Existe otro tipo de amor que debe
anexarse a la lista: el amor físico o elemental, que es el amor que sienten las
partículas materiales entre sí y que las incita a unirse con sus semejantes. La
ley de atracción gravitatoria, lo mismo que la energía nuclear y el magnetismo,
son las formas "científicas" en que se manifiesta este amor, el más
primigenio y el que todos poseemos, aunque permanezca eclipsado en las personas
por los otros amores anteriormente descritos, mucho más vivenciables y
poderosos.
Y existe también su contracara: el
odio físico o elemental, que es el que sienten las partículas materiales cuando
son incitadas a escapar de la compañía de sus semejantes. Este odio es causado
por la fuerza de expansión que opera en el universo y que lo mueve a
disgregarse, alejándose las galaxias unas de otras, y también por la fuerza
electromagnética en su sentido repulsivo.
Tenemos conformado entonces el
siguiente cuadro amatorio:
Amor
físico o elemental (operando sobre la materia "inanimada")
Amor
corporal (operando sobre los valores vitales y estéticos del ser)
Amor
espiritual (operando sobre los valores intelectuales, culturales y éticos del
ser)
Amor
metafísico (operando sobre el valor ontológico del ser)
Y lo mismo para el odio, con la salvedad, me parece a mí,
de que el odio no se manifiesta metafísicamente. Y digo "me parece a
mí" porque Scheler opinaba de muy otro modo. Dejando de lado el amor y el
odio físicos o elementales, que Scheler no considera por no suscribir a la
hipótesis pampsiquista a la que yo adhiero, este pensador entiende que tanto el
amor corporal como el espiritual y el metafísico (que él denomina,
respectivamente, amor vital, amor psíquico y amor espiritual) tienen su
contracara odiosa, y que por ende existen tres tipos de odio, correspondientes
a los tres tipos de maldad: el odio que experimentan las personas viles, que es
el más suave, el odio de las personas malvadas, que es el intermedio, y el odio
de las personas demoníacas. Hablando sobre lo que yo llamo amor metafísico, y
para destacar su carácter netamente desinteresado, Scheler comenta lo
siguiente:
Siempre
que se nos dan individuos, se nos da algo último, que en modo alguno puede componerse con notas, cualidades,
actividades. [...] Ahora bien, acaece con la persona individual que sólo nos es
dada por y en el acto del amor, es decir, que también su valor como individuo
nos es dado sólo en el curso de este acto. [...] es también un
"racionalismo" totalmente erróneo querer fundar todavía y como quiera
que sea el amor a una persona individual, por ejemplo, en sus cualidades,
hechos, obras, maneras de comportarse. Precisamente en el intento de aducir estos
fenómenos se nos presenta con toda nitidez el fenómeno del amor a la persona
individual. Pues entonces advertimos siempre que podemos concebirlo cambiando y
desapareciendo cada uno estos hechos, sin que por ello podamos dejar en modo
alguno de amar a esta persona; percatándonos, además, de que la suma de los
valores que sus cualidades y actividades tiene para nosotros [...] no logran
alcanzar ni con mucho nuestro amor a la persona. [...] También el enorme cambio
en los fundamentos que solemos darnos a nosotros mismos de "por qué"
amamos a alguien muestra que todas estas razones se buscan sólo posteriormente
y que ninguna es la verdadera "razón" del amor (Esencia y formas de la simpatía, secc. B, cap. III).
Y en una nota al pie de estos comentarios agrega que
"lo mismo es válido naturalmente también para el «odio»". Mas yo no
lo creo así. Ciertamente que el amor metafísico, el amor hacia las personas en
tanto que personas y no en tanto que conjuntos de cualidades, no se fija en
razones, y que cuando amamos a alguien "por esto que hace" o
"por esta cualidad que posee", no la estamos amando en profundidad,
sino sólo a través de la superficie de su espíritu. Pero ¿podemos odiar
"demoníacamente" a una persona? ¿Podemos odiarla sin tener razones
(fundamentadas o racionalizadas) que actúen como germen y abono de este odio?
Según Scheler, existe un odio demoníaco que no cesa por mucho que se modifiquen
las cualidades del ser odiado o su comportamiento; mi pesimismo no llega hasta
ese punto. Y hasta me parece que adoptando esta postura se acerca Scheler
peligrosamente a un cierto maniqueísmo ético que no es dable suponer en su
axiología. El amor más puro existente sobre la tierra, exceptuando el amor del
humilde creyente para con Dios, es el amor de una madre para con su hijo. No
hay nada que su hijo "haga" ni "sea" que opaque tal
sentimiento cuando está fundado en consideraciones metafísicas y no meramente
psíquicas o espirituales. Y ahora nos dice Scheler que tenemos un equivalente
de este amor incondicional en el odio demoníaco, que hay gente que odia
"porque sí", ya que su odio no apunta a los valores sino al núcleo de
la persona odiada. Pero yo afirmo que si no tenemos una razón, tonta o
justificada, meditada o infantiloide, que nos incite a odiar, en ausencia de
esta razón el odio no puede darse. El odio pasa necesariamente por el
razonamiento; de ahí que los animales irracionales sean incapaces de odiar más
allá del instante puntual subsiguiente a una agresión. Y el odio más
nauseabundo, el odio que no decrece sino que se expande con el tiempo, el odio
del resentido, lo mismo se basa en razones. El resentimiento del judío para con
el palestino no es demoníaco, no subsiste porque sí, porque tenga el judío alma
de demonio. Dejen los palestinos de atacar a los judíos, de ametrallarlos y de
volarlos por los aires, y resígnense a vivir en el yermo infértil que les han
asignado, agradeciéndole a la ONU
su infinita generosidad, es decir, vuélvanse los palestinos más mansos, más
pacientes y más austeros, y se verá de inmediato, ni bien acaben de sumar estos
valores y eliminar el disvalor belicosidad de sus espíritus, cómo el
resentimiento de los judíos se desvanece.
El afán de simetría es lo que llevó a
Scheler a postular la existencia de este odio supranormal. Existiendo la
beatitud, el éxtasis supremo que no es el premio sino la condición del hombre
bueno, debía existir también la desesperación como condición del hombre malo.
Yo no digo que no exista el hombre malo, el hombre desesperado de maldad, como
contracara del beato, sólo digo que la maldad no es metafísica como sí lo es la
bondad. Creo yo que hay contradicción en postular un tipo de maldad metafísica
en connivencia con un dios de pura bondad. Negar la maldad a secas es un
desatino, porque todo el mundo la conoce y sabe de su existencia, pero esta
maldad, circunscrita como yo la circunscribo al mundo físico, corporal y
espiritual, juega un papel fundamental dentro de los engranajes eudemónicos del
mundo (ver anotaciones del 17/5/7). Si en cambio vamos más allá y, tal como hacemos
con el amor, le otorgamos a la maldad un alcance metafísico y, por ende,
absoluto, ahí sí que se nos hace cuesta arriba el mantener nuestro panenteísmo
optimista, porque si lo malo se hace ontológico el universo todo queda maldito,
y maldito queda Dios. No soy yo el más a propósito para renegar de la belleza
inherente a la simetría y a las argumentaciones que cumplen esa condición, pero
a veces hay simetrías más profundas que las que a primera vista parecen
observarse, y éste puede ser el caso.
El hombre desesperado es aquel que
permanece ciego a los valores que las personas tienen, o que los ve al revés,
como si fuesen disvalores; y es también, y fundamentalmente, un hombre que
desconoce los valores ontológicos, que no cree que las personas sean personas
ni que Dios sea Dios. Eso, y mucho más, es un hombre desesperado; pero de
ningún modo es un hombre irracional. Su desesperación le viene de su razón
práctica, vale decir de su (pésimamente calculado) egoísmo. Tiene sus razones para estar desesperado. El día que no las tenga,
cesará su desesperación y enloquecerá --si es que nadie lo ha sabido convertir,
apuntándole con su amor-- o despertará para su nueva vida en el mundo de los
cuerdos si es que tiene la dicha de que lo amen lo suficiente. De que lo amen
con beatitud y "porque sí", que es la única forma en que nos es dado
amar a las personas disvaliosas y desesperadas.