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lunes, 21 de enero de 2019

La supuesta bicausalidad de las acciones libres


Dice Kant al comienzo de un ensayo publicado en 1784 que llevó por título “Idea de una historia universal desde el punto de vista cosmopolita”:

Cualquiera sea el concepto que se tenga sobre la libertad de la voluntad desde un punto de vista metafísico, las manifestaciones fenoménicas de la misma, es decir, las acciones humanas, están determinadas por leyes universales de la Naturaleza, tanto como cualquier otro acontecimiento natural (artículo incluido en el libro Filosofía de la historia).

Esto lo interpreto así: cuando alguien toma una decisión guiado por la razón, es decir, según Kant, una decisión libre, no la toma motivado por móviles provenientes del mundo de los fenómenos, sino que la toma noumenalmente; pero así las cosas, esa decisión implicará acciones dentro del universo fenomenológico, y esas acciones estarán determinadas por leyes universales. La acción humana que depende de una decisión libre —del libre albedrío— de la persona que la realiza, tiene así dos causas: una noumenal y una fenoménica. La fenoménica la podemos investigar científicamente, la noumenal no. Esta bicausalidad de las acciones libres no impediría en principio considerar responsables de sus acciones a los hombres, puesto que podría ser (aunque no lo sepamos con certeza) que hubieran utilizado su razón para ejecutarlas y por ende sean acciones libres. Y a una de las preguntas fundamentales de la ética, a saber, si los delincuentes actúan libremente o motivados por causas antecedentes a ellos mismos, tendríamos que responderla de esta curiosa manera: el delito cometido estuvo determinado por leyes naturales inmutables, que el hombre no manejan ni dispone, pero tal vez, si el delincuente actuó razonablemente[1], tuvo libertad de acción e inició con ese acto libre una nueva cadena de fenómenos que serán regidos sin excepción por las leyes naturales. Una decisión libre sería un comienzo absoluto dentro de una cadena de fenómenos nada libres que de ahí en más se producirán debido a ella. Esto es muy engorroso y está como atado con alambre, sobre todo porque Kant no excluye al hecho primigenio de la cadena de sucesos avalados por las leyes universales: dice que todas las acciones humanas (incluidas las que se ejecutan utilizando el libre albedrío) están determinadas por estas leyes. ¿Cómo interpretar un hecho que entra dentro de la jurisdicción de las leyes naturales y que, a su vez, es libre por no depender de estas leyes? Todo muy turbio.


[1] La razón, según Kant, puede dirigir nuestras acciones tanto hacia lo bueno como hacia lo malo (ver la entrada del 17/10/7).

viernes, 11 de enero de 2019

¿Es deseable la existencia de pensadores diletantes?


Hablando de la creciente popularidad de Nietzsche, Miguel de Unamuno se la adjudica “a la decadencia de los estudios filosóficos, a la extensión del diletantismo” (De esto y de aquello, tomo II, p. 148). Pero yo me considero, y a mucha honra, un diletante de la filosofía; ¿caigo entonces entre los decadentes que menciona Unamuno? Siempre no. La palabra diletante proviene del italiano dilettante, que significa que se deleita. Ese es el sentido que yo le atribuyo a esta palabra cuando me considero yo mismo un diletante filosófico: una persona que estudia filosofía no para aprobar un examen ni para ganar dinero, sino por placer. La palabra tiene tres acepciones en el diccionario de la Real Academia Española. La primera habla de un “conocedor de las artes o aficionado a ellas”; la segunda, de una persona “que cultiva algún campo del saber, o se interesa por él, como aficionado y no como profesional”. Esta segunda acepción es la que yo utilizo para definir a un diletante filosófico. Unamuno, en cambio, al hablar de la extensión del diletantismo le da a este vocablo una definición similar a la tercera acepción de la Academia: “Que cultiva una actividad de manera superficial y esporádica”. Una cosa es cultivar un campo del saber como aficionado, sin cobrar por ello, y otra muy distinta es cultivarlo de manera superficial y esporádica. Yo cultivo la filosofía como aficionado, sin duda, pero de ningún modo de manera superficial y esporádica. Siempre que puedo y que me dejan trato de quebrar la superficie y nadar hacia lo profundo, y si bien durante estos últimos años es verdad que filosofé de manera harto esporádica, en el balance general, en el promedio, creo tener más horas de filosofía que cualquier profesor con dedicación completa. Yo entiendo, en definitiva, que lo que separa a un diletante de un no diletante en lo que respecta a los estudios filosóficos es el profesionalismo, es el dedicarse a la filosofía por placer y no para ganarse la vida.
Los que simpatizan con Nietzsche --no todos pero en gran medida-- son diletantes en el sentido de que cultivan la filosofía de manera superficial y esporádica; yo soy diletante en el sentido de cultivar la filosofía por deleite y no por obligación o por dinero. Y este último modo de cultivarla, el diletantismo bien entendido, es el único que nos garantiza llegar a buen puerto, o al menos arrimarnos al muelle:

Nuestra facultad de pensar nos incita a plantear preguntas para las cuales nuestras respuestas se antojarán siempre insatisfactorias. ¿Por qué existo? ¿Por qué existe algo? ¿Porque hay algo más bien que nada? ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿En qué consiste vivir bien? La filosofía se bandea incómoda entre la apertura de los interrogantes y la pretensión de haber hallado las respuestas. No pretendo trivializar estas preguntas. Tampoco aspiro a responderlas. La tesis que defiendo tiene que ver con la naturaleza de la actividad que, presumiblemente, ha de lidiar con tales interrogantes. No tiene aquí cabida un proyecto profesional, cuasicientífico. Si estoy en lo cierto, la filosofía es, por su propia naturaleza, un asunto de aficionados (Mattheu Stewart, La verdad sobre todo, p. 19).

jueves, 10 de enero de 2019

La ineticidad de los placeres sensitivos intensos



Los preceptos absolutos, en la ética, son falsos, porque siempre presentan excepciones de acuerdo a una u otra circunstancia en la que se aplican; de ahí que convenga en esta materia tratar no con preceptos sino con valores. Hay, sin embargo, un precepto que tiene una vigencia casi universal y que se verifica en casi cualquier circunstancia, y es el que sigue: Todo lo que provoca un placer sensitivo exacerbado es malo, malo para el individuo que lo experimenta y también para la sociedad en la que vive. No digo que todo placer sensitivo sea malo, sino solo los placeres sensitivos intensos, que lo sacan a uno de sí. El ejemplo típico son las drogas, especialmente las drogas duras, la heroína, los inhalantes como el Poxiran y el popper, etcétera. A la mariguana no la metería en este grupo porque el placer que provoca no es tan intenso. Las bebidas alcohólicas no sé si incluirlas, porque no provocan un placer tan intenso como algunas drogas duras. De las comidas, las que sin dudas entran en el precepto son las carnes, en especial la carne de vaca. El placer que provoca degustar un bife de chorizo bien jugoso cuando uno está realmente hambriento es tan intenso como el que provoca el coito. En cuanto al sentido del tacto, las caricias en las zonas erógenas están incluidas, siempre y cuando produzcan un placer desmesurado. Los orgasmos, desde luego, si esto es correcto son siempre inéticos; no así la eyaculación a la que se le quita el placer mediante alguna técnica. El sentido de la audición no genera placeres demasiado intensos, lo mismo que el sentido del olfato y el de la vista. Admirar un paisaje, oler una flor, escuchar una bella melodía, son placeres moderados que no presentan contraindicaciones.
¿Deseo, con esta declaración, generar millares de remordimientos en las personas que día a día experimentan estos placeres intensos que considero inéticos? De ningún modo. Sí deseo concienciar a la gente para que modere sus placeres sensitivos, y no porque me disguste el hecho de que gocen, sino porque si gozan demasiado, por lo general terminan sufriendo dolores más agudos —físicos o espirituales— que los placeres experimentados. Téngase siempre presente que hablo de moderar los placeres intensos sensitivos, no los placeres intensos de orden espiritual. Los placeres sensitivos están bien en su justa medida y sazón; si nos excedemos, pagamos las consecuencias. Y así como algunos hindúes entrenan su voluntad para no sentir placer mientras eyaculan, también podríamos nosotros entrenarnos para sentir lo que hoy sentimos mientras eyaculamos, pero con intensidad menor, en cualquier otra circunstancia de nuestra vida cotidiana que se nos antoja trivial o hedónicamente inocua. Parafraseando a José Gil, deberíamos entrenarnos, y entrenar a las nuevas generaciones, para saber poner en la taza de té que se saborea diariamente la voluptuosidad que el hombre normal solo puede encontrar en los gestos finales y carnales del amor.

martes, 8 de enero de 2019

Henry David Thoreau, el incomprendido


Otro escritor, anterior a Pessoa, que se consideró en algún momento incomprendido y desdeñado por los lectores, fue Henry David Thoreau. Antes de escribir Walden, su obra cumbre, escribió otro libro que no tuvo tanto éxito: Una Semana en los Ríos Concord y Merrimac. Con los costes a cuenta y cargo del escritor, un editor conocido de Emerson se lo publicó en 1849 con una tirada de mil ejemplares, de los cuales vendió poco y nada. Así se queja Thoreau de este episodio en la entrada de su diario fechada el 28 de octubre de 1853:

Desde hace un año o dos, mi editor, así mal llamado, me escribe de vez en cuando para preguntarme qué debiera hacerse con las copias que todavía quedan de A week on the Concord and Merrimack rivers, informándome finalmente de que necesitaría el espacio que estas ocupan en su sótano. Así que tuve que decirle que me las mandara aquí, y han llegado hoy, por correo exprés, en un vagón de correos que llenaban completamente. 706 copias de una edición de 1000 ejemplares que yo mismo compré [...] hace cuatro años y que, desde entonces, y hasta hoy todavía, vengo pagando. Ahora me han enviado la mercancía, lo que me da, finalmente, la oportunidad de inspeccionar mi compra. Esto es algo bastante más sustancial que la fama, como bien sabe ahora mi espalda, después de haber tenido que transportarlos por las escaleras, dos pisos arriba, para dejarlos en un lugar parecido a aquel del que provienen. De los doscientos noventa y pico restantes, setenta y cinco fueron regalados y el resto se vendieron. Me veo ahora con una biblioteca de casi novecientos volúmenes, de los que, más de setecientos, han sido escritos por mí mismo. ¿No es bueno que el autor contemple los frutos de su trabajo? Mis obras están apiladas contra una de las paredes de mi cuarto, en un montón que tiene mi altura [...]. Esto es la autoría, este es el trabajo de mi cerebro. [...] Ahora veo para qué escribo, y cuál es el resultado de mis esfuerzos.
Sin embargo, a pesar de este resultado, sentado junto a la masa inerte de mis obras, tomo el lápiz esta noche y anoto el pensamiento o la experiencia que haya podido tener, con tanta satisfacción como siempre. Y, de hecho, creo que este resultado es mejor para mí, me inspira más que si un millar hubiera comprado mi mercancía. Afecta menos mi privacidad, y me deja más libre (El Diario (1837-1861), pp. 314-5).

Se nota que a Thoreau le molestaba no ser leído, como le molesta a todos los escritores que publican. Después tuvo su revancha con Walden, que fue muy leído en vida de Thoreau y más leído aún después de que muriera, pero hasta que eso sucedió tuvo que apurar este trago amargo que le dejó esta tirada que acogió en su propia casa, y lo apuró bastante bien, con fina ironía y humor envidiable.
¿Qué sucedería conmigo si en el 2043 mi libro primero —seguramente costeado por mí mismo— no se vendiese y tuviese que llevarme los ejemplares a mi propio domicilio? Ojalá me lo tome con soda como se lo tomó el gran escritor norteamericano[1].


[1] A otro enorme talento del siglo XIX le pasó algo parecido: “Rimbaud, en 1873, hizo que Una temporada en el infierno se editase a su caigo, pero casi la totalidad de los quinientos ejemplares quedaron en la imprenta, porque no los pudo pagar” (Robert Bréchon, Extraño extranjero, p. 590). Ese libro de poemas es considerado hoy en día una obra maestra.

viernes, 4 de enero de 2019

¿Para cuando mi quijotismo?


A mis cincuenta años comenzará mi quijotismo, dije alguna vez. Ahora ya tengo cincuenta años, ¿y dónde está el quijotismo?
Tal vez este encierro casero sea la preparación: Alonso Quijano, antes de convertirse en el Quijote, se dedicó a leer…

jueves, 3 de enero de 2019

Orondo y satisfecho


Carlos Taibo, a propósito de lo escrito ayer, se pregunta: “¿Alguien acierta a imaginar a Fernando Pessoa orondo y satisfecho, bien comido y residente en una mansión con jardín en Cascáis?” (Como si no pisase el suelo, p. 114). A Pessoa seguramente no, pero a mí, durante algún tiempo, tendrán que imaginarme así: orondo y satisfecho, bien comido y residente en una mansión con jardín en Escobar.

miércoles, 2 de enero de 2019

Mi propio palacio de Cascáis



Lo que yo quería ser y nunca seré, me daña las calles.
¿Pero entonces, esto no acaba?
¿Es destino?
Sí, es mi destino.
Distribuido por lo que encontré entre la basura
y mis propósitos a orillas del camino;
lo que encontré rasgado por los niños,
y mis propósitos meados por mendigos,
y toda mi alma una toalla sucia que arrastraron por el suelo.
Álvaro de Campos, “O descalabro a ócio e estrelas...”

No hay cosa que yo haya querido, o en que haya puesto, aunque fuese un momento, el sueño solo de ese momento, que no se me haya deshecho debajo de las ventanas como polvo que pareciese piedra, caído de una maceta de un piso alto. Parece, incluso, que el Destino ha procurado siempre, primero, hacerme amar o querer aquello que él mismo había dispuesto para que al día siguiente viese que no lo tenía o tendría.
Bernardo Soares, Libro del desasosiego

Él no quería trabajar todos los días, porque quería días solo para él, para su vida, que era su obra.
Ofelia Queiroz, “O Fernando e eu”

En 1919, cuando su juventud ya se iba, Fernando Pessoa soñó con ser un escritor “instalado”:

La cosa esencial [...] es conseguir una casa donde haya bastante espacio, una buena área y bien distribuida, para arreglar todos mis papeles y libros en el orden debido. [...] Alquilar una casa fuera de Lisboa —por ejemplo, en Cascáis— y poner allí todas mis pertenencias (Escritos autobiográficos, automáticos y de reflexión personal, pp. 95 y 96).

Con el paso del tiempo, y cada vez más, Pessoa siguió soñando, junto con Bernardo Soares, con vivir “en un pueblo tranquilo de provincias” y pasear por “las huertas, los pomares, el pinar de la quinta”. La vida lo fue llevando por otros rumbos más tormentosos y nunca pudo cumplir ese anhelo de la casa suburbana, con tiempo y dinero suficientes como para dedicarse sin sobresaltos a lo que vino a hacer a este mundo. Anduvo de pensión en pensión, o viviendo con parientes, y nunca en un lugar propio y cómodo, hasta que finalmente recaló en la casa de la calle Coelho da Rocha, donde vivió con su madre, su hermana, su cuñado y sus sobrinos, arrinconado en un cuarto pequeño, oscuro, caliente y sin ventanas.
“Por ejemplo, en Cascáis”.
Cierta vez, en 1932, cuando el único lazo afectivo que le quedaba, su madre, ya había fallecido y el alcohol lo tenía contra las cuerdas y su vida se tornaba cada vez más marginal y abúlica, se le presentó a Pessoa la oportunidad de convertirse en un escritor más formal y desahogado:

Se encontraba vacante el lugar de conservador del Museo Biblioteca Conde de Castro Guimarães, en Cascáis. El poeta conocía muy bien ese bello palacio rodeado de árboles y espeso verdor, con sus torres y sus loggias al gusto italiano abiertas sobre el horizonte del océano que viene a explayarse en sus contrafuertes. Feliz aquel que pudiera aislarse dentro de sus murallas vestidas de hiedra, seguro contra todo: el mal humor de los patrones comerciantes, la flaqueza de los honorarios que se dignaban pagarle, ¡y la vulgaridad de la vida a que lo condenaban! (João Gaspar Simões, Vida y obra de Fernando Pessoa, p. 489).

Pessoa decide concursar por el lugar vacante, con la ilusión de poder, como el escéptico Montaigne, como el melancólico Burton, treparse a su torre de marfil y vivir allí sin contratiempos, leyendo y escribiendo —o más bien escribiendo solamente, puesto que su pasión por la lectura ya lo había abandonado—. “Enciérrate, pero sin dar un portazo, en tu torre de marfil”, había escrito el desasosegado Soares. No pudo ser. Su solicitud fue rechazada y el elegido fue un tal Bonvalot, un pintor que el jurado consideró mejor preparado para el puesto que nuestro poeta.

Fue la primera y la última tentativa de Fernando Pessoa para “instalarse” confortablemente en la vida. Los astros no lo querían “fútil, cotidiano y tributante”[1]. Así, impedido para refugiarse en los alrededores de Lisboa como era su sueño, helo ahí de regreso a su existencia de “corresponsal extranjero en casas comerciales”, su única forma de ganarse el pan, día a día menos resignado al arrastrarse sin sentido de su vida (ibíd., p. 491).

Aquel día en que rechazaron su solicitud podría conocerse como el día que Pessoa lloró:

Luís Pedro Moitinho de Almeida afirma: Un día estaba tan desesperado que llegó a caer sobre la mesa del café Montanha, llorando. Fue cuando no consiguió el ingreso como bibliotecario en el museo de Castro Guimarães. El hecho fue confirmado por otro amigo, Francisco Peixoto, que declaró haberlo visto bañado en lágrimas (José Paulo Cavalcanti Filho, Fernando Pessoa: casi una autobiografía, pp. 672-3).

Bernardo Soares confirma su desgracia: “He asistido, desconocido, al desfallecimiento gradual de mi vida, al zozobrar lento de todo cuanto he querido ser”. Más triste que nunca, se resignó a continuar con sus vicios, con su desorganización y su apatía, y así la publicación de sus obras en varios tomos, que venía planificando desde hacía unos meses, quedó en suspenso por falta de todo, de tiempo, de dinero, de ganas, de salud. Una palabra lo resume: le faltaba tranquilidad. Pero los astros —dice Simões — no lo querían tranquilo. ¿Sería porque tranquilo no habría podido escribir nada que merezca ser leído? ¿Sería porque los astros sabían mejor que Pessoa lo que Pessoa necesitaba para mejor escribir? ¿Cómo escribiría un Pessoa sosegado el Libro del desasosiego? El jurado de Cascáis tal vez obró con mayor sabiduría que la que nosotros, en un análisis provisorio, le adjudicamos.
No pudo Pessoa “instalarse”. Ni físicamente ni tampoco —como un par de años antes parecía que podría— en la preferencia de los críticos literarios de su época, quienes no terminaron nunca de catapultarlo a la fama que, diga lo que dijere Bernardo Soares, Pessoa tanto anhelaba. Sin fama, sin torre de marfil, sin sosiego, sin afectos, tomado del brazo de un solo hombre, Álvaro de Campos, “ese mal compañero, ese demonio titánico, caño de residuos de su alma ácida, a través de cuya poesía solo le era dado expresar el disgusto que le quedaba de sí mismo cuando los humos del alcohol se desvanecían” (Joao Gaspar Simões, op. cit., p. 492), con amigos que no eran amigos (ellos lo buscaban a él, jamás a la inversa), la debacle alcohólica, que llegó incluso al delirium tremens, se le hizo inevitable. “¡Si pudiera encerrarse en una casa —solo suya—, lejos de todo y de todos, sin aquella penosa tarea de la máquina de escribir y de los patrones apurándolo!”, grita quien quiso ser su amigo y no pudo. Simões tal vez pensaba que un Pessoa cimentado y sobrio habría podido crear muy buena literatura durante otros muchos años. Nunca lo sabremos.
No pudo “pertenecer”. No pudo abandonar ese odioso trabajo que lo tiranizaba y le quitaba tiempo y fuerzas para escribir y ordenar lo que escribía. Y así murió, odiando su trabajo y desinstalado. Y este humilde discípulo de ese gran maestro que soy yo (yo soy el discípulo no el maestro) ha tomado nota de la situación y no quiere repetir ese trágico destino. Y como yo no necesito, como tal vez necesitaba Pessoa, el desasosiego para mejor escribir, he decidido instalarme confortablemente en esa casa amplia y cómoda con la que Pessoa soñaba, y he decidido renunciar a ese trabajo odioso que me comía el tiempo y la salud, para dedicarme, ahora sí, del lleno, a leer, a escribir y a preparar lo ya escrito para una posible —aunque todavía lejana— publicación. Heme aquí, lector, ya instalado, ya burgués de pies a cabeza, y a la espera de que aparezca la inspiración. El sueño de Pessoa hecho realidad. Mi propio palacio de Cascáis, mi propia torre de marfil. ¡Adiós, lonería! Veintiséis años preso. Larga, excesivamente dura condena para quien solo cometió el delito de querer, como meta primaria en la vida, ser deglutido por su prosa y que a esta le aproveche.


[1] Alusión al poema “Lisbon revisited” (1923), de Álvaro de Campos: “¿Me querían casado, fútil, cotidiano y tributante? / ¿Me querían lo contrario de eso, lo contrario de cualquier cosa? / Si yo fuese otra persona, les haría caso [...]” (AP 153).