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miércoles, 4 de marzo de 2020

Kant y el castigo a los criminales


Sigo criticando conceptos vertidos por Immanuel Kant, en este caso relacionados con el derecho. “El malhechor —dijo— debe ser juzgado digno de castigo antes de que se haya pensado en sacar de su pena alguna utilidad para él o para sus conciudadanos”. Si el Estado o la sociedad se disolvieran, “debería ser previamente ejecutado hasta el último asesino que se encontrara en prisión, para que cada cual sufra lo que sus hechos merecen y la culpa de la sangre no pese sobre el pueblo que no ha exigido ese castigo” (La metafísica de las costumbres, p. 166). Estas declaraciones se oponen de plano tanto a la teoría correccional (la pena debe servir para corregir la conducta futura del encarcelado) como a la teoría de la intimidación (la pena debe servir como amenaza y aviso a los otros potenciales delincuentes). Es una reivindicación de la ley del talión, una justificación legal del instinto de venganza: “Considero el derecho del talión, en cuanto a la forma, como la única idea determinante a priori (no tomada de la experiencia [...]) como principio del derecho de castigar” (Kant, Principios metafísicos del derecho, conclusión). Ya Jesús había dicho que no se debe devolver mal por mal; Kant lo desestima y se queda con el Antiguo Testamento. Retrocede.
Distinta, muy distinta, es la opinión de otro moralista, del francés Jean-Marie Guyau. Según él, lo mejor que podemos hacer, tanto en favor del criminal como de la sociedad, es intervenir lo menos posible:

En el fondo, el deseo de ver castigado al «culpable» parte de un «natural bueno». Se explica, sobre todo, por la imposibilidad del hombre para permanecer inactivo, indiferente ante un mal cualquiera; desea intentar algo, tocar la llaga, ya sea para cerrarla o para aplicarle un revulsivo, y su inteligencia es seducida por esa simetría aparente que nos ofrece la proporcionalidad del mal moral y el mal físico. No sabe que es una de esas cosas que vale más no tocar. Los primeros que hicieron excavaciones en Italia, y que hallaron varias Venus con un brazo o una pierna de menos, experimentaron esa indignación que nosotros sentimos aún hoy ante una voluntad mal equilibrada: quisieron reparar el mal, colocar un brazo tomado de otra parte, añadir una pierna; hoy, más resignados y más tímidos, dejamos las obras maestras tal cual están, soberbiamente mutiladas; nuestra admiración hacia las más bellas obras se produce también con algún sufrimiento: pero preferimos más sufrir que profanar. Este sufrimiento ante un mal, ese sentimiento de lo irreparable, debemos experimentarlo con mayor fuerza todavía ante el mal moral. Únicamente la voluntad interior puede corregirse eficazmente a sí misma, como solo los lejanos creadores de las Venus de mármol podrían devolverles esos miembros pulidos y blancos que han sido rotos; nosotros estamos constreñidos a la cosa más dura para el hombre: a aguardar el porvenir. El progreso definitivo casi no puede provenir más que del interior de los seres. Los únicos medios que podemos emplear son todos indirectos (la educación, por ejemplo) (Esbozos de una moral sin obligación ni sanción, pp. 187-8).

Existe para Guyau una relación inversa entre la evolución moral de una determinada sociedad y la gravedad de los castigos que le inflige a sus delincuentes:

Sigamos la marcha de la sanción penal a través de la evolución de las sociedades. En su origen, el castigo era mucho más fuerte que la falta, la defensa superaba al ataque. Irritad a una fiera, os destrozará; atacad a un hombre de mundo, os responderá con un rasgo de ingenio; injuriad a un filósofo, no os responderá nada. Es la ley de economía de la fuerza la que produce ese suavizamiento creciente de la sanción penal. El animal es un resorte groseramente regulado cuya distensión no es siempre proporcional a la fuerza que la provoca; igual ocurre con el hombre primitivo y también con la penalidad de los primitivos pueblos. Para defenderse contra un agresor se lo aplastaba. Más tarde se aperciben de que no hay necesidad de castigar tan duramente; tratan de que la reacción reflejada sea exactamente proporcional al ataque; es el período resumido en el precepto: ojo por ojo, diente por diente --precepto que expresa un ideal todavía infinitamente elevado para los primeros hombres, un ideal al que, nosotros mismos, hoy día, estamos muy lejos de haber llegado completamente, aunque lo superemos desde otros puntos de vista. Ojo por ojo, es la ley física de la igualdad entre la acción y la reacción que debe regir un organismo perfectamente equilibrado y que funcione de una manera muy regular. Solo con el tiempo se apercibe el hombre de que no es útil, ni siquiera para su conservación personal, que la pena infligida sea absolutamente proporcional al sufrimiento recibido. Tiende, pues, y lo hará cada vez más en el porvenir, a disminuir la pena; economizará los castigos, las prisiones, las sanciones de toda clase; son gastos de fuerza social perfectamente inútiles por cuanto sobrepasan el único fin que lo justifica científicamente: defensa del individuo y del cuerpo social atacado. Hoy día, se reconoce cada vez más que hay dos maneras de herir al inocente: 1) herir al que es absolutamente inocente; 2) herir demasiado al culpable. El rencor mismo, el odio, el espíritu de venganza, ese empleo tan vano de las facultades humanas, tienden a desaparecer para dejar lugar a la comprobación del hecho y la búsqueda de los medios más racionales para impedir que se repita. ¿Qué es el odio? Una simple forma del instinto de conservación físico, el sentimiento de un peligro siempre presente en la persona de otro individuo. Si un perro piensa en algún niño que le ha tirado una piedra, un mecanismo natural de imágenes asocia actualmente para él a la idea del niño, la acción de arrojar la piedra: he ahí la cólera y el rechinar de los dientes. El odio ha tenido, pues, su utilidad y se justifica racionalmente en un estado social poco avanzado: era un precioso excitante del sistema nervioso y, por intermedio de éste, del muscular. En el estado social superior, en que el individuo no tiene ya necesidad de defenderse por sí mismo, el odio no tiene ya sentido. Si uno es robado, se queja a la policía; si es lastimado, pide indemnización por daños y perjuicios. En nuestra época ya no hay más quien pueda experimentar odio, fuera de los ambiciosos, los ignorantes o los tontos (op. cit., pp. 193-4-5).

Excelente pasaje; pero para mí, quien se queja a la policía o pide indemnización por daños y perjuicios, aunque no llegue a odiar, igual entra en el rubro de los ambiciosos, los ignorantes y los tontos. El rasgo distintivo del superhombre del mañana será el de hacer caso omiso a cualquier emoción que se le presente relacionada con la venganza, o a cualquier idea que se le presente relacionada con la retribución al daño que se le ha causado. “Irritad a una fiera, os destrozará; atacad a un hombre de mundo, os responderá con un rasgo de ingenio; injuriad a un filósofo, no os responderá nada”. Todos apuntarán, cuando la humanidad madure, a comportarse como el filósofo, y como este comportamiento es incompatible con cualquier teoría del derecho y con cualquiera de sus escuelas, habrá que echarlas a todas por la borda, a las de índole kantiana y también a las otras, y empezar de nuevo. Para comenzar a construir sobre las ruinas de algo es menester ante todo demoler ese algo hasta que no quede nada. Si nuestra justicia tuviese al menos uno que otro principio justo, podríamos construir sobre ella, hacerle agregados a la construcción original para que crezca como una planta, desde sus raíces. Pero nuestra planta está ya podrida; preciso es arrancarla de la tierra y plantar una nueva, una que dé frutos comestibles y no rosas con espinas. Yo y mi amigo Guyau nos especializamos en arrancar la malayerba, otros vendrán luego a preparar y abonar el suelo, más tarde llegarán los que plantarán la semilla y, por fin, llegarán los nuevos cristianos encargados de regar el árbol naciente. De regarlo con su sangre si fuera el caso, pero nunca con la sangre de los criminales.

lunes, 9 de diciembre de 2019

La efectividad del presidio (Segunda parte)

¿Existe hoy en día mayor o menor densidad de criminales que la que existía en siglos anteriores? Yo creo que la densidad criminal ha mermado, que no se cometen ahora tantos crímenes como se cometían en siglos anteriores, y eso posiblemente se lo debamos a un tipo de selección artificial que se viene operando desde que se inventaron las leyes, los jueces y los castigos, o quizá desde mucho antes, desde que caminábamos en cuatro patas:

Boehm, un antropólogo estadounidense que ha trabajado con personas y con antropoides, ha publicado algunas reflexiones sobre el modo en que las comunidades de cazadores-recolectores hacen cumplir las normas. Boehm cree que ello puede conducir a una selección genética activa, similar a la de un criador que elige ciertos individuos por su apariencia y temperamento, permitiendo que unos animales se reproduzcan y otros no. [...] Boehm escribe que los violentos o los desviados peligrosos pueden ser eliminados por un miembro de la comunidad [...]. Aplicadas sistemáticamente a lo largo de millones de años, estas ejecuciones moralmente justificadas deben haber reducido el número de pendencieros, psicópatas, tramposos y violadores, junto con los genes responsables de estos comportamientos. [...] Que la humanidad pueda haber tomado las riendas de la evolución moral, con el resultado de que cada vez más miembros de nuestra especie están dispuestos a acatar las normas, es un pensamiento fascinante (Frans de Waal, El bonobo y los diez mandamientos, pp. 190-1).

Desde luego que la criminalidad no es exclusivamente un problema genético ni mucho menos, pero ciertos componentes del temperamento criminal que sí son genéticos pueden haber disminuido debido a esta selección. Si esto es así, y yo estoy persuadido de que lo es, castigar a los delincuentes, a la larga, tiende a favorecer la existencia de sociedades más armónicas y menos conflictivas. ¿Estoy diciendo aquí que castigar a los delincuentes, que impedirles o dificultarles la reproducción, o directamente asesinarlos, contribuye al mejoramiento ético del universo? De ningún modo. Que una sociedad sea menos conflictiva no es lo mismo que sea más ética. Una sociedad es más ética que otra si y solo si se ha vuelto más compasiva, y el castigo a los delincuentes es una clara señal hacia el otro lado. Luego, una sociedad que castiga duramente a sus criminales podrá ser todo lo pacífica y armónica que se quiera, pero será una sociedad esencialmente inmoral. Por fuera, reinará la armonía, la pax romana; en el interior de las personas, el conflicto, el odio y la discordia.

domingo, 8 de diciembre de 2019

La efectividad del presidio

Leyendo algunos pasajes de mi Cita a ciegas me topé con este en el que sostengo que la dureza de las penas y de las amenazas de prisión no sirve a la hora de amedrentar a los criminales:

CORNEJÍN. --Ellos [los estadounidenses] piensan que el castigo es útil no tanto para el castigado como para los potenciales delincuentes, que al saber que podrían enfrentarse a esa dolorosa situación si son atrapados, desisten de cometer el delito que tenían planeado.
CAMPOAMOR. --Nuevo error, que denota una gran falta de conocimiento de la psicología del criminal. Para los hombres que carecen de circunspección, que son muchos, el castigo es una fuerza excitativa más que los arrastra al crimen. La pusilanimidad no es una cualidad dominante de los criminales.

Sigue a esto un alegato en favor de la lenidad de los castigos a los delincuentes, tanto por parte mía como de Campoamor, puesto que nuestras visiones en este punto son coincidentes, y Campoamor remata la explicación con esta frase: “Creo que aunque la sociedad no tuviese ningún código penal, se cometerían pocos más crímenes que los que se cometen” (Filosofía de las leyes, cap. V). Es esta una cuestión completamente fáctica, de modo que no tenemos más que recurrir a los hechos para verificar o rectificar esta hipótesis. Desgraciadamente, no existen en la actualidad sociedades que carezcan de todo código penal, por lo que el experimento no puede realizarse a pleno, pero sí tenemos sociedades en las que el código penal se aplica de manera harto liviana —como la sociedad Argentina desde el 2000 en adelante— y sociedades en las que el código penal se aplica rígidamente y con penas contundentes —como la sociedad estadounidense desde el 2000 en adelante—. He viajado en dos oportunidades en los últimos años a los Estados Unidos y he comprobado que en ciudades como Nueva York, Los Angeles o San Francisco se puede caminar tranquilamente (hablamos de las zonas céntricas, no de los suburbios) sin estar pendientes de los arrebatadores o de los delincuentes de toda laya, mientras que en los cascos centrales de las grandes ciudades de la Argentina los delitos están a la orden del día. ¿Y por qué? Porque los delincuentes, si son atrapados en la Argentina, purgan condenas livianísimas o no purgan condena ninguna, y en la mayoría de los casos, debido a la falta de cárceles suficientes para contener a la masa de delincuentes, las sentencias son acortadas y al reo se le concede la prisión domiciliaria o algún recurso de este tipo cuando aún queda mucha condena por cumplir. En los Estados Unidos, por el contrario, las penas son muy duras, especialmente con los reincidentes, por lo que la política de ese país en materia penal tiende a mantener a los criminales encarcelados durante la mayor parte de su vida activa. No es, en definitiva, que haya más delincuentes en la Argentina que en los Estados Unidos, ocurre simplemente que en la Argentina la mayoría los delincuentes están sueltos mientras que en los Estados Unidos la mayoría de los delincuentes están encarcelados[1]. Para que una sociedad funcione más o menos ordenadamente, el 60% de los delincuentes que en ella operan tienen que estar entre rejas. Si por cada 100.000 habitantes honestos existen 1.000 delincuentes, 600 de estos 1.000 tienen que estar presos; si no, la sociedad tiende al caos. En la Argentina este porcentaje no se verifica: debido a la doctrina Zaffaroni, el 19% de los delincuentes están presos y el resto libres. Por eso el crimen, desde hace un par de décadas, impera en nuestras tierras y en los Estados Unidos decrece. Tanto Campoamor como yo mismo estábamos equivocados.
Que quede claro que mi postura filosófica en relación al castigo no ha variado: entiendo que castigar a un delincuente por los crímenes que comete va en contra de la ética en un sentido amplio.  Allá se lo haya cada uno con su pecado. Pero acá no estoy investigando si el castigo a los delincuentes es algo ético o inético, sino algo mucho más pedestre: si el castigo a los delincuentes funciona cuando se trata de evitar la criminalidad en el corto plazo. Influenciado por mi postura filosófica, fui más allá de ella, o más acá, y afirmé algo que no se cumple ni aquí ni en los Estados Unidos: que aminorar las penas y eliminar las cárceles puede llegar a pacificar la sociedad en el corto plazo. Esto es mentira, tal como ahora lo veo, y por eso rectifico mi juicio. ¿Queremos una sociedad más plena, más genuina, más cristiana? Pues dejemos a los criminales en libertad. ¿Queremos una sociedad más segura? Pues metamos a todos los criminales en prisión, y hasta que no den muestras de haberse reformado, que en prisión permanezcan.


[1] En los Estados Unidos, cada 100.000 habitantes hay 655 reclusos; en la Argentina, 186. Estados Unidos lidera estas estadísticas, no hay otro país que lo supere, mientras que la Argentina está en el puesto 83 (fuente: World Prison Brief https://elordenmundial.com/mapas/paises-mayor-proporcion-gente-en-la-carcel/).

domingo, 25 de junio de 2017

Una ética sin obligación ni sanción

El amor es superior al respeto, y en este sentido, la moral cristiana es superior a la kantiana. El punto flaco del cristianismo, según Guyau, es la idea de que Dios nos castigará si no cumplimos con sus mandatos. El amor a Dios, en el cristianismo,

está siempre mezclado de un sentimiento que lo falsea, el temor [...] “El temor de Dios” desempeña un papel importante en la idea de sanción o de justicia celeste que es esencial en el cristianismo, y que se llega a oponer bruscamente al sentimiento del amor, y a veces lo paraliza (Jean-Marie Guyau, La irreligión del porvenir, p. 159).

La moral cristiana, que por un lado es amor, por el otro es temor de que Dios nos castigue, nos sancione por las faltas cometidas, y cuando el amor muta en miedo o se esconde tras él, todo se echa a perder. La sanción, afirma Guyau,

es una forma particular de la idea de providencia [...]. La idea de providencia, conforme se desarrolla, se convierte por esto en la de una justicia distributiva, y esta no puede ser activa sin la idea de sanción. Esta última idea ha parecido hasta aquí una de las más esenciales de la moral. Parece, en primer término, que en ella coinciden la religión y la moral (ibíd., p. 159-60).

Parece que coinciden, y en efecto coinciden en ello todas las doctrinas morales religiosas y seculares que no han sabido captar la total independencia que la ética presenta respecto de la idea de justicia, idea que la complementa en la mayoría de los sistemas morales que se han implementado hasta el presente, pero que no es un complemento necesario e inherente a la ética misma, que puede muy bien persistir y desarrollarse sin él.

Nosotros hemos demostrado en un trabajo precedente que las ideas de sanción propiamente dicha y de penalidad, no tienen nada de verdaderamente moral; que, lejos de esto, tienen más bien un carácter inmoral e irracional (p. 160).

Yo he leído hace ya muchos años este “trabajo precedente”, el Esbozo de una moral sin obligación ni sanción, y he quedado maravillado con su idea central, que es esta de la no injerencia de la sanción dentro de la ética. Con esta idea caen por tierra tanto las morales religiosas que incitan a ser buenos a sus fieles para que Dios los recompense y no los castigue, como las morales seculares que provocan idénticas sensaciones en quienes las adoptan, solo que la recompensa, en lugar del cielo, es el buen pasar aquí en la tierra, la cobardía del que no molesta para que no lo molesten (Nietzsche), y el castigo, en lugar del infierno, es la condena social o el presidio. Si los móviles de la ética son estos y no los valores, con la bondad (el amor) a la cabeza, si no dejamos de actuar por miedo a la sanción o por ansias de tranquilidad y de placeres futuros, el mundo seguirá chorreando sangre y amargura como hasta el presente. La obligación y la sanción deben desaparecer de la ética, y la idea de Justicia, divina o humana, debe ser sepultada —o mejor cremada, para evitar lo más posible su resurrección— si el anhelo es evolucionar espiritualmente como seres individuales y como sociedad.


La única sanción para el que cree haber violado la ley moral [...] debe ser la de volverla a ver siempre delante de él, como Hércules veía sin cesar levantarse de entre sus brazos al gigante que creía haber aniquilado para siempre. Ser eterno es, para aquellos que lo violan, la única venganza posible del Bien (ibíd., p. 160).

martes, 2 de abril de 2013

El albedrista Daniel Dennett



Si el libre albedrío significa tanto para nosotros, debe ser porque no tenerlo sería terrible y porque puede haber razones para dudar de su existencia (Daniel Dennett, La libertad de acción, p. 18).

No tenerlo, o mejor dicho, tener la certeza de no tenerlo, no sólo no sería terrible sino que nos haría participar de lo sublime que mora en lo eterno. Y eso de que "puede haber razones para dudar de su existencia" es muy tibio: hay muchísimas razones, o si se quiere infinitas razones, y sobre todo muchísimas (o infinitas) intuiciones, que nos sugieren que la libertad de acción es una quimera.

Tenemos experiencia de cosas que son indiscutiblemente horribles y tememos que algunas de ellas constituyan nuestro destino; por eso, nos asusta la falta de libre albedrío (ibíd., p. 18).

Precisamente: el libre albedrío les interesa sólo a los cagones. El estoicismo, la resignación ante lo inevitable, muestra, en la otra punta, el grado de valentía de una persona.

Las cárceles son horribles. Hay que evitar las cárceles. El que no lo entiende así no es uno de los nuestros (p. 20).

Sí, las cárceles son horribles. Pero ¿no son los partidarios del libre albedrío, con su sentido de la responsabilidad a cuestas, los que más se preocupan por encarcelar a todos esos criminales que "por propia voluntad" "eligen" ser idiotas e infelices? Las cárceles son horribles, por eso el determinista las desdeña mientras que el albedrista, el supuesto ideólogo de la libertad, las necesita para acomodar en ellas, sin piedad ninguna, a las piezas sueltas que nunca encajan en su sistema.

Nozick escribe: «Sin libre arbitrio nos sentimos disminuidos, meros juguetes de fuerzas externas». ¡Qué indigno, no ser más que un juguete! (p. 21).

Mi sobrinito Franco tiene muchos juguetes, pero ninguno de ellos me merecería el calificativo de "indigno". Sí calificaría de indigno, o por lo menos de poco criterioso, al juguete que, despertando de su inercia, quisiese convencerme de que el trencito maneja a Franco y no Franco al trencito.

Si la ciencia nos demostrara que no hay, en verdad, oportunidades, ¿no nos conduciría esto --o debería conducirnos-- a abandonar todo tipo de deliberación? (p. 27).

¡Sí! Si el determinismo se demostrase, ya nadie se preocuparía por nada, trataría cada uno de vivir lo más placenteramente posible al saberse incapaz de torcer su destino. ¿Es esto indeseable? ¡Es maravilloso! Porque vivir para el placer no es dormir veinte horas y atragantarse de hamburguesas en las cuatro restantes como algunos suponen. El verdadero placer es el placer de amar, y a eso nos dedicaremos cuando abandonemos la soberbia pretensión de querer mejorar el mundo.

¿Qué efecto tendría, o debería tener, la aceptación de una tesis general del determinismo sobre nuestras actitudes normales de participación en relaciones interpersonales, tales como la gratitud o el resentimiento? (p. 28).

Elemental: nadie estaría agradecido a nadie de nada, con lo que desaparecerían los insufribles zalameros, y nadie estaría resentido con nadie por nada, con lo que desaparecería el odio. Un panorama desolador, ¿no, Daniel?

Vivir en un mundo determinista sería lo mismo que convertirse en el espectador de una obra teatral en la que también se participa, sin otra opción que la de desempeñar el papel asignado (Alfred Ayer, citado por Dennett en p. 49).

Pero no es tan así, porque si bien somos meros actores imposibilitados de modificar el libreto, hay una diferencia entre la gente común y los actores teatrales, ya que éstos conocen muy bien el rol del personaje que están siguiendo y del cual no pueden apartarse, mientras que nosotros, no pudiendo tampoco apartarnos, no tenemos sino una muy escasa idea del papel que representaremos en el escenario de la vida. Esta diferencia es esencial. Es como si a un actor se le dijese que haga lo que se le cante durante el desarrollo de la obra. Si el actor preguntase: "¿Pero cómo? ¿No era que había que seguir un libreto?", se le responderá: "Haz lo que se te cante, porque haciendo lo que se te cante automáticamente seguirás el libreto, aunque no lo conozcas. Aquí lo tengo, aquí tengo el libreto. ¿Quieres que te lo muestre? Es muy sencillo. Y muy breve..." Entonces el actor, completamente intrigado, abrirá el manuscrito, que constará de una sola página, y en esa página existirá una sola frase, una frase de seis palabras que será la totalidad del libreto. El actor leerá: "Haz lo que se te cante".

En cierta ocasión le preguntaron a Hobbes: «Si la voluntad de las personas está determinada, ¿para qué presentarles razones?»; Hobbes respondió: «Porque de esa manera pensamos que los induciremos a tener la voluntad que no tienen» (pp. 49-50).

A ver si nos entendemos, muchachos. Si yo le presento razones a alguien, es muy posible que ese alguien, persuadido por mis argumentos, modifique la tendencia con la que hasta entonces guiaba (o creía que guiaba) su voluntad. Esto es perfectamente compatible con la teoría determinista, porque el individuo solamente modificó la tendencia que parecía dominar a su voluntad, pero de ningún modo modificó su voluntad misma, la cual se seguirá cumpliendo inexorablemente a pesar de que ayer deseaba ser malo y hoy desea ser bueno o viceversa. Alguien me preguntará: "Pero en el caso de los argumentos morales, que es lo mismo que decir argumentos a secas, ya que todo argumento se endereza a procurar el bien o el mal de determinado grupo; en el caso de estos argumentos, decía, ¿para qué un partidario del determinismo debería molestarse en enunciarlos o mismo en cumplirlos, si total, según él, todo está ya determinado, o sea que nada cambiará realmente si él o los demás se portan bien o mal ante su prójimo?" Gran pregunta, y felicito al que me la haya hecho, porque en su respuesta se centra el quid de toda la cuestión del determinismo. En primer lugar, la teoría del determinismo es sólo eso, una teoría, y por lo tanto ningún partidario de ella, por fanático que sea, está completamente seguro de que el determinismo estricto se cumple siempre. Admitiendo entonces la posibilidad, por pequeña que nos parezca, de que nuestras decisiones puedan realmente mejorar o empeorar la vida de los vivos en su conjunto en el tiempo y en el espacio, admitiendo esta posibilidad el determinista se ve coaccionado por su propia conciencia a los efectos de ir en busca de la moral universal para luego aplicarla en su propia vida y también para darla a conocer a quien no la perciba en forma clara y definida y por lo tanto, teniendo deseos de aplicarla, no la aplica. Pero el determinista, en tanto que determinista, es amoral, y por lo tanto no le interesa (racionalmente) la felicidad del prójimo. ¿Qué es lo que le interesa entonces al determinista puro? Sencillo: sabiendo, o creyendo saber, que nada modifica nada, el determinista puro se pre ocupa --que no es lo mismo que decir que se preocupa, ya que el determinista puro no conoce la preocupación--, se pre ocupa sólo de su propio bienestar, no tiene ningún otro objetivo más que el de experimentar los mayores y más refinados placeres. Pero ¿cuáles son los mayores y más refinados placeres que un ser pueda experimentar? Nuevamente sencillo: son los que nos asaltan inmediata o mediatamente al procurarle un placer mayor o más refinado a nuestro prójimo, ya sea a un prójimo individual y presente como a otro infinito en número y en duración. En resumen, lo que tenemos de albedristas nos guía hacia el Bien a fuerza del temor al remordimiento, mientras que lo que tenemos de deterministas nos guía también hacia el Bien, pero no por coacción, sino por el puro placer de experimentarlo. Si la teoría del determinismo es verdadera, esta diferencia de medios a emplear para llegar al mismo fin se debe a que el determinista es sabio respecto del funcionamiento del universo y en consecuencia sabe optar por el medio correcto para llegar a su Vértice, que es el Bien, mientras que el albedrista desconoce o reniega de este funcionamiento, y en su ignorancia o rebeldía se ciega cuando elige el camino de la obligación moral suponiendo que por él se llega con menos tropiezos a la meta suprema.

De acuerdo con la ortodoxia actual, reina el indeterminismo en el nivel subatómico de la mecánica cuántica (p. 156).

Pero este indeterminismo subatómico, según creo, no tiene jurisdicción ni en la macrofísica ni en nuestro cerebro. Einstein nunca se convenció de que el supuesto azar reinante en la microfísica pudiera trasladarse a la cadena de causas y efectos y desbaratarla; y Russell, también partidario del determinismo, graficó la relación entre la física cuántica y la macrofísica diciendo que los electrones que conforman una determinada porción de materia se comportan como un grupo de danzarines dentro de una habitación cerrada: podrán bailar a su antojo en cualquier dirección, pero no por eso la habitación se moverá también según sus caprichos[1]. La microfísica podrá ser todo lo azarosa que se quiera[2], pero esto, a la macrofísica, incluidos en ella los procesos cerebrales, no le incumbe ni la desestabiliza.

La pregunta metafísica tradicional [sobre si alguien, bajo las mismas circunstancias en que hizo algo, tendría entera libertad de haber hecho algo distinto] no sólo es imposible de responder: la respuesta, si la hubiera, sería inútil (p. 157).

Puede que sea imposible de responder basándonos en la lógica, pero puede acertarse si nos atenemos a nuestras intuiciones. Y eso de que la respuesta, de saberse, sería inútil, es tener muy poca consideración para con una inmensidad de personas, y sobre todo para con los condenados a muerte por los diferentes sistemas judiciales imperantes.

Supongamos que he cometido un acto deleznable. ¿A quién le importa si podría haber hecho otra cosa exactamente en las mismas circunstancias y en el mismo estado mental? No pude hacerlo y es demasiado tarde para reparar el daño (p. 163).

Pero si quien se siente agredido por mi acto es un determinista, no me considerará responsable, y entonces no me guardará rencor, y entonces no querrá vengarse, con lo que se pone punto final a la cadena de efectos dañinos que culminó con mi detestable acto. En cambio, si el individuo agredido me juzga responsable, seguramente (salvo que sea un santo) me odiará, me guardará rencor y querrá vengarse de mí, con lo que la cadena de efectos dañinos no habrá terminado sino comenzado (o recomenzado) a partir de mi acto detestable. Todo acto tiene infinidad de consecuencias, pero en una sociedad que crea más en el determinismo que en el libre albedrío, estas consecuencias serán más benéficas que perjudiciales aun si el acto es detestable, mientras que en una sociedad albedrista --como todas las que existen y han existido[3]--, las consecuencias del mal suelen ser males mayores y se distribuyen como perdigones disparados con una escopeta en la propia conciencia de sus habitantes --excepto que sus habitantes sean además de albedristas, mayormente santos, pero esto es más improbable aún que la instalación, en la conciencia de la masa del pueblo, de la creencia en el determinismo.

¿Por qué desearemos con tanta vehemencia que los demás sean responsables? ¿Podría tratarse de un rasgo inherente a nuestra persona, un rasgo vengativo racionalizado y presentado bajo una apariencia civilizada gracias al barniz de una doctrina moral? (p. 176).

Creo que sí.

La decisión de escribir un libro [...] puede parecer una petición de principio en favor del libre albedrío. Si este es el caso, entonces quienes han escrito artículos y libros negando la realidad del libre albedrío se hallan en una situación aún más embarazosa: tienen que aconsejar al lector (o al menos simular que lo hacen) que aconsejar es inútil (p. 177).

Quien niega la realidad del libre albedrío, hace siempre lo que más en gana le viene, lo que sospecha que le proporcionará un mayor placer. Si sospecha que el escribir libros negando la realidad del libre albedrío es algo que le provocará grandes placeres o le evitará grandes dolores, entonces los escribe, independientemente de su creencia en que con esta escritura no se modificará nada de lo que ya está establecido universalmente[4].

Si el nihilismo fuera verdadero, todos los juicios de valor serían ilusorios. Hechos concretos tales como el dolor o la desgracia de las personas no significarían nada y lamentarnos de los problemas sería tan desatinado como lamentarnos de que la raíz cuadrada de dos no sea uno y medio (p. 178).

Lamentarnos de los problemas de los demás es malo, porque nos hace sufrir, y todo lo que nos hace sufrir, según creo, es malo[5]. Pero no lamentarnos de la situación de los que sufren no significa no sentir compasión por ellos. La compasión tiene dos propiedades muy significativas: es irracional, no podemos elegir a quién con padeceremos y a quién no, ni podemos determinar en qué circunstancias nos sentiremos compasivos ante una desgracia y en cuáles no. Esta irracionalidad es la que hace de la compasión algo independiente de toda creencia, incluida la creencia en el determinismo. La segunda propiedad de la compasión es que, contrariamente a lo que sucede con la lamentación, le procura placer al que la experimenta. Esto es algo que muchos refutarán, pero quien ha sentido verdadera compasión ante algún dolor sufrido por otro sabe que esa es una de las sensaciones más indescriptibles que puedan existir, y que si bien su gusto es agridulce, su base de sustentación, que es el amor, es netamente placentera. El determinista no se mueve merced a juicios de valor, que son enteramente racionales, ni merced a dolorosas lamentaciones; al determinista lo guía el impulso deliciosamente irracional de la compasión[6].

¿Somos igualmente responsables de nuestras buenas y malas acciones? Según Kant, existe una asimetría: sólo somos responsables de lo que hacemos bien[7]. Sócrates fue el primero en plantear el tema en su afirmación «paradójica» de que nadie desea hacer el mal a sabiendas. Desde entonces, se ha convertido en un tema perenne del debate filosófico, aunque se lo haya planteado de una manera indirecta y caprichosa. ¿De qué tenemos miedo? Tememos, ciertamente, que nadie merezca el castigo que la sociedad le inflige, ya que todos los malhechores ipso facto se engañan, padecen desórdenes mentales o son, en cierto sentido, radicalmente ignorantes (p. 179).

Pero ¿quiénes son los que temen que los criminales anden sueltos? Si no tengo propiedades, no temeré a los ladrones, porque nada pueden robarme; si no creo en el infierno ni en el aniquilamiento total de los seres después de la muerte corporal, no temeré a los asesinos, porque no me importará demasiado que me maten o que maten a mis seres más queridos; si soy lo suficientemente valiente como para soportar sin quebrantos los padecimientos físicos, no temeré a los sádicos, porque sus torturas no determinarán mi estado de ánimo. En resumen, sólo los propietarios, los ingenuos, los ateos y los cobardes temen que los criminales anden sueltos, y racionalizan este temor bajo la forma del libre albedrío para tener una excusa que avale las cárceles y la pena de muerte[8].

Podemos individualizar con rapidez la clase de males que nos gustaría reducir a un mínimo; tenemos motivos para suponer que si se prohíben las causas y se refuerza la prohibición mediante sanciones, disminuirá seguramente la frecuencia de esos males en nuestra sociedad (p. 181).

Sí, es muy probable que si les prohibiésemos a las personas realizar determinado acto indecoroso valiéndonos de una ley y las amenazásemos con sanciones si no la cumplieren, estas personas cumplan esa ley y se comporten bien en esa circunstancia; pero se habrán comportado bien por obligación, no por deseo, y por lo tanto su deseo de comportarse mal, habiendo encontrado cerrada esa válvula específica, se canalizará mediante otra faceta de su comportamiento, que nadie garantiza que será menos dañina que la que acabamos de clausurar mediante amenazas. Ejemplo: un ladrón de autos se topa con la desagradable novedad de que se ha inventado un dispositivo infalible que electrocuta sin miramientos a todo aquel que maneje un auto sin su correspondiente chip antielectrocución, que es un módulo que se inserta en el cerebro del conductor ni bien compra legalmente su auto. El ladrón de autos, figurándosele ya imposible continuar con su trabajo habitual, ¿se volverá sólo por eso una buena persona y dejará de sentir deseos de robar? Creo que no. Más bien, se dedicará de ahí en adelante a robarles la jubilación a las viejas que salen del banco, delito que a lo sumo le propiciará un carterazo pero nunca una descarga de cinco mil voltios. Ahora bien; ¿qué era mejor, o, para decirlo con mayor propiedad, qué era menos malo: que el ladrón se dedicase a robar a quienes disponen de un cierto poder adquisitivo, como los propietarios de un automóvil, o que se dedicase a sacarles a las viejas el único sustento de que disponían para comprar su comida? Eso, ni más ni menos, es lo que hace todo sistema legislativo coercitivo: protege del crimen al poderoso a costa de canalizar el accionar criminal hacia las capas sociales menos influyentes. Los crímenes contra las propiedades automotrices habrán mermado, pero el crimen, en el sentido lato de la palabra, no habrá decrecido (probablemente habrá aumentado), y se habrá vuelto más insensible socialmente. Y lo más importante: el carácter del criminal no habrá mejorado; todo indica que la coacción de la ley lo habrá empeorado.

En un mundo ideal, las personas disciernen cuanto es correcto hacer y lo hacen sólo por esa razón [por la razón, digo yo, de que les provoca placer comportarse correctamente]. No se necesitan leyes ni tampoco un sistema de sanciones. Todos se comportan como ángeles. En una palabra, es el cielo en la tierra. En un mundo un poco menos ideal (digamos «un peldaño más abajo») necesitaremos un sistema de leyes a causa de la agresividad y el egoísmo de las personas (si son como nosotros). Pero el sistema será perfectamente disuasorio porque las personas serán muy racionales (a diferencia de nosotros). Todo el mundo considerará obvio, tan obvio como tener una nariz en el medio de la cara, que el delito no produce beneficios y, por lo tanto, no se cometerán delitos (pp. 181-2).

Rescato la idea de un sistema legal disuasivo-persuasivo. No siempre estamos en condiciones de saber qué es lo que nos conviene hacer o no hacer ante determinada circunstancia; por eso en una sociedad anarquista no perfecta la legislación será indispensable, ya que los legisladores se especializarán en un determinado rubro (educación infantil, control del tránsito vehicular, alimentación, etc.) y entonces estarán en condiciones de opinar sobre su tema con mayor autoridad que el ciudadano común no especializado. Pero he dicho la palabra clave: opinar, sin que haya ningún tipo de coacción que obligue al ciudadano a comportarse tal como el legislador sugiere. Las leyes serán, en esta sociedad anarquista, meramente persuasivas (cuando sugieran al ciudadano la conveniencia de hacer algo) o meramente disuasivas (cuando sugieran al ciudadano la conveniencia de no hacer algo). En la actualidad, hay carteles en algunos parques que rezan: "Prohibido pisar el césped". En una sociedad anarquista no perfecta estos carteles dirían: "Este césped decrecerá si se pisa; se sugiere no hacerlo", dejando entera libertad a las personas para pisarlo o abstenerse de ello. Del mismo modo, los legisladores especializados en educación infantil sugerirán a los padres que manden a sus hijos a la escuela, pero no los obligarán a ello, porque cada padre tiene el derecho de decidir la educación que recibirá su hijo, y muchos habrá con el tiempo y el talento suficientes como para educar a sus propios hijos de manera más completa y efectiva que la utilizada por los colegios. Los contreras suelen graficar una sociedad anarquista como una ciudad repleta de automóviles y sin semáforos. Pero una sociedad anarquista no aboliría los semáforos; los dejaría tal como están, sólo que le daría al conductor entera libertad para obedecerlos o violarlos. Si los conductores tienen dos dedos de frente y aman la vida, los obedecerán; si son estúpidos y aman la muerte... no viene al caso el ejemplo, porque con esa clase de gentes nunca sería posible que una sociedad anarquista naciese.

Desde luego, cabe esperar objeciones a nuestra convicción de que tenemos libre albedrío, y serán bienvenidas pues lo que nos interesa, en definitiva, es conocer la verdad (p. 195).

Más que conocer la verdad, me late que lo que a vos te interesa, Daniel (bien que inconcientemente según creo), es lo mismo que les interesa a muchos de tus compatriotas norteamericanos: seguir siendo rico y poderoso a costa de castigar a quienes no lo son. Si no es así, lo siento; de todos modos no me creo responsable de lo dicho --aunque vos y tú "justicia" seguramente me apalearían por decir tantas inmoralidades...



[1] Cf. Bertrand Russell, Por qué no soy cristiano, cap. 2, secc. 6: “Bajo la influencia de esta reacción contra la ley natural, algunos apologistas cristianos se han valido de las últimas doctrinas del átomo, que tienden a mostrar que las leyes físicas en las cuales habíamos creído hasta ahora tienen sólo una verdad relativa y aproximada al aplicarse a grandes números de átomos, mientras que el electrón individual procede como le agrada. Mi creencia es que esta es una fase temporal, y que los físicos descubrirán con el tiempo las leyes que gobiernan los fenómenos minúsculos, aunque estas leyes varíen mucho de las de la física tradicional. Sea como fuere, merece la pena observar que las doctrinas modernas con respecto a los fenómenos menudos no tienen influencia sobre nada que tenga importancia práctica. Los movimientos visibles, y en realidad todos los movimientos que constituyen alguna diferencia para alguien, suponen tal cantidad de átomos que entran dentro del alcance de las viejas leyes. Para escribir un poema o cometer un asesinato (volviendo a la anterior ilustración) es necesario mover una masa apreciable de tinta o plomo. Los electrones que componen la tinta pueden bailar libremente en torno de su saloncito de baile, pero el salón de baile en general se mueve de acuerdo con las leyes de la física, y sólo esto es lo que concierne al poeta y a su editor. Por lo tanto, las doctrinas modernas no tienen influencia apreciable sobre ninguno de los problemas de interés humano que preocupan al teólogo. Por consiguiente, la cuestión del libre albedrío sigue como antes”.
[2] Pero dudo de que lo sea, y en mi duda me acompañan eminentes pensadores. El uruguayo Vaz Ferreira --quien por otra parte creía en la libertad de la voluntad humana--, en su libro Los problemas de la libertad y los del determinismo, p. 167, negó con las siguientes palabras que el principio de incertidumbre de Heisenberg tuviese "un alcance ontológico" respecto de la teoría determinista: "De la imposibilidad, o, si se quiere hacer reservas, de la impotencia para determinar al mismo tiempo la posición del corpúsculo y su estado de movimiento, debido a que, en esa micro-escala, la observación altera las condiciones del fenómeno; de esto, que es sólo de hecho, o de posibilidades prácticas --o sea de ciencia--, se sacaría en consecuencia el indeterminismo en sí --o metafísico-- que es de posibilidades en sí; metafísico, ontológico: la trascendentalización ilegítima".Y asimismo, el físico Albert Einstein calificaba de "falta de sentido objetable" la utilización de la mecánica cuántica en apoyo de la hipótesis del libre albedrío: "El indeterminismo es un concepto completamente ilógico. ¿Qué es lo que se quiere significar con indeterminismo? Si yo digo que la duración vital media de un átomo radioactivo es tal y cual, trátase de un juicio que expresa cierto orden, Gesetzlichkeit. Pero esta idea no envuelve en sí la idea de la causalidad. Nosotros le llamamos ley de promedios; pero no toda ley de este tipo necesita tener una significación causal. Al mismo tiempo, si yo digo que la duración media de la vida de tal átomo es indeterminada, en el sentido de no ser causada, estoy diciendo una falta de sentido. Puedo decir que yo me encontraré con usted en el día de mañana en algún tiempo indeterminado. Pero esto no significa que el tiempo no esté determinado. Llegue yo o no, el tiempo llegará. Aquí existe una confusión del mundo subjetivo con el objetivo. El indeterminismo que pertenece la física de los cuantos es un indeterminismo subjetivo. Debe estar relacionado con algo, otro indeterminismo carece de significación y está relacionado con nuestra propia incapacidad para seguir el curso de los átomos individuales y prever sus actividades. Decir que la llegada de un tren a Berlín es indeterminada, es afirmar un contrasentido, a no ser que usted lo diga refiriéndose a que no conocemos en qué momento llegará. Si llega, está determinado por algo. Y otro tanto ocurre cuando se trata del curso de los átomos" (citado por Max Plank en ¿Adónde va la ciencia?, p. 221).
[3] Hay algunas sociedades hinduistas o musulmanas en cuyo seno la idea del fatalismo, que es algo muy parecido al determinismo, está muy arraigada; pero, desgraciadamente, muy pocos de estos habitantes emparentan su fatalismo con la ley de causa y efecto, que es la que verdaderamente induce a suponer que nadie es responsable de sus actos.
[4] Y respecto de aquello de que "aconsejar es inútil" en el marco de una ideología determinista, no lo creo tan así, y tampoco lo creía Bertrand Russell: "El hecho de que juzguemos una dirección de actuación objetivamente justa, puede ser la causa de que la elijamos. Así, antes de que hayamos decidido cuál de los acciones consideramos justa, cualquiera de las dos es posible, en el sentido de que una u otra resultará de nuestra decisión de lo que consideramos justo. Este sentido de posibilidad es importante para el moralista e ilustra el hecho de que el determinismo no hace inútil la deliberación moral" (Ensayos  filosóficos., p. 55).

[5] (Nota añadida el 28/6/5.) Esto es erróneo: no todo lo que nos hace sufrir es malo. El amor, por ejemplo, suele ser la causa de innumerables padecimientos.
[6] (Nota añadida el 27/2/13.) "¿Cómo es posible? --se preguntarán algunos--, ¿me causará placer el hecho de ver a mi esposa o a mi hija enfermas?" Respondo a eso que no, que no me causará placer, y no me causará placer porque no es en estos casos en donde yo ubico a la compasión. Lo que siento al ver a mi hija o a mi esposa enferma es tristeza y abatimiento, pero no compasión. La compasión la reservaría para esos acontecimientos en que el shock doloroso percibido por el individuo compasivo se presenta de forma aguda y sorpresiva. En esos casos, y sólo en esos, aparecería esa sensación agridulce de la que estaba hablando.
[7] (Nota añadida el 25/1/10.) Esta no era la verdadera opinión de Kant, y por hacerle caso a este señor tuve durante muchos años una idea equivocada de lo que significaba el libre albedrío a los ojos del pensador de Königsberg. Remito a los interesados en este asunto a las anotaciones de mi diario del día 17/10/7.
[8] (Nota añadida el 4/3/13.) Habiendo publicado esta cita y esta nota en feisbuc, recibí la siguiente crítica: « ¿Es en serio?... ¿Los cobardes tienen miedo? Vaya descubrimiento. Y los ateos: "racionalizan este temor bajo la forma del libre albedrío". ¿Los "ateos"?... ¿Libre albedrío?...Me perdí en tu salto explicativo; déjame ponerlo así: 1.-Daniel Dennett (según la cita) hace dos preguntas: a) ¿Somos igualmente responsables de nuestras buenas y malas acciones?, y b) ¿De qué tenemos miedo? La pregunta "b" se relaciona directamente con la respuesta que da de la pregunta "a"; y tu te quedas tan sólo con la pregunta "b" y tu mala lectura de la respuesta para dar el salto explicativo hacia el miedo al delincuente...que según tu interpretación, el miedo proviene de que ciertas personas por sus "naturalezas" intrínsecas temen algo, a saber: "En resumen, sólo los propietarios, los ingenuos, los ateos y los cobardes temen". Explícame esta referencia: Lo que realmente dice Dennett, y lo que tú crees que dice, y la conclusión, o más bien juicio, a que llegas». A esto respondí lo siguiente: «Se me acusa de afirmar una perogrullada: "los cobardes tienen miedo". Este aserto es, efectivamente, tautológico, sólo que yo no dije eso. Yo dije: "los cobardes temen que los criminales anden sueltos". Este aserto no es tautológico, porque un cobarde, en tanto que cobarde, no necesariamente debe temer a todo lo que existe. Podrían existir cobardes que no temiesen que los criminales anden sueltos; que temiesen al coco, a la policía, a las arañas, a las viejas que caminan por la calle, etc., pero no a los criminales. Luego, mi aserto no es una tautología». «Ahora las preguntas de Dennett. A Dennett no le interesa si somos o no responsables de hacer el bien, sino si somos o no responsables de hacer el mal, porque ahí está la cuestión del castigo. Dice que para Kant existe asimetría: somos responsables al hacer el bien pero no al hacer el mal. Aquí Dennett comete un error imperdonable para un pensador filosófico, como es el adjudicar posiciones a otro filósofo que tal filósofo nunca barajó. En efecto, para Kant no hay asimetría ninguna: somos tanto responsables al hacer el bien como al hacer el mal (cf. su ensayo "La religión dentro de los límites de la mera razón"). Pero como Dennett supone que para Kant no somos libres al hacer el mal, se pregunta: "¿de qué tenemos miedo?", es decir, ¿por qué tememos que los hombres no sean responsables al hacer el mal? Y se responde: tememos que los malhechores no sean responsables y por ende sea injusto castigarlos. Es decir, deseo castigar a los malhechores, pero deseo hacerlo con justicia, y si ellos no son responsables de hacer maldades, entonces los castigaría sin justicia; a eso tenemos miedo según Dennett». «Entonces yo digo: si tenemos miedo de castigar a gente que no es responsable en absoluto, entonces no la castiguemos y listo. Quedarían los crímenes impunes y las calles se llenarían de delincuentes. ¿Cundiría el pánico en esta hipotética situación? Yo digo que predominaría el pánico sólo en aquellos que temen a los delincuentes, y entonces comento quiénes son estas personas, los que temen a los delincuentes. ¿Qué hacen los delincuentes? 1) Roban cosas; ergo, si no poseo nada que puedan robarme, no los temeré por este lado. 2) Asesinan gente; ergo, si me interesa muy poco mi vida y la vida de mis seres queridos, por estar realmente convencido que esta vida es pasajera y que nos espera un más allá eterno en donde los delincuentes no existen, no temeré a estos delincuentes por este lado. 3) Les agrada torturar e infligir dolor; ergo, si soy partidario de la filosofía estoica en la teoría y en la práctica, y me he preparado concienzudamente, a la manera de Epicteto, para soportar sin quebranto los más terribles padecimientos, entonces no temeré a los criminales por este lado. Si soy propietario, temeré a los criminales; si no creo en la vida después de la muerte y pienso que esta vida terrenal lo es todo, también temeré a los criminales que quieren arrebatármela; si me aterran los padecimientos físicos, también temeré a los criminales que se solazan con estas prácticas. ». «Respecto de que el libre albedrío es un término teológico y no debe utilizarse en psicología, o que los ateos, por definición, no pueden creer en el libre albedrío, ante todo esto cito la definición del libre albedrío de la real academia española: "Potestad de obrar por reflexión y elección; libertad de resolución". No hay ninguna mención a Dios, ni a la teología ni a nada que se le parezca, sólo a la reflexión y a la elección. Ergo, un ateo puede perfectamente creer en el libre albedrío. Espero haber sido lo suficientemente claro ». Y a otros que me preguntaban si yo nunca le he temido a un delincuente, y si cumplo al pie de la letra todos estos preceptos que postulo, les contesté lo siguiente: «¡Por supuesto que yo también temo a los delincuentes! Y es que lo que yo planteo es un ideal, el ideal de la persona perfectamente santa, sabia y revolucionaria. ¿Está mal plantear ideales? Y no, yo no siempre actúo de acuerdo a lo que profeso; soy lo que se dice un reverendo hipócrita. ¿Y por qué no actúo así? Porque mis ideas son demasiado elevadas para mí, porque me quedan grandes. Pero en vez de rebajar mis ideas para que coincidan con mi pobre persona, que es lo que se estila en estos casos, mantengo mis ideas y mis ideales bien en lo alto y no me desespero demasiado por no poder alcanzarlos en la práctica. Y me parecen muy sensatos vuestros campesinos mexicanos que temen a Dios y a la vez a los criminales, me parecen sensatos y buena gente, pero están muy lejos de ser las personas ideales que yo concibo, que concibo en la teoría, que parece que últimamente la teoría no tiene cabida en este foro y sólo hay que atenerse a lo que la práctica dice. La práctica dice que todo el mundo le teme a los criminales, entonces ¡a temerles nosotros también, y a sentirnos orgullosos de ese temor! y entonces, a actuar en consecuencia, encarcelándolos, condenándolos a muerte o directamente linchándolos, práctica que, tengo entendido, todavía no ha sido erradicada de vuestro país. Sigan ustedes en esa tesitura y yo en la mía, que ni ustedes ni yo cambiaremos de opinión de un día para el otro».

miércoles, 13 de marzo de 2013

El derecho penal y su mayor contraindicación


Podemos individualizar con rapidez la clase de males que nos gustaría reducir a un mínimo; tenemos motivos para suponer que si se prohíben las causas y se refuerza la prohibición mediante sanciones, disminuirá seguramente la frecuencia de esos males en nuestra sociedad (Daniel Dennett, La libertad de acción, p. 181).

Sí, es muy probable que si les prohibiésemos a las personas realizar determinado acto indecoroso valiéndonos de una ley y las amenazásemos con sanciones si no la cumplieren, estas personas cumplan esa ley y se comporten bien en esa circunstancia; pero se habrán comportado bien por obligación, no por deseo, y por lo tanto su deseo de comportarse mal, habiendo encontrado cerrada esa válvula específica, se canalizará mediante otra faceta de su comportamiento, que nadie garantiza que será menos dañina que la que acabamos de clausurar mediante amenazas. Ejemplo: un ladrón de autos se topa con la desagradable novedad de que se ha inventado un dispositivo infalible que electrocuta sin miramientos a todo aquel que maneje un auto sin su correspondiente chip antielectrocución, que es un módulo que se inserta en el cerebro del conductor ni bien compra legalmente su auto. El ladrón de autos, figurándosele ya imposible continuar con su trabajo habitual, ¿se volverá sólo por eso una buena persona y dejará de sentir deseos de robar? Creo que no. Más bien, se dedicará de ahí en adelante a robarles la jubilación a las viejas que salen del banco, delito que a lo sumo le propiciará un carterazo pero nunca una descarga de cinco mil voltios. Ahora bien; ¿qué era mejor, o, para decirlo con mayor propiedad, qué era menos malo: que el ladrón se dedicase a robar a quienes disponen de un cierto poder adquisitivo, como los propietarios de un automóvil, o que se dedicase a sacarles a las viejas el único sustento de que disponían para comprar su comida? Eso, ni más ni menos, es lo que hace todo sistema legislativo coercitivo: protege del crimen al poderoso a costa de canalizar el accionar criminal hacia las capas sociales menos influyentes. Los crímenes contra las propiedades automotrices habrán mermado, pero el crimen, en el sentido lato de la palabra, no habrá decrecido (probablemente habrá aumentado), y se habrá vuelto más insensible socialmente. Y lo más importante: el carácter del criminal no habrá mejorado; todo indica que la coacción de la ley lo habrá empeorado.

lunes, 4 de marzo de 2013

Vigilar y castigar


Toquemos ahora el punto central de la ética de Tolstoi: la irresistencia al mal y la ineticidad implícita en el castigo a los criminales.
Dice Vaz Ferreira:

Cree Tolstoi, sin dejar por esto de execrar el mal, que las penas no sólo no lo remedian sino que lo agravan: que nuestras cárceles están organizadas de tal manera que convierten en habitual lo incidental e intensifican el mal natural: algo así como estufas de crimen. Posiblemente en una buena parte de lo que afirma ha de tener mucha razón; pero padece la ilusión de que si no existieran las leyes, de que si no existieran los gobiernos, de que si no existieran, en el caso especial, las instituciones penales, los códigos, los castigos, las cárceles o lo que pueda sustituirlas, el crimen tendería a disminuir, casi a desaparecer (Moral para intelectuales, p. 69).

¿Eso pensaba Tolstoi? ¿Que sin cárceles el crimen disminuiría? Sin duda abogaba por la eliminación de los presidios, pero no me consta que creyera que sin presidios, la criminalidad disminuiría. Antes al contrario: no habiendo nadie que los controle y los meta presos, los criminales tenderían a reproducirse como moscas o como conejos, y el crimen aumentaría. Pone Vaz Ferreira en boca de Tolstoi el siguiente razonamiento: "Las penas existen, los castigos se aplican, se aprisiona, hasta se mata, y, sin embargo, el crimen sigue existiendo; por consiguiente, la pena no influye sobre el crimen". Y luego, como corresponde, lo critica:

Se comprende que este es un paralogismo. Habría que resolver [...], qué sucedería si no hubiera absolutamente penas; puesto que sería posible y probable, que el crimen en ese caso se multiplicara. Aun en el caso de que sean solamente algunos hombres los que estén destinados a ser criminales, esos mismos hombres, sin penas, es posible que repitiesen indefinidamente sus crímenes; la pena lo impide (ibíd., p. 70).

Correcto: La justicia penal impide que el crimen prolifere.  Pero ¿y los criminales?, ¿la justicia penal impide su proliferación? Pareciera que no; pareciera que la justicia penal, más que hacer disminuir la cantidad de criminales, coadyuva con su  proliferación (las cárceles como "estufas" del crimen). Tenemos entonces el siguiente cuadro: el crimen, merced a la justicia penal, disminuye; pero también, y también merced a la justicia penal y a los presidios que tal justicia recomienda, aumenta la criminalidad, es decir, la cantidad de criminales en potencia. Se van constituyendo, en las diversas sociedades, ejércitos de criminales, sólo que no cometen crímenes, a no ser que estén seguros de que la pena no los alcanzará. Y cuanto más dura, cruel y contundente sea la pena, menos crímenes veremos por las calles (como en las sociedades musulmanas por ejemplo), pero mayor deseo de criminalidad habrá en el corazón de la gente. No se verá el crimen, ni se verán, en rigor, los criminales, pero se sentirán... En el aire se percibirá el hedor psicológico de tales represiones, y lo que se reprime por demasiado tiempo... Por eso digo --independientemente de lo que opinaba Tolstoi en este asunto-- que la cárcel cumple su función a las mil maravillas: elimina buena parte de las acciones criminales al mantener encerrados a todos aquellos que son adictos al crimen y no saben contenerse. Pero cumple su función en el corto y, a lo sumo, en el mediano plazo, mas no en el plazo largo. La represa se llena, el nivel del agua sube, la presión aumenta... y a la menor fisura, toda la aldea se inunda. Guardémonos entonces de seguir atajando el crimen sin atajar las causas de la criminalidad, no sea que terminemos siendo todos potenciales criminales, todos gotas de esa catarata que se asoma por sobre la represa.

domingo, 18 de marzo de 2012

La enfermedad del crimen y cómo curarla

Estaba leyendo el Gorgias, procurando imbuirme de las palabras de Platón relacionadas con la retórica, cuando me topé con aquella frase de Sócrates que tanto me simpatizaba: “Cometer una injusticia es peor que padecerla”. Y me sigue simpatizando (aunque preferiría trocar injusticia por maldad), sólo que para sostener este aserto apela Sócrates a una serie de argumentos con los que no me siento identificado. Partiendo del siguiente axioma: “Lo que es justo es bello”, y dando por supuesto que el castigo que se le inflige al criminal es justo, concluye que hay una belleza intrínseca en el castigo y que el alma del criminal, por el hecho de ser castigada, comienza a sanar. Luego, al criminal le conviene la condena y no la impunidad, tal como al enfermo le conviene acercarse al hospital y no escaparse de él:

Si uno mismo o cualquier persona por la que se interesa ha cometido una injusticia, tiene que apersonarse en el sitio donde reciba lo más pronto posible el conveniente correctivo y apresurarse a buscar al juez como acudiría al médico, por miedo de que la enfermedad de la injusticia, permaneciendo en su alma, no engendre una corrupción secreta que la haga incurable (Gorgias, 480a-b).

La analogía es interesante y hasta cierto punto me parece plausible, pero el tema pasa por la confianza que tenga el enfermo respecto del agente curativo. Si yo, en tanto que enfermo, soy sometido a una curación que considero íntimamente como inservible o dañina, difícilmente cure, y a la inversa si es que el doctor que me atiende y su método terapéutico me inspiran confianza. Ahora bien, ¿el criminal cree positivamente que su alma o su espíritu podrán arreglarse mediante la condena en un presidio? No, no lo cree, y por eso no se arregla, sino que suele egresar de los institutos penitenciarios mucho peor que como entró. El castigo tiene poder sanador, eso no lo discuto, pero sólo el castigo que se autoimpone el propio delincuente o el que le impone el destino, que tarde o temprano siempre aparece. Pretender “meter mano” en los turbios y mal engrasados engranajes espirituales del criminal so pretexto de querer mejorarlos, es comportarse cándida y jactanciosamente a la vez; es tocar el tumor o querer erradicarlo mecánicamente, lo que no hace más que posibilitar la metástasis.
¿Qué buscamos al encerrarlo? ¿Buscamos proteger a la sociedad? Muy bien, entonces la discusión pasa por otro lado. Mas si buscamos, como la palabra “correccional” indica, corregirlo, me temo que habrá mala praxis. Tal vez el enfermo que huye del hospital no está tan loco como Sócrates suponía, porque podría ser que la medicina que allí le suministraban estaba vencida.
¿Cómo curar, o intentar curar, un alma inicua? Con amor, sólo con amor. Por eso está muy bien que los padres castiguen a sus hijos, porque los castigan amándolos, pese a que los niños no lo entiendan. Y es que los niños no saben lo que hacen, no saben lo que les conviene y por eso yerran el camino y hay que estar siempre detrás de ellos para que no se desvíen. Si el criminal es como un niño travieso potenciado, que no sabe lo que hace, corrijámoslo, sí, pero con amor. Los jueces no parecen amar a los criminales cuando los sentencian, y no me parecen los carceleros gentes henchidas de este magno sentimiento. Y si el criminal sabe lo que hace –proposición básica de toda condena firme--, pero prefiere la impunidad al castigo, dejémoslo impune, que ya la vida se encargará de castigarlo. Tal vez después nos crucemos con el criminal amnistiado y éste nos haga objeto de un nuevo crimen. Desgraciados de nosotros, pero no tan desgraciados como si lo hubiésemos condenado, pues ya lo dijo Sócrates: “cometer una iniquidad es peor que padecerla”, y condenar a un ser humano a una estadía en las actuales prisiones, en las que el amor brilla por su ausencia y el odio todo lo invade, es uno de los actos más inicuos que pueda concebirse
[1].




[1] Por fortuna, ya existe al menos una excepción a este ideal funesto del encierro castigador: la cárcel de Halden Felgsel, en Noruega. ¡Felicitaciones, escandinavos!