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viernes, 23 de marzo de 2012
Linchamiento
Rafael Barrett, "Lynch"
El hombre, desesperado,
corre, porque lo persiguen;
aunque no sabe por qué
aquéllos justicia piden.
Se le acercan furibundos,
en sus mentes no conciben
la equivocación, el yerro
a que el humano es proclive.
Y aunque se hallen en lo cierto
persiguiendo a quien persiguen,
se persiguen a sí mismos
y a sus facetas más tristes
odiando con odio puro,
por más que a esto amerite
la conducta criminal
que provoca cicatrices
dentro de la sociedad.
La muchedumbre redime
(o al menos es lo que cree)
a la víctima del crimen
despedazando al culpable
(o al que se sospecha firme)
con saña y placer morboso
propio de gente insensible,
carente de sentimientos,
o con sentimientos viles.
Si a este grupo de batracios,
si a esta manga de reptiles
se les dice que justicia
es compasión o no existe,
se reirán de nosotros,
y quizá también nos linchen.
Escapémonos entonces
y recemos al Gran Líder
para que erradique a todas
estas hordas infantiles
y las remplace por gente
que no premie ni castigue
sino que viva su vida,
siendo esclava o siendo libre.
El "justiciero" castiga;
el Justiciero, permite.
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miércoles, 21 de marzo de 2012
Una parábola de Oscar Wilde sobre el libre albedrío
Al fin, prevalecieron las impacientes, y, en un impulso irresistible, la comunidad entera gritó:
- Inútil esperar. Iremos hoy. Iremos ahora. Iremos en el acto.
La masa unánime se precipitó y quedó pegada al imán por todos lados. El imán sonrió, porque las limaduras de acero estaban convencidas de que su visita era voluntaria.
domingo, 18 de marzo de 2012
La enfermedad del crimen y cómo curarla
Si uno mismo o cualquier persona por la que se interesa ha cometido una injusticia, tiene que apersonarse en el sitio donde reciba lo más pronto posible el conveniente correctivo y apresurarse a buscar al juez como acudiría al médico, por miedo de que la enfermedad de la injusticia, permaneciendo en su alma, no engendre una corrupción secreta que la haga incurable (Gorgias, 480a-b).
La analogía es interesante y hasta cierto punto me parece plausible, pero el tema pasa por la confianza que tenga el enfermo respecto del agente curativo. Si yo, en tanto que enfermo, soy sometido a una curación que considero íntimamente como inservible o dañina, difícilmente cure, y a la inversa si es que el doctor que me atiende y su método terapéutico me inspiran confianza. Ahora bien, ¿el criminal cree positivamente que su alma o su espíritu podrán arreglarse mediante la condena en un presidio? No, no lo cree, y por eso no se arregla, sino que suele egresar de los institutos penitenciarios mucho peor que como entró. El castigo tiene poder sanador, eso no lo discuto, pero sólo el castigo que se autoimpone el propio delincuente o el que le impone el destino, que tarde o temprano siempre aparece. Pretender “meter mano” en los turbios y mal engrasados engranajes espirituales del criminal so pretexto de querer mejorarlos, es comportarse cándida y jactanciosamente a la vez; es tocar el tumor o querer erradicarlo mecánicamente, lo que no hace más que posibilitar la metástasis.
¿Qué buscamos al encerrarlo? ¿Buscamos proteger a la sociedad? Muy bien, entonces la discusión pasa por otro lado. Mas si buscamos, como la palabra “correccional” indica, corregirlo, me temo que habrá mala praxis. Tal vez el enfermo que huye del hospital no está tan loco como Sócrates suponía, porque podría ser que la medicina que allí le suministraban estaba vencida.
¿Cómo curar, o intentar curar, un alma inicua? Con amor, sólo con amor. Por eso está muy bien que los padres castiguen a sus hijos, porque los castigan amándolos, pese a que los niños no lo entiendan. Y es que los niños no saben lo que hacen, no saben lo que les conviene y por eso yerran el camino y hay que estar siempre detrás de ellos para que no se desvíen. Si el criminal es como un niño travieso potenciado, que no sabe lo que hace, corrijámoslo, sí, pero con amor. Los jueces no parecen amar a los criminales cuando los sentencian, y no me parecen los carceleros gentes henchidas de este magno sentimiento. Y si el criminal sabe lo que hace –proposición básica de toda condena firme--, pero prefiere la impunidad al castigo, dejémoslo impune, que ya la vida se encargará de castigarlo. Tal vez después nos crucemos con el criminal amnistiado y éste nos haga objeto de un nuevo crimen. Desgraciados de nosotros, pero no tan desgraciados como si lo hubiésemos condenado, pues ya lo dijo Sócrates: “cometer una iniquidad es peor que padecerla”, y condenar a un ser humano a una estadía en las actuales prisiones, en las que el amor brilla por su ausencia y el odio todo lo invade, es uno de los actos más inicuos que pueda concebirse[1].
[1] Por fortuna, ya existe al menos una excepción a este ideal funesto del encierro castigador: la cárcel de Halden Felgsel, en Noruega. ¡Felicitaciones, escandinavos!
lunes, 12 de marzo de 2012
Nada más ni nada menos que prejuicios
¿Hasta dónde podemos ir hacia atrás, y explicar los conocimientos en que se apoya lo que deseamos analizar? ¿Hay algún punto sobre el que nos podamos afianzar, para comenzar a construir con toda seguridad nuestro edificio científico? Antes de responder, veamos una analogía: estás en compañía de dos personas: el aspecto del primero te lleva suponer que es una persona digna; la traza del otro, te lleva a sospechar que es un malandrín. De pronto te desaparece la billetera. Les preguntas si no la tomaron, y ambos afirman que no. La dignidad del primero te lleva a creer que dice la verdad, de modo que no lo sometes a una verificación.
De regreso a la pregunta de hasta dónde podrías ir hacia atrás mostrando, demostrando y fundamentando cada ladrillo, cada estamento del edificio de la ciencia, la respuesta es: hasta los axiomas. Justamente, en griego axioma significa "dignidad", y se refiere a "lo que es digno de ser estimado, querido y valorado" (sin que le registres los bolsillos). De manera que, en último término, toda la estructura de la ciencia descansa sobre axiomas; la seguridad/inseguridad de éstos es similar a la que emanaría del hecho de que el "digno caballero" no fuera en realidad un taimado ladrón, y que el "malandrín" sea en cambio un pobre diablo mal entrazado... y tú un prejuicioso. Precisamente: todos los científicos somos prejuiciosos, y nuestros prejuicios se llaman axiomas (Marcelino Cereijido, Ciencia sin seso, pp. 35-6).
Y yo no soy la excepción: tengo mis prejuicios. Un prejuicio mío es el que afirma que las mujeres no son aptas, en general, para escribir o para pensar la filosofía, y tengo otro, también muy arraigado, que dice lo mismo respecto de los estadounidenses. ¿Y qué fue lo que sucedió? Sucedió que cayó en mis manos el libro Filosofía: ¿quién la necesita?, una compilación de algunos de los ensayos filosóficos de Ayn Rand, y se me confirmaron mis prejuicios.
viernes, 2 de marzo de 2012
¿Y si el mensaje se diluye?
Marcos, 3. 21
Nadie es profeta en su casa. Mírenlo si no al doctor Carlos Casanova Lenti, emblema viviente del naturismo hipocrático en América Latina. Su padre murió, diabético e hipertenso, de un paro cardíaco. “Sufrió por 15 años de presión elevada y era muy amigo de tomar drogas a pesar de mis continuas prevenciones” (Casanova Lenti, El alimento integral y crudo como medicina, p. 591). Y su madre, muerta de un linfosarcoma faríngeo con metástasis cerebral, tampoco creyó nunca en la sapiencia de su hijo: “No aceptó tratamiento natural. Fue tratada por otro médico. […] La muerte fue muy triste” (Ibíd., p. 587). ¡Vaya si debe de haber sido triste para él el ver a sus progenitores morir y sufrir por causas que podía perfectamente erradicar! Pero no todo es desilusión en la vida familiar del gran médico peruano: sus hijos, hoy día, continúan su camino, y ya doctorados, trabajan junto a él en su clínica.
La lección que pretendo hacer entender, y entender yo mismo sobre todo, es la siguiente: No desesperes si tu mensaje se diluye y no es tomado en cuenta ni siquiera por tus seres más queridos. Sólo será una señal de que la cosa está muy fría aún, de que no es llegado el tiempo todavía. Tus padres no creyeron en ti, tus hermanos no creen, pero creerán tus hijos. Ellos cosecharán la semilla que tú sembraste, y sembrarán a su vez la suya, y entonces no parecerá tan fútil tu labranza.