Y
si hablamos de excrecencias filosóficas que es preciso erradicar, no podemos
dejar de lado a la filosofía francesa del siglo XX. El oraculismo propio de los
alemanes aterrizó en Francia y se hizo fuerte en pensadores como Roland Barthes, Jacques Lacan, Michel Foucault y Jacques
Derrida. ¡Justo en Francia, tierra en donde el pensamiento elevado, Ilustración
mediante, venía necesariamente de la mano de una claridad conceptual a todo
trance!
Ce qui n’est pas clair n’est pas français.
"Lo que no está claro no es francés", se decía
en el ambiente literario y filosófico de la Francia de principios del siglo XX.
Por qué razón se modificó esta manera de hacer filosofía es cosa que no se sabe
a ciencia cierta. Algunos textos --nos comenta John Weightman refiriéndose a la prosa
literaria y académica francesa—
podían requerir muchísima atención, pero era raro que un
pensador francés se permitiera faltas de lógica o penumbras en la presentación
de sus ideas; el lector no acostumbraba a tener que preguntarse qué eran esas
ideas, tan solo si, después de haberlas entendido, podía estar o no de acuerdo
("No entender a Michel Foucault", ensayo incluido en los Diarios de Arcadi Espada. Disponible en Internet).
La transición se operó a través de Sartre y
Camus, "quienes pueden a veces resultar difíciles, pero que nunca fueron
deliberadamente arcanos". Dos o tres décadas después llegaron los
auténticos ocultistas. Estos diz que pensadores
generaron un cambio en el ambiente que rápidamente alcanzó
a sus numerosos discípulos. En algunos campos especulativos, la tradicional
claridad francesa desapareció para ser reemplazada, en diversos grados, por la
oblicuidad, el preciosismo y el hermetismo, como si estos fueran, por
definición, modos de operar más válidos que lo lúcida y racionalmente
establecido.
"No es mi propósito --continúa Weightman--
averiguar aquí las posibles razones de este brote de distinguida y secular
glosolalia". Sin embargo nos entrega algunas pistas:
Las modas, de la ropa o de las actitudes intelectuales, son
notoriamente difíciles de explicar, y [...] esta muestra obvios vestigios de
una combinación de influencias del pensamiento alemán (en particular de la
retórica filosófica de Nietzsche), de las doctrinas poéticas de Mallarmé, del
culto del surrealismo a lo ilógico y de la promoción freudiana del
inconsciente.
Estos ingredientes, aunados, generaron
una ensalada mal combinada y peor aderezada que terminó rompiendo los cráneos
de al menos dos generaciones de estudiantes de filosofía, muchos de los cuales
tomaron a estos escritores como la quintaesencia del pensamiento elevado.
Recuerdo que yo mismo, por recomendación de uno de estos adoradores de lo
inefable, intenté leer Las palabras y las
cosas de Michel Foucault, pero su lenguaje críptico me impidió avanzar más
allá de la página 20 o 25. "Esto es mucho para mí", habré pensado en
aquel entonces; hoy digo, no sin un dejo de soberbia, "no tengo tiempo
para nimiedades".
Y es justamente el
ensayo que acabo de citar, Las palabras y
las cosas, el que queda desenmascarado, desnudo y desamparado gracias al
análisis pormenorizado que de él nos ofrece John Weightman en este
artículo. Se mete con este trabajo de Foucault porque generalmente se lo
considera como su obra maestra. "He leído otros libros de Foucault, en la
medida en que he sido capaz de hacerlo, pero prefiero concentrarme en este, ya
que sigue siendo un texto esencial y aún sigue de moda". Algún día, cuando
disponga de algún tiempo y mi estómago literario se haya acostumbrado a
deglutir alimentos viscosos, intentaré yo también leer a Foucault o a
cualesquiera de sus coterráneos anteriormente mencionados para luego
criticarlos, aunque no lo prometo, porque no sé si me dará el cuero para ello y
porque, como dice Weightman ya sobre el final de su artículo, "la línea divisoria entre la carga
de significado y la vacuidad pseudoprofética del significado es algo difícil
con lo que lidiar".
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