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martes, 31 de agosto de 2010

Epílogo de La ética y la moral

…Puede caer en la promiscuidad y en la melancolía, como suele suceder con los románticos fallidos.
Billy el fotógrafo
, El año que vivimos en peligro



Decíamos, apoyados en Hildebrand, que el ser humano puede adoptar, en toda etapa de su vida, alguna de estas tres posiciones o actitudes fundamentales: la búsqueda de lo subjetivamente satisfactorio, el bien objetivo para la persona o el mundo de los valores. Los que buscan la satisfacción subjetiva están ciegos ante todo este universo que acabamos de describir. Después están los que buscan el bien objetivo para sí mismos. Esta gente puede percibir valores, y puede utilizar sus propios valores éticos en la tarea de responder a los valores extramorales percibidos. El problema es que son excesivamente racionales (en el sentido práctico del término), y así no es fácil penetrar en los valores más encumbrados y responder a ellos, porque para percibir los mayores valores extramorales hay que poseer las mayores virtudes, y éstas no les nacen, ni mucho menos se les pegan, a las personas egoístas.
Llegamos finalmente a quienes actúan, no digamos en todo momento, pero sí con cierta frecuencia, con la mirada espiritual clavada en el mundo de los valores. Para llegar a este milagro que muchos, comenzando por el gran Epicuro, consideraban imposible de materializar, a saber, las acciones altruistas, realizan estas privilegiadas personas una curiosa prestidigitación racional. Utilizan al máximo su razón pura, la razón que nos permite conocer el mundo y sus valores, y, a la hora de responder a esos valores conocidos, hacen caso omiso de los consejos de su razón práctica, que cuando apunta a los valores --y no siempre lo hace-- sólo es para utilizarlos como medios. Para que un valor extramoral pueda ser aprehendido en sí mismo (aunque siempre conformando un bien) y no como medio, es menester que la razón práctica se subordine a los instintos o a las intuiciones. No que desaparezca, pues eso sería deletéreo para las aspiraciones éticas de la especie, sino que se limite a la fundamental tarea del soslayamiento, del acomodamiento de las circunstancias a los efectos de posibilitar y optimizar una respuesta al valor adecuada. Quienes adoptan una posición fundamental centrada en los valores han podido librarse del fantasma del interés personal y, cuando actúan, su teleología busca el bienestar de la humanidad toda (virtudes vía instinto) o el bien de la biomasa espaciotemporal (virtudes vía intuición o memes). Son ellos los verdaderos responsables de que la bondad, la verdad, la belleza, la cultura y la vitalidad del mundo no queden sepultadas bajo el rancio egoísmo generalizado que se dirige al placer y sólo al placer y no siempre de forma inteligente.
Cuando por algún cambio de circunstancias, o por un golpe del destino, quien solía percibir esos valores por sí mismos deja de hacerlo, su posición fundamental tiende a caer en picada y sin escalas de ningún tipo aterriza en el ámbito de los placeres subjetivos, con los placeres carnales, con los placeres concupiscibles a la cabeza. Y es que aquí los placeres --como Scheler ya lo hizo notar-- se dejan modelar fácilmente por la voluntad, por el propio deseo. Son placeres fáciles de alcanzar por cualquiera que se lo proponga.
Casi todos hemos pasado por esta etapa. Yo hace cinco años que la vivo, y lucho (con fláccido encarnizamiento) contra todos mis estúpidos vicios para que abandonen el sitio de una vez, para que dejen de hostigarme. Pero aún sigo sitiado. Esa es la mala noticia. La buena es que pese al tiempo transcurrido, aún no han podido traspasar mis murallas. No arde Troya todavía.
Pero esta es otra historia, que tal vez a los lectores que valoran o se divierten con mis especulaciones filosóficas no les interese.
Sin embargo la contaré. Pero a partir de mañana.

FIN DEL EXTRACTO


Textos citados en los diferentes capítulos:

Epígrafes introductorios
MONTAIGNE, Michel de: Ensayos (1580 a 1588); Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2003.
NORDAU, Anna y Maxa: Max Nordau; Bs. As., Israel, 1943.
NOVALIS: Estudios sobre Fichte y otros escritos (1797); Madrid, Akal, 2007.



Capítulo 1
AGUSTÍN, San: El sermón de la montaña; Bs. As., Emecé, 1945.
AMIEL, Henri: Diario íntimo (1848 a 1881); Bs. As., Ediciones Modernas Luz, 1933.
AYARRAGARAY, Carlos.: La justicia en la Biblia y en el Talmud; Bs. As., Valerio Abeledo, 1948.
BLACKMORE, Susan: La máquina de los memes (1999); Barcelona, Paidós, 2000.
BORGES, Jorge Luis: Discusión (1932); Madrid, Alianza, 1997.
CAMBA, julio: La casa de Lúculo o el arte de comer (1929); Bs. As., Espasa-Calpe, 1949.
DAWKINS, Richard: El gen egoísta (1976); Barcelona, Salvat, 1985.
DIDEROT, Denis.: Ensayo sobre la vida de Séneca (1779); Bs. As., Losada, 2004.
GARCÍA BLANCO, Manuel: En torno a Unamuno; Madrid, Taurus, 1965.
HOBBES, Thomas: Leviatán (1651); México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1940.
LAFARGUE, Paul: El derecho a la pereza (1883); Bs. As., Longseller, 2003.
LAPLACE, Pierre: Ensayo filosófico sobre las probabilidades (1812); Bs. As., Espasa-Calpe, 1947.
MARÍN, Juan: Lao-Tszé; Bs. As., Espasa-Calpe, 1952.
PAPINI, Giovanni: Gog (1931); Barcelona, Plaza & Janés, 1962.
PLATÓN: Critón; Bs. As., Aguilar, 1982 (6ª edición).
POPPER, Karl: Conocimiento objetivo (1972); Madrid, Tecnos, 1982.
PORCHÈ, François: Tolstoi (1935); Bs. As., Losada, 1958.
PROSE, Francine: Gula (2003); Barcelona, Paidós, 2005.
SÁNCHEZ DE BUSTAMANTE, Teodoro: El infinito; Bs. As., Imprenta de la Universidad de Buenos Aires, 1941.
SÁNCHEZ DRAGÓ, Fernando: Carta de Jesús al Papa; Bs. As., Planeta, 2001.
SCHELER, Max: Muerte y supervivencia (1916); Bs. As., Goncourt, 1979.
SCHOPENHAUER, Arthur: Metafísica del amor sexual (1844); Bs. As., Goncourt, 1975.
--El mundo como voluntad y representación (2 tomos, 1859); Bs. As., El Ateneo, 1950.
SCHWEITZER, Albert: El camino hacia ti mismo (selección de Max Tau y Lotte Herold); Bs. As., Sur, 1958.
SÉNECA: Tratado morales (tomo 2); México D. F., Universidad Nacional Autónoma de México, 1944-46.
SKUTCH, Alexander: Fundamentos morales (1993); San José de Costa Rica, Editorial de la Universidad de Costa Rica, 2000.
TOLSTOI, León: Placeres crueles; Barcelona, Maucci, s/f.
UNAMUNO, Miguel de: Del sentimiento trágico de la vida (1912); Bs. As., Losada, 1964.
WADDINGTON, Conrad: El animal ético (1960); Bs. As., Eudeba, 1963.



Capitulo 2
ARISTÓTELES: La política; Barcelona, Iberia, 1986 (6ª).
AYARRAGARAY, Carlos.: La justicia en la Biblia y en el Talmud; Bs. As., Valerio Abeledo, 1948.
BIOY CASARES, Adolfo: Borges (1931 a 1989); Barcelona, Destino, 2006.
CICERÓN: Disputas tusculanas (2 tomos); México D. F., Universidad Nacional Autónoma de México, 1979.
GARCÍA BLANCO, Manuel: En torno a Unamuno; Madrid, Taurus, 1965.
KANT, Immanuel: Sobre la paz perpetua (1795); Madrid, Tecnos, 1998 (6ª).
MCDOWELL, Josh: Más que un carpintero; Miami, Unilit, 1997.
NOVALIS: Estudios sobre Fichte y otros escritos (1797); Madrid, Akal, 2007.
PAPP, Desiderio: Filosofía de las leyes naturales; Bs. As., Espasa-Calpe, 1945.
PLATÓN: La República; Barcelona, Edicomunicación, 1994.
STRAUSS, David Friedrich: Nueva vida de Jesús (1835); Bs. As., Biblioteca Nueva, 1943.
UREÑA, Enrique.: Krause, educador de la humanidad; Madrid, Unión Editorial, 1991.
ORTEGA Y GASSET, José: La rebelión de las masas (1930); Madrid, Espasa-Calpe, 1986 (25ª).
POPPER, Karl: La sociedad abierta y sus enemigos (1943); Barcelona, Paidós, 1992.
LUC, Jean-Noel: Diderot; México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1940.



Capitulo 3
BORGES, Jorge Luis: Discusión (1932); Madrid, Alianza, 1997.
CAMPOAMOR, Ramón de: Obras completas; Madrid, San Rafael, 1901 (tomo I).
POPPER, Karl: La sociedad abierta y sus enemigos (1943); Barcelona, Paidós, 1992.
SCHOPENHAUER, Arthur: El arte de insultar (edición de Javier Fernández y José Mardomingo); Madrid, Edaf, 2000.
UNAMUNO, Miguel de: Soledad (1905 a 1906); Bs. As., Espasa-Calpe, 1946.



Capítulo 4
DOSTOIEVSKI, Fedor: Crimen y castigo (1866); Bs. As., Gradifco, 2005.
POPPER, Karl: La sociedad abierta y sus enemigos (1943); Barcelona, Paidós, 1992.
SINGER, Peter.: Ética práctica (1993); Cambridge, Cambridge University Press, 1995.



Capítulo 5
BALLESTEROS Y BERETTA, Antonio: Cristóbal Colón y el descubrimiento de América, (tomo 2); Barcelona, Salvat, 1945.
COLÓN, Cristóbal: Diario de Colón (edición a cargo de Carlos Sanz); Madrid, Biblioteca Americana Vetustissima, 1962.
COLÓN, Hernando: Historia del almirante don Cristóbal Colón (dos tomos, aprox. 1535); Madrid, Victoriano Suárez, 1932.
GUILLÉN TATO, Julio: La parla marinera en el Diario del primer viaje de Cristóbal Colón; Madrid, Instituto Histórico de Marina, 1951.
FUNES, Jorge: En días del año 1492; (1990); Bs. As., Saturnino Funes, 1991.
MARTÍNEZ-HIDALGO, José María: Las naves del descubrimiento y sus hombres; Madrid, Mapfre, 1992.
MENÉNDEZ PIDAL, Ramón: La lengua de Cristóbal Colón, el espíritu de Santa Teresa y otros estudios sobre el siglo XVI; Bs. As., Espasa-Calpe, 1944 (2ª).
MURO OREJÓN, Antonio: Pleitos colombinos (tomo VIII); Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1964.
RUMEU DE ARMAS, Antonio: Hernando Colón, historiador del descubrimiento de América; Madrid, Instituto de Cultura Hispánica, 1973.
SALES FERRÉ, Manuel: El descubrimiento de América según las últimas investigaciones; Sevilla, Tipografía de Díaz y Carballo, 1893.



Capitulo 6
BARRETT, Rafael: Obras completas (1900 a 1910); Bs. As., Americalee, 1943.
DIDEROT, Denis.: Ensayo sobre la vida de Séneca (1779); Bs. As., Losada, 2004.
LA METTRIE, Julien Offroy de: Anti-Séneca (1748); Bs. As., El cuenco de plata, 2005.
PLATÓN: La República; Barcelona, Edicomunicación, 1994.
SÉNECA: Sobre la felicidad; Madrid, Alianza, 1980.


Capítulo 7
BARRETT, Rafael: Obras completas (1900 a 1910); Bs. As., Americalee, 1943.
DESCARTES, René: Principios de filosofía (1647); Bs. As., Losada, 1951.
HÖFFDING, Harald: Historia de la filosofía moderna (tomo I, 1905); Madrid, Daniel Jorro, 1907.
--La moral (tomo I, 1900); Barcelona, Imprenta de Henrich, 1907.
LEIBNIZ, Gottfried: Teodicea (1710); Bs. As., Claridad, 1946.
--Correspondencia con Arnauld (1686); Bs. As., Losada, 2004.
ROUSSEAU, Jean-Jacques: Escritos polémicos ; Madrid, Tecnos, 1994.
RUSSELL, Bertrand: Historia de la filosofía occidental (tomo II, 1945); Bs. As., Espasa-Calpe, 1947.
SEIFERT, Josef: Superación del escándalo de la razón pura (2001); Madrid, Cristiandad, 2007.
SÉNECA: Epístolas morales a Lucilio (tomo II); Madrid, Gredos, 1989.



Capítulo 8
CHESTERTON, Gilbert: El mundo al revés (1910); Bs. As., La Espiga de Oro, 1945.
FERRARA, Alessandro: La fuerza del ejemplo (2008); Barcelona, Gedisa, 2008.
HOBBES, Thomas: El ciudadano (1642); Madrid, Debate, 1993.
HÖFFDING, Harald: La moral (tomo I, 1900); Barcelona, Imprenta de Henrich, 1907.
--: Historia de la filosofía moderna (tomo II, 1905); Madrid, Daniel Jorro, 1907.
KLINEBERG, Otto: Psicología social (1954); México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1963.
LINTON, Ralp: Estudios sobre el hombre (1936); México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1956 (3ª).
LOCKE, John: Ensayo sobre el entendimiento humano (1690); México, Fondo de Cultura Económica, 1956.
ROUSSEAU, Jean-Jacques: Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres (1753); Bs. As., Aguilar, 1956.
--Julia o la nueva Eloísa (1760); París, Garnier, s/f.
-- Escritos polémicos; Madrid, Tecnos, 1994.
UNAMUNO, Miguel de: Soledad (1905 a 1906); Bs. As., Espasa-Calpe, 1946.



Capítulo 9
AGUSTÍN, San: Confesiones (¿400?); Bs. As., Longseller, 2000.
AYARRAGARAY, Carlos.: La justicia en la Biblia y en el Talmud; Bs. As., Valerio Abeledo, 1948.
BLAKE, William: El demonio es parco (aforismos seleccionados por Heriberto Yepes); México D. F., Verdehalago, 2006.
BIOY CASARES, Adolfo: Borges (1931 a 1989); Barcelona, Destino, 2006.
HARTMANN, Nicolai: Introducción a la filosofía (1949); México, Universidad de México, 1961.
HILDEBRAND, Dietrich von: Ética (1953); Madrid, Encuentro, 1983.
SINGER, Peter: Ética práctica (1993); Cambridge, Cambridge University Press, 1995.
UNAMUNO, Miguel de: Soledad (1905 a 1906); Bs. As., Espasa-Calpe, 1946.



Capítulo 10
ARISTÓTELES: La política; Barcelona, Iberia, 1986 (6ª).
MONTAIGNE, Michel de: Ensayos (1580 a 1588); Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2003.
ORTEGA Y GASSET, José: La rebelión de las masas (1930); Madrid, Espasa-Calpe, 1986 (25ª).
REYES, Alfonso: Cuestiones gongorinas; Madrid, Espasa-Calpe, 1927.
SPINOZA, Baruch: La reforma del entendimiento (1661); Bs. As., Aguilar, 1971 (5ª).
STEWART, Mattheu: El hereje y el cortesano (2006); s/l, Biblioteca Buridán, 2007.
THOREAU, Henry David: Walden, o la vida en los bosques (1852); México D. F., UNAM., 1996.

Capítulo 11
DESCARTES, René: Principios de filosofía (1647); Bs. As., Losada, 1951.
GÓMEZ, José: El teísmo moral en Kant; Madrid, Cristiandad, 1983.
KANT, Immanuel: Metafísica de las costumbres (1797); Bs. As., CSIC, 1993.
--Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785); Madrid, Espasa-Calpe, 1981 (7ª).
--Crítica de la razón pura (1781); Bs. As., Alfaguara, 1998.
--Crítica de la razón práctica (1788); Madrid, Espasa-Calpe, 1984 (3ª).
--Lecciones de ética (1775 a 1785); Barcelona, Crítica, 2002.
--La religión dentro de los límites de la mera razón (1793); Madrid, Alianza, 1969.
LAQUEUR, Thomas: Sexo solitario (2003); Bs. As., Fondo de Cultura Económica, 2007.
LORENZ, Konrad: Consideraciones sobre las conductas animal y humana (1941 a 1963); Barcelona, Planeta, 1985.
MERTON, Thomas: Nuevas semillas de contemplación; Santander, Sal Terrae, 1993.
ORTEGA Y GASSET, José: El espectador (1916); Madrid, Espasa-Calpe, 1928 (3ª) (tomo I).
RUSSELL, Bertrand: El conocimiento humano (1948); Madrid, Revista de Occidente, 1950.
THOREAU, Henry David: Walden, o la vida en los bosques (1852); México D. F., UNAM., 1996.



Capítulo 12
ARISTÓTELES: Ética nicomaquea; México D. F., Universidad Nacional Autónoma de México, 1954.
HILDEBRAND, Dietrich von: Moralidad y conocimiento ético de los valores (1919); Madrid, Cristiandad, 2006.
REINACH, Adolf: Anotaciones sobre filosofía de la religión (1916/7); Madrid, Encuentro, 2007.



Capitulo 13
AGUSTÍN, San: La ciudad de Dios (dos tomos); Bs. As., Club de Lectores, 1989.
ALBERINI, Coriolano: Escritos de ética (1908 a 1925); Mendoza, Universidad Nacional de Cuyo, 1973.
ARISTÓTELES: Ética nicomaquea; México D. F., Universidad Nacional Autónoma de México, 1954.
ASTRADA, Carlos: La ética formal y los valores; La Plata, Universidad de la Plata, 1938.
BARRETT, Cyril: Ética y creencia religiosa en Wittgenstein (1991); Madrid, alianza, 1994.
BESTEIRO, Julián: Los juicios sintéticos «a priori» desde el punto de vista lógico; Madrid, La Lectura, 1927.
BIOY CASARES, Adolfo: Borges (1931 a 1989); Barcelona, Destino, 2006.
BLAKE, William: Poemas y profecías; Córdoba, Assandri, 1957.
BRENTANO, Franz: Psicología (1874); Madrid, Revista de Occidente, 1926.
--El origen del conocimiento moral (1889); Madrid, Revista de Occidente, 1927.
BUNGE, Mario: Ética y ciencia (1962); Bs. As., Siglo Veinte, 1985 (3ª).
--Intuición y razón (1962); Bs. As., Sudamericana, 1996.
DUJOVNE, León: Teoría de los valores y filosofía de la historia; Bs. As., Paidós, 1959.
FERRATER MORA, José: Diccionario de filosofía (dos tomos); Madrid, Alianza, 1983.
GOLDAR, Juan Carlos: Anatomía de la mente; Bs. As., Salerno, 1993.
GUERRERO, Luis: Determinación de los valores morales (1928); Mendoza, Universidad Nacional de Cuyo, 1983.
HARTMAN, Robert: La estructura del valor (1958); México, Fondo de Cultura Económica, 1959.
HARTMANN, Nicolai: Ethics (1926); Londres, George Allen, 1950.
HEMPEL, C: Confirmación, inducción y creencia racional (1960); Bs. As., Paidós, 1975.
HILDEBRAND, Dietrich von: Ética (1953); Madrid, Encuentro, 1983.
--Moralidad y conocimiento ético de los valores (1919); Madrid, Cristiandad, 2006.
--¿Qué es filosofía? (1960); Madrid, Encuentro, 2000.
HUME, David: Investigaciones sobre los principios de la moral (1751); Bs. As., Losada, 1945.
KANT, Immanuel: Crítica del juicio (1790); Madrid, Espasa-Calpe, 1999 (8ª).
--Crítica de la razón pura (1781); Bs. As., Alfaguara, 1998.
LOCKE, John: Ensayo sobre el entendimiento humano (1690); México, Fondo de Cultura Económica, 1956.
LORENZ, Konrad: Consideraciones sobre las conductas animal y humana (1941 a 1963); Barcelona, Planeta, 1985.
LLAMBÍAS DE AZEVEDO, Juan: Max Scheler (1965); Bs. As., Nova, 1966.
MOORE, George: Defensa del sentido común y otros ensayos (1958); Madrid, Orbis, 1983.
NIETZSCHE, Friedrich: El anticristo (1888); Bs. As., Marymar, 1976.
--Consideraciones intempestivas (1874); Madrid, Aguilar, 1949 (2ª) (tomo II de sus Obras completas).
ORESTANO, Francesco: Los valores humanos (1907); Bs. As., Argos, 1947.
ORTEGA Y GASSET, José: "¿Qué son los valores?" (1923); Madrid, Revista de Occidente, 1983 (tomo VI de sus Obras completas).
--"Amor en Stendhal" (1926); Madrid, Revista de Occidente, 1983 (tomo V de sus Obras completas).
PINTOR RAMOS, Antonio: El humanismo de Max Scheler; Madrid, Editorial Católica, 1978.
QUINE, Willard van Ormand: Desde un punto de vista lógico (1953); Barcelona, Paidós, 2002.
RACHELS, James: Introducción a la filosofía moral (2003); México, Fondo de Cultura Económica, 2007.
RAMÓN Y CAJAL, Santiago: Charlas de café (1932); Madrid, Espasa-Calpe, 1966 (9ª).
REINER, Hans: Vieja y nueva ética (1960); Madrid, Revista de Occidente, 1964.
RIBOT, Théodule: Ensayo sobre las pasiones (1907); Madrid, Daniel Jorro, s/f.
--La psicología de los sentimientos (1896); Madrid, Librería de Fernando Fe, 1900.
--La lógica de los sentimientos (1905); Madrid, Daniel Jorro, 1905.
RUSSELL, Bertrand: Religión y ciencia (1935); México, Fondo de Cultura Económica, 1951.
SCHELER, Max: Ética (1913); Bs. As., Revista de Occidente, 1948 (2ª) (dos tomos).
--El santo, el genio, el héroe (1921); Bs. As., Nova, 1961.
SCHOPENHAUER, Arthur: El mundo como voluntad y representación (2 tomos, 1859); Bs. As., El Ateneo, 1950.
UNAMUNO, Miguel de: Inquietudes y meditaciones (1898 a 1936); Madrid, Afrodisio Aguado, 1957.
--Viejos y jóvenes (1902 a 1904); Madrid, Espasa-Calpe, 1968 (5ª).
--Del sentimiento trágico de la vida (1912); Bs. As., Losada, 1964.
VOLTAIRE: Diccionario filosófico (seis tomos, 1764); Valencia, F. Sempere, s/f.



Capítulo 14
DESCARTES, René: Discurso del método (1637); Bs. As., Aguilar, 1980 (11ª).
EDMONDS, David y EIDINOW, John: El perro de Rousseau (2006); Barcelona, Península, 2007.
HUME, David: Investigación sobre los principios de la moral (1751); Bs. As., Losada, 1945.
MONTAIGNE, Michel de: Ensayos (1580 a 1588); Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2003.




lunes, 30 de agosto de 2010

Hume

Ensayos correspondientes al capítulo 14 (y último) de La ética y la moral:


Capítulo 14
Hume

Tenía Hume una cara ancha y gorda y una boca grande y carente de cualquier expresión que no fuese la de la imbecilidad. Sus ojos eran apagados y mortecinos, y la corpulencia de toda su persona se ajustaba mucho más a la idea de un concejal comedor de pichones que a la de un filósofo refinado.
James Caulfeild (el futuro lord Charlemont), citado por David Edmonds en El perro de Rousseau


Martes 23 de septiembre del 2008/11,22 a.m.
Sería conveniente que definiese algunas de las virtudes y algunos de los vicios que figuran en mis listas y que difieren en ciertos aspectos de la opinión generalizada que despierta cada una de esas palabras.
La virtud de la austeridad esta tomada en un sentido puramente materialístico. Sería entonces la severidad y rigidez en el manejo del dinero, la morigeración extrema de los gastos. De ahí que su antítesis recaiga en el consumismo, que viene a ser el despilfarro del propio dinero en la compra de productos y servicios prescindibles e incluso dañinos. No debe nunca emparentarse este tipo de austeridad con la avaricia. El avaro no gasta porque siente una enfermiza pasión por su dinero, mientras que el austero no gasta porque no necesita gastar, porque disfruta no-gastando (en contraposición del avaro, que disfruta acumulando) y porque su economía se resentiría si gastase más de lo mínimamente indispensable. Tampoco debe relacionarse lo contrario de la austeridad, el consumismo, con la liberalidad, puesto que lo propio de la gente consumista es derrochar, es decir, malgastar su dinero en la compra de todo tipo de bienes y servicios irrelevantes dirigidos hacia sí mismo, mientras que los liberales obsequian sus dineros o sus bienes a otras personas. Desde el momento en que un consumista adquiere un objeto no para su propio deleite sino para regalárselo otro, deja de ser, en ese momento, un consumista para entrar en la categoría de liberal. Es muy común que un consumista practique cada tanto la liberalidad, pero es raro que un liberal sistemático se vuelque al consumismo, el mayor de los vicios menores (junto con la cobardía) y que por ello debe repugnar indefectiblemente a todo espíritu decididamente virtuoso.
Entiendo por comunicabilidad la facilidad en la expresión de las ideas y los sentimientos, tanto sea de palabra, por escrito, mediante gestos, ademanes o lo que fuere. La incomunicabilidad es la dificultad para esta tarea, y no debe confundirse con la cualidad de la impenetrabilidad, que no figura en mis listas pero que defino como la capacidad de ocultar las propias emociones. Es posible que el individuo sea muy comunicativo al emplear un determinado medio y muy poco comunicativo al modificarse la pauta expresiva. Tolstoi decía que los buenos escritores no saben hablar, que no manejan muy bien el lenguaje por vía oral, y Montaigne, cuya comunicabilidad fue magistral con la pluma, se consideraba "mal orador para el común, porque en todo acostumbro a decir lo más extremo y final que sé" (Ensayos, ll, 17).
El término dócil está empleado aquí, exclusivamente, para designar a las personas o animales que reciben fácilmente las enseñanzas impartidas, y el terco viene a ser el individuo completamente refractario a ellas. La virtud de la docilidad no es incompatible con la virtud de la firmeza: se puede ser permeable a la opinión ajena y a la vez mantener la propia con ímpetu y con una cuota imprescindible de dogmatismo. El propio Descartes, el creador de la duda metódica, aconseja no dudar una vez que nos hemos encaminado en una dirección por más que no sepamos a ciencia cierta hacia dónde vamos. Perdidos por perdidos en medio de un bosque, es conveniente tomar cualquier camino y seguirlo derechamente que no deambular sin plan o permanecer parado. Probablemente no llegaremos adonde queríamos llegar, pero al menos llegaremos a algún lado (Discurso del método, parte lll). Eso es firmeza.
Cuando yo hablo de misericordia pienso exclusivamente en la capacidad que presentan ciertos individuos de refrenar una determinación volitiva previa que les ordenaba producir un daño equis a otro individuo ya sometido y como en espera del castigo. La misericordia puede confundirse con la compasión, pero ésta no es una virtud sino una emoción, y ya hemos dicho que las emociones no puede ser virtudes; sólo pueden aspirar, como mucho, a la categoría de respuestas afectivas al valor. La compasión es una respuesta afectiva adecuada --puesto que pertenece al grupo de las emociones amorosas--, mientras que la misericordia es una facultad intelectual que suele venir acompañada del sentimiento compasivo. Su antítesis es la insensibilidad, llamada así en honor a la brevedad pero que puede mejor responder a la frase "dureza de corazón". Así, la insensibilidad es para mí la cualidad que nos impide condolernos del mal ajeno que estamos a punto de causar. Esta especificación es importante para no extender el concepto y hacerlo superponer con otros vicios, con el sadismo sobre todo, y lo mismo le cabe a la misericordia, que si se interpreta de un modo más general ya deja de ser misericordia para entrar derechamente al ámbito de la bondad inteligentemente activa.
El sentido del humor tiene dos facetas. Indica, por un lado, la capacidad de apreciar el costado cómico de casi todo suceso, y por otro se refiere a la comicidad, a la capacidad de hacer reír a los demás. Estas dos facetas aparecen por lo general en forma simultánea, pero puede darse el caso de un gran cómico que viva presa de la melancolía --lo que les sucede, según la creencia popular, a muchos payasos-- o de un gran reidor que sea incapaz de hacer reír a nadie. Su antítesis, el amargor, les cabe a los individuos que presentan una notable ceguera para el hecho cómico (o lo perciben con levedad, sin la fuerza necesaria como para disparar la risa) y a la vez están impedidos de provocarlo. Es el vicio intelectual por excelencia.
La belicosidad es el impulso a la lucha y agresión física y al conflicto, y la mansedumbre nos mantiene siempre al margen de tales contiendas. Pero no es cobardía, porque el cobarde huye del combate dominado por el pánico, mientras que los mansos huyen por principios y sin temor alguno. Si el manso evita una pelea no por principios, sino para no salir dañado, ya sale de la categoría de manso y entra en la de cobarde. El cristiano ideal, según Jesús, es una persona mansa; según Nietzsche, es un cobarde. Y es que el temperamento del manso suele ser tan parecido al del cobarde que no es raro ver pasar a un hombre de la mansedumbre a la cobardía en un abrir y cerrar de ojos y a cada rato. Sólo un santo, un héroe o un sabio puede llegar a ser manso y valiente a la vez. Contentémonos nosotros con ser mansos y no-cobardes, o bien con ser valientes y no-belicosos.
El belicoso, en tanto que tal, no es irascible[1]. La irascibilidad puede llevar a la belicosidad, pero también al medroso resentimiento. No hace falta que defina la irascibilidad pero sí a su antítesis. El contentamiento es una facultad mental muy parecida al sentido del humor. Éste nos hace ver el costado cómico de las cosas; el contentamiento nos muestra su lado alegre, jovial, festivo. El irascible tiende a enojarse por naderías; el contento, por esas mismas naderías, se alegra. Las empresas que uno acomete cuando está enojado surten efectos por lo general nocivos para el prójimo, y lo mismo pero a la inversa cuando se actúa con alegría. Es por eso (y sólo por eso) que la irascibilidad es un vicio y el contentamiento una virtud.
Lo propio cabe decir en relación a la autoestima y el autodesprecio: poseídos de aquélla laboramos mejor para el mundo que sumidos en este. La autoestima difiere de la soberbia en que aquí los valores supuestos como propios no existen objetivamente y allí sí, y el soberbio vive comparándose con los demás, cosa de la que no se cuida el autoestimador, que no es un fariseo (ver la nota al pie de las anotaciones del 14/9/8)[2].
Los demás vocablos de mi lista no difieren, o difieren poco, de la idea general que representan; me ahorraré, por ahora, el trabajo de definirlos.

Algún católico me reprochará el no incluir en mi listado a las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. A esto respondo con lo siguiente. La fe forma parte --la parte más importante-- de la virtud que di en llamar religiosidad. Decir "hombre de poca fe" es para mí casi lo mismo que decir "hombre irreligioso". Sin embargo, todos hemos visto los desastres y terrores que la fe puede causar, de modo que la religiosidad se me presenta como una virtud bien relativa. Pero es una virtud; no caigamos en el error de suponer que sin religiosidad el mundo sería más pacífico y llevadero. Los Bin Laden siempre serán los Bin Laden, y si no matan por Alá matarán por el aumento en el precio del zapallo, por la escasez de mujeres delgadas o por la demostración del teorema de Fermat.
Respecto de la esperanza, su carácter sentimental me impide considerarla una virtud. Y así como la compasión es un sentimiento que tiende a ligarse con las virtudes de la misericordia y la bondad inteligente, la esperanza es el sentimiento propio del individuo paciente y optimista. Y la caridad, desde luego, es el sentimiento propio del individuo bondadoso.

A los pecados capitales los tengo casi cubiertos. La soberbia, como vicio rey, está en la cima de cualquier ranking. La pereza, la lujuria, la codicia (como avaricia) y la ira (como irascibilidad), figuran todas en mi listado de vicios menores. También la gula, sólo que incluida en un término más abarcativo: la incontinencia. Queda solamente la envidia. Pero ésta es un sentimiento: no puede ser un vicio, es uno de los tantos sentimientos enfermizos característicos de ciertos vicios, recalando especialmente sobre los individuos irascibles y sobre los sádicos.

Quedan por considerar las virtudes cardinales en sentido teológico: prudencia, templanza, fortaleza y justicia.
La prudencia es la virtud que posibilita el recto juicio. Puede asimilarse a lo que yo entiendo por ecuanimidad.
La templanza es la virtud que armoniza y refrena nuestros deseos, en especial los concupiscibles. Puede asociarse a lo que yo entiendo por continencia.
La fortaleza consistiría en adherirse firmemente a lo recto, y en el poder resistir el mal y también atacarlo cuando nos arrincona. Es una valentía depurada, en aleación con una dosis de bondad y otro tanto de inteligencia trascendente.
Este recuento termina con la justicia. Y con un breve relato imaginado por David Hume:

Supongamos que, por destino, un hombre virtuoso cayese en una sociedad de forajidos, alejado de la protección de las leyes y del gobierno. ¿Qué conducta debería seguir en esta triste situación? El virtuoso ve que prevalece una rapacidad desesperada, que se desatiende la equidad, que se desprecia el orden y que hay una ceguera tan estúpida en lo que se refiere a las futuras consecuencias, que inmediatamente debe tomar la resolución más trágica y concluir destruyendo el mayor número y disolviendo toda la sociedad restante. Mientras tanto, él no tiene otro recurso que armarse y [...] consultar a los dictados de su autoconservación, sin atender a aquellos que ya no merecen su cuidado y atención (Investigación sobre los principios de la moral, sección tercera).

El relato describe a la perfección lo que haría en ese caso un individuo justiciero. Ajusticiaría. Por ir a favor de su impulso de justicia se pondría en contra de la bondad, de la humildad, de la mansedumbre, de la paciencia, de la serenidad, del optimismo, de la misericordia, de la religiosidad, de la cortesía, de la tolerancia, de la ternura y del contentamiento. Pero una virtud que contradice a otras doce bien reconocidas, ¿es una virtud? Pareciera que no. Pareciera que una virtud que choca frontalmente con otra virtud esconde algo podrido, no digamos ya si choca contra un ejército de virtudes. Entonces, una de dos: o la justicia es una caricatura grotesca de la virtud, o las otras doce cualidades han sido mal escogidas.
Regresemos a la escena que nos propone Hume, pero troquemos a su hombre "virtuoso" por un cristiano primitivo, o por el mismísimo Jesús. Inmediatamente, el relato cobra un final feliz. ¿Que cuál es ese final? No lo sé. Sólo sé que es un final feliz.
o o o


Miércoles 24 de septiembre del 2008/ 9,07 a.m.

Podemos observar justamente [...] que después de haber sido establecidas las leyes de justicia debido a consideraciones de utilidad general, el daño, la opresión y el mal que recibe cualquier individuo, debido a una violación de ellas, son tenidos en cuenta y constituyen una gran fuente de la censura universal que acompaña a todo mal o injusticia. Debido a las leyes de la sociedad, este traje y este caballo son míos y deben continuar perpetuamente en mi posesión: cuento con el goce seguro de ello; si se me priva de ellos, mis esperanzas son defraudadas, me desagrada doblemente y se ofende a todos los espectadores del hecho. Se trata de un mal público, en tanto que son violadas las reglas de la equidad; es un mal privado, en tanto se daña a un individuo. [...] El respeto por el bien general está muy apoyado por el respeto que se guarda al bien particular.
David Hume, op. cit., tercer apéndice

Vamos a dejar algo en claro. Yo no estoy a favor del robo. El ladrón es un ser belicoso, avariento (o consumista), deshonesto, pérfido, irreligioso, descortés, intolerante y desobediente. El ladrón es un hombre vicioso como pocos; y si no puedo afirmar que robar es malo porque ya he dicho que los juicios de valor que incluyen resortes motores (es decir, que implican acciones), si se jactan de ser universales, son siempre falsos, puedo sí expresar la idea de que robar es generalmente malo. Es probable que haya sido un error el no incluir la rapiña dentro de la lista de los 40 principales vicios menores y el respeto por la propiedad ajena dentro de las virtudes. Sí, señor Hume, no se extrañe usted: yo creo en la existencia de la propiedad y creo que es un deber respetarla. Su caballo es su caballo, y yo no se lo voy a quitar por más que usted lo haya robado a otro, o adquirido viciosamente. Lo que aquí hay que diferenciar es el derecho de propiedad y la posesión. La posesión existe (de hecho) y el hombre virtuoso la respeta, pero la respeta no porque venga respaldada por un supuesto derecho de propiedad, sino porque al violarla incurriría en algunos de esos vicios que ya he nombrado o en todos ellos. Que una persona tenga derecho a poseer 200 millones de dólares, 15 mansiones y una flota de automóviles al tiempo que los niños africanos mueren como moscas por carecer de comida, es algo contrario a toda ética civilizada, no entra en una sana cabeza. Dirá Hume que toda ley y todo derecho puede sobrepasar ciertos límites y tornarse perjudicial en ciertos casos, y que hasta las leyes divinas, por las cuales Dios gobierna el mundo, siendo las mejores leyes posibles, prescriben el dolor y la tragedia en no pocas ocasiones (cf. ídem, tercer apéndice), o sea que justifica estos desbandes propietarios como excepciones al bien general que acarrea este derecho en sentido estadístico. Pero estos desbandes, ¿son excepcionales? El 70% de la riqueza material susceptible de ser apropiada legalmente (dinero, muebles e inmuebles, tierras) está en manos del 5% de la población total del globo. El abuso al supuesto derecho de propiedad, lejos de ser una excepción, es la regla. Acierta Hume al afirmar que la manera más indicada para evaluar la moralidad o inmoralidad de un suceso es analizar las consecuencias útiles o agradables, o inútiles o desagradables, que dicho suceso tiende a producir, estadísticamente hablando, en el tejido social que lo enmarca. Pues bien: si ese 70% de la riqueza acumulada gracias al amparo del derecho de propiedad se dispersase por la tierra y recayese, como divino maná, sobre las cabezas de aquellos niños hambrientos y sobre toda cabeza plagada de necesidades extremas, ¿no se produciría un superávit escandaloso de consecuencias útiles o agradables para el grueso de la gente?[3]
Yo creo en la posesión, porque de hecho poseo cosas y las considero mías. Sin embargo, no me considero con derecho a poseerlas. Este derecho es un artificio, lo cual no sería de temer, pues la vida humana se ha ennoblecido desde que los artificios existen; el problema es que dicho artificio es contraproducente y hasta letal para el desarrollo de una civilización avanzada --no así para el desarrollo de una civilización como la nuestra.
¿Se ve claro el punto adonde quiero llegar? No me interesa si el derecho de propiedad ha resultado perjudicial o beneficioso a las anteriores civilizaciones, pero la tendencia señala que cuanto mayor es el cúmulo de riquezas materiales, mayor es el perjuicio (¡la injusticia!) comunal, de modo que la civilización futura, si ha de ser próspera en producción y en alegrías, tendrá que abandonar este derecho, o si quiere conservarlo y conservar también las ganas de vivir, tendrá entonces que abandonar la producción enfermizamente sistemática y retrotraerse a la época de las artesanías.
Desdeñar el derecho de propiedad no implica negar la posesión, sólo implica negar el concepto de injusticia que suele venir anexado a la usurpación. Lo mío seguirá siendo mío, pero no será injusto que me lo usurpen. No tendré derecho a protestar, ni a litigar, frente al robo. No podemos prohibirnos sentir la injusticia; los sentimientos no pueden autocoercerse como las acciones. Lo que sí podemos hacer es negarle realidad ontológica a ese término. De ese modo, seguiremos sintiendo, padeciendo la injusticia, pero ejerceremos una positiva coerción sobre las acciones que habitualmente los hombres ejecutan al considerarse tocados por ella. Si me roban, ¡que me roben! (o que maltraten a mi familia, pues mi cuerpo y mi familia son también mis posesiones). Al no reaccionar frente al sentimiento de injusticia, evito ejercitar la belicosidad, el sadismo, la intolerancia, etc., y ya vimos, con Aristóteles, que el ejercicio incrementa nuestros vicios o virtudes tal como incrementa nuestros músculos. Pero además de no ejercitar estos vicios, adoptando la no-litigación y la no-venganza ejercito la bondad, la mansedumbre, la paciencia y un sinnúmero de cualidades virtuosas que harán de mí un atleta de la ética.
Todos concordamos en que el estudio de la ética tiene por materia no lo que es, sino lo que debería ser.
Las acciones motivadas por el impulso justiciero existen, pero no deberían existir.
Los ladrones existen, pero no deberían existir.
Los justicieros existen, pero no deberían existir.
El derecho de propiedad existe, pero no debería existir.
La posesión personal existe... y debería seguir existiendo.
o o o

Jueves 25 de septiembre del 2008/11,50 y 5 a.m.
Tuvo aciertos y errores David Hume a la hora de investigar sobre la ética.
El primer acierto radica en su empirismo:

Ya es hora de intentar una reforma en todas las disquisiciones morales y rechazar todo sistema de ética, por más útil e ingenioso que sea, que no se funde en los hechos y en la observación (op. cit., sección primera).

A mí me costó aceptar este postulado debido a sus implicancias antimetafísicas. Empecé mis propias investigaciones morales, estas mismas que ya estoy culminando, entrometiendo a la intuición intelectual en este asunto, mas luego fui modificando mi punto de vista y me acerqué al gran David --sin por ello renunciar a mis creencias esotéricas, que se apertrecharon en el nivel conductual o práctico de mi axiología.
Después está su reivindicación del utilitarismo y del hedonismo:

El mérito personal consiste por completo en la posesión de cualidades mentales útiles o agradables a la persona misma o a los demás (ídem, sección novena).

Pero a cada quien lo suyo: no sucede que lo útil o lo agradable sean los parámetros a través de los cuales pueda definirse la bondad o la conducta ética, sino más bien los parámetros necesarios para su verificación. "Todo lo que de algún modo pueda ser valioso --dice Hume--, se clasifica tan naturalmente en la división de lo útil y agradable, que no es fácil imaginar por qué habríamos de indagar más allá o considerar la cuestión como asunto de sutil examen o investigación". El problema estriba en que si bien todas las virtudes tienden a producir actos o acciones útiles o agradables, no todas las acciones ni todos los actos[4] útiles o agradables tienden a ser producidos por una virtud. El cólera, por lo general, causa diarrea. Si yo estoy tratando de descubrir gente colérica en medio de una epidemia, sospecharé de aquellos que presenten ese síntoma, pero nunca se me ocurrirá decir que todos los individuos diarreicos están siendo víctimas del vibrión, pues la diarrea de algunos podría deberse a otros motivos. Remplácese cólera por virtud y diarrea por utilidad o agrado y se descubrirá la falsedad del utilitarismo y del hedonismo cuando pretenden asumir el rol principal en los estudios éticos y no se conforman con la función que les ha tocado. Beber agua cuando se tiene sed es agradable, y ¿qué virtud ha provocado la hidratación? La utilidad de la defecación es incontestable; el valor ético que la posibilita, inencontrable. Se me retrucará que la hidratación y la defecación tienen valor vital y que por eso agradan y son útiles, pero aquí estamos analizando, tanto Hume como yo, el tema de la ética. Afirmar que todo lo que tiende a ser útil o agradable posee valor vital no es lo mismo que referir estas condiciones a los valores éticos.
Pero son verdaderos el utilitarismo y el hedonismo en este sentido: si alguna cualidad mental tiende a producir, estadísticamente hablando, más desagrados que agrados en el tejido social y en el largo plazo, o si tiende a ser más inútil o perjudicial que útil y servicial para los que reciben sus efectos, dicha cualidad es enfermiza, lo que significa que puede tratarse de un vicio o bien de un defecto, pero nunca de una virtud o de un talento. El buen comportamiento, pues, se relaciona directamente con las cualidades mentales útiles o agradables a los demás y sólo a los demás, sin incluir a la persona poseedora de la cualidad, a la que Hume también tomaba en cuenta. Podría suceder que la puesta en práctica de una virtud le cause inconvenientes y desagrados de todo tipo al virtuoso; no por eso dejará de serlo y de llamarse virtud su cualidad. Pero si esa cualidad tiende a causarle inconvenientes y desagrados al prójimo (tomando este prójimo en un sentido tan abarcativo en tiempo y espacio que puede considerarse antitético respecto de la etimología de la palabra), entonces ya, por definición, dejo de considerarla una virtud o un talento y la encuadro dentro de los vicios o los defectos[5].
Lo agradable y útil sirve como verificación del empleo de una virtud, pero estoy hablando de una verificación lo más objetiva que pueda concebirse, lo cual excluye lo que pueda opinar o sentir la masa o relega este factor a un segundo plano. "La noción de la moral --dice Hume, que se presenta más democrático que yo en este aspecto-- implica algún sentimiento común a toda la humanidad, que recomienda el mismo objeto a la aprobación general y que hace que cada hombre o la mayoría de ellos estén de acuerdo en la misma opinión o decisión acerca de él" (ídem, sección novena). Pero esto sólo sirve como aproximación gruesa. Todos aprueban la buena conducta evidente y reprueban los crímenes y atrocidades; el clamor popular no nos hacía falta en estos casos para constatar el carácter virtuoso o vicioso de los hechos. Acepto, con algunas reservas, que el sentimiento popular tiende a coincidir aquí con la investigación objetiva, pero es en los casos más intrincados en donde, o no se deja oír, o equivoca el grito, y como son estos casos justamente los que, por su problematicidad, piden verificación, es de todo punto incorrecto sostener que tal verificación puede caer en manos del sentimiento general, y mucho peor es afirmar que no sólo la verificabilidad, sino la ética en su raíz "está determinada por el sentimiento", y entonces definir la virtud como "cualquier acción moral o cualidad que da al espectador el agradable sentimiento de aprobación. Y el vicio es lo contrario" (ídem, primer apéndice). ¡No, Hume, no! ¡La virtud engendra efectos benéficos, no aprobaciones o vituperios!...[6]. La virtud produce, muchas veces, efectos que navegan soterrados, que resurgen cual cristalino manantial a kilómetros y kilómetros --espaciales o temporales-- de su nacimiento, efectos que no son percibidos por la muchedumbre y que por ende no puede aclamarlos. ¿Y quién negará que los efectos que traslucen algunas virtudes en la superficie --la austeridad, por ejemplo-- puedan resultar chocantes para cierta gente? Y sin embargo ¡cuánto bien producen, por más que sólo puedan apreciarlo unos pocos elegidos!... Este principio de que "toda acción o cualidad de cada ser humano debe ser colocada en una clase o denominación que exprese la general censura o aplauso" (ídem, sección novena) incentivó a Hume a clasificar "toda la serie de virtudes monásticas [...] en la lista de los vicios", pues ¿quién aplaude lo que hacen los monjes a escondidas dentro de sus conventos? Y sin embargo esas virtudes, operando lentamente sobre el propio ejecutor, lo modifican de tal modo que terminan convirtiéndolo en un aceitado instrumento divino, listo para beneficiar al mundo ni bien decida dejar atrás el encierro. Y todo lo que haga en pro de los demás cuando esté libre será efecto de aquellas virtudes que supo aplicarse a sí mismo y que nadie aplaudía[7].
Ahora pasemos al egoísmo.

Hay un principio sobre el cual los filósofos han insistido mucho [...], y es el de que cualquier afecto que podamos sentir o imaginar que sentimos por los demás, no puede ser desinteresado, como tampoco ninguna pasión puede serlo; que la amistad más generosa, por más sincera que sea, es una modificación del amor a sí mismo y que, aun sin saberlo, sólo buscamos nuestra propia satisfacción mientras parecemos hondamente comprometidos en planes por la libertad y la felicidad de la humanidad (ídem, segundo apéndice).

Empieza Hume por negar que los que han levantado este principio hayan sido ellos mismos egoístas en el sentido clásico del término, ensalzando a todos ellos por sus rectos procederes. Sin embargo, no tarda en mostrarse opositor a esta escuela, y los argumentos que despliega en su contra son contundentes:

La hipótesis egoísta [...] es contraria al sentir común y a nuestras nociones más libres de prejuicios [...]. Al observador más descuidado le parece que existen disposiciones tales como la benevolencia y la generosidad y afectos como el amor, la amistad, la compasión y la gratitud. El lenguaje y la observación común han subrayado las causas, objetos y funcionamiento de estos sentimientos, y los han distinguido claramente de las pasiones egoístas.

Menciona como inexplicable dentro de una tal doctrina el llanto del amigo protector que ha perdido a su protegido, y luego el talón de Aquiles del egoísmo doctrinario: el comportamiento animal:

Vemos que los animales son susceptibles de amabilidad, tanto para su propia especie como para la nuestra, y en este caso no hay la menor sospecha de disfraz o de artificio. ¿Explicaremos también todos sus sentimientos a partir de sutiles deducciones de interés personal? Y si admitimos una desinteresada benevolencia en las especies inferiores, ¿mediante qué regla de analogía podemos rechazarla en las superiores?

No hace falta decir que coincido con todo esto, pero yo no sé si al plantear así las cosas comprendió Hume la diferencia de contexto que separa las acciones instintivas de las racionales. Porque podría muy bien el egoísta contestarle que los animales actúan y sienten por instinto, y que la teoría del egoísmo se circunscribe a los humanos porque son los únicos seres que se determinan principalmente por razones. No imagino la respuesta humeana, pero sí puedo dar la mía: el egoísmo es falso porque si bien la razón no puede salir de su influjo, las determinaciones humanas pueden escapar del influjo de la razón. La mayoría de las acciones cargadas de gran virtuosismo se manifiestan por vía intuitiva, memética o instintiva, quedando la razón muy rezagada en este contexto. Este decidido irracionalismo suena exagerado, pero yo no digo que el individuo humano se comporta por lo general irracionalmente, sino sólo cuando es excitado por una virtud superior. Y aun en estos casos, no entienda el lector que la razón está excluida del proceso previo y preordenador de la acción irracional; si así fuera, rara vez la virtud se plasmaría. Un pintor que valiéndose de la virtud cardinal esteticista, decidiese crear una de sus obras, estará, mientras la va creando, acicateado por una intuición o por sus memes[8], pero todos los detalles anteriores a la creación y necesarios para que se produzca (la compra de los lienzos y demás materiales, la programación del día de la ejecución, etc.), dependerán generalmente de la razón del artista, que ordenará todos estos requisitos con gran esmero en la suposición --que tal vez resulte cierta-- de que pintar le causará placer o podrá evitarle algún dolor. La razón arma, configura la logística de la virtud, y luego la virtud entra en acción por otra vía. Es como el caso del hipnotizado al que se le ha ordenado que cuando despierte del trance, abra la ventana de la pieza ni bien escuche cierta palabra. Al oírla, inventará cualquier excusa --que él mismo considerará oportuna-- para cumplir la orden, como "¡qué calor que hace!", o "me siento mareado, necesito aire", y al instante, sorteando racionalmente cualquier obstáculo que se lo impidiese, abrirá la ventana. Pero la verdadera teleología de la acción será hipnótica y no racional.
Desde ya que hay virtudes que se manifiestan racionalmente, porque no hay incompatibilidad entre ciertas acciones éticamente deseables y el egoísmo. Si a mí me incomoda llegar tarde a una cita, utilizaré, con conciencia y razón, la virtud de la puntualidad para evitar esa situación; evitaré los disgustos ajenos de quienes me aguardan pero indirectamente, porque mi plan es evitar mi propio disgusto. Es egoísmo, pero el beneficio hacia los demás no ha desaparecido y por lo tanto es una buena acción. Sin embargo, cuando se trata de virtudes más elevadas que la mera puntualidad, la vía de manifestación tiende a escapar del racionalismo. Es que como bien decía Scheler, nosotros actuamos en sentido ético cuando, presas de una virtud, damos cumplimiento a un valor que no es una virtud, a un valor extramoral. El pintor del ejemplo no pinta con atención a su virtud, sino enfocado en el valor estético –o en el valor cultural-- que desea darle al cuadro. Cumplimenta este valor estético, crea belleza, debido a su virtud esteticista, pero esta virtud no se habría "enfocado" de modo adecuado si el pintor, en vez de apuntar al valor por sí mismo, hubiese querido pintar simplemente para ganar dinero, o en función de cualquier otro motivo racional, de teleología egoísta. Se puede ser puntual para evitar los reproches de impuntualidad o se puede ser puntual por respeto a las personas que nos esperan. En el primer caso, el valor de las personas que nos esperan --valor ontológico, extramoral-- es desdeñado o a lo sumo utilizado como herramienta de supresión de dolores; en el segundo caso es ese valor por sí mismo el que motiva nuestro apuro, y entonces ya no puede decirse que la puntualidad operó aquí racionalmente. ¿Operó intuitivamente? Sería exagerado admitirlo, por lo cual tengo que suponer que las acciones éticas no egoístas que se valen de virtudes relativas tienen siempre (si es que la virtud relativa no está al servicio, como punta de lanza, de una virtud absoluta), tienen siempre una vía de operación instintiva. Cuando una virtud relativa opera directamente apuntando al valor extramoral que el individuo desea concretar, la operación es instintiva siempre, y es racional cuando la virtud se aplica sobre un deseo egoísta que se valdrá del valor extramoral para concretarse. Pero esta aplicación de una virtud sobre un deseo personal no puede darse cuando se trata de virtudes relativas de gran jerarquía. Así, por ejemplo, no se puede practicar la valentía en función de que los demás nos adulen por ello: se es valiente debido a la percepción de un valor extramoral que pide realizarse, o no se es valiente en absoluto. Y volvemos a lo mismo de antes: no es que la valentía humana, por ser instintiva, tenga que manifestarse salvajemente y sin concierto. La decisión de alistarse como soldado en una guerra será instintiva (el valor valentía enfocado en el supuesto valor extramoral denominado patria), pero los aprontes previos al alistamiento y a los combates podrán servirse sin contradicción de decisiones racionales.
La razón --la razón práctica, aclaremos-- ha salido muy maltrecha, malherida, como atropellada por este tren de la eticidad al que se quiso trepar cuando ya estaba en movimiento. Y es que los seres vienen siendo buenos y vienen siendo malos desde mucho antes de que nosotros, con nuestra razón a cuestas, existiéramos. Pero entonces ¿por qué los animales son tan moderados en sus bienandanzas y el hombre alcanzó la santidad? Porque el animal no tiene, para guiar sus virtudes instintivas, esa racionalidad que por sí misma tan poco puede hacer. ¡Razón práctica, humíllate ante los instintos que se subliman en virtudes! ¡Sírveles, con la cabeza gacha, y acepta tu destino!
o o o

Viernes 26 de septiembre del 2008/9,50 y 5 a.m.
Hace un año y pico, el 16 de agosto del 2007, enumeré por primera vez mis cuatro virtudes cardinales y las dispuse gráficamente como formando los ángulos de un rombo erguido, con la virtud suprema de la bondad inteligentemente activa a la cabeza y la humildad cubriendo la superficie toda de la figura: [por motivos técnicos no puedo copiar esta imagen]


Luego enumeré algunas de las virtudes relativas o temperamentales y adopté la convención de ubicarlas en los lados de la figura. Cuatro son estos lados y cuarenta las virtudes relativas principales, de modo que conviene ubicarlas de a diez por lado:


VERACIDAD INTELIGENCIA TRASCENDENTE
· Firmeza responsabilidad
Determinación liberalidad
Cinismo mansedumbre
Laboriosidad puntualidad
Honestidad continencia
Obediencia tolerancia
Lealtad misericordia
espíritu de sacrificio religiosidad
solidaridad paciencia
· valentía autenticidad
BONDAD BONDAD

VERACIDAD INTELIGENCIA TRASCENDENTE
autenticidad ecuanimidad
autoestima madurez
optimismo serenidad
docilidad pulcritud
servicialidad perseverancia
gratitud sigilosidad
sencillez cortesía
pureza sexual ternura
contentamiento sentido del humor
amistosidad comunicabilidad
ESTETICISMO CENTRÍFUGO ESTETICISMO CENTRÍFUGO

Las virtudes relativas que aparecen muy próximas a una virtud absoluta pueden combinarse con ésta y manifestarse por vía intuitiva o memética. Para la bondad, este polo de atracción incluye las tres virtudes más próximas de cada lado, que son las de mayor importancia después de las virtudes absolutas: valentía, austeridad, solidaridad, paciencia, espíritu de sacrificio y religiosidad. Los polos metapsicológicos de la inteligencia trascendente y la veracidad pueden a su vez "chupar" cuatro virtudes relativas cada uno: responsabilidad, ecuanimidad, liberalidad y madurez, y firmeza, autenticidad, determinación y autoestima. El polo metapsicológico del esteticismo centrífugo es el de menor intensidad: sólo pueden asimilársele las virtudes de la amistosidad y la comunicabilidad. Esto no significa que siempre que se actúa motivado por estas virtudes desplazantes tenga lugar un procedimiento intuitivo o memético; en ocasiones normales, dichas virtudes eligen la vía instintiva.
Luego de las virtudes desplazantes vienen las virtudes instintivas propiamente dichas. Éstas se manifiestan por instinto la mayoría de las veces, y en raras ocasiones por la vía racional. Las más próximas a la bondad son: misericordia, lealtad, tolerancia y obediencia. Las virtudes instintivas cercanas al esteticismo centrífugo también son cuatro: sentido del humor, contentamiento, ternura y pureza sexual. Los otros polos presentan tan sólo dos virtudes instintivas cada uno: la mansedumbre y la serenidad en el caso de la inteligencia trascendente, y el cinismo y el optimismo en el caso de la veracidad.
Por último nos quedan las virtudes racionales, que tienden a manifestarse a través de la razón, aunque no es imposible que utilicen la vía instintiva. Son éstas, además, las virtudes que más se acercan al concepto aristotélico del aprendizaje por hábito: la potencia del impulso virtuoso se va incrementando conforme lo vamos llevando a la práctica. Las virtudes racionales que se aproximan a la inteligencia trascendente son: puntualidad, pulcritud, continencia y perseverancia. Próximas a la veracidad: laboriosidad, docilidad, honestidad y servicialidad. Próximas al esteticismo centrífugo: sencillez, cortesía, gratitud y sigilosidad. No existen este tipo de virtudes en las proximidades de la bondad.
o o o

[1] Ejemplo de animal belicoso pero no iracundo es la hiena; ejemplo de animal iracundo pero no belicoso es la abeja.

[2] Contra el autodesprecio de Santa Teresa, he aquí la sensatez de Montaigne: "No se crea el hombre inferior a lo que vale. El juicio debe mantener sus derechos en todo, y es de razón que vea en eso, como en lo demás, lo que la verdad le representa. El que sea César, júzguese audazmente el mayor caudillo del mundo" (Ensayos, II, 17).
[3] Y no me vengan con eso de que "tomarían su maná, se saciarían y, cuando se acabase, volverían a su anterior indigencia". ¡Estúdiense las leyes de producción, señores! ¡Con un 10% de lo producido actualmente podría vivir bien comida y bien abrigada la totalidad de las personas!
[4] La principal diferencia entre acciones y actos radica, como ya se aclaró más arriba, en que las primeras presentan causación voluntaria y los segundos involuntaria.
[5] Los talentos éticos son virtudes pequeñas, y los defectos éticos son pequeños vicios. Son cualidades no tan virtuosas ni tan viciosas.

[6] Y si se desea conocer qué hay detrás de los vagos términos "beneficio" o "utilidad", digo que hay placer maximizado y escarchado (repartido uniformemente). Hasta aquí puedo remontarme. La definición de placer escarchado sólo es extensiva: observando (o imaginando) buena cantidad de casos, el concepto cobra significado.
[7] Nombra Hume al celibato, al ayuno, la penitencia, la mortificación, la abnegación, la humildad y el silencio como las virtudes monásticas que son en realidad viciosas. Según mi punto de vista, las únicas actitudes que implican vicio en esta lista son la penitencia y la mortificación (implican autodesprecio).
[8] ¿He dicho ya que las virtudes cardinales, además de intuitivamente, pueden operar meméticamente? Si no lo dije, lo digo ahora.

domingo, 29 de agosto de 2010

Max Scheler (IX)

Viernes 19 de septiembre del 2008 11,09 p.m.
Dice Aristóteles que

la virtud es un hábito, una cualidad que depende de nuestra voluntad, consistiendo en este medio que hace relación a nosotros y que está regulado por la razón en la forma que lo regularía el hombre verdaderamente sabio (íbíd., ll, 6).

En el viejo planteamiento socrático relativo al carácter innato o adquirido de la virtud, se inclina decididamente Aristóteles por la segunda opción, afirmando que, por ejemplo, si un individuo cobarde se habitúa a realizar pequeñas acciones valerosas con asiduidad y constancia, a la larga puede adquirir la virtud de la valentía. Yo entiendo que las diferentes virtudes pueden hasta cierto punto adquirirse, pero debe ya existir una predisposición a ello de carácter innato para que el aprendizaje rinda sus frutos. Excepto la bondad inteligentemente activa y la humildad, cuyo potencial "aprendizaje" se distribuye uniformemente sobre toda la humanidad, las demás virtudes cardinales y la totalidad de las virtudes relativas, si bien pueden en teoría ser alcanzadas por cualquiera, tienden a facilitársele a cada quien según sus compatibilidades temperamentales. Cada tipo de temperamento es afín a un determinado grupo de virtudes, y es improbable (aunque no imposible) que una cualidad virtuosa se le pegue --por decirlo así-- a una persona cuyo temperamento es incompatible con la naturaleza propia de la virtud en cuestión. Así, la veracidad es una cualidad que difícilmente se le incorpore con cierta potencialidad al individuo que presenta una notable atrofia en su componente temperamental denominada somatotonía, y la inteligencia trascendente necesita de gente predominantemente cerebrotónica para poder asentarse. Lo contrario de lo que sucede con el esteticismo centrífugo, que tiende a huir al simple contacto del individuo cerebrótico y también del somatorótico, prefiriendo casi siempre a las personas que manifiesten una bien desarrollada viscerotonía[1]. Y si nos metemos en el universo de las virtudes relativas, la relación cualidad-temperamento se incrementa notablemente, siendo ya casi imposible, por ejemplo, que un somatopénico sea valiente, o que un somatorótico sea manso en grado sumo, etc.. Podría incluso confeccionarse una lista que relacione las cuarenta principales virtudes relativas con la predisposición temperamental ideal para captarlas, valorarlas y practicarlas:

valentía: alta somatotonía, baja viscerotonía
mansedumbre: baja somatotonía, alta cerebrotonía
honestidad: bc
paciencia:bs
sentido del humor:av
lealtad:bc
pureza sexual:bc,av
pulcritud:bs
puntualidad:ac,bv
docilidad:bc
comunicabilidad:av
servicialidad:bc
serenidad:bs
sencillez:av
autenticidad:bc,as
gratitud:av
solidaridad:as
amistosidad:av,bc
liberalidad:ac,bv
espíritu de sacrificio:as,bv
optimismo:bc.av
laboriosidad:as,bv
responsabilidad:ac,bv
continencia:ac,bv
cinismo:as
austeridad:bv,ac
misericordia:bs
religiosidad:bs
cortesía:av
determinación:as,bv
perseverancia:ac
tolerancia:bs
ecuanimidad:ac,bs
madurez:ac
ternura:av,bs
contentamiento:av,bc
autoestima:as
obediencia:bc,as
sigilosidad:bs,ac
firmeza:bv,as

A su vez, cada una de estas virtudes relativas posee un vicio antitético --y sólo uno-- que tiende a "pegársele" a determinados individuos temperamentalmente susceptibles a su influjo y no a otros, según se deja ver en la siguiente lista:

[por problemas técnicos que no sé cómo solucionar, esta lista no puede ser publicada]


La conclusión es que los vicios siempre, y las virtudes casi siempre, tienden a posarse sobre individuos que ya presentan un cuadro --o mejor, un triángulo-- temperamental afín. El temperamento puede, hasta cierto punto, modificarse (equilibrarse o desequilibrarse) debido al hábito, al aprendizaje y a otros factores considerados como "adquiridos" o "culturales", pero lo que nunca cambia en un individuo es su raíz temperamental. Quien ha nacido predominantemente viscerotónico, morirá en esa condición. Podrá equilibrar o desequilibrar su viscerotonía con relación a las otras componentes, pero nunca modificará su tendencia primaria. Conociendo, pues, esta tendencia, podremos educar a cada quien basándonos en los valores éticos que le serán afines y que podrá percibir y manejar con mayor facilidad, y lo mismo cuidar de no tentar al educando con experiencias que podrían despertar algún vicio dormido que posiblemente lleve a flor de piel[2].
Después está el tema de la racionalidad de las acciones virtuosas y de las viciosas. Aristóteles incluía la racionalidad en la definición misma de la virtud, de manera que cualquier acto que no haya sido ejecutado por la razón no podía ser a sus ojos considerado como virtuoso. Este punto de vista es falaz desde su misma raíz, porque la razón práctica, que es la que gobierna nuestra conducta racional, ya hemos visto que se mueve siempre debido a la teleología del interés personal. El egoísmo, ciertamente, no es incompatible con la virtud, pero si tuviésemos que aceptar este postulado aristotélico, tendríamos que decir que el egoísmo es la condición necesaria de la acción virtuosa, cosa que no tiene sentido.
Las virtudes representan predisposiciones, o facultades, o cualidades psicológicas (en el caso de las virtudes cardinales, metapsicológicas), pero la palabra "psicológico" no implica la palabra "racional" ni es equivalente a ella. Cuando yo digo que una acción que un determinado individuo ha realizado ha sido motivada por la virtud, no estoy dando a entender que la virtud se ha manifestado necesariamente a través de un comportamiento racional. Las virtudes cardinales, por ejemplo, no pueden activarse y producir sus efectos en el mundo a través de la razón: es la intuición práctica la encargada de activarlas y los actos metafísicos e irracionales del preferir y el postergar los que las transforman en respuestas a los valores percibidos. Y también es muy común que sea el instinto el nexo entre la virtud como predisposición psicológica y como productora de actos. De aquí que las virtudes cardinales, por su carácter intuitivo, sólo puedan anidar en los humanos (y quizá en los árboles), mientras que ciertas virtudes relativas pueden perfectamente manifestarse a través del reino animal. Cuando comparamos la lealtad de nuestro perro con la del soldado, no estamos extrapolando esta virtud hacia un terreno metafórico: el perro es leal, sin importar que su lealtad se manifieste a través de actos instintivos y no de acciones racionales. Tan es así, que tal vez habría que considerar que incluso la lealtad del soldado es más instintiva que racional, por muy dotado que esté para utilizar su razón en otras circunstancias más pertinentes. La virtud actúa impulsando al individuo a la realización de movimientos. Es la chispa, la generadora de la conducta ética, que luego puede servirse, según su conveniencia, incumbencia y alcance, de cualesquiera de las cuatro facetas que impulsan al hombre a moverse: la razón, el instinto, la intuición o los memes. Una virtud no está mejor o peor empleada por el hecho de haber auspiciado una conducta racional o irracional, sino por el hecho de haber resultado, en sus efectos exteriores al espíritu que la puso en práctica, más o menos beneficiosa, más o menos útil a la biomasa espaciotemporal. Hay tanta verdad en esta desacralización de las acciones racionales, que si encontrásemos un objeto inorgánico que por mil casualidades resultase que toda vez que algo lo mueve, redunda esto en un beneficio para alguien, tendríamos derecho a sospechar que también estos objetos pueden llegar a ser virtuosos, siendo el impulso mecánico inercial el agente dispensador de estas curiosas bienaventuranzas.
Lo que interesa realmente al creyente vulgar, decía Schopenhauer[3], no es tanto la existencia de Dios como la inmortalidad del alma, tomando a Dios como un simple garante de que la inmortalidad existe. Una doctrina religiosa que, afirmando a Dios, negase todo tipo de inmortalidad o metempsicosis, sería impopular en grado sumo, pues "al no haber continuidad anímica, ¿para qué creer Dios?", diría no sin cierta lógica un médium que teme perder su clientela. Y si me salgo de tema de manera tan contundente no es que la virtud de la digresividad, tan arraigada en mi espíritu, se me haya de nuevo escapado, sino que intento hacer un parangón entre Dios y la inmortalidad por un lado, y la razón y el libre albedrío por el otro.
Se supone que las acciones virtuosas deben realizarse por libre voluntad. Qué sea en verdad esta libre voluntad, es cosa que se discute, pero todos o la gran mayoría de los que apoyan su existencia la emparientan con las decisiones racionales. Así, el hombre actuaría libremente cuando piensa lo que hace, y su libre albedrío quedaría restringido o anulado al actuar impulsado por las pasiones o "inclinaciones". El comportamiento racional "garantiza", si no la existencia, la posibilidad del libre albedrío. ¡Hay razón!, dicen los moralistas ortodoxos: luego, hay libre albedrío.
Pero en el marco de las presentes investigaciones, la hipótesis del libre albedrío no es necesaria y hasta molesta. Los valores éticos, es decir las virtudes, entiendo yo que no son entidades pensables, sino impulsoras de la conducta, de los sentimientos y de los pensamientos. Cuando un ser posee una determinada virtud, ésta puede, o bien permanecer pasiva dentro de su espíritu, o bien manifestarse interna o externamente a modo de respuesta a un valor percibido. Las manifestaciones externas de dicha virtud pueden utilizar cualesquiera de las cuatro vías conductuales ya mencionadas, pero la causa detonante del accionar conforme a la virtud no será de ningún modo la vía conductual utilizada por la virtud para salir a la superficie, sino la virtud misma. Ni la razón, ni la voluntad, ni nada en este universo tiene autonomía con excepción de los valores, de manera que si existiese algo así como la libertad metafísica, se manifestaría lo mismo a través de la razón como través de los instintos, las intuiciones o los memes.
Esta posibilidad, sin embargo, es inimaginable, puesto que no podemos concebir una entidad que sea libre y a la vez carezca de voluntad, voluntad que no pueden poseer los valores en tanto que se los considere como entidades en última instancia noumenales. Lo más lógico, en este contexto, es remitirnos a los actos virtuosos y a los actos viciosos de acuerdo a los efectos que provocan, considerar secundaria la vía conductual que los genera y obsoleta la utilización de la dupla voluntario-involuntario en el campo de la teoría ética. "La ética se desvanece --protesta el rebaño de los eticistas ortodoxos-- si el libre albedrío es dejado de lado". Ese pensamiento es propio de quienes interpretan que la ética debe hacer centro en los individuos y en su existencia, cuando lo correcto es traspasar el ámbito individual y remontarse al universo de los valores. Razón, libre albedrío, mérito y demérito... ¡Qué poco significan comparados con las virtudes y los vicios!
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Lunes 22 de septiembre del 2008/9,30 p.m.
Pero ¡qué! ¿Acaso los principales arqueólogos de la ética material de los valores (iba a decir "fundadores", pero no la fundaron, sino más bien la desenterraron), acaso Scheler, Hartmann y Hildebrand no creían en el libre albedrío? Por cierto que sí creían, pero esa su creencia era hija de un deseo y no tiene ningún sustento lógico dentro del sistema ético que pregonaban.

En la ética material de los valores, en la que la esencia de la moralidad se define por la realización de los mismos, es decir, de su contenido moralmente valioso, el acento tiene que recaer necesariamente en el valor, esfumándose la iniciativa moral de la persona (Carlos Astrada, La ética formal y los valores, p. 133).

Vio muy bien Astrada la incoherencia, pero ¿qué hizo al respecto? ¿Criticó a esos axiólogos por su condición de albedristas? ¡No!: criticó a esos albedristas por su condición de axiólogos:

Sin autonomía de la persona, o sea, sin la absoluta espontaneidad que es la libertad como poder ser, no hay principio moral con plenitud de validez, no hay fundamento inconcuso para una ética que pueda y deba imponerse como tal a la conciencia de los hombres (ibíd., p.133).

El deseo de ser metafísicamente libres puede llevarnos a incoherencias lógicas o, lo que es peor, a enceguecernos frente al valor de una teoría inmarcesible.
"El concepto de libertad --nos dice Astrada-- constituye el corazón mismo del problema de la ética" (p. 112). Concuerdo con él en el sentido de que lo primero que hay que hacer antes de comenzar una investigación de este tipo es fijar una clara hipótesis de trabajo: hay libertad o no hay libertad. No quiero decir que no podamos nunca dudar sobre si en verdad la libertad existe o no, sino que la teoría ética debe quedar estructurada sobre uno u otro presupuesto y no zigzaguear entre ambos como sí puede hacerlo el pensador que la desarrolla. Pues bien: esta fijación fundamental no aparece nunca en la Ética de Scheler, y está muy bien que Astrada (p.112) le critiqué la omisión[4]. Y lo mismo es atinente su crítica del valor que Scheler adjudica a las personas como supuestos entes autónomos:

Scheler intenta, en vano, fundar el concepto de la autonomía de la persona sobre el valor y los actos personales en función de éste, y dirigidos al mismo. [...] Nos dice que sólo la persona autónoma y sus actos pueden poseer el valor de un ser y un querer moralmente relevantes. [...] Ahora bien, si los valores morales se imponen a la persona con independencia de ella y desde un plano (el «mundo de los valores») de absoluta objetividad, los actos personales dirigidos al valor no pueden ser autónomos. La aceptación de los valores morales por parte de la persona --cuya función se reduce a reconocerlos, aprehenderlos y realizarlos-- le arrebata necesariamente su supuesta autonomía; esa aceptación implica, en lo que respecta a la realidad moral, una relación de dependencia y hasta una sumisión de la persona. La ética de los valores se resuelve fatalmente en una ética heterónoma. [...] para la ética material axiológica, lo esencial no es el acto personal autónomo, sino el reconocimiento y realización de lo valioso objetivo, la sumisión al valor, mediante los cuales es sustraída a la persona su autonomía [...]. Si la persona tiene que adherir a valores morales y someterse a la absoluta objetividad de los mismos, el acto que tal adhesión implica no puede llamarse autónomo. La ética material de los valores, al reconocer a éstos plena y absoluta autonomía, es, pues, una ética heterónoma carente de verdadero fundamento desde que desconoce la autonomía de la persona (pp.113-4, el subrayado es mío).

Brillante todo el desarrollo de la crítica excepto en la conclusión final. ¿Por qué una ética que desconoce la autonomía de la persona tiene necesariamente que carecer de verdadero fundamento? A mis ojos aparece nuevamente, como resucitado desde los tiempos de Galileo, como redivivo luego de la paliza que Darwin le propinara, el inmortal prejuicio antropocentrista que quiere hacer del hombre un ente más importante aún de lo que ya lo es indiscutiblemente. Si la persona humana no es el fundamento último de la ética, dice Astrada, dicha ética es errónea. Gira la ética en derredor del hombre y no el hombre alrededor de la ética. El existencialismo parece llevar las de ganar, pero no festejen anticipadamente, que ya está llegando el nuevo Copérnico que pondrá al sentido común y a las sensaciones "evidentes" en el lugar filosófico que les corresponde[5].
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[1] Para comprender estos términos temperamentológicos tal como yo los aplico hay que retroceder hasta mis anotaciones del 20/10/97 (ver la sección XIII del Apéndice del presente extracto).
[2] "El desprecio de la cuestión genética en la investigación de los fenómenos de decadencia del comportamiento social del hombre civilizado, equivale a un error de método de graves consecuencias" (Konrad Lorenz, Consideraciones sobre las conductas animal y humana, ensayo ll, cap. lll, secc. 9). Esto lo decía Lorenz en 1950, y nadie lo escuchó. Después vinieron las exageraciones de la sociobiología, que tampoco fueron tomadas en consideración. ¡A ver si a mí me dan bolilla, señores pedagogos!
[3] Cf. El mundo como voluntad y representación, tomo II, pp. 177-8.
[4] Según Llambías de Azevedo (Max Scheler, secc.19), este pensador dejó entre sus papeles póstumos algunas importantes consideraciones acerca del problema del libre albedrío. Para él, la libertad no quedaría circunscrita únicamente dentro del género humano: también los animales y hasta las leyes de la naturaleza presentarían una pequeña dosis de disociación respecto del estricto determinismo causal-mecánico. Esto lo acercaría, en el plano filosófico, a la teoría del clinamen de Epicuro y a la teoría de la contingencia de Boutroux, y en el plano científico podría considerarse Scheler un precursor del indeterminismo cuántico pregonado por Heisenberg y Dirac.
[5] Es el sentido común el que sugiere que los humanos somos autónomos, puesto que autónomos nos sentimos. Pero ¿quién autorizó al sentido común a opinar en cuestión tan intrincada? Según el Diccionario filosófico de Voltaire, el sentido común es un "estado intermedio entre la estupidez y el ingenio"; y decirle a un hombre que tiene sentido común es más una injuria que un halago, "porque es significar que no es completamente estúpido, pero que carece de inteligencia”. Utilizar el sentido común en el ámbito de la filosofía es tan peligroso como intentar el cruce del océano Pacífico valiéndose de un kayak.

Max Scheler (VIII)

Jueves 18 de septiembre del 2008/11,07 a.m.
Aristóteles nos presenta otro ejemplo de su teoría del justo medio con el caso de la liberalidad, que sería la virtud intermedia entre la simple avaricia y la prodigalidad. Es una situación similar a la que presenta la valentía: hay un solo disvalor antitético a la liberalidad y es la avaricia, siendo la prodigalidad una liberalidad que soltó las riendas y deambula tipo Quijote, hacia donde el destino la lleve. Y es, desde luego, una virtud y no un vicio. Y una virtud de las más pintorescas[1].
El caso de la avaricia no admite discusión: es un vicio relativo de los más perniciosos. Se acapara lo que no se necesita en lugar de repartirlo entre quienes se debaten por un plato de comida o un abrigo. Bestialidad pura que contrasta con la preciosa liberalidad, definida como el impulso que nos incita a desprendernos de nuestras posesiones, como si cada objeto --mueble o inmueble, pero fundamentalmente los inmuebles-- que considerásemos propio nos quemase lentamente las entrañas por esta sola condición y nos obligase a echarlo por la borda, sintiendo un alivio indecible al hacerlo. Quien disfruta de esta rara virtud podrá entregar sus posesiones[2], tal vez, a una institución multimillonaria como la Iglesia Católica, lo que a simple vista parece una acción provechosa para el mundo pero es contraproducente, pues la Iglesia colecciona inmuebles donados como un filatelista colecciona sellos postales: sin compartirlos con nadie. Esto nos da la pauta del carácter relativo que posee esta virtud, cuya puesta en práctica puede resultar altamente nociva. Sin embargo, en general sucede que los liberales entregan sus dineros a gente de bajos recursos o a familiares y amigos de buena calaña que los utilizarán con provecho, y es por eso que decimos que la liberalidad es una virtud, pues (a) tiende a incrementar el bienestar general en la mayoría de los casos en que se aplica y (b) tonifica el espíritu y propicia el desarrollo pleno de la personalidad del individuo que la practica (y este desarrollo personal es independiente de que se practique correcta o incorrectamente)[3].
La liberalidad, así entendida, no pasa por virtud a los ojos de la sociedad moderna en sentido corporativo --si bien la gente, individualmente, tiende a mirar con simpatía estos extraños actos de desprendimiento espontáneo. Lo que la sociedad corporativa respeta y valora más que nada no es la liberalidad sino una cierta cualidad mercantilista que podríamos llamar prudencia económica. Pero aquí no hay virtud ni hay vicio: es una cualidad que produce indistintamente acciones buenas o nocivas. El aparato burgués, sin embargo, la considera una virtud o quiere hacérnoslo creer a nosotros para que nos adiestremos en esas operaciones indispensables a su buen funcionamiento, porque al capitalismo no le sirve ni que la gente acapare y no consuma (avaricia), ni mucho menos que no adquiera nada y regale los propios bienes (liberalidad).
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[1] Aristóteles no termina de ponerse de acuerdo consigo mismo en este punto: "La naturaleza del pródigo, en el fondo, no es mala; nada hay de vicioso ni de bajo en esa tendencia excesiva a dar mucho y a no recibir nada; no es más que una locura" (op. cit.,IV,1). Y lo mismo se torna irresoluto con el estatus moral de la temeridad, de la cual afirma que "no deja de parecerse a la valentía" (ll, 8). Lo que tornaría viciosas a estas dos cualidades que pecan por exceso sería, a los ojos del estagirita, su irracionalidad, pues las acciones virtuosas tienen que ser ordenadas --según él-- por el libre arbitrio raciocinante para poder ser consideradas como tales.
[2] De nuevo choco con Aristóteles. Según él, disipar la propia fortuna es vicioso (íbíd, IV, 1), y para mí es acción de las más virtuosas que se conocen, como bien lo sabía y pregonaba Jesús (Mateo, 19:21), que en cuestiones de moral era un perito mucho más idóneo que el preceptor de Alejandro. El pródigo sólo se diferencia del liberal en que éste distribuye su fortuna, mientras el primero la suelta (pero no la derrocha; si así fuera, ya no sería pródigo sino consumista).

[3] La idea del utilitarismo cristiano en cuanto a los límites de la liberalidad, es la siguiente: como es nuestro deber hacer siempre aquello que tenga las mejores consecuencias globales para todos los afectados, debemos ser generosos con nuestro dinero y nuestras posesiones hasta que alcancemos el punto en el que dar más sería más dañino para nosotros que provechoso para los demás. Así, por ejemplo, no deberíamos deshacernos de nuestro último par de zapatillas, pues careciendo de todo calzado sufriríamos más de lo que gozaría quien lo recibiese, incluso si se lo entregásemos a un descalzo (pues estaría más habituado que nosotros a caminar sin protección en los pies). Esto no implica, desde luego, que debamos resistir el arrebato de nuestras últimas zapatillas si es que un pillo las desea.

viernes, 27 de agosto de 2010

Max Scheler (VII)

Martes 9 de septiembre del 2008/11,19 a.m.
Una duda me asalta respecto del carácter absoluto de la virtud de la veracidad.
Como sabemos, siempre que se actúa motivado por una virtud cardinal se actúa bien en sentido ético, o sea que si la veracidad es una virtud cardinal, nunca podemos actuar mal al decir nuestras verdades. Y si al decir una verdad quebrantamos la confianza que algún ser ha depositado en nosotros, cayendo en el sucio vicio de la delación, lo correcto no sería mentir, sino callar. Ahora bien; ¿qué pasa cuando este mismo silencio constituye un signo de delación? Pongo un ejemplo: un criminal acaba de cometer una fechoría y se ha refugiado en nuestro domicilio. La policía golpea la puerta y nos pregunta si hemos visto a este sujeto. Si decimos que no para quedar a salvo de la delación, estamos mintiendo, pero si callamos la policía sospechará e ingresará a nuestra casa, capturando al malhechor y encerrándolo en un presidio a la espera de su peor degeneramiento. Luego lo correcto en estos casos, me parece, no es callar sino mentir lisa y llanamente, pero para eso debo revocar la definición de la virtud cardinal de la veracidad, que así como está no me permite mentir bajo ninguna circunstancia. Será entonces que de ahora en más llamaré a esta virtud veracidad no delatora, y la definiré como la cualidad que nos impele a decir la verdad en toda circunstancia... con excepción de aquellos casos en que se considere que dicha verdad redundará en un castigo hacia un tercero. En pocas palabras, la evitación de la delación vuelve lícita en sentido ético a la mentira. Esta especificación puede que le quite su prístina pureza al concepto de hombre veraz, pero no hay nada más desagradable y más impuro que un soplón, de modo que me veo en la obligación de modificar el contenido de esta virtud cardinal si deseo conservarla como tal y no degradarla hacia el terreno de las virtudes relativas o temperamentales.
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Jueves 11 de septiembre del 2008/12,45 p.m.
¿Qué es la honestidad? Es una virtud relativa o temperamental. Esto indica que cuando uno actúa de forma honesta generalmente actúa bien, pudiendo suceder que se actúe honestamente e indecentemente a la vez. Si somos contadores y trabajamos para la mafia, por muy honestos que seamos al administrar los fondos de dicha organización, no por eso estaremos actuando conforme a lo que la ética sugiere: seremos honestos e inmorales a la vez, y no sólo eso, sino que seremos inmorales por causa de nuestra honestidad. Y lo mismo sucede con otras virtudes relativas que a simple vista parecen absolutas, como la paciencia (esperar largamente a un individuo para robarle sus dineros), la lealtad (seguir sin vacilación los dictados de un asesino), la mansedumbre (evitar ciertas coacciones hacia los propios hijos que resultan imprescindibles para su correcto desarrollo), la pureza sexual (evitar las relaciones carnales con una persona desesperada y a la que sólo a través del sexo podríamos integrar a nuestro mundo para luego auxiliarla), etc. Estadísticamente hablando, las personas honestas, pacientes, leales, mansas y puras tienden a ser mejores en sentido ético que los deshonestos, los impacientes, los desleales, los violentos y los lujuriosos, pero esta regla no se verifica en todo momento ni en toda circunstancia.
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Viernes 12 de septiembre del 2008/5,24 p.m.
Respecto del disvalor lujuria, lo defino como el deseo persistente y obsesivo de placeres sexuales. La antítesis de este disvalor en la pureza sexual, definida como la imposibilidad de sentir deseos lúbricos ante todo ser que nos tiente con su voluptuosidad. Ahora bien; así definida la pureza sexual, ¿no puede confundirse o superponerse con la frigidez, o, para ser más específico, con cierta indiferencia o ataraxia sexual muy común en ciertos individuos que viven kilométricamente alejados de todo vestigio de santidad? Hildebrand nos advierte una y otra vez que no confundamos la pureza sexual del santo con la patología de la frigidez; luego, tengo que suponer que la virtud de la pureza sexual es una cualidad mental que no impide la aparición del deseo lujurioso, sino que posibilita que la voluntad quede retenida y violentada contra ese deseo. Sería la pureza una mera continencia, una capacidad de represión del acto sexual que se desea fervientemente concretar. A mí me da la sensación de que la pureza de los santos no está relacionada con esta capacidad represiva; me parece que un santo está impedido estructuralmente de desear la mujer del prójimo, no que desea manosearla pero se abstiene de hacerlo como es propio del hombre continente. Pero como Hildebrand sólo se limita a decir que la pureza no es frigidez, sin especificar en qué se diferencian una de otra, pareciera dar a entender que su visión de la pureza sexual pasa más por esta represión activa que por una carencia de impulsividades de orden voluptuoso.
Úrgeme una explicación plausible de la supuesta diferenciación entre pureza y apatía sexual.
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Domingo 14 de septiembre del 2008/1,28 p.m.
También nos insta Hildebrand a no confundir la humildad con el sentimiento de inferioridad, pero aquí las diferencias saltan a la vista por su propio peso: en el sentimiento de inferioridad la persona se siente inferior a quienes la rodean --sobre todo respecto de las cualidades propiciatorias de la sociabilidad--, mientras que el humilde se siente inferior a Dios y sólo a Dios, mostrando por el prójimo un respeto supremo debido a la percepción cabal del valor ontológico de todo ser viviente, pero este respeto por la vida[1] no se funda en inferioridades ni superioridades de ningún tipo --y esto no invalida el hecho de que la persona humilde pueda sentirse en algún punto inferior o superior a quien tiene delante. Si tengo conciencia de mi superioridad ética respecto de tal o cual persona, pero así y todo la respeto y me pongo a sus pies para servirla en lo que fuere menester, mi humildad, lejos de quebrantarse, se revitaliza[2].

6,02 p.m.
La antítesis de la humildad es la soberbia. Esto significa que la soberbia es un vicio mayor, y por ende, todo lo que realizamos merced a ella es pecaminoso y malo en sentido absoluto. Pero entonces alguien podría preguntarme: "Si yo realizo alguna acción altruista motivado por la soberbia, como salvar una vida no por considerarla valiosa sino para confirmar mi propia grandeza, ¿tengo que concluir que habría sido mejor dejar que la persona en peligro muriese?" Pero esto es contradictorio: no se puede actuar altruísticamente motivado uno por la soberbia. La consideración que el soberbio tiene de su propia grandeza no está relacionada en ningún sentido con sus cualidades altruistas; luego no es posible que el rescate se efectúe por causa del impulso soberbio. En la soberbia, como ya se dijo, se produce una inversión de valores, de suerte que para el soberbio la vida es un disvalor y la muerte un valor[3], y entonces el soberbio, mientras permanezca gobernado por esa cualidad, no sólo no podría ir al rescate de una vida, sino que se regodeará observando la desesperación de su prójimo y celebrará el advenimiento de la Parca con bombos y platillos. Sí puede suceder que se realicen acciones altruistas en consideración de lo que los demás podrán pensar y sentir acerca del individuo actuante, pero en estos casos las acciones estarán siendo motivadas por el disvalor vanidad y no por la soberbia. La vanidad es un disvalor ético relativo ( su antítesis podría ser el cinismo en este sentido: la desvergüenza en defender o practicar acciones o doctrinas consideradas vituperables por el inmediato entorno), luego las acciones realizadas con motivo del impulso vanidoso serán generalmente inéticas, pudiendo resultar en ciertos casos beneficiosas para la biomasa espaciotemporal (y lo mismo, pero a la inversa, ocurre con las acciones realizadas por cinismo).
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Martes 16 de septiembre del 2008/6,46 p.m.
Esto de que el cinismo sea una virtud y no un vicio como generalmente se supone merece una explicación.
Si mis acciones y mis pensamientos están del todo conformes al statu quo que me rodea, lo más probable, con mucho, es que dichas acciones y dichos pensamientos estén determinados por el statu quo y no por argumentos extraídos del propio discernimiento. Esto implica vanidad: se hace y se piensa lo mismo que los demás para que los demás aplaudan nuestras acciones y pensamientos, o no se hace ni se dice lo impopular para evitar el dolor de la reprobación masiva. Si la masa de gente que con sus acciones y creencias determina las mías presenta un elevado esclarecimiento ético y gnoseológico, mis impulsos vanidosos redundarán en acciones deseables y sanas doctrinas; habrá determinado la vanidad sucesos éticamente correctos a pesar de ser un vicio (pero pese a que el universo se habrá beneficiado con ello, mi propia individualidad se habrá empobrecido y debilitado, no por el plagio en sí, sino porque todo vicio llevado a la práctica debilita el desarrollo pleno de la personalidad por más que sus consecuencias fuera del propio mundo interior sean positivas y deseables). Mi teoría de los valores contempla esta situación: un vicio menor o relativo puede determinar buenas acciones. Sólo estallaría en el caso de que la mayoría de los efectos que provoca un vicio menor resulten éticamente deseables. Si así fuera, la solución de compromiso sería catalogar como virtud a lo que suponía era un vicio. Pero esto no sucede con la vanidad, pues la masa muchas veces presenta enormes agujeros éticos y gnoseológicos que al copiarlos, nos hacen incurrir en sucesos deletéreos, por más que tal vez ni la masa ni nosotros mismos caigamos en la cuenta de dicha venenosidad. No estoy diciendo aquí que la mayoría de las veces el punto de vista del statu quo sea incorrecto; el mecanismo es un poco más complejo. El quid de la cuestión estriba en suponer una relación inversa entre la vanidad individual y el esclarecimiento general. Cuando el nivel de vanidad de los individuos que componen un determinado conjunto social es elevado, esto será indicativo del enorme grado de putridez de las normativas básicas establecidas por dicha sociedad en forma jurídica o preceptual. Así, la mucha vanidad generalizada se alimentará de un statu quo corrompido y redundará en efectos indeseables. Y cuando nos encontremos con un tejido social en el que los individuos manifiesten poca o ninguna vanidad en la determinación de sus acciones, será esto indicativo de la salud y lozanía del statu quo que integran y de sus recomendaciones. Aquí los individuos vanidosos imitarán lo deseable y honroso, y estaremos en el caso antes apuntado del vicio que produce buenas consecuencias. Pero como siempre habrá más vanidosos en las sociedades corrompidas que en las bien desarrolladas, la vanidad tenderá siempre a producir muchos más efectos indeseables que deseables. Y este aserto vale para todo mundo imaginable: tanto para el nuestro como para un hipotético mundo perfecto o un hipotético mundo caótico, o cualquier opción intermedia[4].
Si el cinismo fuese definido como la complacencia en la defensa o práctica de acciones o doctrinas consideradas vituperables por el inmediato entorno, dejaría instantáneamente de ser virtuoso. No hay mérito moral ni de ninguna otra índole cuando se nada en contra de la corriente por un impulso enfermizo que hace del vituperio recibido un deleite. El cínico virtuoso no siente complacencia sino desvergüenza en ese tránsito a contramano. La desvergüenza no es placentera, sino inhibidora del displacer de la vergüenza. Esto significa que el cínico virtuoso, a diferencia del cínico mal definido, no goza contradiciendo al statu quo, pero tampoco sufre con ello como le sucede al vanidoso. El cínico virtuoso dice sus verdades y actúa de acuerdo a ellas, y el hecho de que sus doctrinas y acciones reciban el apoyo o el rechazo del statu quo lo tiene sin cuidado: ni las amolda para que se ajusten a él como es propio del vanidoso, ni las retuerce deliberadamente para contradecirlo como es propio del cínico estúpido. Este cinismo estupidizante del que lleva la contra por el mero placer de llevarla es elitista en grado sumo; muy poca gente, por fortuna, presenta esta corrosiva inclinación. El verdadero peligro está del otro lado, pues los vanidosos sí que son legión y encima su patología es harto contagiosa. El cínico virtuoso configura una especie de bastión, una roca que resiste firme los embates de aquella marejada comandada por los vientos de la moda dominante. Pero como es una roca pensante, sólo se mantendrá en su sitio cuando la moda dicte frivolidades o canalladas. Si la casualidad o lo que fuere produce una moda interesante y éticamente aceptable, la roca se desprende y se confunde con la marea. Podrá el cínico, en ocasiones, pensar equivocadamente y actuar en consecuencia, y por eso decimos que el cinismo es una virtud relativa, que puede a veces engendrar el mal. Pero al estar libre de vanidad, y siendo este disvalor uno de los mayores distorsionadores de la razón pura y sobre todo de la razón práctica, quien experimenta el cinismo bien definido se posiciona óptimamente como para pensar de un modo objetivo y actuar de un modo correcto. Y si actuando y pensando así alguna vieja se escandaliza, y el cínico sonríe al percibir el escándalo, sepamos perdonarlo. Al fin al cabo no es más que un ser humano[5].
o o o

Miércoles 17 de septiembre del 2008/10,02 a.m.
Y así como el cinismo ha sido infravalorado desde el comienzo mismo de su existencia ideológica, también han ocurrido sobrevaloraciones históricas de algunas cualidades que no merecían tan estruendosa ovación. Estoy pensando en la valentía.
Lo del cinismo es mucho más triste porque siendo un valor ético, se lo considera un disvalor, en cambio nadie duda en calificar como virtud a la valentía. El problema es que desde antiguo, muchas culturas han considerado esta cualidad como el valor supremo[6], siendo en realidad un simple valor relativo o temperamental. Podemos rastrear esta confusión desde Aristóteles:

El que soporta y teme lo que debe y por el motivo debido es valiente, porque el valiente sufre y actúa de acuerdo con los méritos de las cosas [...]. Para el valiente la valentía es algo noble [...]. Por esta nobleza, entonces, es por lo que el valiente soporta y realiza acciones de acuerdo con la valentía (Ética nicomaquea, lll, 7).

Definiendo así a la valentía, es evidente que nunca podría generar acciones inéticas, pero yo no veo por qué deba negársele la cualidad de valiente al individuo que, por ejemplo, se trenza en lucha él sólo contra cuatro por algún motivo pueril o incluso perverso. No niego que las causas nobles envalentonen el ánimo mucho más que las causas pueriles o perversas, pero eso no debe inducirnos a negar la valentía del soldado mercenario, y hasta incluso podría considerarse mayor que la del soldado "patriota" por carecer el mercenario del incentivo extra del deber a cumplir (análogamente, consideramos más valiente al guerrero que se dispone a la lucha con frialdad de temperamento que aquel que combate impulsado por el odio). Así, desligada del factor nobleza que se suponía inherente a ella, la virtud de la valentía cobra su real dimensión[7].
Siguiendo con Aristóteles, su teoría de la virtud como justo medio entre dos vicios coloca esta cualidad entre la exageración irracional de la temeridad y el apocamiento de la cobardía. Yo entiendo que hay un disvalor ético, y sólo uno, enfrentando a su correspondiente antítesis valiosa; la tripolaridad aristotélica se me presenta como muy forzada, como traída de los pelos, no digamos ya --como generalmente se sugiere-- como auspiciante de una "sana mediocridad", lo cual no es correcto achacarle según mi punto de vista. Para mí la valentía tiene una sola contracara y es la de la cobardía. La temeridad es una valentía desmadrada, que no mide riesgos o los mide mal, pero no deja de ser una valentía. Luego la temeridad es una virtud, si bien relativísima y al borde de la neutralidad, pues implica una notable ceguera ante el valor de la propia existencia, lo cual sería de todo punto disvalioso si no estuviese compensada esta ceguera, como generalmente lo está en la temeridad, por el impulso hacia la consecución de otros valores que justifican hasta cierto grado la exposición al peligro. Benito Mussolini, inspirado tal vez por alguna frase nietzscheana, enarbolaba con orgullo su más estentórea consigna: "¡Vive peligrosamente!" Esto es la temeridad por la temeridad misma, lo cual no es, desde luego, una virtud. Pero como son muy pocos los que se someten al peligro sin mayores incentivos que los que la producción de adrenalina puede propiciar, y son muchos los que sólo se comportan temerariamente ante un valor encumbrado que pide realizarse, la temeridad, estadísticamente hablando, queda eximida y puede ingresar, según mi punto de vista, al panteón de las virtudes relativas.
Respecto de la cobardía, sería un gran error emparentarla con el miedo simple y llano que sentimos luego de juzgar un suceso como vitalmente disvalioso[8]. Este sentimiento es inevitable para la práctica totalidad de los mortales --incluidos los más valientes--, y sólo puede considerarse patológico y vicioso cuando el individuo, contrariamente a lo que ocurre cuando aparece la temeridad, presenta una hipertrofia para la captación de los disvalores vitales, de suerte que a los pequeños los juzga enormes e incluso convierte sucesos objetivamente neutrales o valiosos en disvaliosos, y esto a todas horas y en toda circunstancia. Los pecados no se circunscriben tan sólo a las malas acciones: existen también los pecados de palabra y los pecados de omisión[9]. Pues bien: la especialidad del individuo cobarde no pasa por hacer el mal, sino por evitar hacer el bien cuando el bien solicita su participación. Este vicio poderoso puede a veces engendrar consecuencias deseables (como sería el caso, por ejemplo, de un ratero que por temor al presidio se abstiene prolijamente de robar a nadie), pero siempre terminarán opacadas por todas esas buenas obras que nunca verán la luz, por toda esa beneficencia y utilidad anonadadas por este cáncer moral que se ha hecho carne, que se ha enquistado más que nunca en esta sociedad posmoderna que al grito de ¡seguridad, seguridad!, parece hacer alarde de lo que siempre se consideró una vergüenza. Porque si bien es incorrecto entronizar a la valentía como una virtud superior, mucho peor es hacer de la cobardía un modus vivendi, pidiéndole a Dios no que nos haga más buenos, ni más humildes, ni más inteligentes, sino que nos provea de una celosa policía y de unas cuantas pólizas de seguro bien certificadas[10].


[1] Cuando Albert Schweitzer afirmaba que su visión de la ética estaba cimentada en el respeto por la vida, se ponía de frente al problema, en una posición ideal como para encararlo y resolverlo. En general, los eticistas orientales adoptan esta privilegiada postura, aunque muchas veces no se preocupan luego por desarrollar un sistema que permita resolver algunas de las incógnitas que se presentan en este campo, mientras que los eticistas occidentales trabajan con gran empeño pero descaminadamente por no haber partido de aquella verdad fundamental que el catolicismo y el protestantismo se han ocupado de ofuscar durante siglos.

[2] Este punto de vista no es contrario a la parábola del fariseo y el publicano (Lucas 18. 9-14). Allí el fariseo, sintiéndose superior ética y devotamente al publicano, lo desprecia, permanece ciego a su valor ontológico. El humilde puede considerarse superior a su prójimo pero no sabe hacer gala de ello y se pone a los pies de todos para servirlos en lo que manden con santa obediencia y contentamiento –siempre que lo que manden, desde luego, no sea contrario a la ley de Dios.
[3] Nuevo emparejamiento de la soberbia con el ateísmo: como la vida es un disvalor, quien nos la da o no existe, o es un ser inescrupuloso y sádico. Todo credo pesimista, con el budismo la cabeza, parte de la soberbia y desemboca en la nostalgia de aquel Ser Superior que no puede aprehenderse ni en sí mismo ni en sus efectos.
[4] Este pensamiento, que tiene mucho de metafísico y por eso no es fácil de demostrar, lo vengo ya rumiando desde hace años. Los lectores memoriosos lo asociarán de inmediato con las disquisiciones referentes a la cultura que figuran en mis anotaciones del 2/1/98.
[5] Para que Aristóteles esboce una sonrisa, digamos que la virtud del cinismo constituye un punto intermedio entre el vicio del cinismo complaciente y el vicio de la vanidad. Y si se observa con detalle, se puede llegar a la conclusión de que el cinismo complaciente es también vanidad. Ese cínico bien definido que fue Sócrates conocía esta verdad de primera mano; así fue que pudo ver, según la famosa anécdota, el orgullo de su discípulo Antístenes a través de los agujeros de su túnica.

[6] Los germanos, por ejemplo, penalizaban el hurto con mayor severidad que el robo, pues consideraban, con gran criterio y acierto, que para robar se necesita una dosis de valentía mucho mayor que la empleada en el hurto. La valentía era para ellos un atenuante del delito, tal como para nosotros lo es la borrachera.

[7] James Rachels coincide conmigo: "Consideremos a un soldado nazi que pelea valientemente --enfrentando grandes riesgos--, pero lo hace por una causa mala. ¿Es valiente? [...]. Llamar «valiente» al soldado nazi parece ser un elogio a su desempeño, y no queremos elogiarlo. [...] Empero, no parece ser correcto decir que no es valiente [...]. Para sortear este problema, tal vez deberíamos decir simplemente que demuestra dos cualidades de carácter: una que es admirable (firmeza al enfrentar el peligro) y una que no lo es (disposición a defender un régimen despreciable). Está bien, es valiente, y el valor es una cosa admirable; pero dado que pone su valor al servicio de una causa mala, su conducta es en general mala" (Introducción a la filosofía moral, XIII, 2). Esta subordinación de una virtud a una "causa mala" es indicativa de que la virtud subordinada es relativa y no absoluta.

[8] Hay que tener presente también que los vicios, lo mismo que las virtudes, son cualidades o disposiciones espirituales y no emociones. La cobardía (vicio) predispone al individuo a sentir miedo (emoción).
[9] Cierta teología incluye en esta lista los pecados de pensamiento, pero ¿a quién perjudico al pensar en inmundicias o al desearlas? Y lo que es más inconsistente teniendo en cuenta que dicha teología propugna la existencia del libre albedrío: ¿cómo hago para evitar estos malos deseos y pensamientos?, ¿cómo hago para reprimirlos voluntariamente tal como reprimo mis ansias de pecar o de decir blasfemias?

[10] Y si la policía no cumple con su cometido, ¡a comprar armas y a defenderse por propia cuenta!... Pero esto no es abandonar la cobardía: la hipertrofia enroca en los disvalores económicos (subgrupo de los vitales), y el miedo sistemático a perder la salud se transforma en miedo a perder las propiedades.