La
ética franciscana de la extrema pobreza, pese a ser un desprendimiento
inevitable de las propias palabras de Jesús, fue considerada errónea por
ciertos círculos eclesiásticos del siglo XIII que se sustentaban en la
autoridad de Aristóteles:
Los
obstáculos más grandes opuestos a la defensa del estilo de vida ordenado según
la pobreza radical, procedían de la concepción aristotélica de la ética, que
condicionaba muchas de las expresiones filosóficas y teológicas de la época.
Fue éste el terreno fecundo que permitió profundizar de forma significativa
aspectos ético-sociales de gran calado. De hecho, la pobreza radical era vista,
por la mayoría, como una violación de los derechos fundamentales de la
naturaleza humana y como una interpretación equivocada de la pobreza de los
Apóstoles. ¿Cómo es posible servirse de las cosas sin ejercer dominium sobre ellas, y, por tanto, sin
ser propietarios de ellas?
A la defensa
de Francisco y de su ética debieron salir el franciscano Buenaventura, Duns Escoto
y Guillermo de Ockham, porque ciertos doctores de la Iglesia, con Tomás de
Aquino a la cabeza, movían cielo y tierra (en especial tierra) para convencer
al Papa de que la pobreza extrema que el santo recomendaba resultaba herética para
el catolicismo. Según San Buenaventura,
la
renuncia a la posesión de los bienes en privado y en común, y, por tanto, la
pobreza radical, no va contra la naturaleza humana tal como fue pensada y querida
por Dios, sino contra la naturaleza actual que se ha vuelto egoísta y sometida
a la concupiscencia. El que piensa de otra forma confunde la naturaleza
instituida con la naturaleza destituida. Porque el hombre ha sido creado desnudo, hecho para compartir los
bienes, no para apoderarse de ellos.
Para Duns Escoto,
El
hombre no es propietario por naturaleza [...], convencido de que la distinción
entre los dominia no forma parte del status innocentiae, cuando todo era
común y el uso de los bienes respondía sólo a la lógica de la necesidad de cada
uno. El actual desenfreno del instinto concupiscente forma parte de nuestra
historia, no de nuestra naturaleza, con aquellos rasgos de violencia y de dominio
abusivo que han marcado el ritmo de su transcurso. Se ha tratado de una
mutación antropológica, de la que se hace reflejo y expresión la historia. Así
desde el estado de comunión de bienes se ha pasado al estado de distinción de
los dominia para propiciar una convivencia
pacífica. Ni el derecho natural o ius
naturae ni el divino o ius divinum
se pueden tomar legítimamente como argumento a favor de la propiedad, como si
ésta expresara la índole originaria de la naturaleza humana.
No somos
naturalmente, sino indignamente propietarios: el derecho de propiedad nace con
la caída del hombre en el pecado. La naturaleza primitiva del hombre, previo a
la caída, no admite propiedad alguna y utiliza las cosas en común y sin
disputas. A estos argumentos de San Buenaventura y Duns Escoto se les suman
otros tantos de Guillermo de Ockham, para quien la pobreza radical franciscana
no
viola ningún derecho natural, como pretendían cuantos, inspirándose en la
concepción pagana, partían del presupuesto de la naturaleza inmutable y
substancialmente inviolada. El privilegiar la naturaleza, presente aun de forma
mitigada en muchas expresiones filosófico-teológicas del tiempo, es criticado
de común acuerdo, con el epílogo de que el actual derecho a la propiedad
privada está vinculado al status naturae
lapsae, con una orientación histórica que es expresión de la necesidad de
contener aquel instinto de someter, al que se refiere el cristiano en el mundo
y del que el franciscano pretende librarse poniéndose más allá de la normativa
propietaria. Está claro que el dominio de uno sobre el otro entra dentro de la
misma lógica poslapsaria y es consecuencia de la índole operativa de los
individuos, y, por tanto, no forma parte de la arquitectura divina del mundo,
ni puede decirse dimensión constitutiva de la naturaleza humana.
Pero ni Buenaventura,
ni Escoto, ni Ockham pretenden eliminar el derecho de propiedad o considerar
herejes a quienes lo sustentan, simplemente piden que se les permita, a ciertos
católicos particularmente interesados en la doctrina evangélica, renunciar a ese
derecho:
Estamos
en el status iste, consecuencia de la
situación precaria en la que nos encontramos. Tanto Alejandro de Hales como
Buenaventura piensan en la división de los dominia
como en un acontecimiento propio del estado de caída, expresión de un derecho
que antes prescribía la comunión de los bienes y de los pueblos, y después, tras
el pecado original, ha legitimado la posesión de las cosas y la autoridad de
uno sobre el otro. El derecho asume dos formas diferentes, antes y después de
la caída. [...]. El dominium es fruto
de la lógica de la naturaleza corrompida.
Duns Escoto se mueve en la misma dirección, que vuelve más rigurosa sin
modificarla. Considerando de derecho natural sólo aquellas leyes que son
evidentes de por sí o evidentes ex
terminis, se acerca a la terminología tradicional, y más que hablar de derecho natural en lo que toca a la
división de los dominia consecuencia
del pecado, prefiere hablar de solución
razonable, no la única posible, ciertamente no de derecho natural.
Ockham llega
incluso a considerar que las leyes e instituciones que protegen la propiedad —leyes
e instituciones cuya consecuencia, agrego yo, es la de que prolifere la riqueza
extrema por un lado y la extrema indigencia por el otro— son de origen divino.
Que la pobreza franciscana constituya una opción válida para el católico no
significa que aquellas leyes que avalan el derecho de propiedad
deban
ser rechazadas o miradas con sospecha y a distancia, lo mismo que no vemos con
desconfianza la medicina, sino que la consideramos remedio saludable para
recuperar el bienestar perdido. Es obvio que no se trata sólo de mirar al
esfuerzo institucional como si fuera el momento más significativo de una historia
de crecimiento, sino también de no idolatrar sus expresiones, bloqueando su
cambio. Ockham nota que el poder de apropiarse de las cosas, que
va después de la pérdida del poder de disfrutarlas en común, y ha sido regulado
en sus articulaciones por el derecho positivo, no se explica sin la inspiración
de Dios, ni tampoco sin suponer actuando una especie de derecho divino,
acordado a todo el género humano (Orlando Todisco, capítulo VII del Manual de filosofía franciscana (José
Antonio Merino coord.), pp. 253 a 258). [Madrid: biblioteca de autores
cristianos, 2004]
Gracias
a gente como Buenaventura, Escoto y Ockham, el
franciscanismo se instaló dentro de la ortodoxia católica y no pasó a formar
parte de la lista de las herejías que la Iglesia persiguió a sangre y fuego.
Sin embargo, estos autores, teniendo perfectamente claro que la Iglesia de
ningún modo accedería a desprenderse de sus bienes terrenales, entraron en una
componenda: lo ideal es la pobreza extrema que predica el evangelio, pero como
el hombre es un ser caído y pecador, es indispensable regular la concupiscencia
humana mediante leyes que protejan el derecho a la propiedad para que no impere
la ley de la selva. Los franciscanos quedaron así a salvo de la disyuntiva
entre la persecución o la retractación, y la Iglesia quedó a salvo de ser
considerada una institución que choca de frente con las enseñanzas evangélicas.
Por decirlo de una manera, estos tres teólogos quedaron bien con Dios y con el
diablo, y yo creo saber quién representa a Dios y quién representa al diablo en
esta historia.