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martes, 28 de marzo de 2017

La cosa en sí y el número

Habló Locke de la cosa en sí, y también habló del número:

El número es la idea más simple y universal. Entre todas las ideas que tenemos, como ninguna es sugerida a la mente mediante otra vía que la idea de unidad o de uno, ninguna hay, por tanto, que sea más simple que ésta. Esta idea no tiene ni sombra de variedad o composición en ella; todo objeto en el que se emplean nuestros sentidos; toda idea que hay en nuestro entendimiento; todo pensamiento de nuestra mente, nos trae esta idea. Y, por tanto, es la más íntima en nuestros pensamientos, al igual que es, por su acuerdo con todas las demás cosas, la idea más universal que tenemos. Porque el número se aplica a los hombres, a los ángeles, a las acciones y a los pensamientos y a todo lo que pueda existir o imaginarse (Ensayo sobre el entendimiento humano, II, XVI, § 1).


Sabias palabras. Por desgracia no relacionó esta idea del número, la más simple y universal, con la cosa en sí, tal como yo la he relacionado en mi diálogo titulado La revancha de Berkeley.

lunes, 27 de marzo de 2017

El origen de la cosa en sí

La expresión “cosa en sí” no la inventó Kant, sino Locke:

El volumen, la forma, el número, la situación y el movimiento o reposo de sus partes sólidas: estas cualidades están en los cuerpos, las percibamos o no. Y cuando los cuerpos tienen el tamaño suficiente para poder percibirlas, tenemos, a través de ellas, una idea de la cosa como es en sí misma (Ensayo sobre el entendimiento humano, II, VIII, § 23).


Después llegó Berkeley para negar que todas estas cualidades de los objetos continúen siendo partes constitutivas de los mismos incluso cuando no los percibimos. Por último, Kant conjeturó que la cosa en sí no puede tener ninguna cualidad que nuestro sensorio perciba porque la tal cosa no existe ni en el espacio ni en el tiempo. Esta sola conjetura, audaz para su época, basta para que se le otorgue a Kant el adjetivo de genio del pensamiento. Lo que quiero hacer notar aquí es que ningún genio se gesta en el vacío.

lunes, 20 de marzo de 2017

El solipsismo solapado de Berkeley

Otro que comenzó razonando rectamente para luego desbarrancar fue el obispo Berkeley. La argumentación de Berkeley contra el materialismo filosófico que ya, en aquellas épocas, comenzaba a ganar adeptos, era, a los ojos de Bertrand Russell, “capaz y válida”, pero ¿adónde conduce un idealismo filosófico absoluto como el que él sostenía? Conduce, si hemos de ser consecuentes, al solipsismo, y esta hipótesis es tan impropia para el sentido común de los lectores, y más impropia todavía para la Iglesia a la que Berkeley pertenecía, que no tuvo más remedio que anexarle una hipótesis auxiliar bastante curiosa:

Le parece ridículo suponer que árboles y casas, montañas y ríos, el sol y la luna y las estrellas, solo existen cuando los miramos, que es lo que sugiere su primera afirmación. Piensa que debe de existir alguna permanencia en los objetos físicos, y alguna independencia con respecto a los seres humanos. Esto lo demuestra suponiendo que el árbol es realmente una idea que existe en la mente de Dios, y que, por lo tanto, continúa existiendo cuando ningún ser humano lo mira. Las consecuencias de su propia paradoja, si las aceptara francamente, le habrían parecido espantosas; pero por medio de un repentino giro, rescata la ortodoxia y algunos trozos de buen sentido (Bertrand Russell, Ensayos impopulares, p. 68, “Los motivos ulteriores de la filosofía”).

Eso pasa cuando se razona dentro del marco de una filosofía ya prefabricada como lo es la de la Iglesia. Se puede dentro de ella estirar algunos dogmas para ensanchar el espacio, pero no se pueden traspasar. Y lo mismo cuando se filosofa teniendo la precaución de no herir el sentido común de los no filosofantes. He ahí la importancia de ser un librepensador para no caer en estas trampas argumentativas.
Yo soy un solipsista que no encuentra ilógica ni disparatada ni herética esta postura, y como no tengo que rendirle cuentas a ninguna institución por las consecuencias derivadas de mis argumentos, no necesito de hipótesis auxiliares que las mitiguen.

Cabe aclarar que mi solipsismo se circunscribe al universo de los fenómenos, quedando el nóumeno a salvo de toda subjetividad, como ya lo expliqué desde un apéndice al libro cuarto de mi diario, titulado “La revancha de Berkeley”.

domingo, 19 de marzo de 2017

Bertrand Russell y el dogmatismo ciego

Hace poco (12/9/16) cité la opinión de Deleuze respecto de lo que él supone que sería la función principal de la filosofía: entristecimiento de las personas. No la comparto; prefiero la postura de Bertrand Russell: la principal función de la filosofía es la de disipar la certidumbre. Por eso el dogmatismo ciego, lo mismo que el escepticismo absoluto, son antifilosóficos, ya que “el uno está seguro de saber, el otro de no saber” (Ensayos impopulares, “Filosofía para legos”). En filosofía nunca se está seguro de nada, y es tan funesto creer que se sabe algo a ciencia cierta como creer que no sabemos absolutamente nada de ningún tema relevante.
René Descartes, el padre de la filosofía moderna, intentó basar su filosofía en postulados indubitables suministrados por la razón y no a partir de revelaciones bíblicas. El problema fue que no lo consiguió, y era por fuerza que no lo conseguiría, porque como ya dijimos, los dogmas son lo contrario de la filosofía, y da lo mismo si son dogmas engendrados por una revelación religiosa como por una persona que piensa, observa y experimenta. Su famosa máxima, “pienso, luego existo”, es, según Russell, de gran valor filosófico y muy probablemente verdadera, pero cuando quiso deducir de ella otros postulados un tanto más complejos, su pensamiento comenzó a teñirse de ortodoxia. Hasta el momento del “pienso, luego existo”, nos dice Russell,

todo iba bien. Pero desde ese instante su obra pierde toda su perspicacia crítica, y acepta un sinfín de máximas escolásticas a favor de las cuales no se puede alegar más que la tradición de las escuelas. Cree que existe, dice, porque eso lo ve muy clara y muy distintamente; saca en conclusión, pues, "que puedo tomar por regla general que las cosas que concebimos con suma claridad y muy distintamente son todas ciertas". Comienza entonces a concebir toda clase de cosas "con suma claridad y muy distintamente", tales como que un efecto no puede tener mayor perfección que su causa. Puesto que puede formarse una idea de Dios (es decir, de un ser más perfecto que él), esta idea debe de haber tenido otra causa más perfecta que él, causa que sólo puede ser Dios; por lo tanto, Dios existe. Puesto que Dios es bueno, Él no engañaría perpetuamente a Descartes; entonces, los objetos que Descartes ve cuando está despierto deben de existir realmente. Y así sucesivamente. Toda la cautela intelectual es arrojada por los aires (Ensayos impopulares, “Los motivos ulteriores de la filosofía”).

Russell piensa que lo que lleva a Descartes a desbarrancar y a suponer que ha encontrado verdades indubitables por doquier es el deseo de que tales postulados, en los que él creía por uno u otro motivo, sean verdaderos. El deseo de que algo sea cierto, en filosofía, es para Russell funesto, porque nos inclina sentimentalmente a buscar razones donde no las hay, a justificar lo injustificable solo porque a nosotros nos place. Y lo peor de todo es que el pensador realiza estas maniobras inconcientemente, pensando que razona recta y cabalmente. No es que quiera engañarnos, es que se engaña sí mismo, y los que lo leemos y aprobamos sus sofismas caemos también en la enredadera.

En un hombre cuyos poderes de razonamiento son buenos, los argumentos falaces son prueba de inclinación tendenciosa. Cuando Descartes se encuentra escéptico, todo lo que dice es agudo y convincente, y hasta su primer paso constructivo, la prueba de su propia existencia, tiene mucho en su favor. Pero todo lo que sigue es flojo, descuidado y apresurado, revelando de este modo la deformante influencia del deseo.


Concuerdo con Russell respecto de lo inconveniente que resulta que se inmiscuya el deseo dentro de nuestro sistema de pensamientos racio-empíricos, no intuitivos. Respecto de nuestras ideas intuitivas, es decir, de nuestras ideas metafísicas, no se puede decir lo mismo, porque aquí es el deseo el que lleva la voz cantante, como ya lo aclaré en mis anotaciones del 25/7/8. El error de Descartes no consistió en desear que Dios exista, sino en creer que había demostrado su existencia por medio de argumentos racionales.

sábado, 18 de marzo de 2017

¿Comprender o cambiar el mundo?

Hegel prefería comprender el mundo en lugar de cambiarlo; Marx prefería lo inverso. Yo prefiero comprenderlo y que lo comprendan conmigo la mayor cantidad posible de personas, porque cuando la masa crítica de comprendedores sea lo suficientemente compacta, el mundo cambiará y mejorará de un modo suave, aceitado y automático.

domingo, 12 de marzo de 2017

Un ídolo del rock se tambalea

Yo quiero ser un héroe,
que toda la gente se crea
que tomo solo vino del peor.
Que soy un bolchevique, 
que no me importa el dinero
y que me gusta mucho el rock'n roll. 
Ratones paranoicos, Ya morí


El peor momento del Indio Solari. No por su enfermedad, sino porque al fin salió a la luz su hipocresía y su avaricia. En el recital de Olavarría se vendieron 200.000 entradas a $800 cada una, con lo que tenemos la cifra de $160.000.000 de recaudación bruta. Diez millones de dólares por una sola presentación. ¿No es capaz, con ese dinero que le ingresa, de contratar una cantidad considerable de personal de control para colocar en los accesos del predio, o de disponer de molinetes electrónicos o de algún sistema fiable para que no ingresen los consabidos colados o los que, conociendo la endeblez del sistema, compraron a sabiendas entradas falsificadas? (el predio estaba habilitado para el ingreso de 200.000 personas, pero se calcula que había 300.000). No. Siempre, desde que yo mismo acudía a los recitales de Patricio Rey y Sus Redonditos de Ricota en los años 80 y 90, la organización y la logística fueron caóticas y no había heridos graves de casualidad. Ahora los hay, y hay muertos también, porque a Solari siempre le importó tres carajos la vida de sus seguidores; solo quiere recaudar y recaudar, trabajar un día por año para luego pasar el resto del mismo haciendo compras en la Quinta Avenida. ¿Y este se dice leninista? ¿Y este levanta proclamas en favor de los gobiernos “populares” cuando lo único que hace es exprimir a sus fans cobrándoles entradas costosísimas e invirtiendo treinta pesos en seguridad y servicios? Todo por avaricia. Y encima su talento hace veinte años que salió de paseo y no regresa. 

sábado, 11 de marzo de 2017

Yo, vegetariano

A veinte años del comienzo de mi vegetarianismo, comparto algunos datos que apoyan la hipótesis de que el hombre no es carnívoro por naturaleza:


Los dientes de un animal carnívoro son largos, afilados y agudos... Nosotros tenemos molares para triturar.
La mandíbula de un carnívoro se mueve solamente de arriba a abajo, para desgarrar y morder. La nuestra tiene un movimiento lateral para triturar.
La saliva de los carnívoros es ácida, en función de la digestión de proteínas animales, y carece de ptialina una sustancia química que digiere los almidones; la nuestra es alcalina y contiene ptialina para digerir los almidones.
El estómago de un carnívoro es un simple saco redondo que segrega diez veces más ácido clorhídrico que el de un no carnívoro. Nuestro estómago es de forma oblonga, (más largo que ancho) de estructura complicada y se continúa en un duodeno.
Los intestinos de un carnívoro tienen tres veces la longitud del tronco, y están preparados para una rápida expulsión de los alimentos que se pudren rápidamente. Los nuestros miden doce veces la longitud del tronco, y están preparados para conservar dentro los alimentos hasta que de ellos hayan sido extraídos todos los principios nutritivos.
El hígado de un carnívoro es capaz de eliminar entre diez y quince veces más ácido úrico que el de un animal que no lo sea. El hígado del hombre tiene la capacidad de eliminar solo una reducida cantidad de ácido úrico. Este es una sustancia tóxica sumamente peligrosa, capaz de causar grandes perturbaciones en el cuerpo, y que se libera en grandes cantidades como consecuencia del consumo de carne.
A diferencia de los carnívoros, y de la mayor parte de los omnívoros, los seres humanos no tenemos uricasa, la enzima capaz de descomponer el ácido úrico.
Un carnívoro no suda por la piel, y no tiene poros; nosotros sí.
La orina de los carnívoros es ácida, la nuestra alcalina. Ellos tienen la lengua áspera, nosotros no.
Nuestras manos están perfectamente adaptadas para coger fruta de los árboles, no para desgarrar las entrañas de un animal como las garras de un carnívoro.
No hay ni una sola característica anatómica del ser humano que indique que estemos equipados para desgarrar y arrancar la carne para alimentarnos. Y finalmente, en cuanto seres humanos no estamos ni siquiera psicológicamente preparados para comer carne.
Los niños son la verdadera prueba. Poned un niño pequeño en un parque de juegos, con una manzana y un conejito. Si el niño se come el conejo y se pone a jugar con la manzana, pedidme lo que queráis (Harvey Diamond, La anti-dieta).

 

Cito también a otro gran pensador que ya en el siglo XVIII había notado una singular diferencia entre los animales carnívoros y los vegetarianos:

 


Creo ver entre los animales carniceros y frugívoros una diferencia [...] que se extiende hasta los pájaros. Consiste en el número de hijos, que no excede nunca de dos en cada parto en las especies que solo viven de vegetales y que ordinariamente pasa de ese número en los animales voraces. Fácil es a este respecto conocer la voluntad de la naturaleza por el número de las mamas, que solo son dos en cada hembra de la primer especie, como la yegua, la vaca, la cabra, la cierva, la oveja, etc., y siempre seis u ocho en las otras hembras, como la perra, la gata, la loba, el tigre hembra, etcétera. La gallina, la pata, la oca, aves voraces; el águila y las hembras del gavilán y del mochuelo ponen también y empollan gran número de huevos, lo que no sucede nunca con la paloma, la tórtola y otras aves que sólo se alimentan con granos, las cuales no ponen ni empollan más de dos huevos cada vez (Jean-Jacques Rousseau, Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, nota 8). 

domingo, 5 de marzo de 2017

Arroz

Cito a Vaz Ferreira:

 

En aquellos tiempos [fines del siglo XIX], lo único que alimentaba eran las substancias albuminosas: la carne, los huevos, la leche; la verdura no alimentaba. Bien: los médicos tenían el perfecto derecho de equivocarse en ese caso y en miles de otros casos, como se equivocan los físicos, los químicos y todos los hombres de ciencia; hasta los astrónomos y los matemáticos. Por consiguiente, lo que nos llama la atención no es el error; pero sí el estado de espíritu en que se profesaba el error; la falta de base científica de la creencia, la falta de observación, y, sin embargo, el grado de convicción que existía con respecto a ella. Y recuerdo este caso, que cito como típico entre centenares que tengo recogidos: se le pregunta a un médico si el arroz alimenta; respuesta: “Ponérselo en el estómago es lo mismo que ponérselo en el bolsillo” (Moral para intelectuales, pp. 53-4).

 


Dice Vaz Ferreira que occidente se tomó en serio al arroz como alimento después de la guerra ruso-japonesa. Yo no necesito una guerra para convencerme de las bondades nutritivas del arroz (integral). Y hasta tanto no esté preparado sicológicamente para ingresar a un crudivorismo exclusivo, el arroz seguirá siendo una parte esencial de mi dieta, y uno de mis cereales favoritos.