Vistas de página en total

domingo, 6 de febrero de 2011

El nirvana budista

Otro dogma oriental me tambalea, esta vez relacionado con el budismo, y es el que afirma que el nirvana tan ansiado sería una experiencia vacía, despersonalizada. Según Fatone, para el Buda el nirvana era algo análogo a lo que es el cielo para los cristianos, es decir, una experiencia llena de placeres y vivencias concretas. Y la analogía se extiende, porque parece ser que también creía en el infierno: “Ni siquiera con parangones –decía el Iluminado-- es fácil expresar cuáles son los placeres celestes y cuáles son los suplicios infernales”. Y pasa a continuación a describir estos suplicios, descripción que, según Fatone, “tiene un colorido solo comparable al de la descripción, por él mismo ofrecida, de las torturas ascéticas sufridas en su iniciación religiosa previa al descubrimiento de la verdadera doctrina” (Obras completas, tomo I, pp. 242-3). Y con relación a lo que representa el nirvana,

llama opinión justa a la que afirma la existencia de un más allá adonde, luego de la disolución del cuerpo, van algunos seres para gozar de sus celestes lugares. Contra la doctrina del no hay (verdadero nihilismo de la época) Buda sentencia: “Aun habiendo otro mundo, opinan que no hay otro mundo: esta es su falsa opinión” (Ibíd., p. 250).

Es verdad que cuando se intenta describir el nirvana, se habla casi siempre como de algo abstracto, como de un objeto sin sujeto, pero no por ello se debe negar de plano la posibilidad de que la experiencia sea vivenciable. El ingreso el nirvana parecería difuminar la personalidad, pero esto, opina Fatone, no es tan así, porque

tras la negación de la personalidad se adivina el respeto a algo. El yo no alcanza el nirvana, porque el yo desaparece con la sola disgregación de sus elementos; pero algo, alguien, alcanza el último grado del itinerario: ese alguien goza la “beatitud inalterada” del nirvana (pp. 251-2)[1].

Muchos son llamados y pocos escogidos, decía Jesús. Muy pocos entrarán en el reino del Señor. Para los demás, para los no escogidos, “será el lloro y el crujir de dientes”. Con el nirvana, con el beatífico y exclusivísimo nirvana del Buda, pasa algo parecido. Buda y Jesús se parecen hasta en sus imperfecciones.



[1] “Decir de un Hermano así liberado por el discernimiento que «no sabe, no ve», sería absurdo” (Maha-Nidana Sutta, 32).

sábado, 5 de febrero de 2011

Hinduismo y panteísmo

El dios de Spinoza es menos que una persona; el mío es más que una persona; porque Dios, entre Sus muchas potestades, puede ejercitar el rol de una persona.
Kurt Gödel

Sigo adentrándome en este tomo I de las Obras completas de Vicente Fatone, dedicado exclusivamente a las dos grandes religiones filosóficas pergeñadas en la India, y se me derriba un dogma que no solo yo, sino la mayoría de la gente, considera inatacable: “El hinduismo es, por definición, una religión panteísta”.
¿Cuál es el principal aserto en que se funda el panteísmo? El de que Dios y el hombre son la misma cosa, son realidades idénticas. Pues bien, según Fatone existe en el hinduismo, además de dicha doctrina, otra que se le contrapone,

surgida de las mismas contradicciones o por impotencia de la primera, que tiende a conceder, conscientemente o no, que el hombre es una realidad distinta, por su esencia y por su naturaleza creada, de aquel Dios eterno e invariable. Esa tendencia se nota claramente en el Svetasatara upanishad, donde Dios es concebido como trascendente y personal y donde la conquista de ese Dios no es obra del mero conocimiento intelectual sino de la bhakti (piedad) ayudada por la gracia. La escuela sankhya ha de hallar más tarde en el Svetasatara un fuerte apoyo para su orientación dualista (p. 203-4).

Respecto de la cuestión de la personalidad de Dios, de si Dios es un ente personal o una fuerza que no puede concebirse sin error como algo que se asemeje a una persona –y este es otro ítem imprescindible a la hora de discernir el carácter panteístico de una doctrina--, respecto de este problema el hinduismo, siempre según Fatone, suspende el juicio: lo considera un asunto ajeno a su esencia por carecer de carácter metafísico (p. 209). Y no siempre los místicos hindúes, en trance de contemplación, buscan identificarse con el Todo, con el Brahma, anonadando su propia personalidad; existiría otra tendencia

en que se defiende la diferencia de naturaleza de esas dos realidades. En el primer caso, el “conocimiento” se logra con la pérdida definitiva de la personalidad humana; en el segundo, la “comunión mística” deja a salvo esa personalidad. Este último misticismo es, para nosotros, el auténtico: misticismo donde el Ser supremo es distinto de la criatura y trascendente a esta aunque también residente en ella; misticismo cuya preparación ascética es amor, y no renuncia (p. 211).

Los místicos hindúes no estarían, pues –al menos algunos de ellos--, tan en disonancia con los místicos cristianos.
Pero los hindúes tienden a desdeñar el concepto de creación, tan caro a los cristianos, y eso, según algunos, es lo que los caracteriza propiamente como panteístas. Fatone se opone:

Para descubrir si en una doctrina hay panteísmo o no, la piedra de toque es otra: basta observar si la personalidad humana desaparece en el trance comunicativo, o si deja de haber distinciones entre la personalidad humana y la divina. En caso afirmativo habrá panteísmo; de lo contrario, no. En el hinduismo, la actitud panteísta es excepcional. No obstante la frecuencia con que se emplea la fórmula “todo es Brahman”, casi siempre se aclara que Brahman es distinto del todo y del hombre, y se habla de la salvación de las criaturas, promesa que carece de sentido si las criaturas son una ilusión o Brahman mismo (pp. 213-4).

Estas nuevas aportaciones no hacen más que confirmarme que el panteísmo, siendo una teoría plausible y en extremo tentadora, no se aviene por completo a mi sistema de pensamientos, --aunque se aviene mucho mejor que cualquier seco dualismo. No me avergüenzo de haber sido, primigeniamente, un ortodoxo dualista, ni tampoco de haber sido panteísta una vez que hube descreído del dualismo, pero la verdad, me parece, no está en ninguna de esas dos escuelas, sino en el panenteísmo. Este concepto me sienta bien porque me permite hablar con Dios como si Dios tuviese oídos y a la vez me permite sospechar que mi relación con Dios es de una naturaleza completamente distinta de la que pudiera tener con cualquier otra persona con la que hablo. Dios está en el mundo --y por ende también en mí mismo--, pero a la vez lo trasciende; Dios no es el mundo solamente.

Pero ¡qué frío es todo esto! ¿Cuándo podré sentir a Dios en lugar de discurrir acerca de sus atributos?