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lunes, 30 de marzo de 2020

Nietzsche y los judíos


En todo el Nuevo Testamento se encuentra una sola figura que se deba honrar: Pilatos, el gobernador romano. Tomar en serio un asunto entre judíos, es cosa a la que no se resuelve. Un judío de más o menos, ¿qué importancia tiene?...
Friedrich Nietzsche, El Anticristo

Dado que ahora dispongo del tiempo necesario (estamos en cuarentena por el coronavirus y nadie puede salir de su casa) y dispongo también del material de lectura necesario (los cuatro tomos de los Fragmentos póstumos de Nietzsche y los seis tomos de su Correspondencia), me tomaré el trabajo de responder, o de intentar responder, una pregunta que me viene rondando la cabeza desde hace más de diez años: ¿era Nietzsche antisemita?
Según Mazzino Montinari, “el antigermanismo y el no antisemitismo de Nietzsche son tan fáciles de demostrar como el germanismo y el odio rabioso de Wagner hacia los judíos (Lo que dijo Nietzsche, p. 167). En la otra punta tenemos a Nicolás González Varela: “Elisabeth hizo todo lo posible por presentar a Nietzsche como un crítico del germanismo a ultranza ya desde su piadosa biografía, […] y en un intento apologético trata [...] de separarlo de la judeofobia y el teutonismo que emanan de sus escritos” (Conversaciones filosóficas con Nicolás González Varela, edición a cargo de Salvador López Arnal, libro disponible en internet). El tema del germanismo o del antigermanismo de Nietzsche lo dejaré de lado por el momento y me centraré en su postura frente a la cuestión judía. Y para ello, nada mejor que sus cartas, en las que siempre se muestra mucho más auténtico que en sus escritos publicados. En 1866, por ejemplo, le escribe a su madre y hermana una misiva de donde extraigo esta oración: “Por fin Gersdorff y yo hemos encontrado una taberna en donde uno no tiene que soportar la mantequilla rancia y figuras grotescas de judíos y donde somos regularmente los únicos clientes”. Ya se insinúan aquí, a sus veintiún años, algunos prejuicios sobre el aspecto exterior de los judíos. También le escribe a un amigo ese mismo año: “La comida es en todas partes muy mala y también cara [...], y por donde mires encuentras judíos y amigos de judíos”. ¿A qué viene ese comentario de encontrar judíos por todas partes? Da toda la sensación de que no quisiera encontrarse con judíos, de que los judíos le desagradan, sensación que queda prácticamente certificada desde esta carta de 1868 a su madre y hermana: “Hoy es el último día de la feria, y con ello por suerte desaparecen el olor a grasa y la afluencia de judíos”. Es importante tener en cuenta la fecha de estos comentarios, porque algunos historiadores afirman que de haber algún antisemitismo en el primer Nietzsche, este le fue “contagiado” por Richard Wagner, pero a Wagner lo trató por vez primera en 1868 y estos comentarios son anteriores. Continúo con una carta de 1868, dirigida a un amigo: “Me gusta inmensamente la figura de Demócrito, ciertamente me la he reconstruido completamente, puesto que nuestros historiadores de la filosofía no le han hecho justicia ni a él ni a Epicuro, porque son beatos y muy judíos ante el Señor”. Está criticando aquí, de pasada, la supuesta mojigatería del judaísmo y su intolerancia con los no creyentes. En 1869 aparece una mención a Wagner en uno de sus Fragmentos póstumos: “Uno de los enemigos judíos de Richard Wagner le había anunciado la llegada de un nuevo germanismo, el germanismo judío” (1 [51]). Lo dice en tono irónico, o tal vez en tono de preocupación; en cualquier caso, no parece alegrarse por la posibilidad de que esta profecía se concrete.
De 1870 es esta carta enviada a un amigo, en donde la inquina contra los judíos y contra lo que representan puede vislumbrarse desde lejos:

La increíble seriedad y la profundidad alemana que tiene la concepción del mundo y del arte de Wagner, tal como brota de cada una de sus notas, es para la mayoría de los hombres de nuestro «tiempo actual» un horror [...]. Nuestros «judíos» —y tú sabes cuán vasto es este concepto— odian sobre todo el modo de ser idealista de Wagner [...]: esta ardiente y magnánima lucha, para que finalmente advenga el «día de los nobles», es decir, lo caballeresco, es algo completamente aborrecido por nuestro plebeyo ajetreo político cotidiano.

El “día de los nobles” es el día en que los aristócratas del espíritu imperarán por sobre las masas incultas esclavizadas. No hay duda de que Nietzsche no incluye a los judíos entre los caballeros que gobernarán, sino entre los esclavos que serán sometidos.
También de 1870 es este pasaje: “La religión judía tiene un terror indecible ante la muerte, y la meta principal de sus plegarias —conseguir una larga vida” (FFPP, 5 [50]). El individuo que experimenta “un terror indecible ante la muerte” es, a los ojos de quien entiende que la vida buena es la que se vive de manera temeraria (“¡Hombres más expuestos al peligro, más fecundos, más felices! Porque el secreto para cultivar la existencia más fecunda y más gozosa consiste en vivir peligrosamente” (La ciencia jovial, § 283)), decía que los individuos cobardes, entre los cuales destacan según Nietzsche los judíos, son, para este pensador y debido precisamente a su cobardía, unos pobres miserables dignos de la esclavitud.
Afirma Nietzsche que “el bienestar sobre la tierra es la tendencia de la religión judía. La religión cristiana se basa en el sufrimiento. El contraste es enorme” (FFPP, 1870, 5 [97]). Quienes tienen por objetivo prioritario en la vida el bien vivir —los ingleses sobre todo, pero también los judíos, según Nietzsche—, no son merecedores de la vida. Por eso protesta “contra la indigna frase judía del cielo en la tierra” (ibíd., 1870, 5 [103]).
Un año después, finalizada la guerra franco-prusiana, Nietzsche, eufórico por la victoria, da rienda suelta a su germanismo y a su antisemitismo en esta carta dirigida a Carl von Gersdorff:

 …Ahora se anuncian nuevos deberes: y si algo nos quedará, también en la paz, de ese salvaje juego de la guerra, es el espíritu heroico y al mismo tiempo prudente, el cual para mi sorpresa encontré, como un hermoso descubrimiento inesperado, en nuestro ejército fresco y fuerte, en nuestra vieja salud alemana. [...] ¡Nuestra misión alemana aún no ha terminado! Me siento más valiente que nunca: pues no todo se ha ido a pique bajo el aplanamiento y la «elegancia» judío-franceses y bajo el afanoso ajetreo del «tiempo actual». Todavía hay valentía, la valentía alemana, que es algo diferente interiormente que el élan de nuestros lamentables vecinos.

En octubre de 1872 aparecen estos comentarios en una carta a su madre: “… Después como en el hotel, donde encuentro enseguida algunos compañeros para la excursión al Splügen del día siguiente: desgraciadamente entre ellos hay también un judío”. El hecho de tener que compartir su excursión con un judío lo ponía de mal humor. Sin embargo, dos meses después le escribe a Erwin Rohde una misiva en donde un judío, y por extensión el resto, no quedan tan mal parados como en anteriores oportunidades:

En Leipzig mi libro [El nacimiento de la tragedia] está realmente agotado. Lo último es que Jacob Bernays ha declarado que era justamente lo que él pensaba, aunque mucho más exagerado. Me parece divinamente desvergonzado por parte de ese judío culto e inteligente, pero también un indicio divertido de que los «zorros del país» comienzan a oler algo.

“Por primera vez —escribe Curt Janz refiriéndose a este pasaje— encontramos el reconocimiento que Nietzsche profesa por los judíos inteligentes, aquí todavía en un tono irónico, que en sus últimos años [...] habría de convertirse en una admiración sincera” (Friedrich Nietzsche, tomo II, p. 166). A partir de aquí, los judíos comienzan a caerle menos antipáticos. Pero la vuelta de campana de su estimación a los seguidores de Moisés es lenta. Todavía en 1874 pudo escribir que Wagner “ofendió a los judíos, que poseen en la Alemania actual la mayoría del dinero y de la prensa” (FFPP, 32 [39]). Y al año siguiente explota: “¡No una religión de la venganza y la justicia! Los judíos son el peor de los pueblos” (ibíd., 5 [166]). Encuentro también un fragmento póstumo que data de 1876 que confirma este juicio: “Que los judíos sean el peor pueblo de la tierra es algo que concuerda a la perfección con el hecho de que fuera precisamente entre los judíos donde surgió la doctrina cristiana de la total pecaminosidad [...] del ser humano” (17 [20]). Podría decirse que hasta aquí, Nietzsche aborrece por igual a los judíos y a los cristianos; más tarde sus invectivas se centrarán en los últimos y tratará con más respeto a los primeros[1].
Préstese especial atención a este pasaje de una carta de 1877 dirigida a Siegfried Lipiner:

…de ahora en adelante creo que hay un poeta. [...] dígame pues con toda franqueza, si en lo referente a su origen se encuentra de alguna forma relacionado con los judíos. Porque algunas experiencias recientes han hecho que tenga grandes esperanzas depositadas precisamente en los jóvenes de ese origen.

Estos elogios estaban dirigidos al propio Lipiner, quien se reconoció como judío en un agradecido escrito de respuesta. También era de origen judío Paul Rée, pensador filosófico que había conocido en 1873. Nietzsche terminará admirando tanto al uno como al otro, y Rée se convertirá, luego de unas vacaciones que pasaron juntos en Sorrento en 1876, en uno de sus más íntimos amigos, lo que contribuirá enormemente para vencer, o al menos mitigar, su antisemitismo e intentar seducir a la intelectualidad judía para que apoye su cruzada inhumanista y anticristiana. De ser el peor pueblo de la tierra, pasaron los judíos a ser depositarios de las “grandes esperanzas” de este singular retórico[2].
En el año 1878 se agudiza el distanciamiento entre Nietzsche y Wagner. Uno de los motivos de la ruptura es la actitud del compositor respecto de la cuestión judía: “Wagner queda tiranizado por sus ideas. Por ejemplo, por su odio a los judíos. ¿Cómo puede dejarse tiranizar de esa manera un hombre así?” (FFPP, 27 [90]). Ese año salió a la luz Humano, demasiado humano, y Wagner tuvo el desagrado de leer sentencias como esta:

Me gustaría saber cuánto hay que corregir, al hacer un recuento final, a un pueblo que, no sin culpa de todos nosotros, ha tenido la historia más penosa de todos los pueblos y a quien el mundo debe el hombre más noble (Cristo), el sabio más puro (Spinoza), el libro más poderoso y la ley moral más efectiva (§ 475).

 A estas alturas, Nietzsche, sin dejar de ser un antisemita, se va convirtiendo en un furibundo anti-antisemita. ¿Que esto no es posible? Para una persona lógica tal vez no lo sea, pero estamos hablando de Friedrich Nietzsche[3]. “Entre extranjeros —escribe Nietzsche en 1880— se oye decir que los judíos están lejos de ser lo más desagradable que les llega de Alemania” (FFPP, 2 [53]). Hace unos años detestaba la idea de comer o de salir de excursión con ellos; ahora piensa que no son tan desagradables. Hace cuatro años los consideraba “el peor pueblo de la tierra”, ahora afirma que “las razas superiores, como por ejemplo la raza judía, aun en las situaciones más espantosas difícilmente se ven en la necesidad extrema de tener que alquilarse como máquinas corporales” (FFPP, 1880, 2 [62]). Comienza a considerar a los judíos como superiores a los arios: los nazis tendrán que hacer malabares dialécticos para esconder este dato cuando presenten a Nietzsche como su filósofo estrella.
El antisemitismo del pueblo alemán, hacia fines del siglo XIX, era notorio y, para cualquier personalidad sensible, asfixiante. Nietzsche ensaya una explicación de una de las causas que motivaron la aparición y la fermentación del discurso antisemita:

Aprovechar las oportunidades en la relación con las personas es la forma de ser de los judíos, que llegan hasta el mismísimo límite de dichas personas y hacen notar que se saben en el límite. Esto los hace impertinentes: todos queremos ser inaccesibles y parecer ilimitados; los judíos contrarían este fantástico pretender-ser-inaprensibles de individuos y naciones, y por eso se les odia tanto (FFPP, 1880, 3 [56]).

Esta explicación, empero, no justifica ni aplaude, sino todo lo contrario, “las canalladas de la persecución reavivada de los judíos” (FFPP, 1880, 6 [71]). Detesta las persecuciones… a los judíos; las persecuciones a los inválidos, a los tarados, a los cristianos, en fin, a los “decadentes”, las fomentará hasta el paroxismo. La guerra está declarada: de un lado los “señores”, los “caballeros”; del otro, la gentuza, la masa. Y en esta guerra, quizá más por interés que por verdadera convicción, coloca ahora (recordemos lo que pensaba diez años atrás) a los judíos entre los aristócratas: “La lucha contra los judíos ha sido siempre un indicio de la peor naturaleza, la más envidiosa y la más cobarde: y quien ahora participa en ella debe arrastrar una buena porción de espíritu plebeyo” (FFPP, 1880, 6 [214]). Nietzsche quiere dar vuelta la tortilla, quiere que los antisemitas cristianos pasen de ser perseguidores a perseguidos, perseguidos por los aristócratas del espíritu, entre quienes estarán, dando su apoyo logístico (y en especial su apoyo económico), las tribus de Israel. Y los judíos, ¿qué quieren? Quieren, según Nietzsche, lo mismo que quiere él, apoderarse de Europa, aunque no por las armas, sino por la astucia y la paciencia:

[Los judíos] saben mejor que nadie que no pueden pensar en conquistar Europa, ni en actos de violencia de ningún tipo; pero también saben que puede llegar un día en que Europa caerá en sus manos como fruta madura, sin que tengan que hacer otro esfuerzo que el de alargar el brazo. [...] Entonces, cuando los judíos puedan mostrar esas joyas y esos vasos de oro, que serán obra suya, a los pueblos europeos de experiencia más breve y menos profunda, incapaces de producir cosas semejantes; cuando Israel haya cambiado su venganza eterna en bendición eterna para Europa, habrá llegado ese séptimo día en el que el antiguo Dios de los judíos podrá alegrarse a causa de sí mismo, de su creación y de su pueblo elegido, y todos sin excepción podremos alegrarnos con él (Aurora, § 205 —el subrayado es mío—).

Nótese que al afirmar que lo que buscan los judíos es la conquista de Europa, se está comportando como un antisemita: así, a través de imaginarias conspiraciones, justifican estos individuos las persecuciones. Por eso digo que Nietzsche se transformó en anti-antisemita sin dejar de ser por ello antisemita.
En 1881 le escribe a su editor Ernst Schmeitzner: “Yo ya no encajo entre sus Wagner, Schopenhauer, Dühring y demás literatura de partido”. Por “literatura de partido” se refiere a publicaciones antisemitas, no quiere que sus libros sean publicados por una editorial que a su vez edita ese tipo de material. Dos años después encontramos esta curiosa oración: “Quitar a los judíos su dinero y darles otra orientación” (FFPP, 1883, 9 [29]). Probablemente se refiera a que el dinero judío podría financiar la revuelta que está organizando: la de los aristócratas del espíritu en contra de la cristiandad y sus valores.
En 1884 su hermana se compromete con el antisemita Bernard Förster, motivo suficiente como para que Nietzsche monte en cólera: “He roto radicalmente con mi hermana; por amor de Dios, no piense en mediaciones o reconciliaciones de ningún tipo —entre una estúpida rencorosa y antisemita y yo no hay reconciliación posible” (carta a Malwida von Meysenbug desde Venecia). Los antisemitas ya son, para Nietzsche, individuos estúpidos y rencorosos con los que no vale la pena interactuar.
En 1885 vuelve a la idea de llevar a la práctica su “gran política”... de la mano de los judíos:

Los alemanes deberían criar una casta dominadora: yo confieso que a los judíos les son inherentes capacidades que son ineludibles como ingredientes de una raza que debe impulsar la política mundial. El sentido del dinero es algo que debe ser aprendido, heredado y mil veces heredado: hoy por hoy se puede comparar el judío con el americano (FFPP, 34 [111] —el subrayado es mío—).

“El día de los nobles” está llegando, pero los judíos ya no serán esclavos sino aliados de los aristócratas. Sin embargo, aún sigue sosteniendo que “los judíos nunca han sido una raza caballeresca” (FFPP, 1885, 36 [42]). Un caballero no puede ser desagradable, y Nietzsche se ve en la obligación de resaltar “la fealdad horrible y despreciable de los judíos polacos y rusos, húngaros y galicianos que recientemente están inmigrando” (FFPP, 1885, 41 [13]). Tanto le disgustaban estéticamente los judíos del Este que llegó a exigir que no se les permitiese ingresar a territorio alemán:

Que Alemania tiene judíos en abundancia suficiente, que el estómago alemán, la sangre alemana tienen dificultad (y seguirán teniendo dificultad durante largo tiempo) aun solo para digerir y asimilar ese quantum de «judío» —de igual manera que lo han digerido y asimilado el italiano, el francés, el inglés, merced a una digestión más robusta—: eso es lo que dice y expresa claramente un instinto general al cual hay que prestar oídos, de acuerdo con el cual hay que actuar. «¡No dejar entrar nuevos judíos! ¡Y, ante todo, cerrar las puertas por el Este (también por el Imperio del Este)!» (Más allá del bien y del mal, § 251).

Y siguen las críticas:

Los peligros del alma judía son: 1) busca de buena gana establecerse parasitariamente donde sea 2) se sabe «adaptar», como dicen los investigadores de la naturaleza: se han convertido así en actores natos, como el pólipo, que como canta Teognis toma el color de la roca a la que está pegado. Su talento y más todavía la tendencia e inclinación hacia ambos parece ser enorme; el hábito de sacrificar por muy pequeñas ganancias mucho espíritu y perseverancia ha dejado en su carácter un surco fatal: de modo que tampoco los más respetables mayoristas del mercado monetario judío resisten, cuando se dan las circunstancias, <no> estirar los dedos con sangre fría hacia pequeñas, mezquinas, sobreexplotaciones, lo cual haría ruborizarse a un financiero prusiano (FFPP, 1885, 36 [43]).

Pero ¿son críticas o son elogios? El superhombre del mañana será también el superexplotador, de manera que alguien que no se avergüence de su mezquindad tenderá a ser, cuando la inversión de los valores se concrete, un individuo —no un caballero— respetable.
En 1886, en una carta dirigida a su madre, aparece un nuevo reconocimiento de la inteligencia judía, y esta vez las ironías han quedado de lado:

¡Que el cielo se apiade de la inteligencia europea si se le quisiera sustraer la inteligencia judía! Me contaron de un joven matemático de Pontresina que ha perdido completamente el sueño por la excitación y el entusiasmo por mi último libro; al averiguar algo más, resulta que era otra vez un judío (un alemán no se deja perturbar el sueño tan fácilmente).

Misma situación en carta a Kóselitz del 20/7/1886:

Me ha vuelto a llegar un ejemplar modélico de una fémina literata, Miss Helen Zimmern (que ha dado a conocer Schopenhauer a los ingleses) [...]. Por supuesto, judía: —es increíble cómo esta raza tiene ahora en sus manos la «espiritualidad» de Europa.

Los otrora “zorros del país” configuran ahora la punta de lanza espiritual del viejo mundo: la tortilla terminó de voltearse.
En este 1886 Nietzsche publica Más allá del bien y del mal, libro virulento —su virulencia estilística va in crescendo de aquí en adelante[4]— en el que ataca la moral cristiana y acusa a los judíos de haberla engendrado:

El mundo antiguo, «el pueblo elegido entre los pueblos», como dicen y creen ellos mismos — los judíos han llevado a efecto aquel prodigio de inversión de los valores gracias al cual la vida en la tierra ha adquirido, para unos cuantos milenios, un nuevo y peligroso atractivo: — sus profetas han fundido, reduciéndolas a una sola, las palabras «rico», «ateo», «malvado», «violento», «sensual», y han transformado por vez primera la palabra «mundo» en una palabra infamante. En esa inversión de los valores (de la que forma parte el emplear la palabra «pobre» como sinónimo de «santo» y «amigo») reside la importancia del pueblo judío: con él comienza la rebelión de los esclavos en la moral (§ 195).

Es importante destacar que Nietzsche, pese a seguir tratando a los judíos de manera desdeñosa incluso en algunos de sus escritos más tardíos, ha dejado ahora de guardarles resentimiento, y siendo el resentimiento un componente necesario del antisemitismo, podemos deducir que Nietzsche, a estas alturas, ya no es antisemita. Sin embargo, acusa a los judíos de haber dado vuelta el universo de los valores éticos para acomodarlos a su situación y haber trastornado el mundo antiguo, el mundo dionisíaco, para convertirlo en un aguantadero de enfermos y de cobardes. Sin resentimiento no hay antisemitismo, pero si este tipo de ideas cae en la cabeza de un resentido, el caldo antisemita queda listo para ser degustado[5].
Pero Nietzsche incubaba un odio particular hacia los antisemitas de su época (“estoy haciendo que fusilen a todos los antisemitas”, le escribe a Franz Overbeck al comienzo de su locura), de modo que solía olvidar muy fácilmente las desgracias que, según él, el judaísmo había traído a este mundo, para enrostrarles a sus enemigos las potencialidades intelectuales de los que ya eran gente de su club (“¡Qué beneficio es un judío entre alemanes!”, FFPP, 1988, 15 [80]), al tiempo que les clavaba, a su cuñado y a todos los que como él pensaban, una puñalada en ese germanismo rastrero que alguna vez había sabido cultivar pero que ahora despreciaba:

Los judíos, hablando objetivamente, son para mí más interesantes que los alemanes: su historia plantea problemas mucho más fundamentales. En cuestiones tan serias estoy habituado a dejar de lado simpatías o antipatías: tal como corresponde a la decencia y la moralidad del espíritu científico y —finalmente— incluso a su gusto. Por otra parte, confieso que me siento demasiado extraño ante el actual «espíritu alemán» como para poder observar sus particulares idiosincrasias sin mucha impaciencia. Entre éstas incluyo especialmente el antisemitismo. [...] Un deseo: publique una lista de sabios, artistas, poetas, escritores, actores y virtuosos alemanes de descendencia u origen judío. (Sería una valiosa contribución a la historia de la cultura alemana (¡y también a su CRÍTICA!) (Carta a Theodor Fritsch, 23/3/1887).

Con esta carta le pone los puntos a su editor, antisemita consumado y rabioso, y va delineando su plan de acción, que es el de barrer de la faz de la tierra la ética cristiana, y a los cristianos junto con ella, y como los antisemitas eran, por regla general, activistas cristianos (católicos especialmente), caerían con ellos. Ahora bien, el antisemitismo campeaba entre los alemanes nacionalistas, por lo que si Nietzsche había elegido ser anti-antisemita, por fuerza tenía que renegar de ese pangermanismo que había sabido cultivar[6] y convertirse (¡al estilo Marx!) en internacionalista. No le interesaba a Nietzsche Alemania sino la Europa completa, y si para apoderarse de ella hubiese tenido que sacrificar a la mayoría de sus antisemitas compatriotas, no habría dudado en hacerlo[7]. Por eso les advertía: váyanse lo más lejos que puedan, porque la revolución anticristiana está llegando:

Mi deseo es [...] que algo venga en vuestra ayuda del lado alemán, a saber: que se obligue a los antisemitas a abandonar Alemania: en cuyo caso no cabría duda de que preferirían vuestra tierra de «promisión» [Paraguay] a cualquier otro país. A los judíos, por otra parte, les deseo cada vez más que lleguen al poder en Europa, para que pierdan (es decir, ya no tengan necesidad de) las cualidades en virtud de las cuales se han impuesto hasta ahora en su calidad de oprimidos. Por lo demás, es mi sincera convicción que un alemán que, simplemente porque es un alemán, reivindique ser más que un judío, es alguien que tiene su lugar en la comedia; suponiendo, claro, que no lo tenga en el manicomio (borrador de una carta a su hermana, principios de junio de 1887).

Menciona el Paraguay porque ahí estaba Elisabeth Nietzsche con su esposo ensayando un experimento, la fundación de una colonia ario-antisemita que se llamó “Nueva Germania” (y que todavía existe, aunque no con esa ideología), para la cual le solicitaba donaciones a su hermano. Claro está que no soltó ni un centavo y les deseó un fracaso rotundo (y su deseo se hizo realidad). Trató de evitar por todos los medios que su apellido quedase identificado con el círculo antisemita alemán:

… Ese partido me ha echado a perder, uno tras otro, a mi editor, mi prestigio, a mi hermana, a mis amigos —nada es un estorbo mayor para mi influencia que el hecho de que el nombre Nietzsche se haya puesto en relación con antisemitas tales como E. Dühring: no se me ha de tomar a mal que recurra a los medios de la legítima defensa. Pondré de patitas en la calle a todo aquel que me infunda sospechas en este punto (carta a su madre, Franziska Nietzsche, del 29/12/1887).

“Ruego que de ahora mismo en adelante no se me entregue la literatura antisemita”, le escribe a su madre en otra misiva de ese mismo año. A partir de aquí, su distanciamiento de todos los antisemitas, sean publicistas o editores, como Avenarius y Fritzsch, será total, y, para mayor indignación de todo ese grupo, comenzó su reivindicación expresa de judíos como H. Heine y G. Brandes, tan poco valorados por los alemanes de nacionalismo excluyente y autosatisfecha cultura filistea. Pero lo que más le dolió, por lejos, fue la disputa con su propia hermana:

Tú, mi querida Llama, has hecho una gran necedad — ¡para ti y para mí! Tu vínculo con un jefe antisemita manifiesta una extrañeza frente a toda mi forma de ser que me llena una y otra vez de animosidad y de melancolía. Es verdad que tú dices que te has casado con el colonizador Förster y no con el antisemita, y eso es incluso correcto; pero a los ojos del mundo Förster seguirá siendo, hasta el fin de sus días, el jefe de los antisemitas. [...] Toda la prensa alemana guarda un silencio sepulcral sobre mis escritos — ¡desde cuándo!, ¡díselo a Overbeck! Eso despierta sobre todo desconfianza ante mi carácter, como si yo rechazara en público algo que en privado fomentara, —y el hecho de no poder hacer nada contra el uso que se hace del nombre de «Zaratustra» en cada uno de los números de la revista Antisemitische Korrespondezblatt [”Correspondencia antisemita”], eso ya me ha puesto muchas veces prácticamente enfermo. — ¡Perdón! No es correcto decirte a ti esto y es injusto responsabilizar a la pobre Llama de las convicciones de ese partido. Pero yo no hago siempre plena «justicia» en mis simpatías y antipatías (carta a su hermana Elisabeth, 26/12/1887).

Los antisemitas alemanes utilizaron su Zaratustra para propagar sus propias ideas, y eso le puso los pelos de punta. De haber conocido a Hitler, lo habría aborrecido —pero eso no quita el hecho de que Nietzsche, con su filosofía belicista, le haya allanado el camino—.
La paciencia para con su hermana muy pronto se le agota:

Me encuentro ahora contra el partido de tu marido en estado de legítima defensa. ¡¡Esos malditos muñecos-antisemitas no deben tocar mi ideal!! ¡Cuánto he sufrido ya por el hecho de que nuestro nombre esté mezclado con este movimiento por tu matrimonio! En los últimos seis años has perdido toda razón y toda consideración (carta a su hermana Elisabeth, finales de diciembre de 1887).

…Y con esto toco una vez más mi posición con respecto al antisemitismo o a los antisemitas, de los cuales, puesto que entre ellos hay caracteres tan respetables, eficientes y enérgicos, puedo admitir muchas cosas favorables. Sin embargo, esto no impide, sino que más bien condiciona incluso que yo le haga la guerra al antisemitismo, porque dilapida y envenena tantas fuerzas eficientes. Pero nota bien lo siguiente: ¡yo no hago la guerra a lo que desprecio! (carta a su hermana Elisabeth, 3/5/1888).

Y también se le agotan los improperios para con sus enemigos naturales al entrar en el último año de su vida cuerda:

Los antisemitas no perdonan a los judíos que estos tengan «espíritu» — y dinero: el antisemitismo, un nombre para los «malparados» (FFPP, 1888,14 [182]).

Los judíos son, en una Europa insegura, la raza más fuerte: pues, por lo prolongado de su evolución, son superiores al resto. Su organización presupone un devenir más rico, una carrera más peligrosa, un número mayor de etapas que aquéllos que todos los otros pueblos pueden reivindicar. Y esto es prácticamente la fórmula de la superioridad. [...] Los judíos son, en sentido absoluto, inteligentes; encontrarse a un judío puede ser un beneficio. Por lo demás, no se es impunemente inteligente; fácilmente se tiene a los otros en contra. No obstante, los inteligentes disponen de una gran ventaja. — A los judíos su inteligencia les impide volverse locos a nuestra manera: por ejemplo, nacionalistas. Parece que se hubieran vacunado demasiado bien en otro tiempo, incluso de manera un poco sangrienta, y esto, entre todas las naciones: ellos ya no se entregan fácilmente a nuestra rabies, la rabies nationalis. Hoy son incluso un antídoto contra esta última enfermedad de la razón europea (FFPP, 1888, 18 [3]).

¡Ah, qué beneficio es un judío entre ganado alemán con cuernos!... Eso lo minusvaloran los señores antisemitas. Qué diferencia propiamente a un judío de un antisemita: el judío, cuando miente, sabe que miente: el antisemita no sabe que miente siempre (FFPP, 1888, 21 [6]).

Los antisemitas tienen una meta, que es palmaria hasta la indecencia, es el dinero judío. Un antisemita es un judío envidioso, es decir, estúpido en grado sumo (FFPP, 1888, 21 [7]).

A riesgo de asestar a los señores antisemitas una patada «bien dada», confieso yo que el arte de mentir, el «inconsciente» extender dedos largos, demasiado largos, el tragarse la propiedad ajena, me ha parecido hasta ahora más evidente en todo antisemita que en cualquier judío. Un antisemita roba siempre, miente siempre — no puede hacer otra cosa (FFPP, 1888, 23 [9]).

Resulta muy a propósito citar aquí a Christian Niemeyer intentando desenmarañar la relación de Nietzsche con el antisemitismo:

La actitud del último Nietzsche frente al antisemitismo ideológico imperante en su época no es en absoluto ambivalente, sino de una claridad extrema: al contrario que el «joven» Nietzsche, el maduro despreciaba el antisemitismo tanto como apreciaba a los judíos de su tiempo y odiaba a antisemitas como Renan, Dühring, Fritsch, el predicador A. Stoecker o su cuñado Fórster. No obstante, esto no modifica lo más mínimo el hecho de que Nietzsche empleara genuinos estereotipos antisemitas en su crítica del cristianismo (Diccionario Nietzsche, p. 44).

Pero ¿apreciaba Nietzsche a los judíos de su tiempo? Solo a unos pocos, como los ya mencionados Heine y Brandes, o a sus amigos Rée y Lipiner, mientras que a los judíos “poco cultos” continuaba teniéndoles bastante aprensión, y su ojeriza, causada por el desfavorable juicio que se había hecho de su milenaria historia, sin llegar al resentimiento, no había desaparecido:

El «instinto de elegido» judío: reivindican sin más todas las virtudes para sí y consideran el resto del mundo como su opuesto: signo profundo de la vulgaridad del alma (FFPP, 1887,10 [199]).

Los judíos, ese pueblo sacerdotal, que no ha sabido tomar satisfacción de sus enemigos y dominadores más que con una radical transvaloración de los valores propios de éstos, es decir, por un acto de la más espiritual venganza. Esto es lo único que resultaba adecuado precisamente a un pueblo sacerdotal, al pueblo de la más refrenada ansia de venganza sacerdotal. Han sido los judíos los que, con una consecuencia lógica aterradora, se han atrevido a invertir la identificación aristocrática de los valores (bueno = noble = poderoso = bello = feliz = amado de Dios) y han mantenido con los dientes del odio más abismal (el odio de la impotencia) esa inversión, a saber, «¡los miserables son los buenos!» (La genealogía de la moral (1887), I, 7).

Según Niemeyer, el antisemitismo que trasuntan estas palabras corresponde a una “construcción secundaria” dentro del pensamiento de Nietzsche, a diferencia de su anti-antisemitismo y de su filosemitismo, que serían construcciones nietzscheanas primarias (cf. su Diccionario Nietzsche, p. 52). Yo entiendo que todo esto, su antisemitismo, su anti-antisemitismo y su filosemitismo, todo junto es una construcción secundaria si lo englobamos dentro de lo que Nietzsche consideraba importante, y si en sus últimos años como escritor le dio tanta importancia al tema del antisemitismo fue porque presentía, con impecable criterio, que su nombre pasaría a la historia de la filosofía y no quería que quedase vinculado a los círculos antisemitas. Pero el antisemitismo, en tanto que antisemitismo, lo tenía muy sin cuidado en comparación con otros grandes temas que supo tratar en sus escritos. Los judíos le interesaban como precursores de los cristianos, que eran sus verdaderos enemigos, y su antisemitismo pasaba por ahí. Los antisemitas “ortodoxos” odiaban a los judíos por haber matado a Cristo, Nietzsche los odiaba por haber posibilitado que el cristianismo naciera. Pero hasta ahí llegaba su odio, no pasaba de esa raya. Su odio a los antisemitas era un poco más profundo, pero no tenía ni punto de comparación con el odio que profesaba a los cristianos.
El último acto de la tragedia-Nietzsche consistió en preparar la logística previa para lo que —suponía— sería la mayor guerra y la mayor masacre jamás perpetrada: la eliminación del cristianismo:

Desde ahora necesitaré que me ayuden innumerables manos —¡manos inmortales!— , la Transvaloración debe aparecer en dos idiomas. Será conveniente que por todas partes se funden asociaciones que me proporcionen en el tiempo oportuno algunos millones de seguidores. Considero valioso tener a mi favor en primer lugar a los oficiales del ejército y a los banqueros judíos: —ambos grupos representan juntos la voluntad de poder. [...] los banqueros judíos son mis aliados naturales como único poder internacional, tanto por su origen como por su instinto, que cohesiona de nuevo a los pueblos, después de que una abominable política de intereses haya hecho del egoísmo y del autoenvanecimiento de los pueblos un deber (FFPP, diciembre de 1888, 25 [11]).

Esto parece chiste: la voluntad de poder, para Nietzsche, ¡son los judíos! Así las cosas, en una primera lectura podríamos encontrar contradictorio el hecho de que alguien empariente la filosofía de Nietzsche con el nazismo. Y sin embargo no lo es, no es contradictorio, porque si bien en esta entrada estoy haciendo hincapié en la cuestión judía, en la filosofía de Nietzsche este tema es harto secundario en comparación con los tres o cuatro tópicos que realmente lo inquietan, y hasta se puede adivinar una continuidad de su desprecio juvenil hacia los judíos, solo que ahora los necesita, y no tanto los necesita como avanzada de la espiritualidad europea sino más bien como banqueros, tal como queda explicitado en el anterior pasaje o en este otro: “¿Ya sabe usted que para mi movimiento internacional necesito todo el gran capital judío...?” (carta a Heinrich Köselitz, 9/12/1888). Ese capital sería destinado, en lo futuro, para el armamento, para ponerse a tono con la “guerra total” que Nietzsche desataría, pero primeramente lo necesitaba para concretar una multitudinaria propaganda: planeaba editar El anticristo en siete lenguas, ¡con una tirada de un millón de ejemplares para cada una de estas siete traducciones! (carta a Paul Deussen, 26/11/1888).
Hay que decir también que a estas alturas, Nietzsche está viviendo un infierno psicológico, un borderláin de la locura que ya empieza a calentarle el cerebro, y que su pretendida coalición con los judíos para que juntos, y junto con el ejército alemán, tomen el poder, no puede suponerse que haya sido pergeñada por una persona en sus cabales. Pocos días antes de la famosa escena con el caballo, le escribe una misiva a Georges Brandes —crítico literario que había hecho mucho, con su estudio sobre el “radicalismo aristocrático” de Nietzsche, para catapultarlo a la fama internacional[8]—, le escribe una misiva, decía, tan desconcertante que el pobre dinamarqués, de haberla leído, no se habría decidido por compadecerlo o por carcajear:

Apreciado amigo, considero que es necesario comunicarle algunas cosas, todas de primera relevancia: deme su palabra de honor de que esta historia quedará entre nosotros. Hemos entrado en la gran política, incluso en la más grande de todas… Preparo un acontecimiento que con suma probabilidad partirá la historia por la mitad, hasta el punto de que tendremos una nueva cronología: a partir de 1888 como año Uno. Todo lo que hoy está arriba, alegre y confiado, la Triple Alianza, la cuestión social, se convertirá en una formación de antítesis entre individuos: tendremos guerras como no las hay, pero no entre naciones, no entre estamentos: todo habrá saltado en pedazos, —yo soy la dinamita más terrible que existe—. En tres meses quiero encargar los preparativos para la edición de un manuscrito de El Anticristo. Transvaloración de todos los valores. Se mantendrá completamente secreta: me servirá como edición de agitación. Necesito traducciones a todas las principales lenguas europeas: cuando la obra tenga que salir a la luz pública, entonces calculo un millón de ejemplares en cada lengua para la primera edición. He pensado en usted para la edición danesa, en el señor Strindberg para la sueca. —Ya que se trata de un golpe de aniquilación contra el cristianismo, es evidente que el único poder internacional que tiene un interés instintivo en la aniquilación del cristianismo son los judíos —aquí hay una enemistad instintiva, no algo «ficticio» como en cualesquiera «librepensadores» o socialistas— me importan un rábano los librepensadores. Por consiguiente, hemos de tener aseguradas todas las potencias decisivas de esa raza en Europa y América —un tal movimiento necesita sobre todo del gran capital. Aquí se halla el único terreno preparado por naturaleza para la guerra de decisión más grande de la historia: el resto de partidarios solamente podrá tomarse en consideración después del golpe. Este nuevo poder que aquí se formará debería convertirse en un abrir y cerrar de ojos en la primera potencia mundial: admitiendo que al principio los estamentos dominantes tomarán el partido del cristianismo, será como si tuvieran el hacha puesta en las raíces, pues justamente todos los individuos fuertes y vitales se separarán de ellos de manera incondicional.
[...]
Cuando usted lea finalmente la ley contra el cristianismo, firmada por el «Anticristo», con la que concluye el libro, quién sabe, temo que tal vez incluso a usted le flaqueen las piernas…
La ley contra el cristianismo tiene como título: Guerra a muerte contra el vicio: el vicio es el cristianismo.
El primer artículo: viciosa es toda especie de contranaturaleza; la especie más viciosa de ser humano es el sacerdote: él enseña la contra naturaleza. Contra el sacerdote no se tienen razones, se necesita el presidio.
[...]
Si vencemos, tendremos en nuestras manos el gobierno de la tierra —incluida la paz mundial… Hemos superado las absurdas fronteras de la raza, la nación y las clases: solamente persistirá la jerarquía entre los seres humanos, de individuo a individuo, que, por supuesto, es una escala jerárquica enorme y larga.
Así pues, usted posee el primer documento de la historia universal: gran política par excellence.

Entiéndase ahora, después de leer el anterior documento, cómo todo este filosemitismo no es real sino derivado del interés económico representado por el capital internacional judío del que Nietzsche pensaba servirse para llevar a cabo su plan, y todo enmarcado por un delirio en ciernes donde ya no se puede juzgar ni de filosemitismos ni de antisemitismos ni de nada, porque en este diciembre de 1888 Nietzsche no razona ya, le patina el embrague, y lo mismo podríamos decir de la totalidad de este último año de “cordura”, con El anticristo incluido. Por eso es difícil juzgar la importancia que la cuestión judía tuvo en Nietzsche en estos sus últimos escritos: lo encuentro inimputable. Claro que son estos, los de los años 87 y 88, sus escritos más exaltados y “entretenidos”, más llevaderos, y por ende los más leídos, y entonces le queda la sensación al público general que en la filosofía de Nietzsche el anti-antisemitismo constituye una cuestión crucial cuando no lo fue ni por asomo. Las peleas con una hermana o un cuñado poco tienen que ver con la filosofía, y ese es el principal origen de su anti-antisemitismo: las disputas familiares. Y no odiaba a los antisemitas en tanto que antisemitas, sino en tanto que cristianos, y también porque persiguiendo a los judíos, perseguían a los capitalistas que habrían de financiar su cruzada antihumana. Su filosemitismo no forma parte, como quiere Niemeyer, de una construcción primaria de su pensamiento: es una pura pose. Después de todo, “un judío de más o menos, ¿qué importancia tiene?”
Hemos de dejar bien en claro entonces que al Nietzsche razonablemente cuerdo le desagradaban bastante los judíos, y si bien nunca pensó en suprimirlos (excepto que fueran tarados, débiles o tullidos), sí pensó que le convenía mantenerse a distancia de ellos, porque su nariz, lo mismo que la de Schopenhauer, difícilmente toleraba el foetor judaicus[9]. Podría coincidir con Niemeyer y decir que su antisemitismo fue “retórico”, pero entonces habrá que calificar a su anti-antisemitismo con el mismo adjetivo despectivo: fue un anti-antisemitismo vacío de contenido filosófico.
Terminaré de citar a Nietzsche con un borrador de una carta que le escribió al emperador Guillermo II a comienzos de diciembre de 1888:

Hay nuevas esperanzas, hay metas y tareas de una grandeza para la cual hasta ahora no se tenía noción: yo soy un alegre mensajero par excellence, aun cuando tenga que seguir siendo el ser humano de la fatalidad… Pues cuando este volcán entre en actividad, tendremos sobre la tierra convulsiones como aún no las ha habido: el concepto de política se ha disuelto por completo en una guerra entre espíritus, todas las estructuras de poder han saltado por los aires — habrá guerras, como nunca las ha habido—.

La profecía de Nietzsche se cumplió: los horrores de la Segunda Guerra Mundial jamás se habían visto —y creo con esperanza que jamás se volverán a ver—. Solo pifió en un pequeño detalle: los judíos no formaron parte de los atacantes, sino de los atacados. No lo hubiese querido así Nietzsche, pese a que los judíos, salvo algunas excepciones, no le caían bien (el antisemita opera siempre así: “Los judíos son una desgracia, excepto tú, y tú, que siendo judíos, no lo parecen y no se comportan como tales”). “Considero valioso —había escrito— tener a mi favor en primer lugar a los oficiales del ejército y a los banqueros judíos: —ambos grupos representan juntos la voluntad de poder”. No pudo ser: el ejército nazi no se alió, sino que expropió a los banqueros judíos, y al resto de los judíos los masacró: eran débiles, y Nietzsche aconsejó suprimir a todos los débiles, sin importar raza, credo ni condición social. En este sentido, sus consejos no cayeron en saco roto.
Respondo, pues, de manera concreta, a la cuestión que dio comienzo a esta investigación: a Nietzsche le desagradaban los judíos, y le desagradaron hasta el último de sus días, pero su antisemitismo, es decir, su resentimiento hacia los judíos, fue decreciendo a partir de 1876 aproximadamente hasta casi desaparecer hacia 1888. Y nunca fue un antisemita activista: el Ku-Klux-Klan que planeaba no era para ellos. Siempre le desagradaron los judíos, pero esta sensación no fue óbice para que se apoderara de él, sobre todo en sus últimos años de cordura, un exacerbado (aunque también retórico) anti-antisemitismo. Convivió en Nietzsche, durante muchos años, el desagrado por los judíos y por los antisemitas; por ser el primer posmoderno pudo darse este tipo de lujos que ahora son corrientes en el ámbito de la filosofía.


[1] La crítica de Nietzsche al cristianismo, la repugnancia que sentía por todo lo cristiano, tenía que incluir necesariamente al judío: "El cristianismo es el blanco de Nietzsche en la medida en que se conecta directamente al judaísmo. Mientras que Kant o Hegel trazan una línea de demarcación, sustrayendo el cristianismo a las críticas que dirigen al hebraísmo, Nietzsche puede ser considerado el primer filósofo que lanza un ataque sin precedentes contra el judaísmo, pues se amplía hasta implicar al cristianismo. Golpeando al uno golpea también al otro. Puede decirse que el enemigo de Nietzsche es el mesianismo" (Donatella di Cesare, Heidegger y los judíos, p. 64).
[2] "Nietzsche había aprendido en poco tiempo, por su íntima amistad con Paul Rée y ahora por su admiración por el poeta Lipiner, a perder aquella altanera aversión a los judíos que las iglesias cristianas habían mantenido despierta durante siglos por la pretensión de poseer ellas solas la verdad, y que desde la fundación del Imperio comenzó a desarrollarse en un antisemitismo político que fue fomentado activamente por las «Bayreuther Blatter» y por todo el movimiento cultural de Bayreuth, y menos por Wagner mismo. Para Nietzsche ya era tiempo de distanciarse claramente [...] de esto” (Curt Janz, op. cit., p. 409).
[3] Nietzsche propone la irracionalidad como criterio teórico y ético. Burlándose del principio de no contradicción, explica: "¿Existe culpa, injusticia, contradicción y dolor en este mundo? «¡Sí!», exclama Heráclito, pero solo para el hombre de inteligencia limitada que ve únicamente lo separado, y no la unidad; y no para el dios que intuye el todo. Para este, todas las cosas y sus contrastes, los contrarios, no conforman más que una totalidad armónica, invisible para el ojo del hombre común, pero comprensible para quien, como Heráclito, es semejante al dios contemplativo" (La filosofía en la época trágica de los griegos, § 7). ¿Cómo se le puede criticar a un sujeto que "razona" de este modo, simulando ser un dios, con esa lógica ilógica sin principios ni finalidad, sin sujeto ni objeto, sin concepto, sin juicio ni objetivo, sin realidad ni verdad; cómo se le puede criticar a una tal persona el hecho de que sea antisemita y anti-antisemita al mismo tiempo?
[4] En sus últimos años, Nietzsche pasa a ser "un literato remendón, escribidor patológico compulsivo, que carga su pluma con la bilis sanguinolenta de sus vómitos progresivamente más frecuentes y densos. Su texto es su contexto enfermo" (Bernardo Alonso, "La terrible patraña Nietzsche", artículo disponible en internet).

[5] Conor Cruise O’Brien se pregunta por las repercusiones, directas o indirectas, del pensamiento de Nietzsche en el Holocausto, y concluye que dichas repercusiones en verdad existieron. Los valores éticos que Nietzsche pretendía trastocar correspondían tanto al cristianismo como al judaísmo, y si la cruzada nietzscheana hubiese tenido éxito y los valores espartanos hubiesen asomado su nariz en Alemania, "tan pronto como volvieran a restablecerse dichos valores, que los judíos habían subvertido, no habría ya límite alguno, ni tampoco quedaría ya ningún judío" (The Siege: The Saga of Israel and Zionism, p. 59).

[6] Pangermanismo que no la abandonó sino hasta mediados de los setenta. No es correcto, pues, lo que afirma Deleuze, que perdió sus últimos "fardos" nacionalistas y comenzó a despreciar a su país y a sentirse incapaz de vivir entre los alemanes, en 1870 (cf. Gilles Deleuze, Nietzsche, p. 11). El viraje fue mucho más lento.
[7] “Estamos –escribió en 1882-- muy lejos de ser lo bastante alemanes, en el sentido corriente en que se utiliza hoy esta palabra, para convertirnos en voceros del nacionalismo y del odio racial, para regocijarnos con esa infección nacionalista por la que hoy los pueblos de Europa se atrincheran unos contra otros y se acuartelan” (La gaya ciencia, § 377, “Nosotros, los apátridas”). El pensamiento de Nietzsche, comenta Jorge Polo Blanco,terminó siendo (tras superar, al menos hasta cierto punto, su inicial fase teutómana o germanófila) de corte «paneuropeísta». [...] En el aforismo 256 de Más allá del bien y del mal lo encontraremos muy enfadado con la visión miope y la ignorancia recalcitrante de todos aquellos que siguen empeñados en fragmentar y dividir el territorio europeo con la «locura de las nacionalidades», cuando lo cierto es que Europa «quiere» unificarse, generando una nueva y superior síntesis. Soñaba con una Europa unida y empoderada en la que, por fin, quedasen sepultadas las rencillas intestinas; una Europa que dejase atrás los chovinismos patrioteros anclados en la glorificación del terruño local” (Anti-Nietzsche, p. 113). “El espíritu alemán es una indigestión. […] Adonde llega Alemania, corrompe la cultura”, dijo en Ecce Homo. De todos modos, hay que dejar en claro que pese a estas declaraciones, Nietzsche jamás se desprendió por completo de ciertas referencias a la higiene racial, hipótesis que convivió en su mente de manera más o menos forzada con la opción europeísta. Y además, nunca abandonó del todo su querencia por la “caracterología” de los diferentes “espíritus nacionales” (cf. Félix Duque, Los buenos europeos, p. 90). Por último, citaré la opinión de Norbert Elias, para quien “el ocasional odio de Nietzsche hacia los alemanes era en parte un odio hacia sí mismo. Cuando renegaba de ellos por su «profunda cobardía ante la realidad», por su «falsedad hecha instinto» y por su «idealismo», en el fondo estaba renegando de sí mismo. Esencialmente, ocultaba a sí mismo una debilidad deseosa de un vigor guerrero del que no era capaz” (“Nietzsche y el éthos guerrero”, artículo disponible en internet).
[8] Brandes, a diferencia de otros intérpretes posteriores, comprendió desde el principio hacia dónde apunta la filosofía de Nietzsche: "No se puede, de ningún modo, hablar de injusticias cometidas por la casta superior. Porque no existe justicia ni injusticia en sí. Para él, el hecho de matar a alguien, de aplastarlo, de explotarlo, de anularlo, no constituye una injusticia, no puede constituirla, por no ser la vida misma en su esencia, en sus funciones primordiales, más que destrucción, explotación, reducción a la nada. El derecho no podrá constituir jamás otra cosa que un estado de excepción, es decir, una restricción impuesta al instinto esencialmente vital, cuyo fin es el poder. [...] El gozo que inspira a Nietzsche la lucha en tanto que lucha, completamente opuesto a la manera de ver inspirada por el humanitarismo moderno, es muy característico. Para él, la magnitud de un progreso se mide por la importancia de los sacrificios que exige. Una higiene que mantiene vivos a millones de seres débiles e inútiles, que hubieran debido morir, no es un progreso verdadero. Un tranquilo bienestar medio asegurado a un número lo mayor posible de criaturas miserables, que en nuestros días se llaman seres humanos, tampoco representa un progreso grande y verdadero" (Georges Brandes, Nietzsche: un ensayo sobre el radicalismo aristocrático, pp. 48-9). El darwinismo social se infiltra en el mismísimo interior de la ontología nietzscheana.
[9] La expresión fue acuñada por Abraham a Sancta Clara, monje austríaco del siglo XVII, recordado principalmente por su profundo antisemitismo. Fue uno de los principales referentes del pensamiento del Heidegger católico.

martes, 10 de marzo de 2020

Los objetivos de la revolución francesa


¿Cuál había sido el objetivo de la revolución francesa? Varios, pero el principal era la eliminación de los privilegios de la nobleza. Se eliminó, sí, a la nobleza, pero no desaparecieron ni los privilegios ni los aristócratas:

Se pretende que el instinto de igualdad es en los franceses muy particularmente poderoso. Esto no les ha impedido, sin embargo, elevar sobre las ruinas de su antigua nobleza otra nueva, que efectivamente no tiene títulos ni escudos, pero que posee todos los atributos esenciales de una aristocracia, y cuyos abuelos, por terrible ironía de la historia, fueron precisamente los más despiadados fanáticos igualitarios de la gran revolución.
Paso por alto, porque salta a la vista, de los regicidas de la Convención, de aquellos con los que formó Bonaparte su aristocracia imperial sobre el modelo de la nobleza histórica. Me refiero a las familias en las que son hereditarias la influencia política y la riqueza, a partir de la gran revolución, solo porque sus abuelos jugaron en ella un papel más o menos importante. Buscad los nombres de los que hace cuatro generaciones han gobernado la Francia como senadores, ministros, diputados o altos funcionarios, y os admiraréis de encontrar en ellos muchos apellidos que datan de 1789. Así, los Carnot, los Cambon, los Andrieux, los Brisson, los Besson, los Perier, los Arago, etc., han fundado dinastías políticas de gran importancia; pero los que conocen a los actuales propietarios de estos nombres, saben que solamente a ellos deben la posición que en el Estado ocupan (Max Nordau, Las mentiras convencionales de la civilización, tomo I, p. 163).

Una prueba más de que las revoluciones políticas no revolucionan nada, como no sea la jerarquía económica y social de quienes las encabezan.

lunes, 9 de marzo de 2020

Kant y el progreso espiritual


Se preguntaba Kant, sobre el final de su vida y a tono con el espíritu de la modernidad, si el género humano, bajo el aspecto moral, progresaba continuamente. La experiencia le ofrecía datos inciertos y ambiguos, y en su sentir continuaría de ese modo a menos de poder mostrarse un hecho que atestiguase la existencia en la naturaleza humana de una disposición moral, de una propensión hacia el bien. Este hecho creyó encontrarlo Kant en el entusiasmo general provocado en toda Europa por la Revolución Francesa:

Esta revolución de un pueblo lleno de espíritu, que estamos presenciando en nuestros días, puede triunfar o fracasar, puede acumular tal cantidad de miseria y de crueldad que un hombre honrado, si tuviera la posibilidad de llevarla a cabo una segunda vez con éxito, jamás se decidiría a repetir un experimento tan costoso, y, sin embargo, esta revolución, digo yo, encuentra en el ánimo de todos los espectadores (que no están complicados en el juego) una participación de su deseo rayana en el entusiasmo [enthusiasmus], cuya manifestación, que lleva aparejado un riesgo, no puede reconocer otra causa que una disposición moral del género humano (Immanuel Kant, “Si el género humano se halla en progreso constante hacia mejor” (1798), incluido en Filosofía de la historia, pp. 105-6).

Yo coincido con Kant, y con la modernidad en general, en que la moral de los pueblos y de los individuos progresa constantemente, en un sentido estadístico y en gráfico de serrucho, hacia el bien y hacia el amor, y hace unos años intenté demostrar este juicio de manera más o menos científica, fracasando en el intento pero no por ello abandonando la hipótesis (véase la entrada del 21/5/11). Ahora bien; el fenómeno que toma Kant para certificar esta evolución, y que considera un ejemplo de la disposición moral de la especie humana, es para mí más bien lo contrario: un ejemplo de la retrogradación, del regreso a la barbarie. Es verdad que, como dice aquel eslogan kantiano que tanto se ha popularizado, nada que valga la pena puede hacerse sin entusiasmo, y que a los revolucionarios franceses el entusiasmo les sobraba, pero con el solo entusiasmo no se construyen los acontecimientos que hacen progresar el universo de la ética. Hay entusiasmos y entusiasmos, y el de los revolucionarios franceses, si bien al principio fue un entusiasmo ingenuo, terminó por entusiasmar a Robespierre, a Napoleón y a tantos otros, con las consecuencias que ya conocemos. No, la Revolución Francesa no fue lo que Kant sospechaba sino lo contrario: una prueba de que aún existe en la naturaleza humana una disposición hacia la maldad y hacia el egoísmo[1].


[1] "Si algo hemos aprendido desde entonces —comenta Alejandro Oliveros en alusión al anterior pasaje kantiano—, es a desconfiar de ese “pueblo lleno de espíritu”, cuyo entusiasmo termina convertido en apoyo sectario a los más oscuros intereses, como ocurrió en Rusia y Cuba y ahora sucede en Venezuela. Porque «el sueño de la razón, produce monstruos»” ("El juicio de Kant", artículo disponible en internet).