A
menos que Wittgenstein haya cambiado su opinión acerca de mí, no le gustará
demasiado tenerme como examinador. La última vez que nos vimos estuvo tan
dolido por el hecho de que yo no fuera cristiano que desde entonces me ha
evitado; no sé si su dolor a este respecto ha disminuido, pero todavía debe de
tenerme aversión, pues desde entonces nunca se ha comunicado conmigo. No quiero
que salga corriendo de la sala en mitad del examen oral, cosa que creo es capaz
de hacer.
Carta de Bertrand Russell a George Moore,
citada por Ray Monk en Ludwig
Wittgenstein
Wittgenstein volvió al Trinity College en con una mano atrás y otra
adelante, dicho esto en sentido académico. No tenía ningún título con el cual enseñar,
pero todas las autoridades y los profesores de la universidad querían retenerlo, debido a lo
cual plantearon la posibilidad de que optara por el doctorado en filosofía presentando como tesis el Tractatus. ¿Y quién evaluaría las
condiciones de Wittgenstein para acceder al cargo? Los designados fueron George Moore y otro viejo amigo, o examigo:
Bertrand Russell. Se dice que al entrar Wittgenstein a la sala donde tuvo lugar la
defensa de tesis y el examen oral, acotó: “No he visto nada más absurdo en toda
mi vida”. Salió victorioso de la empresa y con
el título bajo el brazo, pero no sin algunos magullones. Como cuando intentó
Russell hacerlo hablar sobre el sentido del parágrafo 6.54, que reza lo siguiente:
Mis proposiciones son esclarecedoras de
este modo: que quien me comprende acaba por reconocer que carecen de sentido,
siempre que el que comprende haya salido, a través de ellas, fuera de ellas.
(Debe, pues, por así decirlo, tirar la escalera después de haber subido.)
Debe superar estas proposiciones; entonces
tendrá la justa visión del mundo.
¿Carecen de
sentido las proposiciones del Tractatus,
y lo que es peor, Wittgenstein lo admite?
Justo en este punto se detuvo Russell
durante el examen oral. ¿Cómo podía conseguirse transmitir a alguien, a
través de una sucesión de proposiciones sin sentido, una visión del mundo, y
que además fuera la única visión correcta? ¿No había declarado Wittgenstein de
forma bien explícita, en el prólogo a su obra, que «la verdad de los
pensamientos aquí comunicados» le parecía «intocable y definitiva»? ¿Cómo podía
decir tal cosa de una obra que, según él mismo aseveraba, solo contenía
enunciados sin sentido?[1]
La pregunta no era nueva para Wittgenstein.
Ya la había oído en boca de Russell. Es más, durante años de intensa
correspondencia, había sido algo así como un tema clásico de su tensa amistad.
Russell le formuló una vez más esa pregunta «en honor de los viejos tiempos».
Es una lástima que no sepamos qué le respondió exactamente Wittgenstein
en su defensa de tesis (Wolfram Eilenberger, Tiempo de magos, pp. 76-7).
Tal
vez no le respondió nada y permaneció en silencio. Suele ser esta la mejor arma
de defensa cuando un certero ataque lógico deja nuestras incoherencias al
descubierto.
[1] Alfred Ayer le
criticaría lo mismo: “Lo que resulta inaceptable es que una y la misma serie de
pronunciamientos sea a la vez carente de sentido e inexpugnablemente verdadera”
(Wittgenstein, p. 33). Howard Mounce,
hasta donde yo sé, es el único que lo defiende en este trance (cf. su Introducción al “Tractatus” de Wittgenstein,
cap. 11).