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sábado, 30 de noviembre de 2019

Los efectos de los medicamentos farmacológicos


Los medicamentos farmacológicos, ¿curan o no curan? Podría decirse que la respuesta a este interrogante no es tan sencilla, no es tan cuestión de blanco o negro, y saldríamos así del atolladero, pero no quedaría yo conforme con una tal retirada[1]. Por fortuna existen profesionales que no le escapan al bulto y que responden a esta pregunta —tal vez la más importante cuando la salud está en juego— de manera categórica y exenta de diplomacia. Como la señora Teresa Morera, exfarmacéutica devenida en impulsora del naturismo, que se despachó de la siguiente manera cuando su entrevistadora le realizó esta misma pregunta que yo, hasta hoy, no podía responderme con claridad:

Los medicamentos no curan: violentan. Porque todos son “anti”, es decir, lo que hacen es interferir en una serie de mecanismos… A ver… Por supuesto los medicamentos le pueden salvar la vida a alguien en un caso extremo. Como alguien vaya a urgencias, por ejemplo, con un yoc anafiláctico, con un ataque de alergia, pues habrá que darle adrenalina, cortisona, y eso violenta su cuerpo, pero salva la vida porque permite que las vías respiratorias no colapsen. O sea: hay intervenciones que son necesarias, pero curar curar, lo que se dice curar, lo único que cura es el propio cuerpo, y lo único que se puede hacer es ayudar a que el propio cuerpo sea el que se cure, dándole lo que le hace falta o quitándole lo que lo está fastidiando. Y siempre, tomando más conciencia. Eso es lo único que se puede decir que cura. Ciertamente, a veces, los medicamentos salvan, como los bomberos en una emergencia. Hay momentos en que hay que dar un antibiótico, hay que dar cortisona, hay que dar algo fuerte, porque si no, el paciente se nos va. Y ese medicamento lo ha salvado. Salvan sí, curan no.

Cuando me aconteció aquel episodio en el que mi ritmo cardiaco se destartaló por completo (véase la entrada del 14/7/10), acudí a la guardia del Hospital Argerich y allí me metieron nitroglicerina en las venas para solucionar la emergencia. Ahora estoy convencido de que aquel episodio no fue otra cosa más que un ataque de pánico (ese mismo día, por la mañana, había recibido un diagnóstico presuntivo —que luego resultaría falso— que hablaba de una “cirrosis biliar primaria”); pero si hubiese sido realmente un preinfarto o algo parecido lo que tenía, la nitroglicerina posiblemente me habría salvado la vida. Y aquí entra lo que dice la señora Morera: los medicamentos farmacológicos, en determinadas circunstancias, pueden salvar, pero lo que jamás pueden hacer es curar. Y con estas palabras queda también salvado y a resguardo el naturismo sanitario bien entendido, que no implica dogmatismos y cerrazones y sí eclecticismos, excepciones y amplitud de criterios.


[1] Tal vez una pregunta más interesante que esa sería si los medicamentos curan más de lo que matan o matan más de lo que curan. Un estudio realizado por investigadores del hospital Johns Hopkins y publicado en la revista médica British Medical Journal el 3/5/16, revela que el error médico es la tercera causa de muerte en los Estados Unidos, solo superada por las enfermedades cardíacas y el cáncer. Los expertos del centro concluyeron que alrededor de 250 mil personas mueren al año en ese país debido a fallas médicas, entre las cuales la de mayor incidencia es el abuso o el yerro farmacológico (https://www.bmj.com/content/353/bmj.i2139).

viernes, 29 de noviembre de 2019

La enfermedad como desequilibrio


Y para comenzar a implementar este nuevo paradigma sanitario, lo más importante —como dice Jesús García Blanca— es tomar la decisión de dejar de ser “pacientes” en manos de otros y comprender que la salud y la enfermedad son dos aspectos complementarios de lo vivo, que la vida es un continuo fluir de procesos de equilibrio, desequilibrio y reequilibrio, que eso que la medicina farmacológica llama “enfermedad” no es producto de la mala suerte o de microbios que nos invaden, sino un reflejo de nuestra forma de vida y del entorno en el que vivimos, y en última instancia la expresión biológica de la pérdida del equilibrio y del proceso necesario para recuperarlo. No se trata por tanto de implementar medios artificiales para no padecer una enfermedad o para tapar sus síntomas, sino de acercarnos a la naturaleza lo más posible —respirar aire limpio en las montañas, caminar descalzos por la arena, respetar los biorritmos, ionizarnos en las playas, alimentarnos de modo natural y ecológico— de modo que no necesitemos la enfermedad; pero si a pesar de todo se produce, entender la función que cumple y colaborar con ella.

jueves, 28 de noviembre de 2019

Los auténticos enemigos de la salud


La concepción militarista que, de Pasteur en adelante, ha tomado la medicina, nos ha llevado a considerar al sistema inmunitario como una especie de ejército que nos defiende de las bacterias y los virus patógenos que pretenden sitiarnos y asesinarnos. La concepción naturista de la higiene física y espiritual lo considera de otra manera: es un ejército… de basureros. El cuerpo se intoxica una y otra vez con lo que le metemos durante el día —no con los virus y con las bacterias, que están ahí dentro desde siempre— y a la noche pasan los recolectores de residuos llevándose toda la porquería para que las calles de nuestra ciudad luzcan limpias y lozanas al día siguiente.
Respecto del papel que juegan los virus y las bacterias en relación a nuestra salud, la alegoría se vuelve más zoológica. Supongamos que voy caminando tranquilamente por la sabana africana, silbando bajito y gozando el paisaje, y me topo con una jauría de hienas, o de perros salvajes, o peor aún, de leones. Por más que los animales se percaten de mi presencia, seguramente no me atacarán, porque no me consideran su presa natural. Ahora supongamos que entro en pánico ante la vista de aquellos mamíferos y no tengo mejor idea que tomar unas piedras y arrojárselas, a modo de defensa, porque supongo que están prestos a devorarme. En este contexto, lo más probable es que los animales, si realmente les acierto con un piedrazo, tomen revancha y se me abalancen (el instinto de venganza no es exclusivo del hombre), y quede yo completamente desahuciado. Los animales africanos representan los virus y las bacterias, yo, caminando por la sabana, represento a mi simbiosis interna, en donde conviven virus, bacterias, células, tejidos y todo lo demás, de manera armoniosa y cooperativa, y los piedrazos representan a las vacunas, los antibióticos y todo lo que nos metemos dentro con el objetivo de eliminar tantos virus y bacterias como nos sea posible. Podría suceder también —las vacunas y los antibióticos suelen ser “efectivos”— que los piedrazos espanten a los leones y a las hienas y estos emprendan una cobarde retirada; ¿diríamos aquí que las piedras me han resultado de gran ayuda? No, porque los animales, antes de la agresión, no querían atacarme, y ahora, pese a que escaparon, no desearán en otra cosa cada vez que me vean, y tendré que dormir para siempre con un ojo abierto y otro cerrado y un puñado de piedras en mis manos, porque al menor descuido, las hienas, que ahora sí me consideran su presa natural, querrán desmembrarme. ¿No sería mejor vivir en paz y en armonía junto con nuestros compañeros de hábitat, que cooperaban con nosotros, y hasta nos auxiliaban en diversas tareas, hasta que tuvimos la poco inteligente idea de alejarnos de una vida natural, de una alimentación natural, de una inmunidad natural, para situarnos en el rol de cazadores y depredadores de microbios? Es mejor tenerlos de amigos y no de enemigos, porque a piedrazos —y eso son los antibióticos para ellos, apenas unos piedrazos— jamás ganaremos la guerra.
Basta de militarismo sanitario: de ahora en adelante, el paradigma médico tiene que apuntar a la cooperación y a la interacción y redescubrir a los verdaderos enemigos: los agentes estresantes y las toxinas, y en especial los toxicoalimentos[1].


[1] Toxicoalimento: alimento que, como su nombre lo indica, alimenta, pero también, generalmente a la larga, intoxica.

miércoles, 27 de noviembre de 2019

El periodismo de investigación


La verdad no se diluye en su solvente natural —el pueblo— de una manera instantánea, como una cucharada de sal en un vaso de agua. Su disolución requiere tiempo, pero estos tiempos se acortan sensiblemente si se publicita dicha verdad por los canales adecuados. En este sentido, los medios de comunicación adquieren un papel importantísimo en la salud y el bienestar de las personas. Una verdad, pregonada por un vagabundo, tendrá muchas menos probabilidades de ser escuchada y difundida que una mentira pregonada por un rey. Por eso es necesario que los reyes de hoy en día —los periodistas— se tomen muy en serio esta cuestión de la investigación y dejen de ser un simple eco de lo que el aparato científico, o cualquier otro aparato, les recita en el oído.

lunes, 25 de noviembre de 2019

Cowspiracy


Hace cinco años se filmó el documental Cowspiracy, que rápidamente cobró difusión y puso al descubierto los reales motivos que están llevando al planeta al colapso ecológico y a sus habitantes al colapso nutricional. Y esta investigación está comenzando a rendir frutos: acaba de aparecer, con fecha del 8/8/19, un comunicado de prensa del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (más conocido por sus siglas en inglés, IPCC), organismo dependiente de la ONU, en el que se sugiere, creo que por primera vez de manera oficial, que la ganadería intensiva es la principal responsable de todos estos problemas. Es este solo un primer paso, pero gigantesco en importancia, como el primer paso de un bebé que planea caminar erguido.
Siempre me caractericé por denostar al periodismo, pero este denuesto es para el periodismo y los periodistas que lucran con el aquí y el ahora y se desinteresan por los problemas de fondo que la humanidad presenta. Quienes dieron forma a Cowspiracy han demostrado que la investigación periodística puede, si está bien estudiada y enfocada, aportar su granote de arena para torcer el rumbo de la debacle moral y ecológica que ha tomado nuestra civilización desde hace demasiado tiempo.
¿Para cuándo un documental con esta calidad de producción que haga referencia al sida y a la hipótesis no vírica?

viernes, 15 de noviembre de 2019

Discusión bloqueada


Si alguien me preguntase si estoy seguro de que las vacunas son en general perjudiciales para la salud, yo le respondería: ¿y está seguro usted de lo contrario? Como me diga que sí, cierro inmediatamente el coloquio; y si me dice que no, le diré que yo tampoco estoy seguro de lo que afirmo, y que a partir de nuestras inseguridades podemos intercambiar ideas para llegar a una posición intermedia, ecléctica, en donde cada cual pudiese aportar lo suyo. Esta situación no se cumple ahora, los médicos con posturas contrarias a la vacunación son acallados de antemano, son escasos los medios de comunicación masivos que se atreven a darles espacio. Internet contribuye a la difusión de estas doctrinas alternativas, pero lo ideal sería un debate abierto, masivo y sin intereses preconcebidos.

jueves, 14 de noviembre de 2019

Enfermedades infecciosas y enfermedades degenerativas


La guerra permanente contra los entes biológicos que han construido, regulan y mantienen la vida en nuestro planeta es el síntoma más grave de una civilización alienada de la realidad que camina hacia su autodestrucción.
Máximo Sandín

Reproduciré a continuación, para concluir estas lucubraciones (o mejor dicho, elucubraciones: la RAE cambió el criterio) relacionadas con el sida y con el dogma de la vacuna, una extensa explicación del doctor de Jaime Scolnik que nos alerta sobre los peligros de la vacunación indiscriminada y de la farmacología en general (citado por Carlos Casanova Lenti en El alimento integral y crudo como medicina, pp. 1094 a 1102):

La medicina alopática u oficial se ha embarcado en una carrera vacunista cada vez más alocada.
Ya no se conforma con la vacuna antivariólica, que se aplica en el mundo desde 1796, sino que pretende «salvar» a la humanidad de muchas otras enfermedades, tales como la difteria, fiebre tifoidea, tuberculosis, gripe, tétanos, tosferina, etc. etc., siempre por medio de vacunas.
Con estas últimas se pretende formar en la sangre del vacunado anticuerpos o antitoxinas específicos, es decir, sustancias capaces de destruir los microbios o anular la acción de sus venenos o toxinas.
Felizmente, en la mayoría de los casos fracasa la acción de las vacunas y el individuo contrae la enfermedad cuando llega el momento oportuno, produciéndose así la depuración o limpieza orgánica.
Cuando, para mayor desgracia del paciente, la vacuna produce su efecto, y la enfermedad infecciosa no puede declararse, se produce una serie de peligrosos trastornos fisiológicos debidos a la presencia en el organismo de las sustancias morbosas acumuladas, que no pueden ser eliminadas ni destruidas.
La naturaleza, entonces, al no encontrar la válvula de escape necesaria, efectúa un peligroso rodeo: frustrado el proceso agudo o febril, el único capaz de quemar o incinerar los desechos orgánicos, se inicia un proceso lento, tórpido, de descomposición orgánica, que acarrea las más tristes consecuencias. [...] Así se explica la disminución de las enfermedades agudas y el fantástico aumento de las enfermedades crónicas y degenerativas: cáncer, diabetes, enfermedades del corazón y de las arterias, nefrosis, enfermedades mentales y de la nutrición, etc. etc.
Las autoridades sanitarias, siempre las últimas en enterarse de los magnos problemas que les atañen, se limitan a expresar su asombro ante el cambio habido; la transmutación de la enfermedad aguda en crónica. No intentan siquiera explicar el fenómeno y sus posibles causas. ¿Para qué? Parece que eso no les compete...
Mientras tanto, la sociedad se ve cada vez más agobiada bajo el peso de los enfermos crónicos, que aumentan diariamente, y que constituyen un pesado lastre económico, biológico y social.
[...]
Como se ve, demasiado alto es el precio que paga la humanidad a cambio de los ilusorios beneficios que espera de las vacunas. Pues dichas enfermedades crónicas y degenerativas matan cada año muchos más enfermos que los que podrían matar en un siglo todas las enfermedades infecciosas juntas.
Está demostrado que los pueblos salvajes, que viven lejos de la civilización y sus males (entre los cuales está la vacuna), desconocen en absoluto el cáncer, la diabetes y demás enfermedades crónicas y degenerativas.
Grave como es el peligro representado por la vacuna en el orden físico, no termina ahí. Encierra aún otro peligro, pero de orden moral: deja subsistir en el pueblo la creencia errónea de que el sistema de vida que se lleva es indiferente y ajeno al problema de la enfermedad. Según tal idea, cada uno puede vivir como se le antoje: alimentándose irracionalmente, distribuyendo mal el tiempo para el trabajo y el reposo, haciéndose esclavo de todos los vicios (alcohol, tabaco, alcaloides, juego), etc., etc. La vacuna salvadora vendrá a absolverlos de sus pecados, echará un manto piadoso sobre todos los desvíos y errores, y los protegerá de la enfermedad. Y todas esas gangas sin hacer ningún esfuerzo y sacrificio, bastando recibir un simple pinchazo. ¡Qué maravilla!
Si es disculpable tamaño error en el público ignorante, no lo es en cambio en las clases ilustradas y cultas, que deberían demostrar mayor interés en el problema de la salud pública. ¿Qué decir entonces de los gobiernos y de la clase médica, cuya misión específica debería consistir en destruir esa ignorancia y señalarle al pueblo el recto camino? Pero ya revelaremos cuáles son las «poderosas causas» que les impiden proceder como es debido. Ya pondremos el dedo en la llaga...

La vacuna antivariólica
Antes del descubrimiento de Jenner, se practicaba la variolización, es decir, la inoculación con el virus de la viruela no modificado, con el fin de preservarse de esta enfermedad.
En 1776 Jenner observó que las personas atacadas accidentalmente de vacuna (enfermedad de las vacas o cow-pox) por contacto con los animales por razón de su profesión, eran refractarios a la viruela. Esa observación le indujo a tentar la transmisión de dicha enfermedad, llamada vacuna, con fines profilácticos, tomando pus de las manos enfermas de los ordeñadores e inoculándolo a personas sanas. En 1796 publicó las conclusiones a que había llegado.
Tal descubrimiento produjo gran revuelo y numerosos investigadores trataron de averiguar por su cuenta la verdad de los hechos, llegando a resultados diversos y contradictorios. Se suscitaron discusiones y polémicas, en que fueron severamente impugnadas las conclusiones de Jenner. Se publicaron numerosos casos en que la vacuna había fracasado y otros en que esta había acarreado complicaciones graves, incluso la muerte. Especial resonancia tuvo la muerte del hijo mayor de Jenner, quien falleció a consecuencia de una tuberculosis despertada por la vacuna que le inoculara su propio padre; razón que quizá indujo a este último a no vacunar a su segundo hijo, contentándose con aplicarle el antiguo procedimiento de la variolización.
Pero la suerte de la vacuna ya estaba echada. Los círculos médicos comprendieron perfectamente que el descubrimiento de Jenner les proporcionaba un arma poderosa de dominio, y no estaban dispuestos a dejársela arrebatar. Transformaron el asunto de la vacuna en un dogma científico, un artículo de fe, en el cual es forzoso creer, y que no es permitido discutir ni negar.
Desde entonces, hace ya más de un siglo y medio, la vacuna se aplica cada vez en mayor escala, con carácter obligatorio, en casi todos los países del mundo.
Aunque exponiéndose a ser excomulgados por la Inquisición Médica, los médicos conscientes, que felizmente siempre los ha habido, en ningún momento dejaron de denunciar los fracasos y peligros de la vacuna. [...]
Las enfermedades infecciosas en general y la viruela en particular, tienden a declinar desde hace mucho tiempo, aun antes del descubrimiento de la vacuna, en casi todos los países del mundo, por el mejoramiento de sus condiciones higiénico-sanitarias. Circunstancia que ha sido hábilmente explotada por los vacunistas, para atribuir a la vacuna un mérito que no posee. Por la misma razón ya expuesta, han declinado, hasta casi desaparecer, enfermedades mucho más graves que la viruela, como la peste, el cólera y la fiebre amarilla, contra las cuales no existe aún ninguna vacunación obligatoria.
[...]
Está comprobado que los pueblos que viven en excelentes condiciones higiénicas no son víctimas de la viruela, aunque no estén vacunados. Esa es la inmunidad o protección natural, de que hablábamos antes. En cambio, los que viven en condiciones higiénicas deficientes, son diezmados por la viruela aunque estén vacunados y revacunados.
Esa es la mejor demostración de que la vacuna antivariólica es innecesaria, además de ineficaz y peligrosa. [...]

El dedo en la llaga
Después de haber demostrado que las vacunas son ineficaces, además de innecesarias y peligrosas, se preguntará el lector: ¿Cómo es posible que los gobiernos continúen imponiendo la vacunación obligatoria? ¿Y los médicos, son acaso sordos y ciegos que la siguen practicando?
[...]
Muchos de ellos han visto los fracasos y los peligros de las vacunas. Hay algunos, inclusive, que han sentido en carne propia o en uno de sus seres más queridos esos perniciosos efectos. Se limitan a comentar el caso con algún colega de confianza o con los más allegados... y nada más. A lo sumo evitarán en lo sucesivo vacunar a los miembros de su familia.
[...]
Si alguien tuviera la honradez y valentía de hacerlo, ya se encargarían los demás colegas de ahogarle la voz y hacerle una política de aislamiento o conspiración del silencio. Eso le ocurrió, entre muchos otros, al profesor Dr. Friedberger, de la Universidad de Berlín, cuando se expidió en contra de la vacunación antitífica y anticolérica.
Hay que tener en cuenta, además, que cada vacuna obligatoria está sostenida por millones de pesos, en concepto de sueldos a médicos, vacunadores, practicantes, inspectores, etc. etc. Sin contar el capital que insumen los laboratorios en los cuales se preparan dichas vacunas, y que constituyen una próspera industria. Esa red o círculo de intereses creados tiene interés en que el negocio no decaiga, sino que siga adelante.
Si aparece algún caso sospechoso de viruela o difteria o fiebre tifoidea, etc., ponen el grito en el cielo, alarman a toda la población con el cuco de la enfermedad (nada más fácil que asustar a una madre) e incitan a todo el mundo a vacunarse. Para eso cuentan con variados recursos, entre los cuales el apoyo incondicional de la prensa mercenaria.
Los vacunistas no tienen ningún interés en que el pueblo abra los ojos y vea la realidad de las cosas. Al contrario. Cuanto más ignorante sea éste, más podrán medrar los primeros.
¿Para qué decirle al pueblo cómo debe vivir sano? ¿Para qué enseñarle a alimentarse racionalmente, abstenerse del alcohol, del tabaco y otros vicios? ¿Con qué objeto ilustrarle que, en caso de producirse algún foco epidémico, basta con el aislamiento riguroso de los casos sospechosos y la adopción de otras medidas de simple higiene, para conjurar el peligro? La industria de las vacunas no prosperaría así...
Ahora bien, estos señores instruidos en el dogma de la vacuna, y que directa o indirectamente tienen intereses creados en la misma, son los que asesoran a los hombres de gobierno, cuando estos les piden una opinión «científica». Ya es de imaginar la opinión que darán, siendo al mismo tiempo juez y parte.
[...]
La verdadera riqueza de la nación solo puede consistir en un pueblo sano, alegre y feliz, única forma en que podrá marchar hacia los más grandiosos destinos.
No obstante, los gobiernos en general prefieren explotar el vicio del pueblo, en vez de combatirlo. Así, centenares de millones de pesos se recaudan anualmente en concepto de impuestos al alcohol, tabaco y otros vicios, aumentando cada año en forma increíble esas entradas.
Sin embargo, el «negocio» que realiza el Estado es pésimo. Todo ese dinero se invierte después en la construcción y sostenimiento de hospitales, asilos, sanatorios, clínicas, institutos experimentales, cárceles y manicomios, que son sumideros o «pozos negros» donde van a parar legiones de desdichados con sus lacras físicas y morales.
Pero estos son simples paliativos. No se combate la enfermedad creando más hospitales, como no se combate la delincuencia creando más cárceles. Hay que ir directamente a la causa, para eliminarla de raíz. Solo así desaparecerán los efectos.
[...]
La primera y más urgente medida es estrechar filas, unirse, para pedir a los gobiernos la inclusión de una Cláusula de Conciencia en las leyes de vacunación, por la cual quede libre de ser vacunado todo aquel que por razones científicas o morales se oponga a tal práctica. Mientras no obtengamos esa Cláusula de Conciencia, no podremos alardear de verdaderamente libres.
      
Como bien dice Scolnik, cuando uno contrae una enfermedad aguda lo hace debido a que ciertas impurezas han penetrado en el organismo y lo atacan. ¿Cómo se defiende el organismo? Enfermándose. Cuando cese la enfermedad, será señal de que las impurezas han sido eliminadas. Pero ¿qué pasa si nos inoculamos una vacuna que impida que la enfermedad infecciosa se declare? Sencillo: si la vacuna produce el efecto buscado, la enfermedad no aparecerá, pero las impurezas, que solo una enfermedad aguda es capaz de eliminar, permanecerán en el organismo y lo atacarán por otro lado y con mayor virulencia. Y si nuevamente se impide con vacunas y drogas la necesaria patología, llegará un momento en que las impurezas, al no poder ser eliminadas, comenzarán a causar trastornos fisiológicos, y así una simple enfermedad aguda, que no comprometía seriamente ningún órgano vital, se habrá transformado en una enfermedad crónica o degenerativa que irremediablemente terminará con la vida del paciente. La misión del médico no es impedir la manifestación de la enfermedad, sino ayudar al enfermo a sobrellevarla lo mejor posible para que así desaparezca (en forma natural y no inducida) lo antes posible[1]. Por supuesto que es mejor ser una persona sana que no una enferma, pero si por uno u otro motivo la enfermedad toca nuestra puerta, es mejor hacerla pasar, soportarla por un tiempo y dejar que sola se vaya, porque si la quisiéramos erradicar con drogas y vacunas lo único que haríamos sería obligarla a esconderse dentro de nosotros, y dentro de nosotros reproducirse y violentarse bajo formas más groseras y peligrosas. La higiene interior y exterior y una mentalidad optimista son las únicas herramientas de que disponemos para librarnos de toda enfermedad. Hasta tanto la gente y en especial los médicos no entiendan esto, seguiremos aplicando vacunas y canjeando viruelas por cánceres de colon[2].



[1] (Nota añadida el 30/11/3.) El doctor islandés Harold Olafsen, un radical entre los radicales del naturismo curativo, afirma que la misión del médico no es ni esconder los síntomas de la enfermedad ni ayudar al enfermo a sobrellevarlos; para él, la enfermedad es la verdadera medicina del hombre: "El verdadero médico --dice-- debe ser un nosoforo, es decir, un portador de enfermedades". Esta hipótesis --con la cual coincido parcialmente-- tiene un atractivo hipnótico que querría yo compartir con ustedes en la esperanza de que también los hipnotice. Pongamos entonces la frase de Olafsen en su contexto y dejemos que nos explique lo que a primera vista parece un desatino:
“Mi sistema tiene su origen en una profunda observación de la escuela hipocrática que los médicos, naturalmente, no han sabido ni revelar ni profundizar. Según Hipócrates, la salud es un metron, un equilibrio entre los opuestos, y el exceso de salud, es peligroso por cuanto denota la inminencia de la enfermedad. [...]
“El verdadero principio se enuncia así: La enfermedad es necesaria, en lo que respecta a la salud, a la perfección y a la duración del cuerpo humano. Aquel que está sano, tiene, como demuestra la experiencia, un mal escondido. Si el morbo se manifiesta es preciso respetarlo, no turbar su curso. Únicamente en los casos en que se excede y amenaza comprometer el equilibrio, es aconsejable inocular el germen de otra enfermedad que pueda contrarrestar o combatir la primera. Hahnemann, el fundador de la homeopatía, había entrevisto una parte de la verdad, es decir, que únicamente el morbo puede combatir el morbo. Pero se hallaba dominado, como los alópatas, por el viejo prejuicio de que la enfermedad debe ser extirpada, combatida, curada. Error difundido pero peligroso y muchas veces homicida.
“Es preciso persuadirse de que las enfermedades no son otra cosa que medicina. Son una válvula de seguridad, un vehículo de desfogamiento, una reacción contra los excesos de la salud, un precioso preventivo de la naturaleza. Deben ser acariciadas, cultivadas y, si es preciso, provocadas. Si un hombre persiste demasiado tiempo en una salud inquietante, es necesario someterle a una cura enérgica, es decir, transmitirle alguna enfermedad, aquella que mejor corresponda al equilibrio de su organismo. No ciertamente una enfermedad demasiado aguda; pero un acceso de fiebre es la salvación de los linfáticos y una buena crisis de anemia en necesaria a los pletóricos. [...] Que esta teoría es justa lo demuestra un hecho registrado por todos los historiadores: que los seres enfermizos viven bastante más tiempo que los robustos. ¡Desgraciado el hombre que no está nunca enfermo! De ordinario, la naturaleza provee, pero si no obra es preciso el médico para reparar la falta. Por tanto, solo en dos casos debe intervenir la Medicina racional: para dar una enfermedad a los sanos obstinados o para darla a los que están enfermos, bien para atenuar o para reforzar otra enfermedad contraída naturalmente. En una palabra, el verdadero médico debe ser un nosoforo, es decir, un portador de enfermedades. Únicamente con este método se puede tutelar la vida de los hombres. El viejo concepto del médico que se esfuerza en hacer desaparecer los síntomas de la enfermedad ha pasado a la historia, pertenece a la fase barbárica de la Patología. El único motivo por el que los médicos ordinarios persisten todavía es la cobardía humana. Los hombres temen el dolor, no quieren sufrir, y entonces recurren a esos farsantes que se vanaglorian de hacer cesar los sufrimientos y que tal vez consiguen adormecerlos verdaderamente por medio de drogas benéficas y maléficas. No saben esos desgraciados que el dolor, incluso el físico, es necesario al hombre lo mismo que el placer, como la enfermedad es necesaria lo mismo que la salud. Pero puede haber un exceso de morbo --peligroso lo mismo que un exceso de salud--, nosotros podemos y debemos intervenir únicamente para oponer una enfermedad nueva a la que se haya instalado en el paciente. [...]
“Conmigo únicamente comienza la época de la Medicina realista y sintética. Pero hasta ahora no he conseguido convencer más que a muy pocos, y éstos no pueden, desgraciadamente, ejercerla porque no son médicos. Pero mi gran principio --la enfermedad como medicina-- pertenece al porvenir” (Citado por Giovanni Papini en Gog, pp. 203 a 205).
[2]  Para quienes, como yo, están en contra de las vacunas y las drogas curativas más por una cuestión ética que médica, agrego el dato que dice que miles de animales (incluida la especie humana) han sido y son torturados y asesinados en laboratorios de investigación a los efectos de probar la eficacia de vacunas, drogas y otros compuestos químicos destinados a mantener "saludables" a las personas capaces de adquirirlos. El día que la industria farmacológica logre llevar a cabo sus experimentos sin necesidad de causar dolor a terceros será el día en que la ética deje de sugerirnos no ingresar a una farmacia --aunque la ciencia médica, la verdadera ciencia médica, creo que se mantendrá firme al afirmar que la salud física y espiritual del hombre nunca podrá cultivarse o recuperarse mediante frasquitos con píldoras.

miércoles, 13 de noviembre de 2019

Vacunación e inmunosupresión


Los primeros eugenistas fueron los espartanos. Buscaban una estirpe de guerreros fuertes y valerosos, debido a lo cual, en determinado momento de su historia, se propusieron desechar a los niños débiles o enfermos para que no pudiesen crecer y reproducirse y generar otra camada de niños débiles o enfermos. Los espartanos sabían lo que buscaban, no les interesaba el resto de las cualidades que el individuo pudiese ostentar; de ahí que su eugenesia, en el sentido en el que ellos la aplicaron, les funcionara.
Ahora pasemos al siglo XX, momento de la historia en el cual, debido a los esfuerzos de Sir Francis Galton, rebrota en occidente la doctrina eugenésica.
En 1904, un pensador alemán que luego sería leído con asentimiento por Adolfo Hitler, escribió:

Condenar a muerte a los recién nacidos débiles, como lo hacían los espartanos con un fin de selección, no sería, racionalmente, cometer un asesinato, aunque así lo quieran nuestras leyes modernas. Por lo contrario, merecía considerarse como una medida bienhechora para la víctima y la sociedad (Ernst Haeckel, Las maravillas de la vida, tomo I, p. 33).

Más allá del contraste entre lo que implica esta afirmación y el título del libro, más allá de la ausencia de compasión que denotan estas palabras y de la mentira que conllevan (porque decir que matar a un niño débil que no padece dolores es algo deseable para el mismo crío es decir una estupidez completa), el problema con este tipo de tácticas eugenésicas es que si se llevan a cabo con rigor, desaparecen, además de la debilidad (hereditaria), otras cualidades que tal vez sean deseables y que son características de la gente débil o enfermiza. Matar a todos los niños débiles nos garantizaría (hasta cierto punto) un futuro carente de hombres débiles, pero no carente de mentecatos, sádicos, soberbios, etcétera, cualidades que también, seguramente, querríamos eliminar. Y ¿qué sucedería, en un mundo que autorizase la matanza de los niños débiles, si alguien con las condiciones intelectuales de un Shakespeare o un Einstein naciera corporalmente disminuido? ¡A la basura con el infante!, diría Haeckel, y así el planeta se privaría de dos personas que habrían contribuido a embellecerlo en grado sumo, tanto más que lo que harían millones y millones de "saludables" bebés. No se puede adoptar un criterio eugenésico, a saber, en este caso, la fortaleza corporal, y desdeñar el resto; eso sería reducir las expectativas espirituales del hombre del futuro a niveles casi simiescos.
Quiso Hitler, apoyado en esos ideólogos de cartulina a lo Haeckel, fundar en Alemania una nueva Esparta, una nación pura y exclusivamente de guerreros. Pero nuestras sociedades ya no son tan sencillas como las griegas de aquel entonces. Los espartanos pretendían mejorar un solo aspecto de la individualidad humana —la fortaleza— y el resto no les importaba, y por eso su ideal eugenésico funcionó. También funciona con la selección artificial que se ha llevado a cabo durante siglos en nuestros animales domésticos, porque buscamos en ellos una única característica, o dos, que nos interesan de cada especie, y el resto de su animalidad no nos importa. Pero que este razonamiento que busca “mejorar” a los animales domésticos pueda aplicarse a las modernas sociedades humanas, eso es algo imposible o temerario. Isaac Asimov (quien se contagió con el virus HIV en 1977 y murió en 1992, pero no de sida sino por insuficiencia renal) explica esta imposibilidad con algún detalle:

En relación con nuestra ignorancia de la genética humana, se señala a veces que el hombre ha logrado "mejorar las razas", controlando el cruzamiento de los animales domésticos, y esto se hizo a pesar de que la genética de los caballos y ganado es casi tan mal conocida como la del hombre. En efecto, la mayor parte de los mejoramientos producidos por estos cruzamientos tuvieron lugar en épocas en que no se tenía ni la más vaga noción de que la ciencia de la genética existiera o pudiera existir.
Si es así, ¿no podríamos mejorar la raza humana trabajando en la misma forma intuitiva?
El argumento parece bueno, y se utilizó 700 años antes de Cristo por los antiguos espartanos, los cuales perdonaban e incluso aprobaban el adulterio cuando "el otro hombre" tenía características deseables, y señalaban en la explicación que a la raza humana se le debería dar por lo menos el mismo cuidado que se otorgaba al cruzamiento del ganado, y que un macho con buenas características debía en ambos casos tener la mayor cantidad de descendencia posible.
Y, sin embargo, semejante argumento carece de validez. Sabemos exactamente qué es lo que buscamos con la "mejoría de la raza" en los animales domésticos. Si queremos una vaca que dé mucha leche, cruzamos toros y vacas que desciendan de buenas lecheras, y tomamos lo mejor de las crías (a este único respecto) para nuevos cruzamientos. Al final, obtenemos especialistas lecheras que son apenas algo más que fábricas vivientes, diseñadas para convertir el pasto en mantequilla.
¡Muy bien!, pero ¿qué más hemos producido en el ganado mientras nos hemos concentrado en obtener más leche? No nos importa mucho: lo único que queremos es leche. Nuestro ganado manso actual es suficientemente plácido y estúpido para no ser capaz de proteger sus carneros, ni siquiera protegerse ellos mismos contra los animales salvajes. Los caballos de pura sangre constituyen magníficas máquinas de carrera, pero son también criaturas increíblemente neuróticas, que necesitan más y mejores cuidados que un niño humano. Los cerdos se han convertido en desgarbados seres productores de grasa que no sirven para nada más que comer y ser comidos. Hemos transformado a los perros en psicópatas agresivos, como los pequineses, o les hemos hecho una nariz tan chata que apenas pueden respirar, como el bulldog inglés, y así sucesivamente.
Todo esto está bien, criamos a los animales domésticos para que desarrollen una sola característica, a expensas de su supervivencia integral, porque nosotros los cuidamos y, en todo caso, lo que queremos satisfacer son nuestras necesidades, no las suyas.
Pero, en el caso del homo sapiens, ¿qué criaríamos? Los antiguos espartanos creían saberlo. Les interesaban las diversas cualidades que forman un buen guerrero: fuerza, resistencia y valor. Esto lo lograron, su conducta en la batalla de las Termópilas todavía nos causa admiración (aunque pocos de nosotros desearíamos ser sus émulos). Sin embargo, el desprecio de todas las demás características produjo una cultura espartana que, en conjunto, es digna de todo menos de admiración y que, en realidad, es el más claro ejemplo de cultura psicótica de larga duración que registra la historia.
En el caso del homo sapiens, ¿qué carácter favoreceremos? ¿La capacidad atlética? ¿Las virtudes marciales? ¿La longevidad, el genio creador, el carácter alegre, la capacidad literaria, la estabilidad mental, el raciocinio frío, el alto sentido moral? En cierto modo, todos son deseables, pero no existe ninguna forma conocida de hacer fecundaciones que favorezcan todos ellos, y la experiencia que hemos adquirido con los animales domésticos, o con los espartanos, no nos da indicaciones sobre la manera de producir numerosas características a la vez.
También existen, por supuesto, características extremadamente negativas, tales como la idiotez o la manía homicida, que quisiéramos eliminar genéticamente, si supiéramos cómo. Sin embargo, no estamos seguros de que siquiera podamos eliminar los genes indeseables, sin eliminar también cierta porción de los deseables. [...]
El resultado es que los geneticistas más reputados tratan con la mayor cautela todo lo relativo a la eugenesia, y los que siente mayor entusiasmo por ella tienden a ser fanáticos henchidos de una confianza basada solo en la ignorancia y con marcada tendencia a derivar de la eugenesia al racismo (Isaac Asimov, Las fuentes de la vida, pp. 88, 89 y 90).

Te preguntarás lector a qué viene todo este razonamiento en contra de cualquier tipo de eugenesia negativa (la eugenesia positiva es harina de otro costal), y te responderé que lo que hacen los médicos vacunófilos cuando intentan erradicar tal o cual enfermedad en particular es algo similar a lo que hacen los biólogos genetistas cuando buscan mejorar alguna característica particular de los pollos o de los tomates. Buscan algo (que el tomate sea más jugoso, que el pollo sea más voluminoso) y se desentienden de las consecuencias generales que harán de esos productos entes muy distintos de lo que eran previamente a la modificación genética. El tomate no se volverá más tonto si le modificamos un par de genes, pero el pollo probablemente sí, o más lento, o más triste, o lo que sea. No lo sabemos. Ni nos importa. Con las personas, sin embargo, no podemos ser tan displicentes. Cuando inoculamos vacunas estamos forzando al sistema inmunitario para que quede alerta frente a una potencial enfermedad, pero al precio de desalertarlo frente a otras. No llegamos al punto de modificar la genética, pero modificar el sistema inmunológico es tal vez peor: prefiero ser un pequinés histérico con buenas defensas que un cristiano no histérico pero inmunosuprimido.
¿Hasta cuándo continuará esta eugenesia solapada? Hasta que la humanidad abra los ojos… o hasta que las vacunas dejen de ser un negocio lucrativo. Pero esto último jamás ocurrirá; no nos queda otra, pues, que abrir los ojos.

sábado, 9 de noviembre de 2019

La vacunación como procedimiento ético


Los vacunófilos aducen que la efectividad de las vacunas es incontestable, que los hechos hablan por sí mismos. Por ejemplo, antes de la aparición de la vacuna contra la viruela morían por esta causa cerca de cuatrocientos mil europeos al año. Cuando la vacuna antivariólica se masificó, la mortalidad se redujo bruscamente. Doy por buenos estos datos, aunque tengo mis dudas, pero supongamos que fue así, que la vacuna antivariólica redujo las muertes sensiblemente[1]. ¿Qué prueba esto? Prueba, nada más y nada menos, que la vacunación tiende a mejorar, en un sentido estadístico, la expectativa de vida de una determinada población que se ha sometido a ella. Antes de la vacuna se moría muchísima gente de viruela, la vacuna aminoró la cifra. ¿Debo conceder más? Concedo: Tomando dos grupos sociales de similar nivel cultural, sanitario, económico, dietético, etc., y sea que en uno de ellos la gente se ha vacunado en masa contra diferentes enfermedades y en el otro no, el grupo de los amantes de la vacuna, con buenas probabilidades, tendrá, en términos estadísticos, una mayor expectativa de vida que el grupo de los invacunados. He concedido ya demasiado y no me retracto de lo que concedí; pero ¿se deduce de esto que la vacunación sea un procedimiento éticamente deseable? En absoluto. Porque la ética, si es ética y no moral de transeúntes, no se fija en el bienestar de un determinado grupo en un determinado tiempo sino en el bienestar de la biomasa toda proyectado en la eternidad, y ahí es donde la santa sotana que se supone viste la jeringa comienza a deshilacharse, porque la sobretensión a la que se ve sometido nuestro sistema inmunológico debido a las modernas vacunas y a la farmacología en general, redundará, si seguimos con este paradigma sanitario, en un aumento exponencial de las enfermedades autoinmunes, que vienen haciendo estragos desde la década del 70 y seguirán recrudeciendo. Y así perecerá la especie humana, víctima de su propio temor a enfermarse.


[1] Existen, sin embargo, investigadores que lo niegan. Fernand Delarue, en Salud e infección: Auge y decadencia de las vacunas, sostiene que el decrecimiento de la viruela en Europa no se debió a la implementación de la vacuna sino a otros factores. Estadísticas, criterios diagnósticos, protocolos y datos epidemiológicos habrían sido modificados, según este autor, para ocultar el fracaso de las vacunas y conseguir su aceptación. Dos ejemplos extraídos de este libro: Valoración, según el Congreso de Colonia celebrado en 1881, de la campaña de vacunación obligatoria de la viruela llevada a cabo entre 1819 y 1873 en Londres: los cinco primeros años se vacunó a un 10% de la población y la mortalidad fue de 292 personas; en los años en que la vacunación ascendió hasta el 95% (de 1869 a 1873) murieron 679 personas. —Leicester: a finales del siglo XIX, el 95% de los bebés habían sido vacunados contra la viruela; en 1871 se produjo una epidemia y la enorme candad de enfermos y fallecidos dejó en evidencia la inutilidad de la vacuna; cuando las autoridades abandonaron la vacunación y tomaron medidas higiénicas, la viruela desapareció más rápidamente que en ninguna otra ciudad industrial vacunada.

viernes, 8 de noviembre de 2019

El padre de la vacuna


Esto es lo que se les enseña a los niños respecto de la invención de la vacuna:

… La posibilidad [que tuvo Jenner] de poner a prueba su idea surgió en 1796 cuando se presentó una terrible epidemia de viruela. Como no encontró ningún voluntario que se prestara para efectuar esta experiencia, utilizó a su hijo, a quien inoculó una pequeña dosis de pus en un brazo. De esta manera, Jenner logró no solo proteger a su hijo de la terrible enfermedad, sino también probar que la inoculación de pus proveniente de vacas infectadas de viruela, proporcionaba defensas contra la viruela humana (Campanita. Texto globalizado para alumnos de cuarto año básico, p. 60).

Eso es lo que se enseña, y esto es lo que sucedió:

En 1789, Jenner decidió (justo después de que había sido elegido miembro de la Royal Society) tratar de inmunizar [...] a su hijo, Edward Jr., nacido ese mismo año, y a dos de los siervos de su vecino, inoculándolos con la viruela porcina. [...] Jenner realizó el experimento haciendo un pequeño rasguño en los brazos del bebé con una lanceta [...]. Ocho días después, el bebé Edward tuvo llagas y enfermedad desarrollada, pero finalmente pudo recuperarse.  Luego, dos años más tarde, Jenner nuevamente desafió a su hijo con la viruela, esta vez con resultados infelices. Hubo una reacción, y una grave. Pero se recuperó rápidamente, y un año más tarde le inoculó la viruela, una vez más.  Desafortunadamente, sin embargo, en los años siguientes a estos experimentos, el joven Edward se convirtió en un niño enfermizo y exhibió signos de retraso mental leve, probablemente debido a un daño neurológico.  Jenner inoculó también a un joven llamado James Phipps. Tanto Phipps como el hijo de Jenner fallecieron, a los 20 y 21 años respectivamente, de tuberculosis [...]. A pesar de estas muertes, Jenner siguió probando la vacuna en muchos otros voluntarios, produciendo resultados diversos (Dave Mihalovic, “Lo que mucha gente no sabe sobre el padre de la vacunación”, artículo disponible en internet[1]).

El destino que siguió la medicina moderna, y que fue luego confirmado por la escuela de Pasteur, lo trazó un inconsciente cuya sed de renombre lo llevó a utilizar como conejillo de indias a su propio hijo y a cercenarle su calidad de vida y su vida misma tempranamente. A este individuo aplaudimos e intimamos a nuestros hijos a que lo aplaudan. Él abrió el camino… a la epidemia de enfermedades crónicas y degenerativas que ahora nos aplasta.

jueves, 7 de noviembre de 2019

El boom de las enfermedades autoinmunes


Esperamos tener una vacuna lista para ser probada en unos dos años.
Margaret Heckler, presentando en 1984 la “probable” causa del sida

Un médico español, el doctor Enrique Costa Vercher, se pregunta, primero, por qué han recrudecido, o se han desarrollado, las enfermedades que producen inmunodeficiencias a partir de la década del 70 y no antes, y segundo, por qué se ensañan estas enfermedades generalmente con los individuos jóvenes, entre 30 y 40 años como rango etario en que atacan con mayor frecuencia, y difícilmente se desarrollan en los viejos, siendo que los viejos, por el solo hecho de serlo, presentan un sistema inmunitario deteriorado por la natural oxidación que producen los años. Si apoyamos la teoría de Duesberg, tanto la primera como la segunda pregunta pueden evacuarse afirmando que las drogas recreativas como la cocaína, mariguana, heroína, LSD, poppers, etc., se masificaron e ingresaron a un sector mucho más vasto de la población de las grandes metrópolis justamente en la década del 70 y principios de los 80, y estas drogas fueron las principales causantes del deterioro del sistema inmunitario, drogas que son consumidas por lo general por jóvenes y no por abuelos y por ello son los jóvenes quienes padecen el sida y no los viejos. Esta explicación es plausible, pero Costa Vercher propone otra teoría complementaria.
Si bien la vacuna se inventó a fines del siglo XVIII, su implementación masiva y obligatoria tardó muchísimos años en promoverse. Podría decirse que en el mundo desarrollado —que es en donde las enfermedades por inmunodeficiencia están haciéndose fuertes (ya he mencionado que el supuesto sida africano no es una enfermedad autoinmune sino muy otra cosa)—, la implementación masiva de la vacunación múltiple y obligatoria comenzó tibiamente después de finalizada la Segunda Guerra Mundial y se hizo fuerte a mediados de la década del 50. Hacia mediados de la década del 80, que es cuando el sida eclosiona, los enfermos, mayormente jóvenes homosexuales o bisexuales de entre treinta y cuarenta años, habían sido todos ellos sometidos a vacunaciones múltiples cuando niños. Los cincuentones y sesentones, en la década del 80, posiblemente también sucumbieran en buena medida a la tentación del consumo de drogas, pero ellos habían nacido antes de la Segunda Guerra, por lo que sus cuerpos, en la gran mayoría de los casos, no habían sido sometidos a la tortura de las jeringas.
Lo que hacen los médicos sanitaristas al obligar a vacunarse a la entera población de sus países, es, sencillamente, manipular el sistema inmunitario del vacunado para que responda a tal o cual amenaza en particular, en desmedro de su respuesta general al conjunto de todas las amenazas a las que el cuerpo se enfrenta. Nos inoculan el virus de la viruela bovina y quedamos fortalecidos para enfrentar a la viruela humana… pero debilitados para enfrentar al resto de las enfermedades oportunistas. Jugar con el sistema inmunitario sin conocerlo a fondo tiene sus consecuencias y ahora, sida mediante, las estamos pagando. Hemos creado una raza de individuos inmunizada contra tales o cuales enfermedades infecciosas y desinmunizada contra el resto de las enfermedades, muchas de ellas, como el cáncer, bastante más terribles, en cuanto a sufrimiento y tasa de mortalidad, que las enfermedades que la vacuna ha erradicado. El cáncer sube, las enfermedades del sistema inmunitario suben en el occidente desarrollado, y las enfermedades infecciosas descienden al ritmo de los pinchazos; ¿estamos haciendo negocio?
Los sanitaristas vacunófilos fanfarronean afirmando que hoy en día la gente vive muchos más años que otrora, que la expectativa de vida ha subido notablemente gracias, entre otras cosas, a las vacunas. Costa Vercher responde: ¿en qué época han nacido aquellos abuelos que hoy en día llegan a los noventa o a los cien años? Nacieron en la década del 20 y en la del 30, es decir, cuando la vacunación obligatoria todavía no se había implementado con suficiente rigidez. Gozaron de los nuevos beneficios de la sanidad bien entendida (mejoras dietéticas, cloacas, recolección de residuos, redes de agua potable, acceso a la información) y no llegaron a sufrir los perjuicios de la sanidad mal aplicada (vacunas y abuso farmacológico): el cóctel perfecto para una vida sana y prolongada. Esperemos unos treinta o cuarenta años y veremos cómo la expectativa de vida de los gerontes, lo mismo que su calidad de vida, descienden significativamente[1].
Más allá de ser esta una teoría difícilmente comprobable, tenemos este dato último, el pronóstico poco alentador del recule de la esperanza de vida en las urbes occidentales. Si se cumple esta profecía, tal vez, y solo tal vez, los médicos vacunadores caigan en la cuenta de su error y comprendan que manipular a sus antojos máquinas complejas y sutiles como el organismo humano con herramientas tan toscas como las vacunas es algo así como pretender reparar los engranajes de un reloj de pulsera con un destornillador de mecánico de autos y sujetándolo con guantes de boxeo.


[1] Lo sigo a Enrique Costa Vercher desde su libro Vacunas: una reflexión crítica, pp. 113 a 134.

miércoles, 6 de noviembre de 2019

El problema del periodo de latencia


Jay Levy, una de las autoridades más respetadas en la investigación del sida en la década del 90, no podía explicar una de las grandes incongruencias que tiene la hipótesis vírica: el extensísimo período de latencia:

Los mecanismos exactos de la destrucción de las células CD4 y la deficiencia inmune no están todavía claros, ni tampoco cómo la heterogeneidad de las cadenas de VIH es eventualmente expresada. La latencia, así como muchos rasgos de la patogénesis del VIH, permanece misteriosa (El VIH y la patogénesis del sida, p. 617).

Peter Duesberg, socarronamente, le contestó: “No hay retrovirus lentos, sino retrovirólogos lentos”. Si el sida demora tanto en manifestarse no es porque el HIV se esté incubando sino porque el cuerpo se defiende de los agentes estresantes tanto tiempo como le es posible, hasta que al fin colapsa.

martes, 5 de noviembre de 2019

La rectificativa del verdadero descubridor del virus HIV


Mientras el doctor Gallo y sus secuaces continuaban embolsando fortunas gracias a las patentes de los test de HIV, el verdadero descubridor del virus daba en 1990 una vuelta de campana en sus creencias sobre las verdaderas causas del desarrollo del sida:

El sida no lleva inevitablemente a la muerte, especialmente si usted suprime los co-factores que soportan a la enfermedad. Es muy importante decir esto a la gente que está infectada. Creo que actualmente debemos poner el mismo peso en los co-factores que en el VIH. Los factores psicológicos son críticos a la hora de apoyar al sistema inmune. Si usted suprime este apoyo psicológico diciendo a alguien que está condenado a morir, estas mismas palabras ya lo han condenado a morir (Luc Montagnier, citado por Silvia Giménez en Sida, un debate silenciado, p. 42).

No descartó Montagnier que el HIV pueda tener alguna incidencia en la aparición del sida, pero consideró que esta incidencia sería menor en comparación con otros factores más decisivos. Así, el francés quedó a salvo del juicio histórico, cuyo martillo caerá de lleno en las cabezas de los científicos norteamericanos que continúan lucrando con este error diabólico[1].


[1] Años más tarde habló también Montagnier del papel relativo que juega el HIV en el desarrollo del sida: "Si usted y yo tenemos un buen sistema inmunitario podemos exponernos al virus del Sida y no infectarnos. Hay mucha gente expuesta al virus que no se infecta porque tiene una buena respuesta inmunitaria. Y de la misma manera hay personas inmunodeprimidas por diferentes factores, entre ellos los psicológicos, que son más sensibles a la infección y a que el virus se instale definitivamente. También son muy importantes otros factores. Como la nutrición. Hay pues que tomar antioxidantes porque los radicales libres deprimen el sistema inmunitario" (revista DSalud nº 102, febrero 2008; https://www.dsalud.com/reportaje/luc-montagnier-admite-que-el-vih-solo-es-un-problema-grave-si-el-sistema-inmune-esta-deprimido/).

lunes, 4 de noviembre de 2019

El canto de Gallo


Creo que el SIDA es tan falso como el virus del SIDA y el científico que lo parió. Creo que los métodos usados para su diagnóstico no son más que una pantomima científica cuyo objetivo no es otro que el de crear culpables y al mismo tiempo ganar suculentas cantidades de dinero. Creo que la industria farmacéutica produce muchos más enfermos que los que cura. Creo que la mayoría de los gobiernos del mundo conocen estos hechos y no hacen nada para evitarlos porque son subordinados directos de estas grandes multinacionales del horror. Creo que los canales informativos no son más que voceros de un poder establecido con unos intereses subordinados a estos grandes magnates. Y creo que la gente es conformista, cómoda y crédula y es capaz de ir directamente al matadero porque así se lo dice el poder establecido a través de los medios de comunicación.
Antonio Trillo, Descodificando el sida

Según Robert Gallo, “en el caso del HIV, la gran mayoría de las personas progresa al sida”[1]. ¿Es esto cierto? Parece que no. En los Estados Unidos —país de Gallo—, el número de seropositivos ha permanecido constante en un millón desde la aparición de la prueba generalizada de anticuerpos al VIH (1985). Sin embargo, en el 2016, siendo los infectados un total de 1.008.929 individuos, “murieron 15.807 personas con infección por el VIH diagnosticada en los Estados Unidos. Estas muertes pudieron deberse a cualquier causa” (CDC, “El HIV en los Estados Unidos”[2]). Nótese, primero, que las muertes que aparecen en la estadística “pudieron deberse a cualquier causa”, es decir que se incluyen también los accidentes, suicidios, etcétera, que no corresponde anunciar como muerte causada por el sida; y segundo, que el millón de personas a que alude la estadística tenían infección HIV diagnosticada, lo que implica que no se incluyen los casos no diagnosticados, es decir, quienes no se realizaron el test de HIV, con lo que la cifra de un millón de infectados, si incluyésemos a los no diagnosticados, seguramente se duplicaría o triplicaría. Pero supongamos que las 15.807 personas murieron efectivamente por causa del sida y que los infectados por HIV en los Estados Unidos son tan solo un millón: aun así, las muertes en el año 2016 corresponderían al 1,58% de los infectados. No creo que este porcentaje sea compatible con la afirmación de Gallo respecto de que el HIV progresa hacia el sida en la gran mayoría de las personas infectadas. Gallo suele situarse al amparo de intrincadas estadísticas y extensos estudios de campo para que los profanos, los legos, los no especializados no podamos refutarlo. Aquí, sin embargo, las estadísticas son tan claras y tan sencillas que no dan cabida a ninguna interpretación tendenciosa.
“Antes de que el gallo cante, me negarás tres veces”, le dijo Jesús a Pedro. Gallo viene cantando sus mentiras desde hace treinta y cinco años, y yo las seguiré negando, una vez, dos veces, tres veces y tantas veces como sea necesario hasta que Gallo anochezca.