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sábado, 24 de febrero de 2018

El pampsiquismo de los platónicos de Cambridge


El pampsiquismo de los platónicos de Cambridge es controvertido. Ralph Cudworth, el más conspicuo representante de este grupo de pensadores religiosos,

explica que la teoría mecanicista de la materia entendida correctamente conlleva lógicamente a la existencia de la sustancia incorpórea, como lo hacía su amigo [Henry] More. En True Intellectual System Cudworth afirma que la sola existencia de la materia en movimiento presupone la noción de algo no material que la ponga en movimiento. De esta manera, tanto More como Cudworth concuerdan en comprender lo espiritual como fundamento de lo material. [...] Este tema se encuentra directamente relacionado con el concepto de naturaleza plástica, propuesto por el autor, en el cual también se pueden encontrar características afines al neoplatonismo, en tanto se comprende como aquello que da unidad y orden al universo, una especie de alma del mundo (Natalia Strok, “Eriúgena y los Platónicos de Cambridge”, artículo disponible en Internet).

Sin embargo, según Jerome Schneewind estas naturalezas plásticas actúan como si tuvieran inteligencia pero sin conciencia (La invención de la autonomía, X, 4). Lo mismo entendía William Sorley: la naturaleza plástica que postula Cudworth “persigue fines, pero no tiene conciencia de ellos” (Historia de la filosofía inglesa, p. 107). Si además de carecer de inteligencia y de conciencia, tampoco tienen el atributo del deseo y la potestad de ir en busca de lo que el deseo exige, el pampsiquismo se ha diluido por completo. Por desgracia aún no he podido encontrar una traducción al español de la obra cumbre de Cudworth como para interpretar por propia cuenta lo que quería dar a entender este pensador cuando hablaba de “naturalezas plásticas”. Por ahora, suspendo el juicio[1].


[1] (Nota añadida el 24/3/18.) Cudworth describe las naturalezas plásticas del siguiente modo: “Son sustancias incorpóreas, espirituales, inconscientes; causas enérgicas, activas y operativas, que obran inmediatamente en la materia muerta [...]. El cuerpo no es más que extensión [...] o masa resistente, nada más que mera exterioridad, [...] junto con capacidad pasiva; carece de energía interna, autoactividad o vida; no es capaz de moverse a sí mismo y mucho menos de dirigir artificialmente su propio movimiento” (Ralph Cudworth, True Intellectual System, citado por Bernardino Orio de Miguel en “Lady Conway. Entre los platónicos de Cambridge y Leibniz”, artículo disponible en internet). Después de semejante declaración, quedan pocas dudas respecto del carácter no pampsiquista de la filosofía de Cudworth.

martes, 13 de febrero de 2018

Más pampsiquismo


De todos los resultados absurdos que se pueden encontrar en el libro de Chalmers, el pampsiquismo es el más absurdo de todos, y nos hace pensar que hay algo de radicalmente erróneo en la tesis que lo implica.
John Searle, El misterio de la conciencia 

Dos cosas que nada tienen en común no pueden ser causa la una de la otra.
Baruch Spinoza, Ética, 1ª parte, prop. III

Doy a continuación a publicidad un fragmento de un ensayo del doctor (doctor en filosofía) José Luis San Miguel de Pablos, incluido en su libro Filosofía de la naturaleza:

[...] “pampsiquismo” ha sido y es todavía un término que provoca rechazo. Los motivos de ello son variados, pero a mi entender podrían resumirse en que la idea en cuestión choca tanto con la tradición del materialismo científico (“el sustrato último de todo es una materia absolutamente aconsciente”) como con el estricto dualismo sustancial de una cierta dogmática. Está  también la confusión de pampsiquismo con antropomorfismo: el “todo está lleno de dioses” de Tales, tomado al pie de la letra. Pero no es eso. No es en absoluto verosímil que, por ejemplo, un electrón sea un pequeño elfo danzante, pero sí podría serlo que “algo” elementalísimamente interior esté presente incluso en el electrón, sin –por supuesto– el más mínimo atributo antropomorfo. Pienso que un argumento de cierto peso puede ser el siguiente: hace tiempo que quedó obsoleta la concepción cartesiana del “animal autómata”  y, en el ámbito cristiano, Francisco de Asís ha ido ganando cada vez más terreno frente a la tradicional dogmática del “solo nosotros tenemos alma y conciencia”, con lo cual quiero decir que la inmensa mayoría de los hombres y mujeres de hoy en día admitimos que los animales superiores poseen conciencia al menos sintiente, siendo no pocos los que --abiertamente en privado y más comedidamente en el ámbito académico-- sostienen con convicción que algunos la tienen también afectiva y comunicante. Ahora bien, si los animales superiores no son máquinas sino entes conscientes, que no deben, por eso mismo, ser torturados ni maltratados... ¿en qué punto se acaba –o empieza– esa cualidad, yendo hacia atrás en la escala evolutiva? Dicho de otro modo, ¿cuál es el primer ser vivo con conciencia sintiente rudimentaria? ¿Es posible acaso fijar un inicio absoluto de la conciencia animal o, más generalmente, orgánica?  La obvia dificultad de concebir o evocar una conciencia elementalísima no es argumento en contra suficiente, ya que todo el mundo reconoce que la capacidad humana de representación intuitiva tiene sus límites. Pienso que en este caso, como en otros, la coherencia es lo que importa.
Quizás convenga recordar algunas de las cartas de nobleza de la tradición pampsiquista. No es simplemente una concepción “arcaica” (y se puede, por lo demás, cuestionar que todo lo arcaico tenga que ser necesariamente falso). El pensamiento griego alimentó mayoritariamente una visión pampsíquica del universo de gran profundidad y sutileza que adelantaba a veces la concepción sistémica de la naturaleza, como sucedía con el cosmo-organicismo estoico. El alma neoplatónica del mundo contiene multitud de pequeñas almas que recuerdan las mónadas que, siglos después, postuló Leibniz. El pilar helénico de nuestra cultura no puede entenderse despojado de esa metafísica pampsíquica, no siempre ingenua o supersticiosa, que es una de sus componentes fundamentales.
Diga lo que diga Searle, la posibilidad de un tejido pampsíquico del universo no es absurda. Desde la perspectiva que proporciona tal noción, lo evolucionariamente emergente no sería la esencia silenciosa e indefinible de la  conciencia sino su organización en mónadas –exigida por un cosmos “sistémico”, de estructura compleja y múltiple dentro de su unidad global– junto con el surgimiento de las propiedades superiores de sentimiento, pensamiento y reflexividad (o autoconciencia). Es muy cierto que algunas de las formas más afinadas del emergentismo llegan a sugerir esta misma concepción, pero la mayoría o no lo hace o bien solo implícitamente y de forma bastante temerosa. Teilhard constituye por cierto un caso aparte, ya que él sí defiende con toda claridad este punto de vista, en textos como el siguiente:

El cosmos no podría ser interpretado como un polvo de elementos inconscientes sobre los que afloraría, incomprensiblemente, la Vida, como un accidente o un moho. Sino que es, fundamental y primeramente, vivo, y toda su historia no es, en el fondo, más que un inmenso proceso psíquico; la lenta pero  progresiva unión de una conciencia difusa, escapando gradualmente a las condiciones “materiales” con que la oculta secundariamente un estado inicial de extrema pluralidad. Desde este punto de vista, el Hombre, en la Naturaleza, no es más que una zona de emersión en la que culmina y se revela, precisamente, esta evolución cósmica profunda (Pierre Teilhard de Chardin, La energía humana, Taurus, Madrid, 1963,  p. 25).

La visión del mundo teilhardiana [...] abre un espacio adecuadísimo para debatir el apasionante tema de la relación entre psiquismo y materia, entre universo y conciencia (San Miguel de Pablos, Filosofía de la naturaleza, cap. 18 [pp. 282 a 284]).

lunes, 5 de febrero de 2018

Historia del pampsiquismo


El pampsiquismo, también llamado hilozoísmo (porque las diferencias entre estos términos son de orden técnico y las voy a despreciar por el momento), constituye una hipótesis metafísica que incluye básicamente dos proposiciones: 1) que todo ente material tiene deseos, y 2) que todo ente material tiene voluntad, es decir, que tiene la capacidad de moverse por sí mismo, sin ayuda de empujes externos, para ir en busca de la consecución de sus deseos. El más antiguo anunciador de esta doctrina fue Tales de Mileto. “Algunos afirman que el alma se halla entreverada en el todo. Posiblemente es este el motivo por el que Tales pensó que todo está lleno de dioses”, dice Aristóteles desde su tratado Acerca del alma. El imán, según Tales, posee alma puesto que mueve al hierro. Continuó con esta tendencia Heráclito, para quien el universo es un “fuego vivo” que se enciende y se apaga con arreglo a leyes. Para Heráclito todo tiene movimiento propio, la característica principal de todas las partículas materiales es el dinamismo. También los estoicos defendieron estas teorías, lo mismo que Platón y su alma del mundo: “Debemos afirmar que este universo llegó a ser verdaderamente un viviente provisto de alma y razón por la providencia divina” (Timeo, 30-b). Aristóteles se opuso, aunque atribuyó deseos y voluntad a los vegetales. Los pensadores neoplatónicos reivindicaron en general estas ideas, en especial Plotino, que no concebía ninguna materia puramente extensa y muerta, pero en la Edad Media el pampsiquismo se desdibujó por influencia de la doctrina patrística y de la escolástica, que tendieron a negar el atributo del deseo no solo a la materia inorgánica sino incluso a los animales, de quienes se decía que eran como máquinas carentes de sensación y de emociones, meros artefactos al servicio del hombre. Por suerte apareció, en medio de tan grande ofuscamiento, Nicolás Copérnico, quien escribió en su obra cumbre lo siguiente: “Estimo que la gravedad no es otra cosa que una apetencia natural, infundida en las partes por la divina providencia del creador de todas las cosas” (Las revoluciones de las esferas celestes, libro I, cap. IX). Se alineó junto a él Francis Bacon; el fundador de la ciencia moderna veía en todas partes fuerzas vivas, repugnancias y apetitos. “Al modo de los poetas —comenta Hipólito Taine—, puebla la naturaleza de instintos y de inclinaciones; atribuye a los cuerpos una verdadera voracidad; al aire una especie de sed por la luz [...]; a los metales una especie de precipitación por incorporarse a las aguas fuertes” (Historia de la literatura inglesa, tomo I, libro segundo, cap. 1, § 3, secc. VI, pp. 357-8). Otro pensador filosófico muy renombrado en aquel entonces, Lucilio Vanini, creía, igual que Bacon, que la materia inorgánica posee apetitos. Algo parecido manifestó Giordano Bruno, agregando que toda la materia se mueve a la vez por causas eficientes y por causas finales. La necesidad interior de cada ser —decía— lo lleva a la conservación de sí mismo; todo ser o agente tiende a un efecto determinado, que es su fin, pues si no tendiera a él, todos los efectos le serían indiferentes y no produciría ninguno. La teleología y la mecánica aparecen así reunidas, y la razón misma de la causa eficiente está comprendida en la causa final. Dentro de esta camada de intelectuales italianos resaltan también Bernardino Telesio y Tomás Campanella. Telesio decía que todo en el universo es producido por el calor y el frío actuando sobre la materia: toda masa corpórea “siente” el calor y el frío. Lo secundó en estas ideas Tomás Campanella, quien se convirtió en el gran sistematizador de la filosofía pampsiquista del Renacimiento. Según Campanella todos los seres, orgánicos o no, viven en Dios, lo desean y lo aman. Del ser de toda cosa es constitutiva una sabiduría innata por la cual las cosas “gustan”; a las cosas “les place” el ser y “les desplace” el no ser.
No primó sin embargo este punto de vista luego de que irrumpiera en escena la filosofía cartesiana con su mecanicismo a cuestas. Entre Descartes, Hobbes y Spinoza relegaron a un segundo plano cualquier hipótesis teleológica[1], y por este carril se deslizó la filosofía occidental desde el siglo XVII hasta el presente, pese a los esfuerzos de algunos pocos notables pensadores que se le opusieron, como el grupo de los llamados platónicos de Cambridge, además de Alfred Russell Wallace y Alfred Whitehead, en Inglaterra; Diderot, Cabanis, Robinet y Teilhard de Chardin en Francia; Leibniz, Goethe, Schopenhauer, Lotze, Eduard von Hartmann y el ya citado Fechner en Alemania[2].
Hoy en día los pensadores “académicos” toman al pampsiquismo como una hipótesis filosófica hija de los tiempos del animismo prehistórico, hipótesis muerta y sepultada debido a los avances de la ciencia. Son pocos los pensadores de renombre que se atreven a defenderlo, la mayoría porque no lo considera viable y una minoría que sí cree en él pero se guarda sus comentarios por temor a la burla. Contra todos ellos se levanta, casi solitariamente, el australiano David Chalmers: "Deberíamos tomar en serio la posibilidad de algún tipo de pampsiquismo: no parece existir ningún argumento concluyente en contra de este enfoque y existen varias razones positivas para adoptarlo" (La mente consciente, cap. 8, secc. 4). No es de ningún modo el pampsiquismo-hilozoísmo un concepto presocrático pasado de moda que ningún pensador serio y prestigioso podría sostener hoy en día. La Verdad nunca pasa de moda, nunca se oxida. No estoy diciendo que tenga yo pruebas de que el pampsiquismo es verdadero; ni me jacto de tenerlas ni las necesito. Yo intuyo que la hipótesis pampsiquista es verdadera, nada más que eso. Y que sean escasos los pensadores que me acompañan en este asunto no es algo que me moleste. En filosofía la democracia no funciona, raramente son las mayorías las que dan en la tecla.


[1] Descartes no rechazó la existencia de las causas finales, pero negó que pudiésemos conocer los designios de Dios, de manera que la investigación teleológica, en la práctica, se le antojaba inútil.
[2] El hecho de que se adoptara en Occidente, a partir de Descartes, una concepción puramente mecánica de la naturaleza, trajo, según Carolyn Merchant, nefastas consecuencias políticas y ecológicas: “Antes de la revolución científica, la mayoría de la gente común asumía que [...] la tierra era una madre afectuosa, y que el cosmos estaba vivo, no muerto. [...] La eliminación del animismo, de los supuestos orgánicos sobre el cosmos constituyó la muerte de la naturaleza [...]. Debido a que la naturaleza es ahora considerada como un sistema de partículas muertas, inertes, movidas por fuerzas externas en lugar de inherentes, el marco mecánico en sí podría legitimar la manipulación de la naturaleza. Por otra parte, como marco conceptual, el orden mecánico había asociado un marco de valores basados en el poder, totalmente compatible con las direcciones tomadas por el capitalismo comercial” (Carolyn Merchant, Ecología Radical: La búsqueda de un mundo habitable, artículo disponible en internet).

sábado, 3 de febrero de 2018

Gustav Fechner y el libre albedrío


Gustav Fechner, al igual que yo, era pampsiquista. Decía que todos los animales, todas las plantas y todos los astros tienen alma, pero lo curioso es que les adjudicaba a esas almas, no a todas pero sí al menos al alma humana, una voluntad libre independiente de la voluntad divina. Esto constituye una inconsecuencia en su doctrina. Si el cuerpo de Dios es el mundo, y nosotros somos órganos de dicho cuerpo, ¿no se deduce de aquí que nosotros, en tanto que órganos, dependemos de las órdenes del cuerpo para movilizarnos, que carecemos de cualquier autonomía que nos pueda llevar a desoír las sugerencias del cuerpo íntegro y hacer lo contrario de lo que nos prescribe? A mí me parece de lo más claro que si adoptamos esta filosofía de concebir al mundo como un ser vivo y a todas las criaturas como partes constituyentes de ese ser divino, dichas criaturas no pueden tener algo así como una voluntad libre, sino que deben depender, deben estar manipuladas por el ser dentro del cual operan. Sería como si un músculo de nuestro brazo por ejemplo, quisiera moverse con independencia de las órdenes que recibe del sistema nervioso. Puede un músculo moverse involuntariamente, pero esto significa simplemente que se mueve contra la voluntad consciente, nunca en contradicción con los resortes que, inconscientemente, los nervios activan. Yo no le ordeno a mi corazón que palpite pero igual palpita, porque se lo ordena mi cerebro, lo quiera yo o no lo quiera. Y del mismo modo, no puede una persona, si la estamos considerando como un organismo dependiente de un Todo que la incluye, no puede realizar actos por propia cuenta, porque el Todo es el que manda. Fechner no lo creía así, y dedica el capítulo VIII de La cuestión del alma a intentar probar que la idea del libre albedrío no es incompatible con su sistema. Falla desde luego, como falló Leibniz en su Teodicea en similar encrucijada, con la diferencia de que Leibniz me parece que creía, en su fuero interno, que lo del libre albedrío era un divague y solo defendía esta idea para congraciarse con la gente que lo leía, mientras que Fechner estaba convencido de la existencia de la libre voluntad. Como buen creyente, necesitaba del amor de Dios y del de todas las criaturas, y como mal creyente, creía que el acto de amar se haría imposible dentro de un mundo determinista. “¿Cómo se puede amar algo que funciona como una máquina?” (ibíd., p. 146). Si hubiera comprendido que el amor no pregunta, no interroga, sobre cuestiones metafísicas, sino que simplemente se presenta, sin consideraciones racionales de ningún tipo, si hubiera comprendido esto se habría evitado la escritura de ese largo capítulo que a nada conduce excepto a la sospecha de que lo que le interesaba no era la recta trabazón de ideas, ni la posibilidad de poder amar y que lo amen, sino lo que le interesa a la mayoría de los que adhieren a esta idea eclesiástica de la libre voluntad: el castigo, en esta vida o en la otra, a todas las personas que consideramos pecadoras.
Otro ídolo que se me cae, y van…[1]


[1] El libre albedrío, en la mente de un cristiano, suele anexarse a la idea de que debemos actuar bien con el objetivo de granjearnos algún beneficio (eventualmente el cielo), o evitarnos algún dolor de cabeza (eventualmente el infierno). Actuar bien desinteresadamente, sin ningún objetivo a la vista, es un desiderátum que se acerca más al concepto de gracia divina que al de una voluntad enteramente libre. John Smith, pensador inglés del siglo XVII, llegó a una parecida conclusión: una vez que vemos que a Dios no hay que servirlo para ganar algo sino por amor —pensaba—, ya veremos por qué no necesitamos ni debiéramos reivindicar la posesión de un libre albedrío de tipo extensivo (cf. Jerome Schneewind, La invención de la autonomía, X, 5).

viernes, 2 de febrero de 2018

Vida y materia


Gustav Fechner especulaba sobre cuestiones metafísicas partiendo de proposiciones físicas o científicas, y afirmaba que este era el único método de hallar alguna verdad trascendente. Yo creo que existe otro método, mejor que el de la experiencia, para descubrir verdades trascendentes, y es el método de la intuición; pero no descarto que se puedan descubrir verdades metafísicas a través de la experiencia o extrapolando la experiencia. Pongamos por caso el tema del pampsiquismo. Si yo entiendo, como entienden hoy la mayoría de los biólogos, que la materia orgánica surgió, a través de alteraciones fisicoquímicas, de la materia inorgánica, parece lógico suponer que habiendo conciencia en la materia orgánica, esta conciencia ya estaba conformada en la materia inorgánica de la que la materia orgánica surgiera. Así, el pampsiquismo, que es una hipótesis completamente metafísica, porque es indemostrable, se agarra del evolucionismo y se aferra a él como una prueba de su realidad, prueba no contundente, pero evidentemente razonable. Es más juicioso decir que la conciencia ya está incluida entre los atributos de lo inorgánico que afirmar que lo orgánico, al momento de surgir de lo inorgánico, se “crea” una conciencia, se calza una conciencia como quien se calza los zapatos, y sale a disfrutarla. Si es verdad eso de que nada sale de la nada, es probable que las vivencias que los seres superiores experimentamos no nos hayan surgido evolutivamente de la nada, sino de la materia inerte a partir de la cual, con toda probabilidad, empezamos a desarrollarnos.


jueves, 1 de febrero de 2018

El cuerpo de Dios


Leo a Gustav Fechner:

Si el mundo, la tierra a nuestro alrededor, es una tumba, entonces en la muerte el alma cae con el cuerpo en esa tumba; si el mundo alrededor nuestro es el cuerpo vivo de Dios, y la tierra alrededor nuestro una parte de ese cuerpo con alma divina, si lo inferior está incluido en lo superior, y finalmente todo tanto aquí como allá está incluido en Dios, entonces nuestra muerte es solo un caso particular del cambio de materia y del cambio de asiento espiritual en el cuerpo vivo de Dios, una caminata desde la estrecha celda hasta la casa más amplia (La cuestión del alma, cap. VII, p. 132).

Una sublime visión poética de la cuestión metafísica por excelencia. Y por ser tan bella, aumentan las posibilidades de que sea verdadera.