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sábado, 16 de mayo de 2015

Amor y odio metafísicos

Existe otro tipo de amor que debe anexarse a la lista: el amor físico o elemental, que es el amor que sienten las partículas materiales entre sí y que las incita a unirse con sus semejantes. La ley de atracción gravitatoria, lo mismo que la energía nuclear y el magnetismo, son las formas "científicas" en que se manifiesta este amor, el más primigenio y el que todos poseemos, aunque permanezca eclipsado en las personas por los otros amores anteriormente descritos, mucho más vivenciables y poderosos.
Y existe también su contracara: el odio físico o elemental, que es el que sienten las partículas materiales cuando son incitadas a escapar de la compañía de sus semejantes. Este odio es causado por la fuerza de expansión que opera en el universo y que lo mueve a disgregarse, alejándose las galaxias unas de otras, y también por la fuerza electromagnética en su sentido repulsivo.
Tenemos conformado entonces el siguiente cuadro amatorio:

Amor físico o elemental (operando sobre la materia "inanimada")
Amor corporal (operando sobre los valores vitales y estéticos del ser)
Amor espiritual (operando sobre los valores intelectuales, culturales y éticos del ser)
Amor metafísico (operando sobre el valor ontológico del ser)

Y lo mismo para el odio, con la salvedad, me parece a mí, de que el odio no se manifiesta metafísicamente. Y digo "me parece a mí" porque Scheler opinaba de muy otro modo. Dejando de lado el amor y el odio físicos o elementales, que Scheler no considera por no suscribir a la hipótesis pampsiquista a la que yo adhiero, este pensador entiende que tanto el amor corporal como el espiritual y el metafísico (que él denomina, respectivamente, amor vital, amor psíquico y amor espiritual) tienen su contracara odiosa, y que por ende existen tres tipos de odio, correspondientes a los tres tipos de maldad: el odio que experimentan las personas viles, que es el más suave, el odio de las personas malvadas, que es el intermedio, y el odio de las personas demoníacas. Hablando sobre lo que yo llamo amor metafísico, y para destacar su carácter netamente desinteresado, Scheler comenta lo siguiente:

Siempre que se nos dan individuos, se nos da algo último, que en modo alguno puede componerse con notas, cualidades, actividades. [...] Ahora bien, acaece con la persona individual que sólo nos es dada por y en el acto del amor, es decir, que también su valor como individuo nos es dado sólo en el curso de este acto. [...] es también un "racionalismo" totalmente erróneo querer fundar todavía y como quiera que sea el amor a una persona individual, por ejemplo, en sus cualidades, hechos, obras, maneras de comportarse. Precisamente en el intento de aducir estos fenómenos se nos presenta con toda nitidez el fenómeno del amor a la persona individual. Pues entonces advertimos siempre que podemos concebirlo cambiando y desapareciendo cada uno estos hechos, sin que por ello podamos dejar en modo alguno de amar a esta persona; percatándonos, además, de que la suma de los valores que sus cualidades y actividades tiene para nosotros [...] no logran alcanzar ni con mucho nuestro amor a la persona. [...] También el enorme cambio en los fundamentos que solemos darnos a nosotros mismos de "por qué" amamos a alguien muestra que todas estas razones se buscan sólo posteriormente y que ninguna es la verdadera "razón" del amor (Esencia y formas de la simpatía, secc. B, cap. III).

Y en una nota al pie de estos comentarios agrega que "lo mismo es válido naturalmente también para el «odio»". Mas yo no lo creo así. Ciertamente que el amor metafísico, el amor hacia las personas en tanto que personas y no en tanto que conjuntos de cualidades, no se fija en razones, y que cuando amamos a alguien "por esto que hace" o "por esta cualidad que posee", no la estamos amando en profundidad, sino sólo a través de la superficie de su espíritu. Pero ¿podemos odiar "demoníacamente" a una persona? ¿Podemos odiarla sin tener razones (fundamentadas o racionalizadas) que actúen como germen y abono de este odio? Según Scheler, existe un odio demoníaco que no cesa por mucho que se modifiquen las cualidades del ser odiado o su comportamiento; mi pesimismo no llega hasta ese punto. Y hasta me parece que adoptando esta postura se acerca Scheler peligrosamente a un cierto maniqueísmo ético que no es dable suponer en su axiología. El amor más puro existente sobre la tierra, exceptuando el amor del humilde creyente para con Dios, es el amor de una madre para con su hijo. No hay nada que su hijo "haga" ni "sea" que opaque tal sentimiento cuando está fundado en consideraciones metafísicas y no meramente psíquicas o espirituales. Y ahora nos dice Scheler que tenemos un equivalente de este amor incondicional en el odio demoníaco, que hay gente que odia "porque sí", ya que su odio no apunta a los valores sino al núcleo de la persona odiada. Pero yo afirmo que si no tenemos una razón, tonta o justificada, meditada o infantiloide, que nos incite a odiar, en ausencia de esta razón el odio no puede darse. El odio pasa necesariamente por el razonamiento; de ahí que los animales irracionales sean incapaces de odiar más allá del instante puntual subsiguiente a una agresión. Y el odio más nauseabundo, el odio que no decrece sino que se expande con el tiempo, el odio del resentido, lo mismo se basa en razones. El resentimiento del judío para con el palestino no es demoníaco, no subsiste porque sí, porque tenga el judío alma de demonio. Dejen los palestinos de atacar a los judíos, de ametrallarlos y de volarlos por los aires, y resígnense a vivir en el yermo infértil que les han asignado, agradeciéndole a la ONU su infinita generosidad, es decir, vuélvanse los palestinos más mansos, más pacientes y más austeros, y se verá de inmediato, ni bien acaben de sumar estos valores y eliminar el disvalor belicosidad de sus espíritus, cómo el resentimiento de los judíos se desvanece.
El afán de simetría es lo que llevó a Scheler a postular la existencia de este odio supranormal. Existiendo la beatitud, el éxtasis supremo que no es el premio sino la condición del hombre bueno, debía existir también la desesperación como condición del hombre malo. Yo no digo que no exista el hombre malo, el hombre desesperado de maldad, como contracara del beato, sólo digo que la maldad no es metafísica como sí lo es la bondad. Creo yo que hay contradicción en postular un tipo de maldad metafísica en connivencia con un dios de pura bondad. Negar la maldad a secas es un desatino, porque todo el mundo la conoce y sabe de su existencia, pero esta maldad, circunscrita como yo la circunscribo al mundo físico, corporal y espiritual, juega un papel fundamental dentro de los engranajes eudemónicos del mundo (ver anotaciones del 17/5/7). Si en cambio vamos más allá y, tal como hacemos con el amor, le otorgamos a la maldad un alcance metafísico y, por ende, absoluto, ahí sí que se nos hace cuesta arriba el mantener nuestro panenteísmo optimista, porque si lo malo se hace ontológico el universo todo queda maldito, y maldito queda Dios. No soy yo el más a propósito para renegar de la belleza inherente a la simetría y a las argumentaciones que cumplen esa condición, pero a veces hay simetrías más profundas que las que a primera vista parecen observarse, y éste puede ser el caso.

El hombre desesperado es aquel que permanece ciego a los valores que las personas tienen, o que los ve al revés, como si fuesen disvalores; y es también, y fundamentalmente, un hombre que desconoce los valores ontológicos, que no cree que las personas sean personas ni que Dios sea Dios. Eso, y mucho más, es un hombre desesperado; pero de ningún modo es un hombre irracional. Su desesperación le viene de su razón práctica, vale decir de su (pésimamente calculado) egoísmo. Tiene sus razones para estar desesperado. El día que no las tenga, cesará su desesperación y enloquecerá --si es que nadie lo ha sabido convertir, apuntándole con su amor-- o despertará para su nueva vida en el mundo de los cuerdos si es que tiene la dicha de que lo amen lo suficiente. De que lo amen con beatitud y "porque sí", que es la única forma en que nos es dado amar a las personas disvaliosas y desesperadas.