Si
hacía falta algo que me alejara un poco más del fútbol después de la derrota en
Madrid, ese algo apareció: el var. Lo más hermoso del fútbol, el gol, ya no se
puede gritar como Dios manda, porque hay que esperar pacientemente dos o tres
minutos hasta que un señor, sentado frente a un televisor, nos indique si la
acción fue lícita o ilícita.
El
cuadro se repite una y otra vez: el delantero marca el gol, pero la gente lo
grita a medias, mirando con un ojo el festejo y con el otro al árbitro que va
corriendo hacia la pantalla para ver si hubo mano, si hubo fuera de juego, si
hubo pisotón, en fin, si hubo algo que pueda ahogar bien ahogado el grito de la
gente. Puede suceder que el árbitro diga “muy bien, no encontré nada ilícito, ¡convalido
el gol!”, con lo cual autoriza al público a que lo grite, esta vez de manera
inapelable. Es decir, el dueño del espectáculo, quien dirige la orquesta, es el
árbitro, no el jugador que hizo el gol. Y es lógico que el héroe sea el
árbitro, puesto que es el árbitro quien imparte justicia, y el Var apareció,
ganó terreno y se quedó porque parece que a la gente le interesa más la
justicia que la alegría, y está dispuesta a sacrificar la alegría que los goles
proporcionaban por un fallo que, tecnología mediante, nos aseguran que será “justo”.
A mí, con la justicia a otra parte. Prefiero gritar goles que se cobran
ilícitamente, incluso prefiero sufrirlos, a que me anden corriendo con esta
manía justiciera que ha destruido casi todo en este planeta y ahora se la está
tomando con el fútbol.
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