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jueves, 30 de enero de 2014

LA TEMPERAMENTOLOGIA EVOLUTIVA DE FOUILLEE

El carácter innato no es más que el punto de partida de una evolución nueva, realizada por el individuo mismo y que se expresa en el carácter adquirido.
Alfred Fouillée, Temperamento y carácter, p. 9

Según creo, este carácter adquirido --que puede llegar, en ciertos casos, a modificar radicalmente al carácter innato de una persona-- se adquiere tanto más pasivamente cuanto más vanidoso es el individuo en cuestión y tanto más activamente cuanto mayor es su grado de humildad[1]. Por eso los niños son mucho más influenciables socialmente que los adultos: ¿acaso hay alguien más vanidoso que un impúber o un adolescente?

El hombre no está hecho [completamente] de antemano, se hace: lo propio de su naturaleza es poder siempre añadir algo a su naturaleza.
Ibíd., pp. 10-11

Cuando joven, el ser humano tiende a modificar su carácter innato en la forma pasiva descrita por Fouillée; conforme va creciendo, tiende a seguir modificándolo, pero ahora de modo más activo. Claro que hay octogenarios que siguen siendo tan influenciables como un joven de quince años, pero estas son excepciones dentro de la generalidad.

El humor es el primer y general efecto del estado entero del organismo en la conciencia; es el bienestar o malestar resultante del sentido vital.
Ibíd., p. 34

El humor o estado de ánimo que una persona presenta en determinado momento depende de cinco factores claramente definidos: 1) los acontecimientos de orden fisiológico que se dan en el organismo de dicha persona en ese instante, 2) los acontecimientos de orden físico que se dan en el universo en ese instante, 3) los acontecimientos de orden social que se dan en el universo en ese instante, 4) los acontecimientos psicológicos que se dan en su espíritu en ese instante y que son consecuencia directa de las tres clases anteriores de acontecimientos que lo influyen en ese instante, sumados, gracias a la memoria, los acontecimientos pasados y sumados también los acontecimientos físicos, fisiológicos o sociales que su mente pronostica para el futuro, y 5) la capacidad de intuición que presente la persona en ese instante, capacidad que, si bien dependió para formarse de factores físicos, fisiológicos y sociales y del conjunto todo de la conciencia que los cobija, en el momento de intuir no depende absolutamente de nada que no sea el inconsciente colectivo profundo, lugar común desde donde surgen las intuiciones que todo ser es capaz de asimilar en mayor o menor medida. Según el grado de madurez de cada persona, su estado de ánimo en un momento dado está determinado más por el ítem 1 que por cualesquiera de los otros en los casos de la más aguda carencia de personalidad, o más por los ítems 1 y 2 cuando el sujeto es levemente personal, o más por 1, 2 y 3 cuando es moderadamente personal, o más por 4 cuando tiende a ser regularmente personal, o, finalmente, su estado de ánimo estará determinado más que nada por 5 en los casos en que el individuo presente una personalidad magníficamente desarrollada.

El sensitivo demasiado nervioso está expuesto, al desequilibrarse y debilitarse más y más, a devenir melancólico. Bajo este último nombre designaban los antiguos a los nerviosos.
Ibíd., p. 51

La melancolía es una enfermedad que afecta directamente al estado de ánimo y es típica de los individuos predominantemente cerebrotónicos. Un remedio eficaz para combatirla es el de ponerse a trabajar en alguna tarea socialmente útil y que no requiera de discernimientos intelectuales complejos.

Hay nerviosos alegres y nerviosos tristes; solamente que los alegres tienen generalmente accesos de tristeza; además, por poco que se debiliten y se separen más y más del tipo sanguíneo, están expuestos a acabar por ser más frecuentemente tristes que alegres.
Ibíd., pp. 51-2

Los individuos predominantemente cerebrotónicos son tan alegres como los predominantemente somatotónicos. Lo que pasa es que cuando un somatotónico está contento lo hace saber ruidosamente, mientras que el cerebrotónico tiende a guardar su alegría dentro de sí mismo y entonces nadie que no sea él la nota. Y en relación a sus tristezas, son de categorías completamente diferentes: el cerebrotónico agoniza en la melancolía; el somatotónico, en la impotencia. No viene aquí al caso, pero cerremos diciendo que la mayor causa de tristeza en los viscerotónicos se da cuando mantienen insaciado un deseo de venganza.

Existen movimientos que parten de los centros nerviosos y del cerebro, en lugar de ser una respuesta a las excitaciones visibles del exterior; tales son los que Bain llama movimientos espontáneos. Su espontaneidad no es, por lo demás, más que aparente y no implica un poder de escape al determinismo; implica sólo un movimiento cuya causa está en las excitaciones internas, no externas. En este sentido la actividad espontánea es la característica de la vida y del querer vivir.
Ibíd., p. 62

Estos movimientos espontáneos son los que Vaz Ferreira confundió con el libre albedrío. Obviamente no implican responsabilidad alguna por parte del individuo en cuyo seno se operan, y éste es el punto clave que no entendió ni quiso entender el catedrático uruguayo.

Si queréis sacar el horóscopo de una existencia humana, no es en las constelaciones celestes donde hay que leerlo, sino en las acciones y reacciones del sistema astronómico interior; no estudiéis la conjunción de los astros, sino la de los órganos.
Ibíd., p. 85

Guiándome por las estrellas, predigo que no faltan muchos siglos para que esos chantas que se hacen llamar astrólogos sean remplazados por los fisiotemperamentólogos, científicos que nos dirán, con un grado mucho más probable de certeza, los caminos por donde podrá llevarnos la vida de acuerdo a nuestra constitución temperamentosa.

Hay sujetos de una salud en apariencia excelente, que presentan, sin embargo, accesos de melancolía con una periodicidad pronunciada. [...] Durante el acceso, que puede durar horas, días, semanas, esos individuos devienen apáticos, indiferentes en sus gustos; su pensamiento se esteriliza, su actividad se suspende. Pasada la crisis, cambian como por encanto.
Ibíd., pp. 87-8

Es una descripción casi exacta de lo que a mí me sucede con llamativa frecuencia.

Si las mujeres son, en general, más prontas en deducir conclusiones y más aferradas a sus creencias, es que muchos siglos de cultura inferior ha mantenido el cerebro femenino, en el promedio y en el conjunto, en un grado inferior de complejidad y de plasticidad.
Ibíd., p. 155

Pero a su vez, las mujeres han desarrollado en su espíritu (seguramente por haber tenido la tarea biológica de alimentar y cuidar a sus hijos) pasiones mucho más profundas y duraderas que las del hombre promedio. El hombre tiende a ser más intelectivo (que no es necesariamente lo mismo que ser más inteligente) que la mujer, y la mujer tiende a ser más pasional que el hombre; por eso no es válido decir que el hombre tiende a ser superior a la mujer o viceversa; sólo es superior el hombre menos intelectivo y más pasional que el común de los hombres, y sólo es superior la mujer menos pasional y más intelectiva que el común de las mujeres.

¿De dónde proviene el desacuerdo que a veces subsiste entre la idea moral y el acto? Proviene frecuentemente de que esta idea no es completa ni absolutamente demostrativa. Nunca veréis a un matemático enseñar que dos más dos son cuatro y arreglar sus actos como si fuesen cinco; no veréis a un físico enseñar que los cuerpos son pesados y arrojarse por la ventana con la esperanza de no caer: y es que en ellos las ideas son certidumbres. Si un moralista, por el contrario, no es necesariamente moral, obedece a que su inteligencia, por muy desenvuelta que esté, no puede deducir con certeza la armonía de su bien personal con el bien universal.
pp. 166-7

Correcto: la sola persuasión de que somos más pesados que el aire nos impide tirarnos por la ventana, y del mismo modo, si estuviésemos bastante persuadidos de que procurándole placeres y evitándole dolores al prójimo no hacemos otra cosa que procurarnos placeres y evitarnos dolores nosotros mismos, entonces, por el solo peso de la idea, se nos extinguiría el egoísmo y nos florecería de un saque la generosidad hacia toda especie viviente. Por eso considero que un pensador que desee divulgar sus pensamientos no debe sacrificar en el altar del rigor lógico al siempre maltratado recurso de la retórica, sino que, muy por el contrario, si ha nacido o se le ha incorporado el don de la persuasividad --que no tiene nada que ver con la sofística--, lo mejor que puede hacer es colorear la verdad lógica para que resulte, además de verdadera, bella, y entonces atraiga con su néctar a esos pobres desorientados que necesitan imperiosamente persuadirse de que ser malo no es negocio[2].

Según los fisiólogos, la unión de los sexos tiene por efecto el rejuvenecimiento. Después de cierto número de divisiones asexuadas, las células se usan, envejecen, y no pueden dividirse ulteriormente, a menos de recibir una nueva juventud por su unión con una célula de sexo diferente.
Ibíd., p. 178

Si una simple célula rejuvenece al unirse sexualmente, ¡cuánto más rejuveneceremos nosotros al unirnos con la mujer amada!

Existe algo más justo aún que la justicia, y es la bondad.
Ibíd., p. 219

Quien es bueno, es por ese solo hecho más justo que cualquier erudito jurisconsulto.

Los estudios de Derecho son, entre otros, los que atraen menos mujeres.
Ibíd., p. 242

Eso es porque las mujeres tienden a poseer un concepto de justicia mucho más elevado que el de los hombres. Su justicia suele ir de la mano con el perdón.

La circulación de la sangre se hace más activa con el frío.
Ibíd., p. 271

Si nuestro ritmo cardíaco tiende a subir con el frío, y si es verdadera mi teoría sobre la relación directa existente entre la duración de la vida de un ser humano y la cantidad de veces que ha latido su corazón (teoría expuesta en el desprendimiento VII de mi libro segundo), entonces hay que deducir que los climas fríos, por sí mismos, tienden a limitar el tiempo de vida de los hombres en mayor medida que los climas cálidos[3].

Un esquimal consume al día un número increíble de carne o grasa, o bebe aceite de ballena como nosotros bebemos agua. [...] El chaambi del Sahara no gasta en un mes el doble peso de los alimentos necesarios al esquimal para un solo día.
Ibíd., p. 271

Nosotros, los "esquimales civilizados" que vivimos en países no tropicales, para recuperar las calorías perdidas por el frío que nos sitia recurrimos a las reservas alimenticias de los países tropicales, en donde la tierra es pródiga, y así hacemos posible la paradoja de que países como el Brasil o la India, dos de los mayores exportadores de alimentos, tengan a su vez a gran parte de su población sumida en el hambre y la indigencia. El fantasma de la carencia mundial de recursos alimenticios no es más que eso, un fantasma carente de realidad; sólo hace falta que los que insisten en vivir en la era glacial se acerquen un poco más a los trópicos y comiencen, por ese solo hecho, a consumir una cantidad menor de calorías; las leyes del mercado, sabias como siempre, se ocuparán de distribuir el excedente calórico entre quienes más lo necesiten.

Fisiológicamente, el hombre primitivo era más bien un frugívoro que un carnívoro; puede, pues, creerse con Darwin, que era dulce, no feroz.
Ibíd., p. 274

El paso del hombre del frugivorismo al carnivorismo fue un paso evolutivo e involutivo a la vez. Fue evolutivo porque lo predispuso al pensamiento utilitario al obligarlo a crear armas con las que cazar a sus presas, pero fue también involutivo porque lo rebajó moralmente al obligarlo matar y provocar dolor para poder sobrevivir. Pero como la evolución del hombre se produce por un ida y vuelta constante (podría visualizarse bastante bien con la imagen de un resorte, cuya vueltas se superponen unas con otras al tiempo que se van elevando), no tardaremos muchos milenios en regresar al frugivorismo, con la obvia ganancia moral que esto nos traerá y sin perjuicio de nuestra bien adquirida inteligencia utilitaria, que para ese entonces ya se habrá subordinado casi por completo a nuestra inteligencia trascendente[4].

La independencia primera de la religión y de la moral está bien demostrada; se manifiesta en todos los pueblos salvajes y las más antiguas religiones. La moral tiene por punto de partida ciertas obligaciones familiares y sociales, condiciones elementales de la vida común; la religión tiene por punto de partida la creencia en seres superiores, aunque análogos a nosotros, que intervienen de una manera misteriosa en nuestro destino. Las condiciones del bien moral y las hipótesis sobre el destino no son cosas distintas. Solamente después es cuando la religión se convierte en una sanción moral.
Ibíd., pp. 277-8

La religión, al igual que las especies, va evolucionando. Esta evolución hace que se inviertan su valores primitivos, y entonces sucede que hoy el verdadero religioso se ocupa más de asuntos morales que de hipótesis escatológicas, y casi que descarta esa creencia en seres superiores y a la vez análogos a nosotros. La moral es hoy a la verdadera religión lo que la lógica es a la verdadera filosofía[5].

Si apreciamos en su conjunto una raza que ha llegado a la superioridad, hallamos más cerebros susceptibles de grandes diferencias, con relación a la capacidad media; quiero decir, mayor fecundidad en genios y talentos. Gustavo Le Bon ha observado perfectamente esto; entre mil europeos tomados al azar, 995 no serán superiores intelectualmente al mismo número de indios elegidos de igual modo, pero lo que se encontrará entre los primeros y no entre los segundos, es uno o muchos hombres de actitudes excepcionales. La diferencia, pues, entre las razas superiores y las semi civilizadas, no está en que haya una desigualdad intelectual media, sino en que la raza inferior no cuenta con individuos capaces de elevarse más allá de un cierto nivel.
Ibíd., pp. 281-2

Esos individuos son los encargados de llevar a buen término la evolución cultural de una sociedad, que es paralela a la evolución del hombre propiamente dicha. Mi teoría del jardín de infantes (ver anotaciones del 15/8/97) cobra mayor vitalidad en mi cerebro luego de haber leído este párrafo de Fouillée.

La selección se ha operado en la raza negra sobre todo a través de largos siglos en favor de los más capaces para nutrirse bien, y también para vencer a los demás, sea por el valor, sea por la violencia y la ferocidad. Por muchas causas, en la raza blanca, la selección se ha operado en sentido distinto; era imposible que estas dos evoluciones dieran por resultado igualdad de formas cerebrales y mentales. Procedan o no los negros del mismo tronco, las herencias acumuladas han hecho de aquellos una raza inferior en la actualidad.
Ibíd., p. 283

Los negros son en general menos inteligentes que los blancos, pero eso no significa que sean una raza inferior. Los morochos tienden a ser más valientes y más resistentes físicamente que nosotros, y también suelen tener sus órganos sensoriales más desarrollados que los nuestros; ¿no son éstas razones de peso que compiten con la inteligencia cuando de saber quién es inferior o superior se trata? El verdadero barómetro autorizado a medir la superioridad de unos individuos por sobre otros no está en la inteligencia, ni en el valor, ni en la simpatía, sino en el conjunto total de esta trilogía de virtudes y sus derivadas representado por la Ética, o sea, el conjunto de normas morales común a toda especie que se enderezan a procurar el mayor bien posible y a evitar el mayor dolor posible a todo lo vivo, independientemente de su especie. Una raza es superior a otra sólo si es más ética, y no está probado que los blancos seamos más éticos que los negros.

Un cerebro más voluminoso, más pesado y complejo, necesita más número de años para su entera formación; por eso el hombre llega más tarde a su madurez que los restantes mamíferos, más tarde el hombre civilizado que el salvaje, el blanco que el negro. La pubertad es más temprana en las razas inferiores: esto es prueba de una naturaleza menos plástica, rígida e inmutable prematuramente.
Ibíd., pp. 291-2

Saber esto es un consuelo, ya que dentro de tres meses cumpliré treinta años y aún sigo viviendo con mis padres...

En las regiones tropicales el temperamento [de los blancos] se modifica y a causa de esto el carácter también; puede apreciarse singularmente que la sangre se empobrece y los nervios se debilitan; a consecuencia de ello la inteligencia se empereza y la voluntad se rinde. Además, con frecuencia es imposible la aclimatación. Un viajero americano ha podido apreciar recientemente la obra de los colonos alemanes establecidos en el Brasil. Nos encontramos, dice, al colono alemán, después de una experiencia de dos años, sentado a la sombra de una higuera plantada por un predecesor portugués; para cumplir su misión ha buscado un negro; si pasáis por allí algunos años después, no encontraréis más que al negro, el colono alemán o ha muerto víctima de la fiebre, o se ha marchado. Según otro viajero, a lo largo del Amazonas las familias de raza blanca pura, comienzan a extinguirse a la tercera generación; y luego son víctimas del escrofulismo, sin remedio posible. En Guatemala, es poca la sangre española que queda; en México, el número de europeos es insignificante comparado con la población indígena. Creían ser indefinidamente móviles los límites de las razas y por el contrario parecen inmutables y confundidos con los límites mismos de las zonas terrestres.
Ibíd., pp. 300-1

Hace un siglo que Fouillée ha dicho esto, y el paso del tiempo en América parece darle la razón: los individuos predominantemente blancos son mayoría sólo en Canadá, Estados Unidos, Chile, Argentina y Uruguay, o sea en los extremos norte y sur del continente, o sea en las zonas más frías. Esto indica claramente que la fisiología del hombre blanco no está en general adaptada para la vida en climas cálidos. Si es cierto, como yo pienso, que el hombre del futuro vivirá en un eterno verano, yendo de un hemisferio a otro tal como las gaviotas, entonces es forzoso que tendrá una constitución más parecida a la de los negros o a la de los indoamericanos que a la de los blancos o los orientales. Pero que se parezca más a los negros o a los indios en su físico y en su fisiología no quita que tal vez se parezca más a los blancos y a los asiáticos en su espiritualidad.

Los adelantos de la medicina microbiológica nos preparan, seguramente, progresos y descubrimientos sorprendentes. Para hacer posible la estancia de los europeos en países tenidos hoy por inhabitables, bastará el exacto conocimiento de los gérmenes morbosos que causan las enfermedades de los países cálidos y la vacunación apropiada al caso.
Ibíd., p. 309

¡Iluso! Es como esas personas que quieren eliminar a las cucarachas a base de insecticidas desconociendo que las nuevas generaciones cucarachiles habrán adaptado sus anticuerpos de tal forma que podrán utilizar ese insecticida como desodorante. Los gérmenes patógenos se combaten mejor criando anticuerpos, no con vacunas. Las vacunas son como el antedicho insecticida: son efectivas en un primer momento, pero a la larga fortifican al germen que pretendían erradicar; o si lo erradican, propician que venga en su reemplazo un germen aún más problemático. Si los europeos quieren vivir en zonas cálidas, tendrán que comenzar por respirar aire puro y alimentarse sanamente; no hay otro camino para lograr que las defensas del cuerpo humano se fagociten definitivamente a los intrusos.

No depende nuestra suerte futura sólo de nuestra ciencia e inteligencia, sino más bien de nuestra moralidad y voluntad.
Ibíd., p. 316

Cierto. Por eso el pensador actual debe ocuparse principalmente de ir en busca de la moral universal, para luego, si descubre o cree descubrir alguna de sus partes, intentar persuadir a los demás acerca del tesoro que supuestamente ha encontrado.

La preponderancia, pertenecerá a la raza que posea inteligencia más elevada y voluntad más resuelta y disciplinada.
Ibíd., p. 316

¿No te olvidás de algo, Alfredo? Ninguna raza humana podrá levantar por sobre las otras la bandera de la evolución si no corre por sus venas la pasión ardiente del amor.

Cuanto más primitivas son las razas y la sociedad, tanto más decisiva es la acción que ejercen sobre sus individuos.
Ibíd., p. 317

En una sociedad musulmana radical todos tienen un concepto de Dios casi exacto al de sus semejantes, y lo mismo sucede en una sociedad judía fundamentalista: son dos ejemplos de sociedades inferiores[6]. El hombre del futuro será tan individual respecto de su sociedad y de sus semejantes que difícilmente podrá coincidir con otro en todos los aspectos de cualquier idea no matemática o puramente lógica que tenga en su cabeza, y mucho menos en la idea de Dios, que es, en tanto que idea, la menos matemática y la menos lógica de todas.



[1] (Nota añadida el 3/12/13.)  El vanidoso lo que busca es agradar a los demás; por eso adquiere las formas, los modos y la ideología de su entorno y no una ideología propia que pudiera, eventualmente, chocar con la de su sociedad o familia. El humilde, por el contrario, lo último que busca es aprobación, y entonces aparece mejor pertrechado para absorber de manera objetiva y sin espurios intereses la realidad circundante.
[2]  (Nota añadida el 24/12/13.) El obispo Richard Cumberland, considerado por muchos como el primer pensador utilitarista, coincide con esta línea argumentativa: "La mayor benevolencia posible de cada agente para con todo constituye la condición más dichosa de todos y cada uno de los benevolentes, por cuanto esté en su poder; y tal es el requisito indispensable para alcanzar la más dichosa condición que fuere posible; por tanto, el bien común es la ley suprema (De Legibus Naturae, 1, IV).
[3] Si bien no tengo noticias que afirmen que los países cálidos la gente vive en promedio más años que en los fríos --las estadísticas en todo caso sugieren lo contrario--, esto se debe a que los países fríos tienden a ser económicamente más prósperos que los cálidos, y la desnutrición y la enfermedad, que son consecuencia directa de la pobreza, contrapesan en los países tropicales el beneficio biológico de vivir bajo el sol todo el año.
[4] El concepto de inteligencia trascendente lo desarrollé en mis anotaciones del 20/7/97.
[5] (Nota añadida el 5/1/14.) Parece que el primer pensador occidental que le dio a la moralidad un lugar de privilegio en la religión fue Pelagio, mientras que el primer pensador moderno que sustentó esta hipótesis fue el sacerdote Benjamín Whichcote. Según Whichcote, la moralidad es el corazón de la religión, afirmando que si la religión constase de veinte partes, diecinueve partes corresponderían a la moral (cf. J. B. Schneewind, La invención de la autonomía, X, 1 [p. 244]).

[6] No me atrevo a decir que tanto los judíos como los musulmanes tienden a ser, en su individualidad, inferiores a los habitantes de otros pueblos, pero estoy persuadido de que sus estructuras sociales son bastante más retrógradas que las nuestras e incluso que las de algunos conglomerados semisalvajes. Si no se ponen a trabajar de aquí a poco en la evolución de su cultura y sus creencias, entonces sí la cultura misma los arrastrará consigo y terminarán extinguiéndose.

martes, 21 de enero de 2014

Contribuciones del método científico al problema de la ética (segunda y última parte)

Termino de glosar el ensayo de Poincaré intitulado "La moral y la ciencia".
¿Puede la moral ser tratada científicamente? Poincaré responde que sí:
 
No hay ningún fenómeno que no pueda ser objeto de las ciencias, puesto que no hay ninguno que no pueda ser observado. Los fenómenos morales no se sustraen a ello más que los otros. El naturalista estudia las sociedades de las hormigas y de las abejas, y lo hace con serenidad; del mismo modo, el sabio trata de juzgar a los hombres como si no fuera un hombre; se coloca en el lugar de un imaginario lejano habitante de Sirio para quien las ciudades terrestres no serían más que hormigueros (Últimos pensamientos, pp. 156-7).
 
Esta "ciencia de las costumbres"
 
será primero puramente descriptiva; nos hará conocer las costumbres de los hombres y nos dirá lo que ellas son, sin hablarnos de lo que deberían ser. Después será comparativa; nos paseará por el espacio para hacernos comparar las costumbres de los diferentes pueblos, las del salvaje y las del hombre civilizado; y también por el tiempo para hacernos comparar las de ayer con las de hoy. Finalmente, tratará de volverse explicativa. He ahí la evolución natural de toda ciencia.
 
Estas investigaciones de campo nos permitirán llegar a la conclusión de que todas y cada una de las sociedades que han perdurado en el tiempo mantuvieron algún tipo de ley moral interna, y la explicación de este fenómeno la encuentra Poincaré dentro de la hipótesis darwinista: la selección natural --dice-- hace desaparecer, a la corta o a la larga, a cualquier pueblo que haya pretendido sustraerse a los influjos de un código básico de comportamiento. Lo que esta ciencia de las costumbres no puede hacer, dice Poincaré, es aseverar cuál de estos pueblos posee una ley moral más apropiada, más ética, que la ley moral de sus vecinos espaciales o temporales[1]. No es, pues, una moral esta ciencia descriptiva, comparativa y explicativa, "ni lo será nunca; no puede remplazar a la moral, del mismo modo que un tratado de fisiología de la digestión no puede remplazar a una buena comida". No es una moral, pero puede suministrarnos algunos indicios, a nosotros los eticistas, a la hora de ir en busca de aquella moral "perfecta", aquella que se ajuste más de lleno a lo que la ética universal dictamina.
Termina Poincaré su alegato en favor de una colaboración o interrelación entre la moral y la ciencia con una especie de dilema:
 
La ciencia es determinista y lo es a priori; postula el determinismo porque no podría existir sin él. También lo es a posteriori. Y, si ha comenzado por postularlo, como una condición indispensable de su existencia, enseguida lo demuestra precisamente existiendo, y cada una de sus conquistas es una victoria del determinismo.
 
Coincido con Poincaré: la ciencia es determinista a priori. Albert Einstein opinaba igual; y cuando parecía --mecánica cuántica de por medio-- tambalear este postulado, supo decir el genial judío que si tuviese que abandonar su convicción acerca de la estricta causalidad que rige todos los sucesos, "preferiría ser zapatero, incluso ser empleado en un garito, antes que ser físico"[2]. Y es este determinismo científico lo que preocupaba a Poincaré, porque asumía, tal como lo asumieron y lo asumen prácticamente todos los moralistas occidentales a partir de Kant, que la ética necesita del libre albedrío para bien desarrollarse:
 
La ciencia, con razón o sin ella, es determinista; en todas partes donde penetra, hace entrar al determinismo. Mientras se trate de física, o aun de biología, eso importa poco; el dominio de la conciencia permanece inviolado. ¿Qué ocurrirá el día en que la moral se convierta a su vez en el objeto de la ciencia? Se impregnará necesariamente de determinismo y eso, sin duda, será su ruina (ibíd., p. 158).
 
Sin duda --afirma Poincaré--, el determinismo es la ruina de la moral. ¿Sin duda? Comienza Poincaré reafirmando el dogma, el dogma kantiano que tiene, me parece, mucho más de invención que de descubrimiento, para luego, como buen epistemólogo que era, comenzar a dubitar. Después de todo, es posible que el determinismo no sea "el cuco de la ética", tal como nos lo han pintado:
 
Si un día la moral debe ajustarse al determinismo, ¿podrá adaptarse sin morir? Indudablemente, una revolución metafísica tan profunda tendría mucho menos influencia de lo que se piensa sobre las costumbres. Se sobrentiende que la represión penal no está en discusión; lo que se llamaba crimen o castigo, se llamará enfermedad o profilaxis; pero la sociedad conservará intacto su derecho que no es el de castigar, sino simplemente el de defenderse. Lo más grave es que las ideas de mérito y demérito deberían desaparecer o transformarse. Pero se continuaría amando al hombre de bien, como se ama a todo lo bello; ya no se tendría el derecho de odiar al hombre vicioso que solo inspiraría repugnancia; pero ¿es muy necesario esto? Es suficiente que no deje de odiarse al vicio (pp. 158-9).
 
¡En la tecla, Enrique! Ya no se odiaría al hombre vicioso, simplemente se odiaría al vicio. Y se continuaría amando al hombre de bien, "como se ama a todo lo bello". Es decir, desaparecería el odio hacia los hombres, conservándose el amor al hombre de bien. Acierta también al caracterizar a este cambio de paradigma como una "revolución metafísica", porque será, sin duda, la revolución metafísica más grande que pueda producirse dentro de una teoría filosófica; y también acierta cuando entiende que tal revolución, en el quehacer cotidiano del hombre común, no tendrá gran influencia, porque cuando el hombre actúa en un sentido ético o inético no se anda preguntando si con sus actos o sus acciones modifica o no modifica el destino del universo, o abre una puerta a un universo paralelo que no estaba contemplado en el plan divino: actúa y ya; y si se pregunta estas cosas, en todo caso se las pregunta después de actuar y no antes.
 
Todo marcharía como en el pasado; el instinto es más fuerte que todas las metafísicas, y aun cuando se lo hubiera demostrado, aun cuando se conociera el secreto de su fuerza, su poder no se habría debilitado. ¿Acaso la gravitación es menos irresistible después de Newton? Las fuerzas morales que nos conducen seguirán haciéndolo.
 
Y la idea, el pensamiento de que somos libres mientras actuamos, no desaparecerá, precisamente porque mientras actuamos no filosofamos. Nuestras acciones, en el momento de ejecutarlas, siempre se nos aparecerán como libres y está muy bien que así sea.
 
Si la misma idea de libertad es una fuerza, como lo dijo Fouillée, esta fuerza apenas sería disminuida si los sabios demostrasen alguna vez que solo descansa sobre una ilusión. Esta ilusión es demasiado tenaz para ser disipada por algunos razonamientos. Aun por mucho tiempo, el determinista más intransigente continuaría diciendo en la conversación cotidiana: «Yo quiero», y aun «Yo debo»; hasta llegaría a pensarlo con la parte más potente de su alma, la que no es consciente ni razona. Es tan imposible dejar de actuar como un hombre libre cuando se actúa, como no razonar como un determinista cuando se trabaja en la ciencia.
 
Brillante. Solo con argumentos como estos, plenos de sentido (no tanto de sentido común pero sí de sentido) y cargados de la más fina psicología, podrá derribarse desde la base aquel dogma que relaciona de manera necesaria a la ética con la libre voluntad o el libre albedrío. El "fantasma" del determinismo
 
no es, pues, tan temible como se dice, y quizás haya también otras razones para no temerle; es posible que en lo absoluto todo se concilie y que a una inteligencia absoluta, las dos actitudes, la del hombre que actúa como si fuera libre y la del hombre que piensa como si la libertad no existiera en ninguna parte, parezcan igualmente legítimas (pp. 159-60).
 
Lo que Kant ha unido --la ética y el derecho penal--, ¡que los hombres lo separen! La escisión más profunda de la metafísica contemporánea... ha comenzado.



[1] Esta descripción y comparación entre las diferentes leyes morales propugnadas por las diferentes sociedades, este comprender que los códigos de conducta puede ser muy disímiles entre unos y otros pueblos, no tiene por qué llevarnos a la aceptación del relativismo ético en un sentido epistemológico (ver al respecto mis anotaciones del 7/8/8).
[2] Citado por Ilya Prigogine en El fin de las certidumbres, p. 209.

domingo, 12 de enero de 2014

Contribuciones del método científico al problema de la ética (primera parte)

Una nueva contribución al problema de si la ética debe tratarse o no como una ciencia, o si la ciencia tiene algo que aportar dentro del ámbito de la ética.
¿Es una vana ilusión la idea de una ética demostrada "matemáticamente", tal como la propusieron Hobbes, Locke, Spinoza y algunos otros pensadores posteriores? Henri Poincaré responde que sí, que es una ilusión, porque en cuestiones de ética lo que prima no es la razón sino el sentimiento:
 
Toda moral dogmática, toda moral demostrativa, están destinadas de antemano a un fracaso seguro; ocurre como con una máquina que tuviese transmisiones de movimientos y careciera de energía motriz. El motor moral, el que puede poner en movimiento a todo ese aparato de bielas y engranajes, no puede ser sino un sentimiento. No se nos puede demostrar que debemos sentir piedad por los desgraciados; pero póngasenos en presencia de miserias inmerecidas, espectáculo ¡ay! demasiado frecuente, y experimentaremos un sentimiento de rebeldía; nacerá en nosotros una energía indefinible que no escuchará ningún razonamiento y nos arrastrará irresistiblemente y a pesar nuestro (Últimos pensamientos, capítulo VIII, "La moral y la ciencia").
 
Yo estoy en general de acuerdo con este aserto, pero acotaría que no son los sentimientos per se los que movilizan nuestras energías éticas, sino la percepción axiológica, la percepción de algún valor a cumplimentar --percepción que necesariamente llega acompañada de sentimientos. Y además debo aclarar que esta inincumbencia de la razón en las "ligas mayores" de la ética es atinada siempre cuando se hable de lo que yo llamo la parte práctica de la ética, es decir, los actos y las acciones. En cuanto a la parte teórica de la ética, es decir, a la indagación acerca de lo que es bueno y lo que es malo, aquí sí juzgo pertinente y necesario el concurso de la razón y la experiencia.
Este desdén por las demostraciones en cuestiones de moral podría inducir a creer que Poincaré desestima las contribuciones que la ciencia puede aportar en esta materia, pero esto no es tan así. Si bien entiende que "la ciencia no puede [...] crear por sí sola una moral", sugiere que la ciencia, o más bien la habituación al procedimiento científico, puede ejercer una "acción indirecta" que permita ampliar las perspectivas éticas del individuo. Fiel a su emotivismo, opina que si la ciencia no puede ayudarnos demasiado en estas cuestiones, lo que sí puede ayudarnos es el amor a la ciencia y lo que este amor implica dentro del espíritu del científico. La ciencia, dice,
 
nos pone en relación constante con algo más grande que nosotros; nos ofrece un espectáculo siempre renovado y cada vez más amplio. Detrás que lo que nos muestra de grande, nos hace adivinar algo más grandioso todavía. Este espectáculo nos causa placer, pero un placer moralmente sano, porque por él nos olvidamos de nosotros mismos.
 
El amor a la ciencia es desinteresado, lo mismo que tiene que ser desinteresado el accionar ético en asuntos trascendentes. Luego --razona Poincaré--, si nos habituamos a olvidarnos de nosotros mismos para adentrarnos en los laberintos de la ciencia, a la larga seguramente nos desinteresaremos de nosotros mismos para auxiliar a nuestro entorno:
 
Quien haya apreciado o haya observado, aunque sea de lejos, la espléndida armonía de las leyes naturales, estará mejor dispuesto para despreciar sus pequeños intereses egoístas; tendrá un ideal que preferirá a sí mismo. Ese es el único terreno en que se puede construir una moral. Por este ideal, trabajará sin escatimar esfuerzos y sin esperar ninguna de esas groseras recompensas que son esenciales para ciertos hombres. Cuando haya adquirido así el hábito del desinterés, este hábito lo acompañará por doquier; su vida entera quedará como perfumada por él.
 
Y viene aquí lo más interesante, lo más ambicioso de esta comparación entre el científico y el santo, y es su amor incondicionado y reverente hacia la verdad. Porque al científico
 
la pasión que lo inspira es el amor a la verdad; un amor así, ¿no es toda una moral? ¿Hay algo más importante que combatir la mentira, ya que es uno de los vicios más frecuentes en el hombre primitivo y uno de los más degradantes? Y bien, cuando hayamos adquirido el hábito de los métodos científicos, de su escrupulosa exactitud, y sintamos horror por toda modificación hecha a la experiencia; cuando estemos acostumbrados a tener como el mayor deshonor, el reproche por haber alterado un poco, aun inocentemente, nuestros resultados; cuando eso se haya convertido para nosotros en un hábito profesional indeleble, en una segunda naturaleza, ¿no mostraremos en todas nuestras acciones esa preocupación por la sinceridad absoluta, hasta el punto de no explicarnos más por qué otros hombres son impulsados a mentir? ¿Y no es éste el mejor medio para adquirir la más rara y difícil de todas las sinceridades, la que consiste en no engañarse a sí mismo?
 
Lamentablemente, los científicos al estilo Poincaré, que andan en busca de la verdad y solo de la verdad, me parece que ya van escaseando, siendo remplazados por aquellos científicos que solo buscan respaldar las ideas, los proyectos y las economías del patrocinador de turno. Pero es ésta una cuestión puramente tangencial y a la moda, que no conmueve en su base la analogía y la deducción que Poincaré nos regala: aquel que se acostumbra a no mentir dentro de su ámbito y profesión, a tenerle asco a la mentira y al falseamiento de datos, a la larga terminará por aborrecer a la mentira en todo ámbito y en toda circunstancia. Aristóteles, con su ideal del virtuosismo por acostumbramiento, estaría de acuerdo.
Pero lo más interesante de la reflexión poincareneana se deja ver en la última pregunta que nos desliza, sugiriendo, ya sin ninguna base científica, ni lógica ni experimental, por una pura y maravillosa corazonada metafísica, que el hecho de aborrecer la mentira y de decir siempre y en toda circunstancia la verdad conspira para que se vaya corriendo, de delante de nuestros ojos, ese velo de Maya que ofusca nuestro entendimiento en todos los órdenes, no solo ante los problemas de la ética, y que no nos permite pensar y vivir como piensan los sabios y como viven los santos --si es que existen los sabios o los santos en estas épocas y en estas latitudes. Y aquí coincide, en esta aseveración que, repito, es más bien metafísica que no lógica o empírica (al menos hasta que se haga una completa --y muy difícil de implementar-- investigación de campo a este respecto), aquí coincide con Poincaré un pensador contemporáneo suyo que también supo ver esta verdad, o esto que a nosotros tres nos parece ser verdad:
 
Eso que llamamos realidad, verdad objetiva o lógica, no es sino el premio concedido a la sinceridad, a la veracidad. Para quien fuese absolutamente y siempre veraz y sincero, la Naturaleza no tendría secreto alguno. ¡Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios! Y la limpieza de corazón es la veracidad, y la verdad es Dios (Miguel de Unamuno, Soledad, pág. 161, ensayo titulado “¿Qué es verdad?”).
 
¡Decid la verdad siempre, tu propia y subjetiva verdad, y la verdad objetiva, la verdad científica o epistemológica, y hasta la verdad ética, todas estas verdades danzarán en corro alrededor de ti, y no tendrás más que extender la mano para acariciarlas! Y serás más sabio desde luego, porque te atosigarás de verdades, pero también serás más santo, porque la veracidad, el ser veraz, forja, a través de misteriosos procedimientos, generosidad y buen proceder:

Dejad la reforma de todo vicio, de toda flaqueza; humillaos al azote de la soberbia, de la ira, de la envidia, de la gula, de la lujuria, de la avaricia; pero proponeos no mentir nunca ni por comisión ni por omisión; proponeos no sólo no decir mentiras, sino tampoco callar verdades; proponeos decir la verdad siempre y en cada caso, pero sobre todo cuando más os perjudique y cuando más inoportuno lo crean los prudentes, según el mundo: hacedlo así y estaréis salvos, y todos esos pecados capitales no podrán hacer mella en vuestras almas. [...] Abrigo la fe de que todos, absolutamente todos los males que creemos son la causa de nuestras miserias, [...] todos desaparecerían si fuéramos veraces" (Miguel de Unamuno, ibíd., pp. 154 y 162).
 

No es pequeño, pues, el aporte que la ciencia, o el amor a la ciencia, puede ofrecer a la ética y a la humanidad --siempre y cuando todavía creamos, como creyeron desde siempre los grandes científicos, no contaminados de posmodernismo, que la verdad existe y puede, si no tocarse, al menos perseguirse y arrinconarse. El amor a la verdad y el asco a la mentira lo es todo, literalmente todo.

jueves, 9 de enero de 2014

El estoico Epicteto y el banquete de la vida

Cada tanto vienen hacia mí estas palabras de mi maestro Epicteto:
 
Recuerda que en la vida debes comportarte como en un banquete. ¿Te ofrecen algo? Extiende tu mano y toma tu parte con moderación. ¿Ha pasado de largo? No lo detengas. ¿Aun no ha sido ofrecido? No extiendas tu deseo hacia ello; espera que llegue a ti. Haz esto en relación con hijos, esposa, cargos públicos, riquezas, y llegarás a ser un digno participante del banquete de los dioses (Enquiridión, 15).
 
Y me siento aliviado. Porque lo que de burgués tengo en estos momentos --y es mucho, demasiado--, no lo tengo por haber dirigido mi deseo hacia ello, sino porque se me ha ofrecido en bandeja, y yo solo tuve que extender mi mano.
Ahora continúo la cita en donde la dejé:
 
Pero si ni siquiera tomas las cosas que otros ponen ante ti y puedes rechazarlas, no sólo serás un participante del banquete de los dioses sino también de su Imperio. Porque precisamente por hacer esto es que Diógenes y Heráclito fueron, con justicia, llamados divinos.
 

Y ahora me siento asfixiado. Porque yo alguna vez supuse --¡iluso, iluso y soberbio!-- que podría llegar a esas alturas, que podría rechazar el lujo, el boato, el acopio de objetos innecesarios que, aun sin buscarlos, se me ofreciesen tentadoramente. Que podría, en fin, participar del Imperio de los dioses. No pudo ser. Habrá que conformarse con estar sentado a su mesa y cuidar la silla a como dé lugar.