Lo que de los franceses
me dice usted confirma mi antipatía hacia ellos. Ese pueblo avaro, bon vivant, lleno de bon sens, me apesta.
Miguel de Unamuno, carta a Pedro Jiménez Ilundáin, 13/5/1902
Alegres no pueden vivir más que
los santos o los imbéciles.
Miguel de
Unamuno, "Sarta sin cuerda"
Se
enorgullece Guyau de que su Francia sea la nación más irreligiosa de Occidente,
de que cultive en alto grado no la mitología y la superstición, sino los
ideales griegos del arte y la ciencia. Y ante la crítica que afirma que al
perder religiosidad el pueblo francés gana en superficialidad y alegría boba,
como la de esos perros que menean la cola sin cesar todo el tiempo sin un
motivo específico que los incite a ello, ante tal crítica despacha Guyau esta
defensa del espíritu festivo de sus coterráneos:
Si la alegría
francesa es una de nuestras debilidades, también es uno de los principios de
nuestra fuerza nacional [...]. La verdadera y bella alegría, no es otra cosa
que la grandeza de corazón unida a la vivacidad de espíritu: el corazón se
siente bastante fuerte, bastante alegre para no tomar los acontecimientos por
su lado miserable y doloroso [...]. Dicha alegría no es sino una de las formas
de la esperanza. Los pensamientos que “vienen del corazón”, los grandes
pensamientos, son casi siempre los más sonrientes (La irreligión del porvenir, p. 214).
Yo no voy a negar
que las personas inteligentes puedan llegar a ser alegres, y hasta me puse en
contra de Deleuze cuando afirmaba que la filosofía entristece (véase la entrada
del 12/9/16). Pero lo cierto es que la alegría debe tener sus dosis, y que un
pueblo que pretenda, como el antedicho perro, vivir en alegría perpetua, que
haga de los estados de alegría su finalidad primera, es un pueblo que
degenerará más tarde o más temprano entre una vorágine de sensualidad, puesto
que los placeres de la carne constituyen la manera más rápida y más sencilla de
ponernos alegres. No es esta —lo admito— la alegría que alaba Guyau y que
encuentra preponderante en los franceses cultos; pero Francia, abandonando sus
preocupaciones religiosas, está cada vez más cerca de idolatrar ahora, en lugar
de a un dios, al placer y a la alegría en todas sus formas, y los intelectuales
franceses, por mucho que refinen sus propias alegrías, no podrán ya refinar las
toscas alegrías de un pueblo que renuncia no a los valores pero si a la cúpula
de estos, quedando entonces las virtudes humanas como desnudas y descabezadas.
Y hay
otra cosa, y es que confundimos frecuentemente la alegría con la vivacidad.
Estar alegres no es malo, y hasta es un signo de que vamos por el buen camino,
siempre que la alegría no provenga, como se ha dicho, del deleite sensual. Pero
me temo que los franceses —al menos los franceses de este último siglo y del
anterior— no conforman un pueblo alegre sino un pueblo vivaz, y entre la
vivacidad y la sana alegría existe un abismo. La vivacidad es un estado exterior,
es la cualidad que da forma a lo que consideramos una persona divertida; la
alegría, en cambio, es un estado interior. El problema para los franceses en
general y para la intelectualidad francesa en particular, estriba en que la
cualidad de ser divertido estar reñida con la especulación concienzuda. Ya he
citado la opinión de Charles Peirce: “Para ser profundo es requisito ser aburrido”. Dice “aburrido”, no triste, porque se puede ser
perfectamente aburrido para los demás y estar inmerso en un estado de beatífica
alegría. El pueblo francés, si confirma su derrotero hacia la irreligiosidad,
se encontrará en lo futuro en la situación contraria: será muy divertido por
fuera, pero una superficialidad gris y una tristeza enorme lo inundará por
dentro. Algo así como la figura tan manida del payaso depresivo, personificada
tan fielmente, para dar un ejemplo reciente, por Robin Williams. Por de pronto,
este exceso de vivacidad ya se viene notando desde hace años en la producción
filosófica francesa, que no ha parido un pensador profundo desde la época de
Poincaré.