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miércoles, 27 de marzo de 2019

El sentido de la vida


Si el filósofo llama a esa esencia de la vida que está en mí y en todo lo que existe «idea», «sustancia», «espíritu» o «voluntad», no dice más que una sola cosa, esto es, que esta esencia existe y que yo soy esa misma esencia, pero por qué existe él no lo sabe, y, si es un pensador riguroso, no lo responde. Y pregunto yo: «¿Por qué existe esa esencia y qué resultará del hecho de que ella es y será?». Y la filosofía no solo no da una respuesta, sino que todo lo que puede hacer es esa pregunta.
León Tolstoi, Confesión

La solución del problema de la vida está en la desaparición de este problema. (¿No es esta la razón de que los hombres que han llegado a ver claro el sentido de la vida después de mucho dudar, no sepan decir en qué consiste este sentido?)
Ludwig Wittgenstein, Tractatus Lógico-Philosophicus, § 6.521


Siempre digo que las tres cuestiones metafísicas fundamentales preguntan sobre la existencia de Dios, del libre albedrío y de la inmortalidad de las conciencias individuales, y olvido esta otra pregunta, casi tan fundamental como las tres primeras: ¿Cuál es el sentido de la vida? Pero quien se pregunta esto así, a secas, está presuponiendo que la vida tiene sentido, lo cual no está demostrado. La pregunta prioritaria es entonces: ¿Tiene sentido la vida? Cada cual, de acuerdo a lo que sus intuiciones le dictan —porque aquí la razón y la empiria no tienen jurisdicción— responderá con o con no. Si responde con no, se acabó el problema —el problema del gnoseológico; empezarán otros problemas mucho más graves—; si responde con , recién ahí toca preguntarse qué sentido tiene, pero lo que no corresponde de ninguna manera es esperar una respuesta lingüística de tal interrogante. El interrogante tiene respuesta, pero no es una respuesta que pueda escribirse o dictarse. Cuando Wittgenstein dijo que de la ética conviene no hablar, se refería específicamente a este tipo de preguntas iniciáticas, cuyas respuestas estarán siempre viciadas de falsedad. “La ética, en la medida en que surge del deseo de decir algo sobre el sentido último de la vida, sobre lo absolutamente bueno, lo absolutamente valioso, no puede ser una ciencia” (Conferencia sobre ética, p. 43). El objetivo final de la ética, para Wittgenstein, es trascendental, lo que significa, entre otras cosas, que no puede analizarse. Así lo gráfica de manera muy didáctica Enrique Calderón Rodríguez:

Se puede ahorrar a un estudiante de medicina que descubra por sí mismo la cura contra la tuberculosis gracias a que puede aprender la naturaleza de tal enfermedad a través del conocimiento científico médico que sobre tal existe hoy en día. Tal conocimiento sobre la tuberculosis se ha podido descubrir sobre la base de que es un hecho que acaece en el mundo y, por extensión, susceptible de definición científica, de transmisión y de aprendizaje conceptual lingüístico. Pero en lo referente al sentido de la vida, no le podemos ahorrar a tal estudiante que lo descubra por sí mismo pues, aplicando la filosofía de Wittgenstein, al ser de naturaleza inefable no puede cristalizar en forma de definición análoga a la de la tuberculosis. Por consiguiente, ese estudiante solo podrá aprehenderlo a través de su propia experiencia y de la reflexión filosófica que sobre esta vaya desarrollando (La filosofía como terapia en Ludwig Wittgenstein, p. 37).

Algunos lectores del Tractatus Logico-Philosophicus de Wittgenstein tomaron este silencio que recomendaba como una muestra de desprecio hacia las cuestiones éticas, pero significaba todo lo contrario. Son tan, pero tan importantes estas cuestiones, que no se pueden expresar ni explicar a través de un medio comunicativo tan insuficiente como la palabra. Se explican de otra manera, de manera mística o intuitiva. De manera, podríamos decir también, religiosa. Es por eso que los sistemas éticos que no incluyen dentro de su aparato explicativo la religión, la intuición o la mística, permanecerán por siempre incompletos.

martes, 26 de marzo de 2019

Los que escriben de un tirón


El secreto de la buena literatura, tanto para Pessoa como para Kafka, radica en la no interrupción y en la seguidilla. Ambos se enorgullecían de haber escrito lo que consideraban uno de sus más grandes trabajos “al hilo” —como dice Pessoa—, “de un tirón” —como dice Kafka—. Ya cité hace poco la carta de Pessoa en donde hace referencia a la creación de El guardador de rebaños; aquí resumo lo que ahora más me interesa:

Un día [...] —fue el 8 de Marzo de 1914— me acerqué a una cómoda alta y, tomando un papel, comencé a escribir, de pie, como escribo siempre que puedo. Y escribí treinta y tantos poemas al hilo, en una especie de éxtasis cuya naturaleza no conseguiré definir. Fue el día triunfal de mi vida, y nunca podré tener otro así.

Por su parte, Franz Kafka escribió en su diario, entrada del 23/9/1912, que

esta historia, “La condena”, la he escrito de un tirón, durante la noche del 22 al 23, entre las diez de la noche y las seis de la mañana. Casi no podía sacar de debajo del escritorio mis piernas, que se me habían quedado dormidas de estar tanto tiempo sentado. La terrible tensión y la alegría a medida que la historia iba desarrollándose delante de mí, a medida que me iba abriendo paso por sus aguas. Varias veces durante la noche he soportado mi propio peso sobre mis espaldas. Cómo puede uno atreverse a todo, cómo está preparado para todas, las más extrañas ocurrencias, un gran fuego en el que mueren y resucitan. Cómo empezó a azulear delante de la ventana. Pasó un carro. Dos hombres cruzaron el puente. La última vez que miré el reloj eran las dos. En el momento en que la criada atravesó por primera vez la entrada escribí la última frase. Apagar la lámpara, claridad del día. Ligeros dolores cardíacos. El cansancio que aparece a la mitad de la noche. Mi tembloroso entrar en el cuarto de mis hermanas. Lectura. Antes, desperezarme delante de la criada y decir: “He estado escribiendo hasta ahora”. El aspecto de la cama sin tocar, como si la hubiesen traído en ese momento. [...] Solo así se puede escribir, solo con esa cohesión, con esa apertura total de cuerpo y alma.

Tal vez esta receta de la no interrupción sea exitosa en los literatos que —como se dice vulgarmente— dependen más de la inspiración que de la transpiración. A mí, que no me considero un literato inspirado, que ni siquiera me considero un literato, no me molesta demasiado que me interrumpan, puedo retomar el mismo texto sin ningún problema una y otra vez. Si me dan a elegir, prefiero por supuesto la no interrupción, pero no me es excesivamente imprescindible. Eso sí: mientras escribo necesito silencio. Interrúmpanme vuestras mercedes cuando lo deseen, pero luego de interrumpirme ¡retírense a paso de murga y muy callados!

lunes, 25 de marzo de 2019

Yo cavilo con bastón


Lo mismo que dije de mi pasión por la escritura puede decirse de mi pasión por la lectura. No sé pensar sin escribir, pero también me resulta muy difícil avanzar en mis pensamientos sin algún material de lectura que los respalde, los contradiga o los oriente. Siempre mis reflexiones parten desde alguna reflexión ajena, y esas reflexiones ajenas las asimilo leyendo. Por eso casi no leo cuentos ni novelas, porque no hay mucho que encontrar, en cuanto a pensamiento, en ese tipo de material de lectura. Fijate lector cómo comencé a extraer mis ideas más importantes. La teoría temperamental triangular de 1997 me la sirvieron en bandeja Aldous Huxley y William Sheldon; la teoría ética fundamentada en valores plasmada en el 2008 la entresaqué de los escritos de Max Scheler y Dietrich von Hildebrand. Y lo mismo para la casi totalidad de mis otras teorías o esbozos de teorías. No he aprendido aún a pensar por cuenta propia, sin el auxilio de los pensadores de antaño. Yo cavilo con bastón: necesito apoyarme en el pensamiento de otro para poder avanzar. Mis ideas me van surgiendo, o van cobrando forma, a medida que leo ideas ajenas. Por eso en los momentos en que por uno u otro motivo no me es dado poder leer, mis ideas comienzan a escasear.
Para Borges, la acción de leer tenía como única meta el placer: “Soy un lector hedónico: jamás consentí que mi sentimiento del deber interviniera en afición tan personal como la adquisición de libros” (“Paul Groussac” ensayo incluido en su libro Discusión). Yo también soy un lector hedónico; la diferencia con Borges es que lo que a mí me causa placer no es la lectura en sí misma sino los pensamientos que me acicatea.
Se jactaba Nietzsche de haber alcanzado el pensamiento puro, desprovisto de influencias: “Ya no leo nada”, le escribe a su amigo Peter Gast el 21/3/1888. Un año después, la locura lo absorbe por completo. Tomo nota: no dejar de leer nunca.

jueves, 21 de marzo de 2019

Pienso, existo, escribo


Escribir es, para mí, de una manera muy cruel para cualquier persona que esté a mi alrededor [...], lo más importante que hay sobre la Tierra [...]. Y por eso, temblando de miedo ante cualquier perturbación, me mantengo abrazado al escribir, y no solo al escribir sino también a la soledad correspondiente.
Franz Kafka, carta a Robert Klopstock, marzo de 1923

“Perdóname, Ophélia, pero yo debía escribir, debía solo escribir, no podía hacer otra cosa”, le dijo Pessoa —según Antonio Tabucchi— al amor de su vida como única explicación de su final distanciamiento. Pessoa representa fielmente al escritor fisiológico, a quien siente la necesidad de escribir de un modo parecido a como siente la necesidad de orinar. No meamos por placer sino para evitar que la vejiga nos moleste; y Pessoa no escribía por placer, sino porque si no escribía sus desasosiegos se incrementaban. Este tipo de escritores no son comunes, al menos entre los que cobraron fama. El único que podría equipararse a Pessoa en este sentido es Franz Kafka, quien, dirigiéndose, igual que Pessoa, a su amada, confiesa lo que para cualquier no escritor es un signo evidente de misantropía y sicosis:

Una vez me dijiste que te gustaría estar sentada a mi lado mientras escribo; pero date cuenta de que en tal caso no sería capaz de escribir […] nunca puede estar uno lo bastante solo cuando escribe, […] nunca puede uno rodearse de bastante silencio […] la noche resulta poco nocturna, incluso. Con frecuencia he pensado que la mejor forma de vida para mí consistiría en encerrarme en lo más hondo de una vasta cueva con una lámpara y todo lo necesario para escribir. Me traerían la comida y me la dejarían siempre lejos de donde yo estuviera instalado, detrás de la puerta más exterior de la cueva. Ir a buscarla, en camisón, a través de todas las bóvedas, sería mi único paseo. Acto seguido regresaría a mi mesa, comería lenta y concienzudamente, y enseguida me pondría de nuevo a escribir. ¡Lo que sería capaz de escribir entonces! ¡De qué profundidades lo sacaría! ¡Sin esfuerzo! Pues la concentración extrema no sabe lo que es el esfuerzo. Lo único que quizás no perseverase, y al primer fracaso, tal vez inevitable incluso en tales condiciones, no podría menos que hundirme en la más grande de las locuras: ¿qué dices a esto, mi amor? ¡No retrocedas ante el habitante de la cueva! (carta a Felice Bauer del 14/1/1913, citada por Ricardo Piglia en El último lector, p. 25).

“Difícil —comenta Piglia — encontrar algo más extremo. La torre de marfil suena frívola ante este sótano, y la isla de Robinson se puebla demasiado rápido. Esa forma de vida es la garantía de un uso del lenguaje absolutamente único”. Para escribir sin esfuerzo lo único necesario es la concentración extrema, y la concentración extrema solo es posible en el total aislamiento; coincido completamente.
Me viene a la mente un tercer ejemplo de escritor fisiológico: el Marqués de Sade, al menos como lo interpreta Geoffrey Rush en la película Letras prohibidas (Quills, 2000). Sentía tal necesidad de escribir este marqués pasado de rosca que cuando lo internaron en el manicomio y le negaron tinta y papel, escribió, al principio, en las sábanas de su cama con su propia sangre, y cuando ni esto pudo hacer ¡escribió en las paredes con su dedo como pluma y su mierda como tinta!... Escribía liviandades, pero no puedo menos que identificarme con este personaje a la hora de graficar mis ímpetus literarios.
Yo también escribo por necesidad, pero la escritura, en mí, y a diferencia de Pessoa, Kafka y Sade, no se constituye como un fin en sí misma, sino como un simple medio. La escritura es el medio imprescindible que necesito emplear para la consecución de mi más ansiado fin, que es pensar. Es verdad que hay ocasiones en que escribo por escribir y no para poder pensar, pero cuando escribo en serio, realmente en serio, utilizo la escritura como una simple y necesaria herramienta del pensamiento. Yo no sé pensar sin escribir. Es como si mis ideas, que moran en mi subconsciente (como las ideas de todo el mundo), necesitasen de la intermediación del papel y la lapicera para pasar de allí hacia mi conciencia. En mi Cita a ciegas escribí:

Si me encerrasen por diez años en una estrecha y solitaria celda, dándome previamente cantidad suficiente de papel y tinta, tal vez fuese yo un hombre relativamente feliz; pero si me encierran sin lápiz ni papel ninguno de donde atenazar mis pensamientos, ¡loco me volvería en unos pocos meses!

Soy como Kafka en su cueva, pero la locura me sobrevendría no por no poder escribir, sino por no poder pensar. A  Kwai Chang Caine lo encerraron cierta vez en un estrechísimo galpón, durante largos días, y solo se le acercaron para darle un pan (que no tocaba, por el calor que hacía ahí dentro) y un poco de agua. ¿Se volvió loco? Al contrario, salió más lúcido de lo que entró; tal es el poder de la contemplación mística. Pero yo de místico no tengo nada, soy pura racionalidad con una que otra intuición que se me cruza de vez en cuando, por eso necesito pensar constantemente, pedirme que ponga mi mente en blanco es como pedirle peras al olmo. Y como para pensar necesito escribir, la necesidad fisiológica, a simple vista, parece ser la escritura, pero no. Si me alcanzasen otra herramienta más útil para mejor pensar, dejaría sin dudarlo de escribir y me aferraría a ese otro artefacto o procedimiento.
Pessoa, Kafka y el Marqués dirían: escribo, luego existo; yo existo, como sugiere Descartes, solamente cuando pienso.

lunes, 18 de marzo de 2019

Engendrar sin parir


¿Qué es lo que debe legar a la posteridad un pensador filosófico? No son sus teorías acabadas lo más importante, sino aquellas que han quedado a medio decir, las que apenas vislumbró, las que parió sin criarlas o las que engendró sin siquiera parirlas. El pensador filosófico que a mí me interesa es el que engendra sin parir y sin criar, cediéndoles estos derechos a los futuros pensadores filosóficos que adoptarán sus engendros, los parirán y los criarán a su manera. Ya lo decía don Miguel de Unamuno:

Nuestros mejores pensamientos son los que se mueren con nosotros sin que los hayamos formulado. Y acaso, acaso lo mejor nuestro es lo que de nosotros dicen los demás y lo que hacemos decir a los otros. Mis pensamientos germinan en mí y florecen en otros; yo soy un vivero para ellos (Mi religión, y otros ensayos breves).