de la vida y obra de Pessoa, expongo mi corazón al desnudo de una manera tan cruda que ni siquiera Rousseau podría comparárseme. Y el papel no se me arrugó ni la pluma se me incendió (tal vez por el hecho de que ya no escribo utilizando estos elementos, sino dictándole a una computadora). Apliqué a rajatabla la receta de Poe, y ni siquiera me sonrojé. Temerario soy al exponer mi corazón de esta manera ante la mirada de cualquier desprevenido, pero los peligros no me arredran: todo sea por guiñarle un ojo a la Verdad y por revolucionar el mundo del pensamiento, de la opinión y del sentimiento.

jueves, 19 de diciembre de 2019

Grandes artistas consumidores de opio

Entre otros destacados artistas que consumieron opio podemos mencionar a Poe (aunque prefería el alcohol), Coleridge, Shelley, Byron, Keats, Scott, Wordsworth, Goethe, Novalis, Jovellanos, Goya, Baudelaire, Gautier, Nerval, Delacroix, Rimbaud, Verlaine, Apollinaire, Pushkin, Tolstoy y Dostoyevski. Pero ninguno de ellos construyó un relato tan maravilloso sobre su adicción al opio como lo hizo el gran Thomas De Quincey.

miércoles, 18 de diciembre de 2019

La teoría del justo medio según De Quincey

Burlándose de la teoría del justo medio de Aristóteles, Thomas De Quincey describe su postura respecto de los homicidios:

El Estagirita situó con toda justicia, y posiblemente con conocimiento de mi causa, la virtud en el medio entre los extremos. A un justo medio, a eso es a lo que todos deberíamos aspirar. Pero es más fácil hablar que obrar y, siendo mi flaqueza más notoria la excesiva bondad de corazón, encuentro difícil mantener una línea recta ecuatorial entre los dos polos de demasiado asesinato por una parte, y demasiado poco asesinato por la otra (Sobre el asesinato considerado como una de las bellas artes, p. 27).

Pero no es verdad que De Quincey no haya cometido ningún homicidio. Tengo por seguro que ha matado a unos cuantos. De risa por supuesto, y entre esos cuantos me voy incluyendo.

martes, 17 de diciembre de 2019

De Quincey como continuador de Kant

 La idea de De Quincey, antes de convertirse en un adicto, era la de ser un gran filósofo. Su modelo era Immanuel Kant,

filósofo que se convirtió en una obsesión en su vida. Ante la Crítica de la Razón Pura de Kant, ante la lectura de ese laberinto sistemático, quiso ser, y a ello se abocó sin organización ni constancia, una especie de versión inglesa de Kant con una obra que siempre quiso escribir y que jamás inició y que se titularía “Emendatione Humani Intellectus”, título poco sortario, según parece, porque Baruch de Spinoza dejó incompleta una obra homónima con idénticas ambiciones (Fernando Báez: “Thomas De Quincey: El crimen como hecho estético”).

Así lo confirma el propio De Quincey, quien nos cuenta en sus Confesiones que

había orientado los esfuerzos de toda mi vida, y dedicado mi inteligencia, sus flores y sus frutos, a la lenta y compleja labor de construir una sola obra, que tenía la presunción de llamar con el título de un libro inconcluso de Spinoza, De emendatione humani intellectus.

Pero llegaron los dolores del opio y aquel proyecto monumental

se hallaba ahora detenido y como congelado, tal un puente o acueducto español, comenzado en escala demasiado grande para los recursos del arquitecto; y en vez de sobrevivirme, al menos como monumento a mis deseos y aspiraciones, y a una vida de trabajo dedicada a exaltar la naturaleza humana en la forma como Dios creyó apropiado dotarme para tan vasta empresa, serviría para que mis hijos hicieran memoria de mis esperanzas derrotadas y mis esfuerzos sin resultado, de los materiales acumulados en vano y de los cimientos sobre los que nunca se levantó una superestructura: del dolor y la ruina del arquitecto.

Yo también planeo legar a la posteridad una sola obra, resumen de todos mis conocimientos, mis pensamientos, mis emociones, en fin, resumen de todo lo que soy. Esa obra es este diario impersonal. De Quincey, quizá por causa de su problema con el opio (digo quizá porque tal vez haya tomado al opio como excusa), no llegó a concretar, creo que no llegó ni a empezar, ese monumento que tenía proyectado. Yo lo empecé hace rato y estoy en plena tarea, y sigo viento en popa, y trato de alejarme de mis adicciones para que no me lo boicoteen.

lunes, 16 de diciembre de 2019

Los porqué del De Quincey intimista

Siendo los escritores anglosajones, a diferencia de los latinos, muy pocos dados a las confesiones personales, se siente De Quincey obligado a explicar a sus lectores los motivos que lo incitan a escribir del modo en que lo hace:

Creerás tal vez que hago demasiadas confidencias y soy demasiado comunicativo de mi propia historia privada. Es posible. Pero mi manera de escribir es casi pensar en voz alta y seguir mis movimientos de humor, sin reparar en quién me está escuchando; si me detengo a reflexionar en lo que es propio decir a esta o aquella persona, pronto dudaré de que exista una parte de mi relato que con propiedad pueda contarse. Lo cierto es que me imagino que ya han pasado quince o veinte años y me hago a la idea de que escribo para quienes entonces se interesarán por mí; y como quiero ofrecer la relación de una época y soy el único que puede conocer toda la historia, doy a mi narrativa la mayor amplitud posible haciendo los esfuerzos de que ahora soy capaz, pues no sé si alguna vez volveré a tener tiempo para hacerlo (Confesiones de un inglés comedor de opio, p. 55).

El acto de la escritura como un apéndice del acto del pensamiento; y como todo pensamiento interno, despreocupado de cualquier otro receptor del mensaje que no sea uno. Y a la vez la escritura como relación y documentación de una época, con el enfoque puesto en un lector lejano en el tiempo que ansía conocer esta época, hasta en sus mínimos detalles, de primera mano. Me siento perfectamente identificado con estas explicaciones.

domingo, 15 de diciembre de 2019

De Quincey, el insoportable

Ann fue el amor de su vida, pero esto no le impidió casarse, en 1817, con Margaret Simpson, la hija de un granjero con la que ya había tenido un hijo y con la que luego tendría otros siete. El matrimonio, al parecer, no resultó demasiado sencillo para Margaret, pues en 1830 intentó suicidarse. Los motivos de esta decisión los explica el señor Fernando Báez:

Esposa de un hombre genial, solo tenía que soportar para ser feliz el opio del marido, sus delirios nocturnos, su insolvencia, su abulia y uno que otro detalle que no viene al caso comentar porque son pequeñeces, como las infidelidades, las excusas, las extrañas fugas, el exceso de horas dedicadas a la lectura y las innumerables horas dedicadas a la escritura, etc. (“Thomas De Quincey: El crimen como hecho estético”, conferencia dictada en el 2001, disponible en internet).

¿Seré yo tan trastornador para Javier como lo era De Quincey para su mujer? Tal vez las rabietas de mi pareja estén levemente justificadas después de todo.

sábado, 14 de diciembre de 2019

El cristiano De Quincey

En su juventud, De Quincey se encariñó con una prostituta de dieciséis años con la que llegó a convivir en la peor etapa de su vida (económicamente hablando). Era un cariño puro, no sexual (“la amaba tan entrañablemente como si fuera mi hermana”), y tuvo su clímax cuando Ann —que así se llamaba— lo salvó de la muerte. Frente a un repentino ataque estomacal que lo dejó postrado y sin reacción en una vía pública londinense, los auxilios de su protectora lo ayudaron a recobrarse. Sin estos auxilios, suponía De Quincey, “hubiera muerto en el acto o por lo menos caído en tal grado de postración que, en el desamparo en que me hallaba, pronto habría perdido toda esperanza de recobrarme”. Luego sus vidas se separaron y jamás la volvió a ver, pese a que siempre intentó reencontrarse con ella. Podría decirse que Ann fue el verdadero amor de su vida.
Hoy en día no es tan extraño entablar algún tipo de relación, de amistad, de amor, con una mujer de la calle, pero a principios del siglo XIX estaba muy mal visto el empatizar con este tipo de personajes. Esto no le importó en absoluto a De Quincey, ni tampoco le importó relatar el asunto en sus Confesiones para que todos se enterasen, sabiendo que muchos se escandalizarían. En su naturaleza no existía la palabra discriminación, y procuraba borrarla del resto de los mortales. Esta es su declaración de principios a este respecto:

En ningún momento de mi vida he pensado que pudiera mancharme el roce o la proximidad de cualquier criatura que tuviese forma humana; por el contrario, desde mi más temprana juventud he tenido a mucha honra conversar llanamente, more Socratico, con todos los seres humanos, hombres, mujeres o niños, que la suerte atravesara en mi camino: práctica que se acuerda con el conocimiento de la naturaleza humana, los buenos sentimientos y la franqueza en el trato propios de un hombre que aspira a ser reconocido por filósofo. Un filósofo no puede mirar las cosas con los ojos de la pobre criatura limitada que se llama a sí misma hombre de mundo y que, tanto por nacimiento como por educación, está llena de prejuicios estrechos y egoístas; por el contrario, ha de considerarse como un ser universal que guarda la misma relación con grandes y pequeños, con gentes instruidas o ignorantes, con culpables e inocentes (Confesiones de un inglés comedor de opio, p. 21).

Se comportó como se habría comportado Jesús, que hablaba sin distinción con cualquiera, prostitutas y publicanos incluidos: "De cierto os digo, que los publicanos y las rameras van delante de vosotros al reino de Dios” (Mateo 21: 31). De Quincey quería ser filósofo y terminó, si lo juzgamos por este párrafo, convirtiéndose en cristiano. Que es más o menos lo mismo.

viernes, 13 de diciembre de 2019

El valor de las mortificaciones según De Quincey

No, de estoico no tenía nada De Quincey. Consideraba al estoicismo una filosofía inhumana que le era tan insoportable “como el opio sin hervir”. Estaba dispuesto a sufrir… si alguien le aseguraba, si alguien le certificaba de puño y letra que sus esfuerzos no iban a ser en vano y que serían recompensados:

Quien me invite a despachar una carga de sacrificios y mortificaciones en un crucero de perfeccionamiento moral habrá de probarme claramente que la empresa tiene esperanzas de éxito. No cabe suponer que a mi edad (treinta y seis años) me sobra mucha energía; de hecho, creo que es muy poca la que me queda para las labores intelectuales que traigo entre manos; nadie se imagine que con unas cuantas palabras duras me asustará tanto como para hacerme embarcar una parte de ella en desesperadas aventuras de moralidad (Confesiones de un inglés comedor de opio, p. 48).

A estas palabras opongo las mías, vertidas en una época (1997) en la que me sentía estoico (al menos en la teoría): “El dolor siempre fue considerado uno de los más grandes enemigos de la humanidad, y para algunos --entre los que me incluyo--, su conquista significaría el paso más grande dado por el hombre desde que pisó la tierra. Pero ¿qué pasa entonces con esos combatientes del dolor que se enfrentan a él quejosos y malhumorados? ¿Acaso no saben que son la vanguardia de la humanidad, la línea de defensa del mundo todo? Para un auténtico caballero, para un caballero de ley, la magnitud del enemigo lo es todo. Cuanto mayor es su potencia, mayor es su deseo de enfrentarlo. Si los soldados marchan a la guerra por propia voluntad, decididos y orgullosos, a enfrentarse con otros soldados no más poderosos que ellos y por motivos estúpidos, ¡cuánto más orgulloso y decidido debería marchar el sufriente a enfrentarse con su dolor, el más digno enemigo del mejor guerrero, y por una causa que trasciende hasta su propia supervivencia como lo es la de demostrarse a sí mismo su poder venciendo, o cuando menos luchando sin escapar, que ya es demasiado, y regresando a casa con tanta gloria como ningún combatiente de ningún ejército jamás ha tenido! Si Don Quijote viviese, tal como de algún modo vive en cada uno de nosotros, dejaría de lado sus monstruosos gigantes y, montando en su fiel Rocinante, galoparía sin vacilar hacia las entrañas mismas del dolor y le clavaría su lanza justo entre los ojos. ¡Así se comporta un Caballero ante los molinos de viento!”

jueves, 12 de diciembre de 2019

El estoicismo de De Quincey

Pero ¿habrán sido tan insoportables las irritaciones estomacales que padeció De Quincey como para tener que recurrir al opio, conociendo él perfectamente los peligros a los que se exponía consumiéndolo? Él dice que sí, pero más abajo se pregunta: “¿Hablaré con sinceridad?”, y espeta este párrafo que siembra la duda:

Confieso que siempre fue mi punto débil ser demasiado eudemonista: tengo un deseo excesivo de felicidad para mí y para los demás, no puedo enfrentarme al sufrimiento —pro de la guardia pio o ajeno— con ojo bastante firme, y soy muy poco capaz de soportar el dolor presente pensando en futuros beneficios. En otras cosas puedo estar de acuerdo con [...] la filosofía estoica, pero no en esto (Confesiones de un inglés comedor de opio, p. 47).

¿Y en qué otras cosas estaría de acuerdo con el estoicismo si no es en esto, en el soportar el dolor hasta las últimas consecuencias? Este es el meollo del estoicismo, el “abstente y soporta” de Epicteto, cualquier otra cuestión en la que pudiera concordar con esta corriente filosófica es una nimiedad comparado con esto. Abstente y soporta; De Quincey no soportó sus dolores y no se abstuvo de drogarse: de estoico no tuvo nada.

miércoles, 11 de diciembre de 2019

De Quincey

De Quincey. A nadie debo tantas horas de felicidad personal.

En su célebre autobiografía Confesiones de un inglés comedor de opio (1821), Thomas de Quincey va explicando, paso a paso, su apego a esta sustancia. Cuando llega al capítulo en que comienza propiamente su adicción (“Introducción a los dolores del opio”), aclara que esta no se debió a su falta de voluntad como sucede en los drogadictos corrientes. Sucedió que le sobrevino una irritación tan aguda en el estómago, y que no cesaba con el correr del tiempo, que no le quedó otro camino más que consumir opio diariamente como anestésico. Pero teme de Quincey que el lector no le crea y lo tome como uno más de aquellos individuos poco firmes intelectualmente que no saben dosificar correctamente los productos adictivos, personas manejadas por una sustancia. Esclavos, en definitiva. De ninguna manera: un filósofo (así se autoproclamaba) no podría caer en esas miserias. Y como él, en definitiva, se convirtió en un adicto, necesita aclarar que su adicción, dadas las circunstancias descritas, no podía ser evitada ni por su voluntad ni por su inteligencia. ¿Le creerá el lector? De Quincey duda. No quiere que su reputación de alto intelectual quede mancillada, pero tampoco quiere aburrir con una descripción pormenorizada de los malestares que lo llevaron a consumir opio de manera desmedida, entonces vacila entre explayarse o no explayarse sobre estos pormenores, y de resultas de esta vacilación aparece este párrafo que me hizo entender por qué Borges lo admiraba tanto:

 Aquí me enfrento a un intrincado dilema: o bien agotaré la paciencia del lector narrando mi enfermedad y mis esfuerzos por curarme con los detalles que sean necesarios para convencerlo de que me era imposible seguir luchando con la irritación y el dolor incesantes; o, de otra parte, si no me detengo en este momento crítico de la historia, perderé la ventaja que sería dejar en el lector una impresión más fuerte y me expondré a una falsa interpretación de los hechos, según la cual fui avanzando, con los pasos fáciles y graduales de las personas sin voluntad, de la primera a la última fase en la costumbre de comer opio (y en vista de lo que ya he confesado, la mayoría de los lectores estarán secretamente predispuestos a tal error). Este es el dilema: el primero de sus cuernos bastaría para coger y echar por tierra a toda una columna de lectores pacientes, aunque formaran de dieciséis en fondo y constantemente acudiesen nuevas huestes al relevo: no cabe pensar en ello. Lo único que me queda es postular lo que sea necesario para mi propósito. Te ruego, amable lector, que tengas fe en lo que digo como si lo hubiese demostrado a costa de tu paciencia y de la mía. No seas tan poco generoso como para negarme tu aprecio a causa de mi propio comedimiento y de mi respeto por tu tranquilidad. No; cree todo lo que te pido, o sea que no era posible resistir más; créelo con liberalidad, en un acto de gracia, o bien por simple prudencia, ya que de no ser así en la próxima edición, corregida y aumentada, de mis Confesiones del Opio, te obligaré a creer y a temblar y, à force d'ennuyer, a pura fuerza de bostezos, aterraré a mis lectores para que no vuelvan a atreverse nunca a poner en tela de juicio una aseveración que yo tenga a bien formular.

¿Le creemos o no le creemos? No importa. Lo que realmente queríamos saber ya lo averiguamos: Thomas de Quincey era un magnífico escritor.

lunes, 9 de diciembre de 2019

La efectividad del presidio (Segunda parte)

¿Existe hoy en día mayor o menor densidad de criminales que la que existía en siglos anteriores? Yo creo que la densidad criminal ha mermado, que no se cometen ahora tantos crímenes como se cometían en siglos anteriores, y eso posiblemente se lo debamos a un tipo de selección artificial que se viene operando desde que se inventaron las leyes, los jueces y los castigos, o quizá desde mucho antes, desde que caminábamos en cuatro patas:

Boehm, un antropólogo estadounidense que ha trabajado con personas y con antropoides, ha publicado algunas reflexiones sobre el modo en que las comunidades de cazadores-recolectores hacen cumplir las normas. Boehm cree que ello puede conducir a una selección genética activa, similar a la de un criador que elige ciertos individuos por su apariencia y temperamento, permitiendo que unos animales se reproduzcan y otros no. [...] Boehm escribe que los violentos o los desviados peligrosos pueden ser eliminados por un miembro de la comunidad [...]. Aplicadas sistemáticamente a lo largo de millones de años, estas ejecuciones moralmente justificadas deben haber reducido el número de pendencieros, psicópatas, tramposos y violadores, junto con los genes responsables de estos comportamientos. [...] Que la humanidad pueda haber tomado las riendas de la evolución moral, con el resultado de que cada vez más miembros de nuestra especie están dispuestos a acatar las normas, es un pensamiento fascinante (Frans de Waal, El bonobo y los diez mandamientos, pp. 190-1).

Desde luego que la criminalidad no es exclusivamente un problema genético ni mucho menos, pero ciertos componentes del temperamento criminal que sí son genéticos pueden haber disminuido debido a esta selección. Si esto es así, y yo estoy persuadido de que lo es, castigar a los delincuentes, a la larga, tiende a favorecer la existencia de sociedades más armónicas y menos conflictivas. ¿Estoy diciendo aquí que castigar a los delincuentes, que impedirles o dificultarles la reproducción, o directamente asesinarlos, contribuye al mejoramiento ético del universo? De ningún modo. Que una sociedad sea menos conflictiva no es lo mismo que sea más ética. Una sociedad es más ética que otra si y solo si se ha vuelto más compasiva, y el castigo a los delincuentes es una clara señal hacia el otro lado. Luego, una sociedad que castiga duramente a sus criminales podrá ser todo lo pacífica y armónica que se quiera, pero será una sociedad esencialmente inmoral. Por fuera, reinará la armonía, la pax romana; en el interior de las personas, el conflicto, el odio y la discordia.

domingo, 8 de diciembre de 2019

La efectividad del presidio

Leyendo algunos pasajes de mi Cita a ciegas me topé con este en el que sostengo que la dureza de las penas y de las amenazas de prisión no sirve a la hora de amedrentar a los criminales:

CORNEJÍN. --Ellos [los estadounidenses] piensan que el castigo es útil no tanto para el castigado como para los potenciales delincuentes, que al saber que podrían enfrentarse a esa dolorosa situación si son atrapados, desisten de cometer el delito que tenían planeado.
CAMPOAMOR. --Nuevo error, que denota una gran falta de conocimiento de la psicología del criminal. Para los hombres que carecen de circunspección, que son muchos, el castigo es una fuerza excitativa más que los arrastra al crimen. La pusilanimidad no es una cualidad dominante de los criminales.

Sigue a esto un alegato en favor de la lenidad de los castigos a los delincuentes, tanto por parte mía como de Campoamor, puesto que nuestras visiones en este punto son coincidentes, y Campoamor remata la explicación con esta frase: “Creo que aunque la sociedad no tuviese ningún código penal, se cometerían pocos más crímenes que los que se cometen” (Filosofía de las leyes, cap. V). Es esta una cuestión completamente fáctica, de modo que no tenemos más que recurrir a los hechos para verificar o rectificar esta hipótesis. Desgraciadamente, no existen en la actualidad sociedades que carezcan de todo código penal, por lo que el experimento no puede realizarse a pleno, pero sí tenemos sociedades en las que el código penal se aplica de manera harto liviana —como la sociedad Argentina desde el 2000 en adelante— y sociedades en las que el código penal se aplica rígidamente y con penas contundentes —como la sociedad estadounidense desde el 2000 en adelante—. He viajado en dos oportunidades en los últimos años a los Estados Unidos y he comprobado que en ciudades como Nueva York, Los Angeles o San Francisco se puede caminar tranquilamente (hablamos de las zonas céntricas, no de los suburbios) sin estar pendientes de los arrebatadores o de los delincuentes de toda laya, mientras que en los cascos centrales de las grandes ciudades de la Argentina los delitos están a la orden del día. ¿Y por qué? Porque los delincuentes, si son atrapados en la Argentina, purgan condenas livianísimas o no purgan condena ninguna, y en la mayoría de los casos, debido a la falta de cárceles suficientes para contener a la masa de delincuentes, las sentencias son acortadas y al reo se le concede la prisión domiciliaria o algún recurso de este tipo cuando aún queda mucha condena por cumplir. En los Estados Unidos, por el contrario, las penas son muy duras, especialmente con los reincidentes, por lo que la política de ese país en materia penal tiende a mantener a los criminales encarcelados durante la mayor parte de su vida activa. No es, en definitiva, que haya más delincuentes en la Argentina que en los Estados Unidos, ocurre simplemente que en la Argentina la mayoría los delincuentes están sueltos mientras que en los Estados Unidos la mayoría de los delincuentes están encarcelados[1]. Para que una sociedad funcione más o menos ordenadamente, el 60% de los delincuentes que en ella operan tienen que estar entre rejas. Si por cada 100.000 habitantes honestos existen 1.000 delincuentes, 600 de estos 1.000 tienen que estar presos; si no, la sociedad tiende al caos. En la Argentina este porcentaje no se verifica: debido a la doctrina Zaffaroni, el 19% de los delincuentes están presos y el resto libres. Por eso el crimen, desde hace un par de décadas, impera en nuestras tierras y en los Estados Unidos decrece. Tanto Campoamor como yo mismo estábamos equivocados.
Que quede claro que mi postura filosófica en relación al castigo no ha variado: entiendo que castigar a un delincuente por los crímenes que comete va en contra de la ética en un sentido amplio.  Allá se lo haya cada uno con su pecado. Pero acá no estoy investigando si el castigo a los delincuentes es algo ético o inético, sino algo mucho más pedestre: si el castigo a los delincuentes funciona cuando se trata de evitar la criminalidad en el corto plazo. Influenciado por mi postura filosófica, fui más allá de ella, o más acá, y afirmé algo que no se cumple ni aquí ni en los Estados Unidos: que aminorar las penas y eliminar las cárceles puede llegar a pacificar la sociedad en el corto plazo. Esto es mentira, tal como ahora lo veo, y por eso rectifico mi juicio. ¿Queremos una sociedad más plena, más genuina, más cristiana? Pues dejemos a los criminales en libertad. ¿Queremos una sociedad más segura? Pues metamos a todos los criminales en prisión, y hasta que no den muestras de haberse reformado, que en prisión permanezcan.


[1] En los Estados Unidos, cada 100.000 habitantes hay 655 reclusos; en la Argentina, 186. Estados Unidos lidera estas estadísticas, no hay otro país que lo supere, mientras que la Argentina está en el puesto 83 (fuente: World Prison Brief https://elordenmundial.com/mapas/paises-mayor-proporcion-gente-en-la-carcel/).

jueves, 5 de diciembre de 2019

Cerebro intestinal

Parece que tenemos un “segundo cerebro” en el intestino. Me acabo de desayunar con la noticia de que en el intestino existen más neuronas (cerca de 500 millones) que en la espina dorsal y que es una "sucursal" del sistema nervioso autónomo, encargada de controlar directamente el aparato digestivo. El “sistema entérico” —así se lo llama— se extiende por el tejido que reviste el estómago y el sistema digestivo, y tiene sus propios circuitos neuronales. Y además es autónomo: aunque se comunica con el cerebro a través de los sistemas simpático y parasimpático, funciona independientemente y es capaz de “rebelarse” y tomar sus propias decisiones. Algunos investigadores evolucionistas afirman que este segundo cerebro es en realidad el primero: cuando no éramos más que pequeñas lombrices, nuestro intestino era nuestro yo, no había mucho más en nuestra anatomía además de la boca, el ano y el tubo que los conecta, y el aparato digestivo era el que gobernaba las acciones. Mucho más tarde aparecieron las células gliales y el cerebro.
Los japoneses ya lo entreveían: hara significa vientre, pero también mente, intención y valor.
Yo no sabía nada de esto de manera consciente, pero mi inconsciente lo sospechaba: no por nada egresé de la Universidad de Asuntos Internos con el título de licenciado en ciencias escatológicas.

domingo, 1 de diciembre de 2019

Sobre cómo una opinión se generaliza y se transforma en dogma


Lo digo yo, lo dices tú, y, al fin, lo dice también el otro: después de tanto repetirlo, nadie ve más que lo que se ha dicho.
Pierre Bayle, Pensamientos diversos sobre el cometa

Pero ¿cómo es posible que tantas personas en el mundo (los vacunófilos y los amantes de los medicamentos farmacológicos) estén equivocadas y unas pocas (los naturistas) estén en lo cierto? Y puesto que estas mayorías no solo incluyen a la masa del pueblo sino también a los doctores, a los investigadores y a los pensadores de renombre, ¿no sería necio ir en contra de tales opiniones?, ¿no sería una muestra de terquedad intelectual? No me lo parece. Las opiniones universalmente aceptadas tienen, al igual que ciertas enfermedades, una capacidad de contagio infinita, y esta capacidad es muchas veces independiente de los razonamientos y de las evidencias empíricas que pudiesen apoyarlas.
Dice Schopenhauer:

No existe ninguna opinión, por absurda que sea, que los hombres no se lancen a hacerla propia apenas se ha llegado a convencerlos de que tal opinión es universalmente aceptada. El ejemplo vale tanto para sus opiniones como para su conducta. Son ovejas que van detrás del carnero guía adondequiera que las lleve. Les resulta más fácil morir que pensar (Dialéctica erística, o el arte de tener razón, estratagema 30).

Más adelante describe Schopenhauer el mecanismo a través del cual las opiniones de pocos mutan en dogma. El razonamiento es largo pero merece leerse con atención:

Lo que se llama opinión general se reduce, si lo examinamos bien, a la opinión de dos o tres personas; y quedaremos convencidos de ello si pudiéramos ver la manera como nace tal opinión universalmente válida. Entonces descubriríamos que, en un primer momento, fueron dos o tres personas quienes por vez primera asumieron y presentaron o afirmaron, y que se fue tan benévolo con ellos que se creyó que las habían examinado a fondo; prejuzgando la competencia de estos, otros aceptaron igualmente esta opinión y a estos creyeron a su vez muchos otros de golpe antes que tomarse la molestia de examinar las cosas con rigor. Así creció de día en día el número de tales seguidores perezosos y crédulos.
Así pues, una vez que la opinión tenía un buen número de voces que la aceptaban, los que vinieron después supusieron que tan solo podía tener tantos seguidores por el peso concluyente de sus argumentos. Los demás, para no pasar por espíritus inquietos que se rebelan contra opiniones universalmente aceptadas o por sabidillos que quieren ser más listos que el mundo entero, fueron obligados a admitir lo que ya todo el mundo aceptaba. En este punto, la aprobación se convierte en un deber. En adelante, los pocos que son capaces de sentido crítico estarán obligados a callar y solo pueden hablar aquellos que, del todo incapaces de tener una opinión y juicio propios, no son más que el eco de las opiniones ajenas. Y además son los defensores más apasionados e intransigentes de esas opiniones.
De hecho, en aquel que piensa de modo diferente, ellos odian no tanto una opinión diversa que él sostiene cuanto la audacia de querer juzgar por sí mismo, cosa que ellos no pueden hacer y en su interior lo saben pero sin confesarlo.
En suma, son muy pocos los que piensan, pero todos quieren tener opiniones. ¿Y qué otra cosa les queda más que tomarlas de otros en lugar de formárselas por su propia cuenta? Y dado que esto es lo que sucede, ¿qué puede valer la voz de cientos de millones de personas? Tanto, por ejemplo, como un hecho histórico que se encuentra en cien historiadores, cuando se constata que todos se han copiado unos a otros, con lo que, finalmente, todo se reduce a un solo testimonio.

¡Ah, pensar, pensar…! Verbo tan cacareado pero tan poco practicado por nuestros profesionales de la salud, investigadores incluidos, que prefieren hacer como que razonan para luego comerse la papilla predigerida que otros han rumiado y degustado. Pero así como las verdades científicas “duras” han sabido escapar de esa crisálida primitiva con cierta rapidez (la revolución copernicana y la teoría de la relatividad son dos ejemplos contundentes), así también las verdades médicas y sanitarias surgirán en algún momento de estas tinieblas que hoy día nos envuelven por causa de estas opiniones universalmente aceptadas por el aparato médico y por los propios enfermos. Y todo por pereza. Por la pereza de no querer pensar. Por ser, la mayoría de los hombres y las mujeres, cultos y no cultos, nada más que rumiantes de pasto ajeno. Pienso ajeno: con esto se alimentan las grandes mayorías, y en consecuencia terminan pensando con un cerebro ajeno, con un cerebro de carnero. Pero llegará el día —yo no lo veré— en que los médicos se alimentarán con pienso propio, con pienso casero. Ese día las agujas entrarán en huelga, y las nalgas y los brazos y los sistemas inmunitarios respirarán aliviados.

sábado, 30 de noviembre de 2019

Los efectos de los medicamentos farmacológicos


Los medicamentos farmacológicos, ¿curan o no curan? Podría decirse que la respuesta a este interrogante no es tan sencilla, no es tan cuestión de blanco o negro, y saldríamos así del atolladero, pero no quedaría yo conforme con una tal retirada[1]. Por fortuna existen profesionales que no le escapan al bulto y que responden a esta pregunta —tal vez la más importante cuando la salud está en juego— de manera categórica y exenta de diplomacia. Como la señora Teresa Morera, exfarmacéutica devenida en impulsora del naturismo, que se despachó de la siguiente manera cuando su entrevistadora le realizó esta misma pregunta que yo, hasta hoy, no podía responderme con claridad:

Los medicamentos no curan: violentan. Porque todos son “anti”, es decir, lo que hacen es interferir en una serie de mecanismos… A ver… Por supuesto los medicamentos le pueden salvar la vida a alguien en un caso extremo. Como alguien vaya a urgencias, por ejemplo, con un yoc anafiláctico, con un ataque de alergia, pues habrá que darle adrenalina, cortisona, y eso violenta su cuerpo, pero salva la vida porque permite que las vías respiratorias no colapsen. O sea: hay intervenciones que son necesarias, pero curar curar, lo que se dice curar, lo único que cura es el propio cuerpo, y lo único que se puede hacer es ayudar a que el propio cuerpo sea el que se cure, dándole lo que le hace falta o quitándole lo que lo está fastidiando. Y siempre, tomando más conciencia. Eso es lo único que se puede decir que cura. Ciertamente, a veces, los medicamentos salvan, como los bomberos en una emergencia. Hay momentos en que hay que dar un antibiótico, hay que dar cortisona, hay que dar algo fuerte, porque si no, el paciente se nos va. Y ese medicamento lo ha salvado. Salvan sí, curan no.

Cuando me aconteció aquel episodio en el que mi ritmo cardiaco se destartaló por completo (véase la entrada del 14/7/10), acudí a la guardia del Hospital Argerich y allí me metieron nitroglicerina en las venas para solucionar la emergencia. Ahora estoy convencido de que aquel episodio no fue otra cosa más que un ataque de pánico (ese mismo día, por la mañana, había recibido un diagnóstico presuntivo —que luego resultaría falso— que hablaba de una “cirrosis biliar primaria”); pero si hubiese sido realmente un preinfarto o algo parecido lo que tenía, la nitroglicerina posiblemente me habría salvado la vida. Y aquí entra lo que dice la señora Morera: los medicamentos farmacológicos, en determinadas circunstancias, pueden salvar, pero lo que jamás pueden hacer es curar. Y con estas palabras queda también salvado y a resguardo el naturismo sanitario bien entendido, que no implica dogmatismos y cerrazones y sí eclecticismos, excepciones y amplitud de criterios.


[1] Tal vez una pregunta más interesante que esa sería si los medicamentos curan más de lo que matan o matan más de lo que curan. Un estudio realizado por investigadores del hospital Johns Hopkins y publicado en la revista médica British Medical Journal el 3/5/16, revela que el error médico es la tercera causa de muerte en los Estados Unidos, solo superada por las enfermedades cardíacas y el cáncer. Los expertos del centro concluyeron que alrededor de 250 mil personas mueren al año en ese país debido a fallas médicas, entre las cuales la de mayor incidencia es el abuso o el yerro farmacológico (https://www.bmj.com/content/353/bmj.i2139).

viernes, 29 de noviembre de 2019

La enfermedad como desequilibrio


Y para comenzar a implementar este nuevo paradigma sanitario, lo más importante —como dice Jesús García Blanca— es tomar la decisión de dejar de ser “pacientes” en manos de otros y comprender que la salud y la enfermedad son dos aspectos complementarios de lo vivo, que la vida es un continuo fluir de procesos de equilibrio, desequilibrio y reequilibrio, que eso que la medicina farmacológica llama “enfermedad” no es producto de la mala suerte o de microbios que nos invaden, sino un reflejo de nuestra forma de vida y del entorno en el que vivimos, y en última instancia la expresión biológica de la pérdida del equilibrio y del proceso necesario para recuperarlo. No se trata por tanto de implementar medios artificiales para no padecer una enfermedad o para tapar sus síntomas, sino de acercarnos a la naturaleza lo más posible —respirar aire limpio en las montañas, caminar descalzos por la arena, respetar los biorritmos, ionizarnos en las playas, alimentarnos de modo natural y ecológico— de modo que no necesitemos la enfermedad; pero si a pesar de todo se produce, entender la función que cumple y colaborar con ella.

jueves, 28 de noviembre de 2019

Los auténticos enemigos de la salud


La concepción militarista que, de Pasteur en adelante, ha tomado la medicina, nos ha llevado a considerar al sistema inmunitario como una especie de ejército que nos defiende de las bacterias y los virus patógenos que pretenden sitiarnos y asesinarnos. La concepción naturista de la higiene física y espiritual lo considera de otra manera: es un ejército… de basureros. El cuerpo se intoxica una y otra vez con lo que le metemos durante el día —no con los virus y con las bacterias, que están ahí dentro desde siempre— y a la noche pasan los recolectores de residuos llevándose toda la porquería para que las calles de nuestra ciudad luzcan limpias y lozanas al día siguiente.
Respecto del papel que juegan los virus y las bacterias en relación a nuestra salud, la alegoría se vuelve más zoológica. Supongamos que voy caminando tranquilamente por la sabana africana, silbando bajito y gozando el paisaje, y me topo con una jauría de hienas, o de perros salvajes, o peor aún, de leones. Por más que los animales se percaten de mi presencia, seguramente no me atacarán, porque no me consideran su presa natural. Ahora supongamos que entro en pánico ante la vista de aquellos mamíferos y no tengo mejor idea que tomar unas piedras y arrojárselas, a modo de defensa, porque supongo que están prestos a devorarme. En este contexto, lo más probable es que los animales, si realmente les acierto con un piedrazo, tomen revancha y se me abalancen (el instinto de venganza no es exclusivo del hombre), y quede yo completamente desahuciado. Los animales africanos representan los virus y las bacterias, yo, caminando por la sabana, represento a mi simbiosis interna, en donde conviven virus, bacterias, células, tejidos y todo lo demás, de manera armoniosa y cooperativa, y los piedrazos representan a las vacunas, los antibióticos y todo lo que nos metemos dentro con el objetivo de eliminar tantos virus y bacterias como nos sea posible. Podría suceder también —las vacunas y los antibióticos suelen ser “efectivos”— que los piedrazos espanten a los leones y a las hienas y estos emprendan una cobarde retirada; ¿diríamos aquí que las piedras me han resultado de gran ayuda? No, porque los animales, antes de la agresión, no querían atacarme, y ahora, pese a que escaparon, no desearán en otra cosa cada vez que me vean, y tendré que dormir para siempre con un ojo abierto y otro cerrado y un puñado de piedras en mis manos, porque al menor descuido, las hienas, que ahora sí me consideran su presa natural, querrán desmembrarme. ¿No sería mejor vivir en paz y en armonía junto con nuestros compañeros de hábitat, que cooperaban con nosotros, y hasta nos auxiliaban en diversas tareas, hasta que tuvimos la poco inteligente idea de alejarnos de una vida natural, de una alimentación natural, de una inmunidad natural, para situarnos en el rol de cazadores y depredadores de microbios? Es mejor tenerlos de amigos y no de enemigos, porque a piedrazos —y eso son los antibióticos para ellos, apenas unos piedrazos— jamás ganaremos la guerra.
Basta de militarismo sanitario: de ahora en adelante, el paradigma médico tiene que apuntar a la cooperación y a la interacción y redescubrir a los verdaderos enemigos: los agentes estresantes y las toxinas, y en especial los toxicoalimentos[1].


[1] Toxicoalimento: alimento que, como su nombre lo indica, alimenta, pero también, generalmente a la larga, intoxica.

miércoles, 27 de noviembre de 2019

El periodismo de investigación


La verdad no se diluye en su solvente natural —el pueblo— de una manera instantánea, como una cucharada de sal en un vaso de agua. Su disolución requiere tiempo, pero estos tiempos se acortan sensiblemente si se publicita dicha verdad por los canales adecuados. En este sentido, los medios de comunicación adquieren un papel importantísimo en la salud y el bienestar de las personas. Una verdad, pregonada por un vagabundo, tendrá muchas menos probabilidades de ser escuchada y difundida que una mentira pregonada por un rey. Por eso es necesario que los reyes de hoy en día —los periodistas— se tomen muy en serio esta cuestión de la investigación y dejen de ser un simple eco de lo que el aparato científico, o cualquier otro aparato, les recita en el oído.

lunes, 25 de noviembre de 2019

Cowspiracy


Hace cinco años se filmó el documental Cowspiracy, que rápidamente cobró difusión y puso al descubierto los reales motivos que están llevando al planeta al colapso ecológico y a sus habitantes al colapso nutricional. Y esta investigación está comenzando a rendir frutos: acaba de aparecer, con fecha del 8/8/19, un comunicado de prensa del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (más conocido por sus siglas en inglés, IPCC), organismo dependiente de la ONU, en el que se sugiere, creo que por primera vez de manera oficial, que la ganadería intensiva es la principal responsable de todos estos problemas. Es este solo un primer paso, pero gigantesco en importancia, como el primer paso de un bebé que planea caminar erguido.
Siempre me caractericé por denostar al periodismo, pero este denuesto es para el periodismo y los periodistas que lucran con el aquí y el ahora y se desinteresan por los problemas de fondo que la humanidad presenta. Quienes dieron forma a Cowspiracy han demostrado que la investigación periodística puede, si está bien estudiada y enfocada, aportar su granote de arena para torcer el rumbo de la debacle moral y ecológica que ha tomado nuestra civilización desde hace demasiado tiempo.
¿Para cuándo un documental con esta calidad de producción que haga referencia al sida y a la hipótesis no vírica?

viernes, 15 de noviembre de 2019

Discusión bloqueada


Si alguien me preguntase si estoy seguro de que las vacunas son en general perjudiciales para la salud, yo le respondería: ¿y está seguro usted de lo contrario? Como me diga que sí, cierro inmediatamente el coloquio; y si me dice que no, le diré que yo tampoco estoy seguro de lo que afirmo, y que a partir de nuestras inseguridades podemos intercambiar ideas para llegar a una posición intermedia, ecléctica, en donde cada cual pudiese aportar lo suyo. Esta situación no se cumple ahora, los médicos con posturas contrarias a la vacunación son acallados de antemano, son escasos los medios de comunicación masivos que se atreven a darles espacio. Internet contribuye a la difusión de estas doctrinas alternativas, pero lo ideal sería un debate abierto, masivo y sin intereses preconcebidos.

jueves, 14 de noviembre de 2019

Enfermedades infecciosas y enfermedades degenerativas


La guerra permanente contra los entes biológicos que han construido, regulan y mantienen la vida en nuestro planeta es el síntoma más grave de una civilización alienada de la realidad que camina hacia su autodestrucción.
Máximo Sandín

Reproduciré a continuación, para concluir estas lucubraciones (o mejor dicho, elucubraciones: la RAE cambió el criterio) relacionadas con el sida y con el dogma de la vacuna, una extensa explicación del doctor de Jaime Scolnik que nos alerta sobre los peligros de la vacunación indiscriminada y de la farmacología en general (citado por Carlos Casanova Lenti en El alimento integral y crudo como medicina, pp. 1094 a 1102):

La medicina alopática u oficial se ha embarcado en una carrera vacunista cada vez más alocada.
Ya no se conforma con la vacuna antivariólica, que se aplica en el mundo desde 1796, sino que pretende «salvar» a la humanidad de muchas otras enfermedades, tales como la difteria, fiebre tifoidea, tuberculosis, gripe, tétanos, tosferina, etc. etc., siempre por medio de vacunas.
Con estas últimas se pretende formar en la sangre del vacunado anticuerpos o antitoxinas específicos, es decir, sustancias capaces de destruir los microbios o anular la acción de sus venenos o toxinas.
Felizmente, en la mayoría de los casos fracasa la acción de las vacunas y el individuo contrae la enfermedad cuando llega el momento oportuno, produciéndose así la depuración o limpieza orgánica.
Cuando, para mayor desgracia del paciente, la vacuna produce su efecto, y la enfermedad infecciosa no puede declararse, se produce una serie de peligrosos trastornos fisiológicos debidos a la presencia en el organismo de las sustancias morbosas acumuladas, que no pueden ser eliminadas ni destruidas.
La naturaleza, entonces, al no encontrar la válvula de escape necesaria, efectúa un peligroso rodeo: frustrado el proceso agudo o febril, el único capaz de quemar o incinerar los desechos orgánicos, se inicia un proceso lento, tórpido, de descomposición orgánica, que acarrea las más tristes consecuencias. [...] Así se explica la disminución de las enfermedades agudas y el fantástico aumento de las enfermedades crónicas y degenerativas: cáncer, diabetes, enfermedades del corazón y de las arterias, nefrosis, enfermedades mentales y de la nutrición, etc. etc.
Las autoridades sanitarias, siempre las últimas en enterarse de los magnos problemas que les atañen, se limitan a expresar su asombro ante el cambio habido; la transmutación de la enfermedad aguda en crónica. No intentan siquiera explicar el fenómeno y sus posibles causas. ¿Para qué? Parece que eso no les compete...
Mientras tanto, la sociedad se ve cada vez más agobiada bajo el peso de los enfermos crónicos, que aumentan diariamente, y que constituyen un pesado lastre económico, biológico y social.
[...]
Como se ve, demasiado alto es el precio que paga la humanidad a cambio de los ilusorios beneficios que espera de las vacunas. Pues dichas enfermedades crónicas y degenerativas matan cada año muchos más enfermos que los que podrían matar en un siglo todas las enfermedades infecciosas juntas.
Está demostrado que los pueblos salvajes, que viven lejos de la civilización y sus males (entre los cuales está la vacuna), desconocen en absoluto el cáncer, la diabetes y demás enfermedades crónicas y degenerativas.
Grave como es el peligro representado por la vacuna en el orden físico, no termina ahí. Encierra aún otro peligro, pero de orden moral: deja subsistir en el pueblo la creencia errónea de que el sistema de vida que se lleva es indiferente y ajeno al problema de la enfermedad. Según tal idea, cada uno puede vivir como se le antoje: alimentándose irracionalmente, distribuyendo mal el tiempo para el trabajo y el reposo, haciéndose esclavo de todos los vicios (alcohol, tabaco, alcaloides, juego), etc., etc. La vacuna salvadora vendrá a absolverlos de sus pecados, echará un manto piadoso sobre todos los desvíos y errores, y los protegerá de la enfermedad. Y todas esas gangas sin hacer ningún esfuerzo y sacrificio, bastando recibir un simple pinchazo. ¡Qué maravilla!
Si es disculpable tamaño error en el público ignorante, no lo es en cambio en las clases ilustradas y cultas, que deberían demostrar mayor interés en el problema de la salud pública. ¿Qué decir entonces de los gobiernos y de la clase médica, cuya misión específica debería consistir en destruir esa ignorancia y señalarle al pueblo el recto camino? Pero ya revelaremos cuáles son las «poderosas causas» que les impiden proceder como es debido. Ya pondremos el dedo en la llaga...

La vacuna antivariólica
Antes del descubrimiento de Jenner, se practicaba la variolización, es decir, la inoculación con el virus de la viruela no modificado, con el fin de preservarse de esta enfermedad.
En 1776 Jenner observó que las personas atacadas accidentalmente de vacuna (enfermedad de las vacas o cow-pox) por contacto con los animales por razón de su profesión, eran refractarios a la viruela. Esa observación le indujo a tentar la transmisión de dicha enfermedad, llamada vacuna, con fines profilácticos, tomando pus de las manos enfermas de los ordeñadores e inoculándolo a personas sanas. En 1796 publicó las conclusiones a que había llegado.
Tal descubrimiento produjo gran revuelo y numerosos investigadores trataron de averiguar por su cuenta la verdad de los hechos, llegando a resultados diversos y contradictorios. Se suscitaron discusiones y polémicas, en que fueron severamente impugnadas las conclusiones de Jenner. Se publicaron numerosos casos en que la vacuna había fracasado y otros en que esta había acarreado complicaciones graves, incluso la muerte. Especial resonancia tuvo la muerte del hijo mayor de Jenner, quien falleció a consecuencia de una tuberculosis despertada por la vacuna que le inoculara su propio padre; razón que quizá indujo a este último a no vacunar a su segundo hijo, contentándose con aplicarle el antiguo procedimiento de la variolización.
Pero la suerte de la vacuna ya estaba echada. Los círculos médicos comprendieron perfectamente que el descubrimiento de Jenner les proporcionaba un arma poderosa de dominio, y no estaban dispuestos a dejársela arrebatar. Transformaron el asunto de la vacuna en un dogma científico, un artículo de fe, en el cual es forzoso creer, y que no es permitido discutir ni negar.
Desde entonces, hace ya más de un siglo y medio, la vacuna se aplica cada vez en mayor escala, con carácter obligatorio, en casi todos los países del mundo.
Aunque exponiéndose a ser excomulgados por la Inquisición Médica, los médicos conscientes, que felizmente siempre los ha habido, en ningún momento dejaron de denunciar los fracasos y peligros de la vacuna. [...]
Las enfermedades infecciosas en general y la viruela en particular, tienden a declinar desde hace mucho tiempo, aun antes del descubrimiento de la vacuna, en casi todos los países del mundo, por el mejoramiento de sus condiciones higiénico-sanitarias. Circunstancia que ha sido hábilmente explotada por los vacunistas, para atribuir a la vacuna un mérito que no posee. Por la misma razón ya expuesta, han declinado, hasta casi desaparecer, enfermedades mucho más graves que la viruela, como la peste, el cólera y la fiebre amarilla, contra las cuales no existe aún ninguna vacunación obligatoria.
[...]
Está comprobado que los pueblos que viven en excelentes condiciones higiénicas no son víctimas de la viruela, aunque no estén vacunados. Esa es la inmunidad o protección natural, de que hablábamos antes. En cambio, los que viven en condiciones higiénicas deficientes, son diezmados por la viruela aunque estén vacunados y revacunados.
Esa es la mejor demostración de que la vacuna antivariólica es innecesaria, además de ineficaz y peligrosa. [...]

El dedo en la llaga
Después de haber demostrado que las vacunas son ineficaces, además de innecesarias y peligrosas, se preguntará el lector: ¿Cómo es posible que los gobiernos continúen imponiendo la vacunación obligatoria? ¿Y los médicos, son acaso sordos y ciegos que la siguen practicando?
[...]
Muchos de ellos han visto los fracasos y los peligros de las vacunas. Hay algunos, inclusive, que han sentido en carne propia o en uno de sus seres más queridos esos perniciosos efectos. Se limitan a comentar el caso con algún colega de confianza o con los más allegados... y nada más. A lo sumo evitarán en lo sucesivo vacunar a los miembros de su familia.
[...]
Si alguien tuviera la honradez y valentía de hacerlo, ya se encargarían los demás colegas de ahogarle la voz y hacerle una política de aislamiento o conspiración del silencio. Eso le ocurrió, entre muchos otros, al profesor Dr. Friedberger, de la Universidad de Berlín, cuando se expidió en contra de la vacunación antitífica y anticolérica.
Hay que tener en cuenta, además, que cada vacuna obligatoria está sostenida por millones de pesos, en concepto de sueldos a médicos, vacunadores, practicantes, inspectores, etc. etc. Sin contar el capital que insumen los laboratorios en los cuales se preparan dichas vacunas, y que constituyen una próspera industria. Esa red o círculo de intereses creados tiene interés en que el negocio no decaiga, sino que siga adelante.
Si aparece algún caso sospechoso de viruela o difteria o fiebre tifoidea, etc., ponen el grito en el cielo, alarman a toda la población con el cuco de la enfermedad (nada más fácil que asustar a una madre) e incitan a todo el mundo a vacunarse. Para eso cuentan con variados recursos, entre los cuales el apoyo incondicional de la prensa mercenaria.
Los vacunistas no tienen ningún interés en que el pueblo abra los ojos y vea la realidad de las cosas. Al contrario. Cuanto más ignorante sea éste, más podrán medrar los primeros.
¿Para qué decirle al pueblo cómo debe vivir sano? ¿Para qué enseñarle a alimentarse racionalmente, abstenerse del alcohol, del tabaco y otros vicios? ¿Con qué objeto ilustrarle que, en caso de producirse algún foco epidémico, basta con el aislamiento riguroso de los casos sospechosos y la adopción de otras medidas de simple higiene, para conjurar el peligro? La industria de las vacunas no prosperaría así...
Ahora bien, estos señores instruidos en el dogma de la vacuna, y que directa o indirectamente tienen intereses creados en la misma, son los que asesoran a los hombres de gobierno, cuando estos les piden una opinión «científica». Ya es de imaginar la opinión que darán, siendo al mismo tiempo juez y parte.
[...]
La verdadera riqueza de la nación solo puede consistir en un pueblo sano, alegre y feliz, única forma en que podrá marchar hacia los más grandiosos destinos.
No obstante, los gobiernos en general prefieren explotar el vicio del pueblo, en vez de combatirlo. Así, centenares de millones de pesos se recaudan anualmente en concepto de impuestos al alcohol, tabaco y otros vicios, aumentando cada año en forma increíble esas entradas.
Sin embargo, el «negocio» que realiza el Estado es pésimo. Todo ese dinero se invierte después en la construcción y sostenimiento de hospitales, asilos, sanatorios, clínicas, institutos experimentales, cárceles y manicomios, que son sumideros o «pozos negros» donde van a parar legiones de desdichados con sus lacras físicas y morales.
Pero estos son simples paliativos. No se combate la enfermedad creando más hospitales, como no se combate la delincuencia creando más cárceles. Hay que ir directamente a la causa, para eliminarla de raíz. Solo así desaparecerán los efectos.
[...]
La primera y más urgente medida es estrechar filas, unirse, para pedir a los gobiernos la inclusión de una Cláusula de Conciencia en las leyes de vacunación, por la cual quede libre de ser vacunado todo aquel que por razones científicas o morales se oponga a tal práctica. Mientras no obtengamos esa Cláusula de Conciencia, no podremos alardear de verdaderamente libres.
      
Como bien dice Scolnik, cuando uno contrae una enfermedad aguda lo hace debido a que ciertas impurezas han penetrado en el organismo y lo atacan. ¿Cómo se defiende el organismo? Enfermándose. Cuando cese la enfermedad, será señal de que las impurezas han sido eliminadas. Pero ¿qué pasa si nos inoculamos una vacuna que impida que la enfermedad infecciosa se declare? Sencillo: si la vacuna produce el efecto buscado, la enfermedad no aparecerá, pero las impurezas, que solo una enfermedad aguda es capaz de eliminar, permanecerán en el organismo y lo atacarán por otro lado y con mayor virulencia. Y si nuevamente se impide con vacunas y drogas la necesaria patología, llegará un momento en que las impurezas, al no poder ser eliminadas, comenzarán a causar trastornos fisiológicos, y así una simple enfermedad aguda, que no comprometía seriamente ningún órgano vital, se habrá transformado en una enfermedad crónica o degenerativa que irremediablemente terminará con la vida del paciente. La misión del médico no es impedir la manifestación de la enfermedad, sino ayudar al enfermo a sobrellevarla lo mejor posible para que así desaparezca (en forma natural y no inducida) lo antes posible[1]. Por supuesto que es mejor ser una persona sana que no una enferma, pero si por uno u otro motivo la enfermedad toca nuestra puerta, es mejor hacerla pasar, soportarla por un tiempo y dejar que sola se vaya, porque si la quisiéramos erradicar con drogas y vacunas lo único que haríamos sería obligarla a esconderse dentro de nosotros, y dentro de nosotros reproducirse y violentarse bajo formas más groseras y peligrosas. La higiene interior y exterior y una mentalidad optimista son las únicas herramientas de que disponemos para librarnos de toda enfermedad. Hasta tanto la gente y en especial los médicos no entiendan esto, seguiremos aplicando vacunas y canjeando viruelas por cánceres de colon[2].



[1] (Nota añadida el 30/11/3.) El doctor islandés Harold Olafsen, un radical entre los radicales del naturismo curativo, afirma que la misión del médico no es ni esconder los síntomas de la enfermedad ni ayudar al enfermo a sobrellevarlos; para él, la enfermedad es la verdadera medicina del hombre: "El verdadero médico --dice-- debe ser un nosoforo, es decir, un portador de enfermedades". Esta hipótesis --con la cual coincido parcialmente-- tiene un atractivo hipnótico que querría yo compartir con ustedes en la esperanza de que también los hipnotice. Pongamos entonces la frase de Olafsen en su contexto y dejemos que nos explique lo que a primera vista parece un desatino:
“Mi sistema tiene su origen en una profunda observación de la escuela hipocrática que los médicos, naturalmente, no han sabido ni revelar ni profundizar. Según Hipócrates, la salud es un metron, un equilibrio entre los opuestos, y el exceso de salud, es peligroso por cuanto denota la inminencia de la enfermedad. [...]
“El verdadero principio se enuncia así: La enfermedad es necesaria, en lo que respecta a la salud, a la perfección y a la duración del cuerpo humano. Aquel que está sano, tiene, como demuestra la experiencia, un mal escondido. Si el morbo se manifiesta es preciso respetarlo, no turbar su curso. Únicamente en los casos en que se excede y amenaza comprometer el equilibrio, es aconsejable inocular el germen de otra enfermedad que pueda contrarrestar o combatir la primera. Hahnemann, el fundador de la homeopatía, había entrevisto una parte de la verdad, es decir, que únicamente el morbo puede combatir el morbo. Pero se hallaba dominado, como los alópatas, por el viejo prejuicio de que la enfermedad debe ser extirpada, combatida, curada. Error difundido pero peligroso y muchas veces homicida.
“Es preciso persuadirse de que las enfermedades no son otra cosa que medicina. Son una válvula de seguridad, un vehículo de desfogamiento, una reacción contra los excesos de la salud, un precioso preventivo de la naturaleza. Deben ser acariciadas, cultivadas y, si es preciso, provocadas. Si un hombre persiste demasiado tiempo en una salud inquietante, es necesario someterle a una cura enérgica, es decir, transmitirle alguna enfermedad, aquella que mejor corresponda al equilibrio de su organismo. No ciertamente una enfermedad demasiado aguda; pero un acceso de fiebre es la salvación de los linfáticos y una buena crisis de anemia en necesaria a los pletóricos. [...] Que esta teoría es justa lo demuestra un hecho registrado por todos los historiadores: que los seres enfermizos viven bastante más tiempo que los robustos. ¡Desgraciado el hombre que no está nunca enfermo! De ordinario, la naturaleza provee, pero si no obra es preciso el médico para reparar la falta. Por tanto, solo en dos casos debe intervenir la Medicina racional: para dar una enfermedad a los sanos obstinados o para darla a los que están enfermos, bien para atenuar o para reforzar otra enfermedad contraída naturalmente. En una palabra, el verdadero médico debe ser un nosoforo, es decir, un portador de enfermedades. Únicamente con este método se puede tutelar la vida de los hombres. El viejo concepto del médico que se esfuerza en hacer desaparecer los síntomas de la enfermedad ha pasado a la historia, pertenece a la fase barbárica de la Patología. El único motivo por el que los médicos ordinarios persisten todavía es la cobardía humana. Los hombres temen el dolor, no quieren sufrir, y entonces recurren a esos farsantes que se vanaglorian de hacer cesar los sufrimientos y que tal vez consiguen adormecerlos verdaderamente por medio de drogas benéficas y maléficas. No saben esos desgraciados que el dolor, incluso el físico, es necesario al hombre lo mismo que el placer, como la enfermedad es necesaria lo mismo que la salud. Pero puede haber un exceso de morbo --peligroso lo mismo que un exceso de salud--, nosotros podemos y debemos intervenir únicamente para oponer una enfermedad nueva a la que se haya instalado en el paciente. [...]
“Conmigo únicamente comienza la época de la Medicina realista y sintética. Pero hasta ahora no he conseguido convencer más que a muy pocos, y éstos no pueden, desgraciadamente, ejercerla porque no son médicos. Pero mi gran principio --la enfermedad como medicina-- pertenece al porvenir” (Citado por Giovanni Papini en Gog, pp. 203 a 205).
[2]  Para quienes, como yo, están en contra de las vacunas y las drogas curativas más por una cuestión ética que médica, agrego el dato que dice que miles de animales (incluida la especie humana) han sido y son torturados y asesinados en laboratorios de investigación a los efectos de probar la eficacia de vacunas, drogas y otros compuestos químicos destinados a mantener "saludables" a las personas capaces de adquirirlos. El día que la industria farmacológica logre llevar a cabo sus experimentos sin necesidad de causar dolor a terceros será el día en que la ética deje de sugerirnos no ingresar a una farmacia --aunque la ciencia médica, la verdadera ciencia médica, creo que se mantendrá firme al afirmar que la salud física y espiritual del hombre nunca podrá cultivarse o recuperarse mediante frasquitos con píldoras.