Vistas de página en total

miércoles, 25 de diciembre de 2019

Diferentes estados de ánimo ante la corrección y revisión de un libro


Pessoa, nos comenta una especialista en la obra del portugués,

concibe la labor de corrección y reescritura como un padecimiento, y así lo expresa reiteradamente: “vou fazendo e refazendo. A tortura disto, misturada com a de estar doente e outros ingredientes de mal-estar psíquico forma um composto espiritual muito pouco favorecedor e apressador de trabalho” (Liliana Swiderski, “La creación del lector en Fernando Pessoa”, artículo disponible en internet).

A mí, por el contrario, las correcciones y reescrituras me divierten y me apasionan. Soy como un repostero que, una vez hecha la torta, se toma su tiempo —tal vez un tiempo mayor que el que le demandó hacerla— para decorarla y colorearla, y la decora y colorea con alegría.

martes, 24 de diciembre de 2019

Montaigne y las enmiendas a lo ya escrito


Esto de retocar y retocar mi libro sobre Pessoa pareciera entrar en contradicción con un principio levantado por Montaigne y al que yo suscribo: "Yo añado siempre, pero no enmiendo nunca . Y no retoco jamás, si no es de mala gana, lo que ya antaño consignara" (Ensayos, III, IX). Lo que quiere dar a entender Montaigne es que no retoca sus opiniones, sus ideas pretéritas, sino que las complementa a posteriori, añadiéndole otras. No habla aquí de los retoques meramente estéticos, que son los que yo efectúo a fin de que el libro quede mejor presentado y más apto a la lectura. Cuando cambio de opinión en algún asunto, en algo que escribí hace tiempo, eso no lo retoco; ahí sí entraría en una insinceridad. Los retoques y enmiendas que yo estoy haciendo no tienen nada que ver con eso.

lunes, 23 de diciembre de 2019

Cómo se construye un libro


Cuando se trataba de sus obras importantes, Poe corregía, revisaba y modificaba continuamente tanto sus poemas como sus textos en prosa. Era un artesano en todo el sentido de la palabra, y uno de los más exigentes.
Walter Lennig, E. A. Poe

Meses y meses en el trabajo de la puesta a punto final de mi libro sobre Fernando Pessoa. No quiero dejar librado al azar ningún detalle, ningún punto, ninguna coma, ningún adjetivo excesivamente repetido, ninguna salida de tono demasiado brusca. Después, una vez finalizada la edición, vendrá la comercialización, pero de esta labor yo me desentenderé y recomendaré a los editores que se encargarán de distribuirlo que lo hagan sin reparo alguno y sin melindrosidades. La parte difícil es la mía, no la de ellos. Ellos deberán tratar a mi libro como si fuese cualquier baratija, con tal de lograr que alguien lo compre. No es, desde luego, una baratija, pero a los efectos de su masificación conviene que lo parezca. Como dijo acertadamente Oliverio Girondo, “un libro debe construirse como un reloj y venderse como un salchichón”.

domingo, 22 de diciembre de 2019

Las mujeres-niñas, las preferidas de los poetas



… Una esposa como Virginia… ¡el eterno ideal de los poetas! Ni mujer, ni niña. Una ondina; una imaginería de amapolas.
Abelardo Castillo, Israfel

Poe se casó con su prima Virginia Clem en mayo de 1836. Ella tenía trece años y él veintisiete. Muchos considerarán este tipo de aventuras románticas como una degeneración del verdadero amor, como una depravación. No es mi caso. Yo creo que el amor de un hombre hecho y derecho hacia una mujer-niña es el amor virtuoso por excelencia. Es tan puro como cualquier otro amor más “razonable” en el que las edades no difieren tanto, pero posee ventajas inestimables por sobre estos:

La mayoría de los hombres no comprende --y solo algunos artistas han abarcado este hecho en toda su importancia-- que el verdadero desarrollo de la mujer, su verdadero florecer, está entre los doce y los veinte años. Estos ocho años son el mayo de su vida; lo que viene luego es verano, otoño e invierno. En su mes de mayo, la mujer es mitad ángel, mitad ser humano. No ha echado plumas todavía y no se sabe en qué día se despierta y, bajo las caricias del amado, se convierte de niña en mujer. [...] Risa infantil se mezcla a la sobria exigencia, ingenua sorpresa a la entrega. Solo en este período está dispuesta a creer en todos los sueños; solo en este período el poeta puede tentarla por castillos ideales de cristal, por reino futuros, resplandecientes como un cuento. Diez años más tarde habrá una mueca irónica alrededor de su boca, cuando el poeta llegue a casa con la afirmación de que el gran triunfo soñado se realizará dentro de pocas semanas. Ya ha perdido la fe. [...] Solamente en la edad virginal puede el poeta formar a la mujer según sus ensueños, hacerla creación propia como su obra. Después de los veinte años la pizarra ha sido cubierta de escritura, la mujer ha desarrollado su personalidad: comienza el difícil problema de la adaptación mutua, de la voluntaria renuncia a inclinaciones y particularidades, y hasta el hecho de que uno de los cónyugues está acostumbrado a dormir con la ventana abierta y el otro con la ventana cerrada puede llevar a graves conflictos matrimoniales. Se debería tratar de no considerar como privados de toda razón a los poetas que prefieren a la mujer la mujer-niña (Lee van Dovski, La erótica de los genios, pp. 138-9).

Yo siempre me he sentido atraído por las mujeres-niñas, las cuales despiertan mi amor y mi lascivia de un modo mucho más intenso que las mujeres hechas y derechas. ¿Seré un depravado o seré un poeta? Creo que un poco de ambas cosas.

sábado, 21 de diciembre de 2019

¿Se puede escribir con brillantez estando alcoholizado?


Tanto Pessoa como Poe eran alcohólicos y escribían brillantemente. Pero ¿escribían brillantemente en medio de su embriaguez? Abelardo Castillo lo niega:

No se puede escribir estando borracho. Eso lo sé bien, porque he sido un gran bebedor. [...] Si uno no es capaz de sostener una lapicera o acertarle a las teclas de la máquina, o cree ver pasar una tortuga o un elefante rosado es porque no está en la mejor disposición para la creación literaria, que exige una enorme lucidez, tenacidad y horas de permanecer bien despierto. No creo en los escritores borrachos ni drogadictos. [...] Lo que ocurre es que a esos escritores o artistas se los ve ebrios cuando no están trabajando. Cuando salen de su partitura o de su libro. Entonces se emborrachan, y hasta pueden caer en una alcantarilla, como le pasó a Poe. ¿Pero quién lo veía cuando escribía sus cuentos, que son muchísimos, y escritos además en un período muy breve? [...]. Esa no es la obra de un demente ni un borracho (https://www.pagina12.com.ar/2001/01-07/01-07-15/pag35.htm)

Coincido con Castillo en que no se puede escribir coherentemente cuando está uno completamente alcoholizado, pero sí se puede escribir muy buena literatura estando uno achispado. El achispamiento es el paso previo a la embriaguez, un estado en el que la sensibilidad se agudiza y los pensamientos y las palabras corren más armónicos, más lubricados. En ese estado, me parece, solía escribir Pessoa (Poe quizás no, porque no bebía tan profusamente como el portugués).

viernes, 20 de diciembre de 2019

Edgar Poe y su receta magistral

Edgar Poe, otro genial escritor, contemporáneo de De Quincey y que De Quincey admiró, y que, lo mismo que De Quincey, fue durante muchos años esclavo de una toxicomanía (en este caso, alcoholismo) que lo tuvo a maltraer y de la que intentó por todos los medios escapar, reveló en su Marginalia la receta mágica para que el escritor que quisiese trascender su tiempo y su lugar pudiese lograr su cometido, aunque consideraba que la puesta en práctica de dicha receta resultaría imposible:

Si a algún hombre ambicioso se le ocurriera revolucionar, con un solo esfuerzo, el mundo del pensamiento humano, de la opinión humana y del humano sentimiento, la oportunidad está al alcance de su mano; el camino del renombre inmortal es directo y se abre sin obstáculos a sus pies. Todo lo que ha de hacer es escribir y publicar un librito. Su título será sencillo, unas pocas y llanas palabras: "Mi corazón al desnudo". Pero este librito deberá ser fiel a su título. Ahora bien, ¿no es muy singular que con la rabiosa sed de notoriedad que distingue a tantos humanos, a tantos a quienes se les importa un ardite lo que se piense de ellos después de muertos, no sea posible encontrar uno solo lo bastante temerario como para escribir este librito? Digo: escribir. Hay diez mil hombres que una vez escrito el libro, se reirían a la sola idea de que su publicación pudiera molestarlos en vida, y que ni siquiera concebirían por qué su publicación póstuma habría de ser vedada. Pero escribirlo... ahí está la cosa. Nadie se atreve a escribirlo. Nadie se atreverá. Nadie podría escribirlo, aunque se atreviera. El papel se arrugaría y ardería a cada toque de la ígnea pluma.

Yo estoy a punto —ya comenzó el proceso de edición— de publicar un librito que di en titular Pessoa y yo, y en el que con la excusa de hablar de la vida y obra de Pessoa, expongo mi corazón al desnudo de una manera tan cruda que ni siquiera Rousseau podría comparárseme. Y el papel no se me arrugó ni la pluma se me incendió (tal vez por el hecho de que ya no escribo utilizando estos elementos, sino dictándole a una computadora). Apliqué a rajatabla la receta de Poe, y ni siquiera me sonrojé. Temerario soy al exponer mi corazón de esta manera ante la mirada de cualquier desprevenido, pero los peligros no me arredran: todo sea por guiñarle un ojo a la Verdad y por revolucionar el mundo del pensamiento, de la opinión y del sentimiento.

jueves, 19 de diciembre de 2019

Grandes artistas consumidores de opio

Entre otros destacados artistas que consumieron opio podemos mencionar a Poe (aunque prefería el alcohol), Coleridge, Shelley, Byron, Keats, Scott, Wordsworth, Goethe, Novalis, Jovellanos, Goya, Baudelaire, Gautier, Nerval, Delacroix, Rimbaud, Verlaine, Apollinaire, Pushkin, Tolstoy y Dostoyevski. Pero ninguno de ellos construyó un relato tan maravilloso sobre su adicción al opio como lo hizo el gran Thomas De Quincey.

miércoles, 18 de diciembre de 2019

La teoría del justo medio según De Quincey

Burlándose de la teoría del justo medio de Aristóteles, Thomas De Quincey describe su postura respecto de los homicidios:

El Estagirita situó con toda justicia, y posiblemente con conocimiento de mi causa, la virtud en el medio entre los extremos. A un justo medio, a eso es a lo que todos deberíamos aspirar. Pero es más fácil hablar que obrar y, siendo mi flaqueza más notoria la excesiva bondad de corazón, encuentro difícil mantener una línea recta ecuatorial entre los dos polos de demasiado asesinato por una parte, y demasiado poco asesinato por la otra (Sobre el asesinato considerado como una de las bellas artes, p. 27).

Pero no es verdad que De Quincey no haya cometido ningún homicidio. Tengo por seguro que ha matado a unos cuantos. De risa por supuesto, y entre esos cuantos me voy incluyendo.

martes, 17 de diciembre de 2019

De Quincey como continuador de Kant

 La idea de De Quincey, antes de convertirse en un adicto, era la de ser un gran filósofo. Su modelo era Immanuel Kant,

filósofo que se convirtió en una obsesión en su vida. Ante la Crítica de la Razón Pura de Kant, ante la lectura de ese laberinto sistemático, quiso ser, y a ello se abocó sin organización ni constancia, una especie de versión inglesa de Kant con una obra que siempre quiso escribir y que jamás inició y que se titularía “Emendatione Humani Intellectus”, título poco sortario, según parece, porque Baruch de Spinoza dejó incompleta una obra homónima con idénticas ambiciones (Fernando Báez: “Thomas De Quincey: El crimen como hecho estético”).

Así lo confirma el propio De Quincey, quien nos cuenta en sus Confesiones que

había orientado los esfuerzos de toda mi vida, y dedicado mi inteligencia, sus flores y sus frutos, a la lenta y compleja labor de construir una sola obra, que tenía la presunción de llamar con el título de un libro inconcluso de Spinoza, De emendatione humani intellectus.

Pero llegaron los dolores del opio y aquel proyecto monumental

se hallaba ahora detenido y como congelado, tal un puente o acueducto español, comenzado en escala demasiado grande para los recursos del arquitecto; y en vez de sobrevivirme, al menos como monumento a mis deseos y aspiraciones, y a una vida de trabajo dedicada a exaltar la naturaleza humana en la forma como Dios creyó apropiado dotarme para tan vasta empresa, serviría para que mis hijos hicieran memoria de mis esperanzas derrotadas y mis esfuerzos sin resultado, de los materiales acumulados en vano y de los cimientos sobre los que nunca se levantó una superestructura: del dolor y la ruina del arquitecto.

Yo también planeo legar a la posteridad una sola obra, resumen de todos mis conocimientos, mis pensamientos, mis emociones, en fin, resumen de todo lo que soy. Esa obra es este diario impersonal. De Quincey, quizá por causa de su problema con el opio (digo quizá porque tal vez haya tomado al opio como excusa), no llegó a concretar, creo que no llegó ni a empezar, ese monumento que tenía proyectado. Yo lo empecé hace rato y estoy en plena tarea, y sigo viento en popa, y trato de alejarme de mis adicciones para que no me lo boicoteen.

lunes, 16 de diciembre de 2019

Los porqué del De Quincey intimista

Siendo los escritores anglosajones, a diferencia de los latinos, muy pocos dados a las confesiones personales, se siente De Quincey obligado a explicar a sus lectores los motivos que lo incitan a escribir del modo en que lo hace:

Creerás tal vez que hago demasiadas confidencias y soy demasiado comunicativo de mi propia historia privada. Es posible. Pero mi manera de escribir es casi pensar en voz alta y seguir mis movimientos de humor, sin reparar en quién me está escuchando; si me detengo a reflexionar en lo que es propio decir a esta o aquella persona, pronto dudaré de que exista una parte de mi relato que con propiedad pueda contarse. Lo cierto es que me imagino que ya han pasado quince o veinte años y me hago a la idea de que escribo para quienes entonces se interesarán por mí; y como quiero ofrecer la relación de una época y soy el único que puede conocer toda la historia, doy a mi narrativa la mayor amplitud posible haciendo los esfuerzos de que ahora soy capaz, pues no sé si alguna vez volveré a tener tiempo para hacerlo (Confesiones de un inglés comedor de opio, p. 55).

El acto de la escritura como un apéndice del acto del pensamiento; y como todo pensamiento interno, despreocupado de cualquier otro receptor del mensaje que no sea uno. Y a la vez la escritura como relación y documentación de una época, con el enfoque puesto en un lector lejano en el tiempo que ansía conocer esta época, hasta en sus mínimos detalles, de primera mano. Me siento perfectamente identificado con estas explicaciones.

domingo, 15 de diciembre de 2019

De Quincey, el insoportable

Ann fue el amor de su vida, pero esto no le impidió casarse, en 1817, con Margaret Simpson, la hija de un granjero con la que ya había tenido un hijo y con la que luego tendría otros siete. El matrimonio, al parecer, no resultó demasiado sencillo para Margaret, pues en 1830 intentó suicidarse. Los motivos de esta decisión los explica el señor Fernando Báez:

Esposa de un hombre genial, solo tenía que soportar para ser feliz el opio del marido, sus delirios nocturnos, su insolvencia, su abulia y uno que otro detalle que no viene al caso comentar porque son pequeñeces, como las infidelidades, las excusas, las extrañas fugas, el exceso de horas dedicadas a la lectura y las innumerables horas dedicadas a la escritura, etc. (“Thomas De Quincey: El crimen como hecho estético”, conferencia dictada en el 2001, disponible en internet).

¿Seré yo tan trastornador para Javier como lo era De Quincey para su mujer? Tal vez las rabietas de mi pareja estén levemente justificadas después de todo.

sábado, 14 de diciembre de 2019

El cristiano De Quincey

En su juventud, De Quincey se encariñó con una prostituta de dieciséis años con la que llegó a convivir en la peor etapa de su vida (económicamente hablando). Era un cariño puro, no sexual (“la amaba tan entrañablemente como si fuera mi hermana”), y tuvo su clímax cuando Ann —que así se llamaba— lo salvó de la muerte. Frente a un repentino ataque estomacal que lo dejó postrado y sin reacción en una vía pública londinense, los auxilios de su protectora lo ayudaron a recobrarse. Sin estos auxilios, suponía De Quincey, “hubiera muerto en el acto o por lo menos caído en tal grado de postración que, en el desamparo en que me hallaba, pronto habría perdido toda esperanza de recobrarme”. Luego sus vidas se separaron y jamás la volvió a ver, pese a que siempre intentó reencontrarse con ella. Podría decirse que Ann fue el verdadero amor de su vida.
Hoy en día no es tan extraño entablar algún tipo de relación, de amistad, de amor, con una mujer de la calle, pero a principios del siglo XIX estaba muy mal visto el empatizar con este tipo de personajes. Esto no le importó en absoluto a De Quincey, ni tampoco le importó relatar el asunto en sus Confesiones para que todos se enterasen, sabiendo que muchos se escandalizarían. En su naturaleza no existía la palabra discriminación, y procuraba borrarla del resto de los mortales. Esta es su declaración de principios a este respecto:

En ningún momento de mi vida he pensado que pudiera mancharme el roce o la proximidad de cualquier criatura que tuviese forma humana; por el contrario, desde mi más temprana juventud he tenido a mucha honra conversar llanamente, more Socratico, con todos los seres humanos, hombres, mujeres o niños, que la suerte atravesara en mi camino: práctica que se acuerda con el conocimiento de la naturaleza humana, los buenos sentimientos y la franqueza en el trato propios de un hombre que aspira a ser reconocido por filósofo. Un filósofo no puede mirar las cosas con los ojos de la pobre criatura limitada que se llama a sí misma hombre de mundo y que, tanto por nacimiento como por educación, está llena de prejuicios estrechos y egoístas; por el contrario, ha de considerarse como un ser universal que guarda la misma relación con grandes y pequeños, con gentes instruidas o ignorantes, con culpables e inocentes (Confesiones de un inglés comedor de opio, p. 21).

Se comportó como se habría comportado Jesús, que hablaba sin distinción con cualquiera, prostitutas y publicanos incluidos: "De cierto os digo, que los publicanos y las rameras van delante de vosotros al reino de Dios” (Mateo 21: 31). De Quincey quería ser filósofo y terminó, si lo juzgamos por este párrafo, convirtiéndose en cristiano. Que es más o menos lo mismo.

viernes, 13 de diciembre de 2019

El valor de las mortificaciones según De Quincey

No, de estoico no tenía nada De Quincey. Consideraba al estoicismo una filosofía inhumana que le era tan insoportable “como el opio sin hervir”. Estaba dispuesto a sufrir… si alguien le aseguraba, si alguien le certificaba de puño y letra que sus esfuerzos no iban a ser en vano y que serían recompensados:

Quien me invite a despachar una carga de sacrificios y mortificaciones en un crucero de perfeccionamiento moral habrá de probarme claramente que la empresa tiene esperanzas de éxito. No cabe suponer que a mi edad (treinta y seis años) me sobra mucha energía; de hecho, creo que es muy poca la que me queda para las labores intelectuales que traigo entre manos; nadie se imagine que con unas cuantas palabras duras me asustará tanto como para hacerme embarcar una parte de ella en desesperadas aventuras de moralidad (Confesiones de un inglés comedor de opio, p. 48).

A estas palabras opongo las mías, vertidas en una época (1997) en la que me sentía estoico (al menos en la teoría): “El dolor siempre fue considerado uno de los más grandes enemigos de la humanidad, y para algunos --entre los que me incluyo--, su conquista significaría el paso más grande dado por el hombre desde que pisó la tierra. Pero ¿qué pasa entonces con esos combatientes del dolor que se enfrentan a él quejosos y malhumorados? ¿Acaso no saben que son la vanguardia de la humanidad, la línea de defensa del mundo todo? Para un auténtico caballero, para un caballero de ley, la magnitud del enemigo lo es todo. Cuanto mayor es su potencia, mayor es su deseo de enfrentarlo. Si los soldados marchan a la guerra por propia voluntad, decididos y orgullosos, a enfrentarse con otros soldados no más poderosos que ellos y por motivos estúpidos, ¡cuánto más orgulloso y decidido debería marchar el sufriente a enfrentarse con su dolor, el más digno enemigo del mejor guerrero, y por una causa que trasciende hasta su propia supervivencia como lo es la de demostrarse a sí mismo su poder venciendo, o cuando menos luchando sin escapar, que ya es demasiado, y regresando a casa con tanta gloria como ningún combatiente de ningún ejército jamás ha tenido! Si Don Quijote viviese, tal como de algún modo vive en cada uno de nosotros, dejaría de lado sus monstruosos gigantes y, montando en su fiel Rocinante, galoparía sin vacilar hacia las entrañas mismas del dolor y le clavaría su lanza justo entre los ojos. ¡Así se comporta un Caballero ante los molinos de viento!”

jueves, 12 de diciembre de 2019

El estoicismo de De Quincey

Pero ¿habrán sido tan insoportables las irritaciones estomacales que padeció De Quincey como para tener que recurrir al opio, conociendo él perfectamente los peligros a los que se exponía consumiéndolo? Él dice que sí, pero más abajo se pregunta: “¿Hablaré con sinceridad?”, y espeta este párrafo que siembra la duda:

Confieso que siempre fue mi punto débil ser demasiado eudemonista: tengo un deseo excesivo de felicidad para mí y para los demás, no puedo enfrentarme al sufrimiento —pro de la guardia pio o ajeno— con ojo bastante firme, y soy muy poco capaz de soportar el dolor presente pensando en futuros beneficios. En otras cosas puedo estar de acuerdo con [...] la filosofía estoica, pero no en esto (Confesiones de un inglés comedor de opio, p. 47).

¿Y en qué otras cosas estaría de acuerdo con el estoicismo si no es en esto, en el soportar el dolor hasta las últimas consecuencias? Este es el meollo del estoicismo, el “abstente y soporta” de Epicteto, cualquier otra cuestión en la que pudiera concordar con esta corriente filosófica es una nimiedad comparado con esto. Abstente y soporta; De Quincey no soportó sus dolores y no se abstuvo de drogarse: de estoico no tuvo nada.

miércoles, 11 de diciembre de 2019

De Quincey

De Quincey. A nadie debo tantas horas de felicidad personal.

En su célebre autobiografía Confesiones de un inglés comedor de opio (1821), Thomas de Quincey va explicando, paso a paso, su apego a esta sustancia. Cuando llega al capítulo en que comienza propiamente su adicción (“Introducción a los dolores del opio”), aclara que esta no se debió a su falta de voluntad como sucede en los drogadictos corrientes. Sucedió que le sobrevino una irritación tan aguda en el estómago, y que no cesaba con el correr del tiempo, que no le quedó otro camino más que consumir opio diariamente como anestésico. Pero teme de Quincey que el lector no le crea y lo tome como uno más de aquellos individuos poco firmes intelectualmente que no saben dosificar correctamente los productos adictivos, personas manejadas por una sustancia. Esclavos, en definitiva. De ninguna manera: un filósofo (así se autoproclamaba) no podría caer en esas miserias. Y como él, en definitiva, se convirtió en un adicto, necesita aclarar que su adicción, dadas las circunstancias descritas, no podía ser evitada ni por su voluntad ni por su inteligencia. ¿Le creerá el lector? De Quincey duda. No quiere que su reputación de alto intelectual quede mancillada, pero tampoco quiere aburrir con una descripción pormenorizada de los malestares que lo llevaron a consumir opio de manera desmedida, entonces vacila entre explayarse o no explayarse sobre estos pormenores, y de resultas de esta vacilación aparece este párrafo que me hizo entender por qué Borges lo admiraba tanto:

 Aquí me enfrento a un intrincado dilema: o bien agotaré la paciencia del lector narrando mi enfermedad y mis esfuerzos por curarme con los detalles que sean necesarios para convencerlo de que me era imposible seguir luchando con la irritación y el dolor incesantes; o, de otra parte, si no me detengo en este momento crítico de la historia, perderé la ventaja que sería dejar en el lector una impresión más fuerte y me expondré a una falsa interpretación de los hechos, según la cual fui avanzando, con los pasos fáciles y graduales de las personas sin voluntad, de la primera a la última fase en la costumbre de comer opio (y en vista de lo que ya he confesado, la mayoría de los lectores estarán secretamente predispuestos a tal error). Este es el dilema: el primero de sus cuernos bastaría para coger y echar por tierra a toda una columna de lectores pacientes, aunque formaran de dieciséis en fondo y constantemente acudiesen nuevas huestes al relevo: no cabe pensar en ello. Lo único que me queda es postular lo que sea necesario para mi propósito. Te ruego, amable lector, que tengas fe en lo que digo como si lo hubiese demostrado a costa de tu paciencia y de la mía. No seas tan poco generoso como para negarme tu aprecio a causa de mi propio comedimiento y de mi respeto por tu tranquilidad. No; cree todo lo que te pido, o sea que no era posible resistir más; créelo con liberalidad, en un acto de gracia, o bien por simple prudencia, ya que de no ser así en la próxima edición, corregida y aumentada, de mis Confesiones del Opio, te obligaré a creer y a temblar y, à force d'ennuyer, a pura fuerza de bostezos, aterraré a mis lectores para que no vuelvan a atreverse nunca a poner en tela de juicio una aseveración que yo tenga a bien formular.

¿Le creemos o no le creemos? No importa. Lo que realmente queríamos saber ya lo averiguamos: Thomas de Quincey era un magnífico escritor.

lunes, 9 de diciembre de 2019

La efectividad del presidio (Segunda parte)

¿Existe hoy en día mayor o menor densidad de criminales que la que existía en siglos anteriores? Yo creo que la densidad criminal ha mermado, que no se cometen ahora tantos crímenes como se cometían en siglos anteriores, y eso posiblemente se lo debamos a un tipo de selección artificial que se viene operando desde que se inventaron las leyes, los jueces y los castigos, o quizá desde mucho antes, desde que caminábamos en cuatro patas:

Boehm, un antropólogo estadounidense que ha trabajado con personas y con antropoides, ha publicado algunas reflexiones sobre el modo en que las comunidades de cazadores-recolectores hacen cumplir las normas. Boehm cree que ello puede conducir a una selección genética activa, similar a la de un criador que elige ciertos individuos por su apariencia y temperamento, permitiendo que unos animales se reproduzcan y otros no. [...] Boehm escribe que los violentos o los desviados peligrosos pueden ser eliminados por un miembro de la comunidad [...]. Aplicadas sistemáticamente a lo largo de millones de años, estas ejecuciones moralmente justificadas deben haber reducido el número de pendencieros, psicópatas, tramposos y violadores, junto con los genes responsables de estos comportamientos. [...] Que la humanidad pueda haber tomado las riendas de la evolución moral, con el resultado de que cada vez más miembros de nuestra especie están dispuestos a acatar las normas, es un pensamiento fascinante (Frans de Waal, El bonobo y los diez mandamientos, pp. 190-1).

Desde luego que la criminalidad no es exclusivamente un problema genético ni mucho menos, pero ciertos componentes del temperamento criminal que sí son genéticos pueden haber disminuido debido a esta selección. Si esto es así, y yo estoy persuadido de que lo es, castigar a los delincuentes, a la larga, tiende a favorecer la existencia de sociedades más armónicas y menos conflictivas. ¿Estoy diciendo aquí que castigar a los delincuentes, que impedirles o dificultarles la reproducción, o directamente asesinarlos, contribuye al mejoramiento ético del universo? De ningún modo. Que una sociedad sea menos conflictiva no es lo mismo que sea más ética. Una sociedad es más ética que otra si y solo si se ha vuelto más compasiva, y el castigo a los delincuentes es una clara señal hacia el otro lado. Luego, una sociedad que castiga duramente a sus criminales podrá ser todo lo pacífica y armónica que se quiera, pero será una sociedad esencialmente inmoral. Por fuera, reinará la armonía, la pax romana; en el interior de las personas, el conflicto, el odio y la discordia.

domingo, 8 de diciembre de 2019

La efectividad del presidio

Leyendo algunos pasajes de mi Cita a ciegas me topé con este en el que sostengo que la dureza de las penas y de las amenazas de prisión no sirve a la hora de amedrentar a los criminales:

CORNEJÍN. --Ellos [los estadounidenses] piensan que el castigo es útil no tanto para el castigado como para los potenciales delincuentes, que al saber que podrían enfrentarse a esa dolorosa situación si son atrapados, desisten de cometer el delito que tenían planeado.
CAMPOAMOR. --Nuevo error, que denota una gran falta de conocimiento de la psicología del criminal. Para los hombres que carecen de circunspección, que son muchos, el castigo es una fuerza excitativa más que los arrastra al crimen. La pusilanimidad no es una cualidad dominante de los criminales.

Sigue a esto un alegato en favor de la lenidad de los castigos a los delincuentes, tanto por parte mía como de Campoamor, puesto que nuestras visiones en este punto son coincidentes, y Campoamor remata la explicación con esta frase: “Creo que aunque la sociedad no tuviese ningún código penal, se cometerían pocos más crímenes que los que se cometen” (Filosofía de las leyes, cap. V). Es esta una cuestión completamente fáctica, de modo que no tenemos más que recurrir a los hechos para verificar o rectificar esta hipótesis. Desgraciadamente, no existen en la actualidad sociedades que carezcan de todo código penal, por lo que el experimento no puede realizarse a pleno, pero sí tenemos sociedades en las que el código penal se aplica de manera harto liviana —como la sociedad Argentina desde el 2000 en adelante— y sociedades en las que el código penal se aplica rígidamente y con penas contundentes —como la sociedad estadounidense desde el 2000 en adelante—. He viajado en dos oportunidades en los últimos años a los Estados Unidos y he comprobado que en ciudades como Nueva York, Los Angeles o San Francisco se puede caminar tranquilamente (hablamos de las zonas céntricas, no de los suburbios) sin estar pendientes de los arrebatadores o de los delincuentes de toda laya, mientras que en los cascos centrales de las grandes ciudades de la Argentina los delitos están a la orden del día. ¿Y por qué? Porque los delincuentes, si son atrapados en la Argentina, purgan condenas livianísimas o no purgan condena ninguna, y en la mayoría de los casos, debido a la falta de cárceles suficientes para contener a la masa de delincuentes, las sentencias son acortadas y al reo se le concede la prisión domiciliaria o algún recurso de este tipo cuando aún queda mucha condena por cumplir. En los Estados Unidos, por el contrario, las penas son muy duras, especialmente con los reincidentes, por lo que la política de ese país en materia penal tiende a mantener a los criminales encarcelados durante la mayor parte de su vida activa. No es, en definitiva, que haya más delincuentes en la Argentina que en los Estados Unidos, ocurre simplemente que en la Argentina la mayoría los delincuentes están sueltos mientras que en los Estados Unidos la mayoría de los delincuentes están encarcelados[1]. Para que una sociedad funcione más o menos ordenadamente, el 60% de los delincuentes que en ella operan tienen que estar entre rejas. Si por cada 100.000 habitantes honestos existen 1.000 delincuentes, 600 de estos 1.000 tienen que estar presos; si no, la sociedad tiende al caos. En la Argentina este porcentaje no se verifica: debido a la doctrina Zaffaroni, el 19% de los delincuentes están presos y el resto libres. Por eso el crimen, desde hace un par de décadas, impera en nuestras tierras y en los Estados Unidos decrece. Tanto Campoamor como yo mismo estábamos equivocados.
Que quede claro que mi postura filosófica en relación al castigo no ha variado: entiendo que castigar a un delincuente por los crímenes que comete va en contra de la ética en un sentido amplio.  Allá se lo haya cada uno con su pecado. Pero acá no estoy investigando si el castigo a los delincuentes es algo ético o inético, sino algo mucho más pedestre: si el castigo a los delincuentes funciona cuando se trata de evitar la criminalidad en el corto plazo. Influenciado por mi postura filosófica, fui más allá de ella, o más acá, y afirmé algo que no se cumple ni aquí ni en los Estados Unidos: que aminorar las penas y eliminar las cárceles puede llegar a pacificar la sociedad en el corto plazo. Esto es mentira, tal como ahora lo veo, y por eso rectifico mi juicio. ¿Queremos una sociedad más plena, más genuina, más cristiana? Pues dejemos a los criminales en libertad. ¿Queremos una sociedad más segura? Pues metamos a todos los criminales en prisión, y hasta que no den muestras de haberse reformado, que en prisión permanezcan.


[1] En los Estados Unidos, cada 100.000 habitantes hay 655 reclusos; en la Argentina, 186. Estados Unidos lidera estas estadísticas, no hay otro país que lo supere, mientras que la Argentina está en el puesto 83 (fuente: World Prison Brief https://elordenmundial.com/mapas/paises-mayor-proporcion-gente-en-la-carcel/).

jueves, 5 de diciembre de 2019

Cerebro intestinal

Parece que tenemos un “segundo cerebro” en el intestino. Me acabo de desayunar con la noticia de que en el intestino existen más neuronas (cerca de 500 millones) que en la espina dorsal y que es una "sucursal" del sistema nervioso autónomo, encargada de controlar directamente el aparato digestivo. El “sistema entérico” —así se lo llama— se extiende por el tejido que reviste el estómago y el sistema digestivo, y tiene sus propios circuitos neuronales. Y además es autónomo: aunque se comunica con el cerebro a través de los sistemas simpático y parasimpático, funciona independientemente y es capaz de “rebelarse” y tomar sus propias decisiones. Algunos investigadores evolucionistas afirman que este segundo cerebro es en realidad el primero: cuando no éramos más que pequeñas lombrices, nuestro intestino era nuestro yo, no había mucho más en nuestra anatomía además de la boca, el ano y el tubo que los conecta, y el aparato digestivo era el que gobernaba las acciones. Mucho más tarde aparecieron las células gliales y el cerebro.
Los japoneses ya lo entreveían: hara significa vientre, pero también mente, intención y valor.
Yo no sabía nada de esto de manera consciente, pero mi inconsciente lo sospechaba: no por nada egresé de la Universidad de Asuntos Internos con el título de licenciado en ciencias escatológicas.

domingo, 1 de diciembre de 2019

Sobre cómo una opinión se generaliza y se transforma en dogma


Lo digo yo, lo dices tú, y, al fin, lo dice también el otro: después de tanto repetirlo, nadie ve más que lo que se ha dicho.
Pierre Bayle, Pensamientos diversos sobre el cometa

Pero ¿cómo es posible que tantas personas en el mundo (los vacunófilos y los amantes de los medicamentos farmacológicos) estén equivocadas y unas pocas (los naturistas) estén en lo cierto? Y puesto que estas mayorías no solo incluyen a la masa del pueblo sino también a los doctores, a los investigadores y a los pensadores de renombre, ¿no sería necio ir en contra de tales opiniones?, ¿no sería una muestra de terquedad intelectual? No me lo parece. Las opiniones universalmente aceptadas tienen, al igual que ciertas enfermedades, una capacidad de contagio infinita, y esta capacidad es muchas veces independiente de los razonamientos y de las evidencias empíricas que pudiesen apoyarlas.
Dice Schopenhauer:

No existe ninguna opinión, por absurda que sea, que los hombres no se lancen a hacerla propia apenas se ha llegado a convencerlos de que tal opinión es universalmente aceptada. El ejemplo vale tanto para sus opiniones como para su conducta. Son ovejas que van detrás del carnero guía adondequiera que las lleve. Les resulta más fácil morir que pensar (Dialéctica erística, o el arte de tener razón, estratagema 30).

Más adelante describe Schopenhauer el mecanismo a través del cual las opiniones de pocos mutan en dogma. El razonamiento es largo pero merece leerse con atención:

Lo que se llama opinión general se reduce, si lo examinamos bien, a la opinión de dos o tres personas; y quedaremos convencidos de ello si pudiéramos ver la manera como nace tal opinión universalmente válida. Entonces descubriríamos que, en un primer momento, fueron dos o tres personas quienes por vez primera asumieron y presentaron o afirmaron, y que se fue tan benévolo con ellos que se creyó que las habían examinado a fondo; prejuzgando la competencia de estos, otros aceptaron igualmente esta opinión y a estos creyeron a su vez muchos otros de golpe antes que tomarse la molestia de examinar las cosas con rigor. Así creció de día en día el número de tales seguidores perezosos y crédulos.
Así pues, una vez que la opinión tenía un buen número de voces que la aceptaban, los que vinieron después supusieron que tan solo podía tener tantos seguidores por el peso concluyente de sus argumentos. Los demás, para no pasar por espíritus inquietos que se rebelan contra opiniones universalmente aceptadas o por sabidillos que quieren ser más listos que el mundo entero, fueron obligados a admitir lo que ya todo el mundo aceptaba. En este punto, la aprobación se convierte en un deber. En adelante, los pocos que son capaces de sentido crítico estarán obligados a callar y solo pueden hablar aquellos que, del todo incapaces de tener una opinión y juicio propios, no son más que el eco de las opiniones ajenas. Y además son los defensores más apasionados e intransigentes de esas opiniones.
De hecho, en aquel que piensa de modo diferente, ellos odian no tanto una opinión diversa que él sostiene cuanto la audacia de querer juzgar por sí mismo, cosa que ellos no pueden hacer y en su interior lo saben pero sin confesarlo.
En suma, son muy pocos los que piensan, pero todos quieren tener opiniones. ¿Y qué otra cosa les queda más que tomarlas de otros en lugar de formárselas por su propia cuenta? Y dado que esto es lo que sucede, ¿qué puede valer la voz de cientos de millones de personas? Tanto, por ejemplo, como un hecho histórico que se encuentra en cien historiadores, cuando se constata que todos se han copiado unos a otros, con lo que, finalmente, todo se reduce a un solo testimonio.

¡Ah, pensar, pensar…! Verbo tan cacareado pero tan poco practicado por nuestros profesionales de la salud, investigadores incluidos, que prefieren hacer como que razonan para luego comerse la papilla predigerida que otros han rumiado y degustado. Pero así como las verdades científicas “duras” han sabido escapar de esa crisálida primitiva con cierta rapidez (la revolución copernicana y la teoría de la relatividad son dos ejemplos contundentes), así también las verdades médicas y sanitarias surgirán en algún momento de estas tinieblas que hoy día nos envuelven por causa de estas opiniones universalmente aceptadas por el aparato médico y por los propios enfermos. Y todo por pereza. Por la pereza de no querer pensar. Por ser, la mayoría de los hombres y las mujeres, cultos y no cultos, nada más que rumiantes de pasto ajeno. Pienso ajeno: con esto se alimentan las grandes mayorías, y en consecuencia terminan pensando con un cerebro ajeno, con un cerebro de carnero. Pero llegará el día —yo no lo veré— en que los médicos se alimentarán con pienso propio, con pienso casero. Ese día las agujas entrarán en huelga, y las nalgas y los brazos y los sistemas inmunitarios respirarán aliviados.